—Mistress Elliott está aquí —anunció Charlie.
—¿Mistress Elliott? —Sally alzó la mirada y miró a Charlie sorprendida.
—La misma, esa así toda estiradilla. Se ve que quiere verte. Parece que es urgente —dijo Charlie poniendo los ojos en blanco. Como buena católica, no le gustaban mucho las damas de la London Missionary Society—. Parece no estar muy contenta con el hecho de que tu cocinera abra la puerta —comentó Charlie alzando los brazos en el aire como signo de exasperación, antes de marcharse de nuevo a la casa principal.
Sally miró a la señora Kwong, sentada en su ya habitual butaca y cosiendo una camisita para Mei con una sonrisa, y añadió:
—Pues no sé qué va a pensar cuando vea esto —dijo Sally señalando al bebé mamando en sus brazos.
—O ve donde duermes, o donde duermen tus sirvientes —dijo Mistress Kwong sin dejar de coser.
Sally iba a añadir que a duras penas los consideraba sus sirvientes. Desde que Sally había traído a Mei y esta había pasado a ser su hija, todos los habitantes de Aberdeen Hill se habían convertido en una especie de peculiar familia. Charlie venía cada mañana con su hijo, el pequeño Carrick, quien se entretenía jugando en la cocina o siguiendo a Siu Kang y Siu Wong mientras su madre trabajaba. Cuando cocinaba, traía la comida al taller y todos comían juntos. Siu Wong y Siu Kang ayudaban en lo que podían, y, especialmente Siu Wong, se había tomado muy en serio el papel de «hombre de la casa». Incluso Ka Ho se dejaba caer de vez en cuando para ver a la niña y traer algo de fruta o de pescado. Mistress Kwong, por su parte, dedicaba todas sus horas a asistir a Sally con la niña. Desde el momento en que Mei empezó a mamar, decidió no parar. Cuando no dormía, se pasaba casi todo el tiempo de día y de noche mamando. Habiendo estado a las puertas de la inanición, la pequeña no quería dejar el tan apreciado elixir que los pechos de Sally le proporcionaban. Aunque en un principio la respuesta del cuerpo de Sally para salvar a su adoptada fue casi un milagro, en poco tiempo se convirtió en una ardua y casi infernal labor. Sally estaba continuamente sentada dando de mamar y la espalda le dolía tanto que Mistress Kwong le tenía que poner un ungüento, el mismo que le dio para calmar las picadas de mosquitos, en todos los músculos doloridos. Aunque tenía hambre constantemente y Charlie se encargaba de cocinar las comidas más sabrosas que era capaz de idear con un presupuesto limitado, Sally no dejaba de perder peso. Además, Mei no dormía durante más de tres horas seguidas y pronto Sally empezó a notar los efectos de la falta de sueño y el agotamiento. Era evidente que su cuerpo no estaba preparado para hacer el trabajo de una madre sin haber estado encinta primero, así que su piel, y sobre todo sus pezones, se resintieron durante semanas. Estaban agrietados y le sangraban constantemente. El dolor era constante, pero Mei no se daba por satisfecha y solo quería tomar la leche de su madre adoptiva. Sin la ayuda de Mistress Kwong, Sally no hubiera podido cuidar de la pequeña. La mujer se desvivía por lavarla, cambiarla y recomendar a Sally la mejor manera de cuidar al bebé. Por las mañanas, Mistress Kwong se encargaba de pasear y entretener a la niña para que Sally tuviera un par de horas de tranquilidad. En cuanto Mistress Kwong sacaba a Mei de la caseta, Sally cerraba los ojos y entraba en un sueño profundo. Con este ritmo, y sin preocuparse de lo que pasaba más allá de las puertas de Aberdeen Hill, habían pasado semanas.
—Mistress Elliott está aquí —anunció de nuevo Charlie señalando a su lado. Se apartó y la figura alargada de Mistress Elliott apareció por la puerta de la caseta. Al entrar, la mujer se quedó helada y, sin tan siquiera saludar, echó un vistazo al interior de la caseta. Al fondo se encontraba la cama que Sally había mandado instalar. Por encima de la cama había una tela que colgaba del techo y hacía las veces de red para los mosquitos y de separación de ambientes. Al lado de la cama había un par de mesitas donde se apiñaban libros e improvisados juguetes de madera que servían para entretener al bebé. La gran mesa que Theodore utilizaba como escritorio estaba colocada junto a la pared más alargada de la caseta y estaba repleta de los libros del difunto pintor, algunos dibujos y ropa de bebé. También era el lugar para cambiar a Mei o incluso para bañarla, usando una palangana de metal. El resto de la habitación comprendía unas cuantas mesitas más, un par de butacas colocadas estratégicamente al pie de la cama, y, junto a la mesa, los antiguos cuadros de Theodore y sus pinturas, apiñados cuidadosamente contra la pared opuesta a la del escritorio. El lugar era uno de los más estrafalarios que Mistress Elliott había visto en su vida, pero era extremadamente acogedor y funcional. Cuando la mujer del clérigo acabó de repasar la habitación, detuvo su mirada en la cama donde Sally permanecía sentada con la niña en brazos.
—Sally… ¿estás bien? —dijo Mistress Elliott acercándose a la cama. Ahora no podía apartar la mirada de Mei y, a medida que entendía que el bebé estaba mamando del pecho de Sally, su cara se fue quedando más y más pálida. Henrietta Elliott se acercó a los pies de la cama sin atreverse a sentarse y buscando las palabras apropiadas para continuar.
»Había oído, había creído… —intentó la mujer sin saber exactamente qué palabras utilizar—. Sally, es esta…
—¿Mi hija? —preguntó Sally. Una parte de ella disfrutaba viendo a la estirada de su amiga completamente pasmada. También Mistress Kwong parecía estar interesada en la reacción de la mujer, ya que, por primera vez, había dejado de coser y observaba en silencio.
—Tu hija… —repitió Mistress Elliott, quien parecía que se iba a desmayar. Sally pidió a la señora Kwong que le diera un vaso de agua. Henrietta se lo bebió tan rápido como pudo y continuó—: Alguien en la London Missionary Society me dijo que había oído que habías enviado a tu cocinera al registro civil para inscribir a una niña… No me lo podía creer. Pero habías desaparecido durante seis meses, huido de la casa de los Abbott…
—¡Yo no hui!
—Sally —dijo Mistress Elliott con una seriedad cortante—, desapareces sin dejar rastro y durante el tiempo que te vas se oyen todo tipo de cosas sobre ti, luego vuelves pero no anuncias tu llegada a nadie… Nunca las creí y mira ahora. —Mistress Elliott señaló a la niña con una decepción agresiva. Sally empezaba a estar molesta. Ella era muy feliz con su vida en Aberdeen Hill sin tener que dar explicaciones a nadie fuera de los muros de aquella casa. Pero tenía en gran estima a Henrietta Elliott, a pesar de ser tan cristiana y beata.
—No sé lo que se está diciendo de mí en Hong Kong. Pero yo no hui. Simplemente los Abbott no me querían en su casa y me marché a Singapur a visitar a mi amiga Zora Stream.
—¿Simplemente? —dijo la mujer llena de indignación—. ¿Y la bastarda?
En ese momento, Sally miró a Mistress Kwong por un instante; necesitaba dejarle bien claro que ella se encargaría de esto. Con cuidado, aprovechó que la niña se había quedado dormida en su pecho, puso el dedo dentro de su boquita y la apartó de su pezón. Sin dejar de sostenerla, se abrochó el camisón y se puso bien el chal que llevaba sobre los hombros. Se acercó a Mistress Elliott y le señaló la cama para que se sentase en ella. Esta obedeció cándidamente, aunque en su cara todos los músculos presentaban una actitud grave. Con toda la delicadeza de la que fue capaz, Sally puso la niña en el regazo de la misionera. En un principio la sostuvo en sus brazos como si de un saco de patatas se tratase, miró a la niña plácidamente dormida, con sus labios medio abiertos, se relajó y la abrazó de forma más cariñosa. Sally se acordó entonces de que Mistress Elliott también era madre, pero había dejado a su hijo en Inglaterra para llevar a cabo su misión. Sostener otro bebé debía de ser para ella un recordatorio doloroso.
—Esta es Mei y no voy a tolerar que nadie la llame bastarda.
—Sally… ¿Qué pasó? Es… es mestiza… —dijo Henrietta de forma más dulce.
—Sí, pero no es mi hija; al menos mi hija de carne… Es la hija de mi sirvienta, quien se quitó la vida después de dar a luz. El padre es Jonathan Abbott.
—Pero, no puede ser… hace un momento le estabas dando de mamar…
—Sí… es extraño, pero mi cuerpo tuvo una especie de reacción y empezó a producir leche.
—No puede ser… Sally, si tú has hecho algo… —continuó la mujer.
—No ha hecho nada —interrumpió Mistress Kwong—. Lo único que ha hecho es salvar a Mei del hombre que la compró después de que su madre muriera. La niña es suya, y no es una bastarda. ¿Cree que se parece a Sally?
Mistress Elliott miró a la niña y luego volvió a mirar a Sally, y respondió:
—La verdad es que sí… —Las tres mujeres se rieron al unísono y, por primera vez, la atmósfera del antiguo taller de Theodore se relajó.
—No la hice yo. Te puedo asegurar que mi virtud está intacta.
—Lo que dicen de ti, Sally… Debes ir con cuidado. —Mistress Elliott miró a su alrededor como si alguien las estuviera oyendo y continuó—. Dicen que eras una libertina, ¡que huiste de casa de los Abbott cuando te pillaron tonteando con un criado chino! Y que tu única intención era conquistar a uno de los hermanos Abbott para casarte por su dinero…
—No me lo puedo creer… —interrumpió Sally—. Después de todo lo que han hecho… ¿Me crees ahora?
—No tengo ninguna razón para creer que me mientes, pero… ¿Qué va a pensar la gente?
—¿La gente? ¿Qué gente? —interrumpió Charlie al entrar en la habitación con un té y mantecados escoceses que ella misma había preparado—. La gente que va a creer a los Abbott son todos de su círculo; corruptos y mujeres tontitas que solo se saben pavonear e ir a bailes. Seguramente su círculo de santurrones pretenciosos se les unirá, pero el resto de Hong Kong y todos los otros círculos sociales nos dejarán en paz. —Al acabar de decir esto, Charlie se sirvió el té, tomó una pastita y se sentó en la butaca que quedaba libre.
Henrietta Elliott se quedó estupefacta mirando a la cocinera de la casa no solo hablar con tanta desfachatez, sino, además, sentarse con las demás a charlar. Intentando no perder la compostura. Volvió a dirigirse a Sally mientras miraba a la niña. Mei aún dormía plácidamente en su regazo.
—Sea lo que fuere, no sé por qué intentas registrarla como tu hija… en la isla hay casas para niñas huérfanas como ella…
—¡Ni hablar! Mei es mi hija y la quiero reconocer como tal. He oído de muchos misioneros que han adoptado a criaturas en su familia. ¿Por qué yo no? Además, quiero volver a Inglaterra. Mei tiene ahora dos meses y estamos esperando a que mejore de salud. En cuanto sea lo suficientemente fuerte para un viaje en barco, me la llevaré conmigo. Pero para hacer tal cosa necesito registrarla.
—De acuerdo, pero dime. ¿Cómo vas a registrar a este bebé si ni siquiera estás casada? Sally… sé realista. No eres más que una huérfana viviendo sola en una casa y con una niña adoptiva que no es más que una mestiza… Has pensado tal vez en… ¿casarte? Con el dinero de los Evans puede que encuentres a un hombre dispuesto a casarse contigo… —Sally sabía que Henrietta solo quería ser útil, pero eso no hacía más que dar vueltas a un asunto del que Sally no quería saber nada.
—Henrietta… Yo… Nosotros… No tengo nada de dinero. Mi padre dejó todos nuestros asuntos a un señor llamado Hampton. Al morir mi padre, contactó conmigo a través de cartas; le envié una no hace mucho, pero no he recibido respuesta. Le he escrito en varias ocasiones en los dos meses que han pasado desde que llegué de Singapur. Tampoco he recibido cartas ni de mi ama de llaves en Bristol ni de otras amistades. Así que yo y todos los que vivimos en esta casa nos mantenemos con el poco dinero que tenemos. Si no puedo solucionar estos asuntos, ni siquiera voy a poder pagar el pasaje de vuelta. De todas formas, un viaje tan largo sería peligroso para Mei; no quiero volver a Inglaterra hasta que ella haya crecido lo suficiente. Estamos atrapadas en Hong Kong.
Un silencio demoledor invadió la caseta. Mistress Kwong parecía reflexionar en silencio. Aunque muchas de las cosas defendidas o planteadas por Sally iban en contra de sus principios, Mistress Elliott no pudo evitar creer en la chica y sentir pena por ella.
—Además, hay algo que tengo que hacer antes de marcharme y no he hecho hasta ahora porque casi toda mi atención ha estado concentrada en esta pequeña. Confío en tu discreción. —Sally se acercó de nuevo a Mistress Elliott y retomó la niña en sus brazos—. Debo hablar con Mister Turner, el periodista.
—¿Turner? —Era evidente que Henrietta se estaba reprimiendo las ganas de preguntar por qué quería ver al periodista. Así que se limitó a añadir—: Sally, querida, Mister Turner fue preso hace un par de semanas. Estará en la cárcel durante un par de años.
Más allá de los muros de entrada de Aberdeen Hill, el mundo había seguido girando durante los dos meses en los que Sally se había autoaislado en su pequeña burbuja con Mei. Hong Kong no solo hervía con los rumores sobre ella, sino que, además, el grupo compuesto por Abbott, Kendall y Palmer se habían apuntado un tanto al conseguir que Turner fuera acusado de difamación y calumnias, y encarcelado casi inmediatamente. Sally tenía que encontrar la manera de llegar a él. Si iba a la cárcel a visitarlo, no haría más que levantar sospechas, y tampoco podía dirigirse al fiscal con conjeturas.
Durante días, Sally dio vueltas sin parar a las diferentes opciones que tenía. Finalmente concluyó, después de discutirlo todo con Mistress Kwong, que su mayor preocupación era Mei. Si podía esperar a que ella creciera, también podía esperar a que Turner saliera de la cárcel. Sally recordó entonces lo que Turner le había advertido antes de decirle adiós el día de su conversación. En cuanto pensó en eso, Sally corrió hacia el cuadro tapado por una polvorienta sábana, y que todo este tiempo había estado presidiendo el que había sido el taller de su padre. Sally lo destapó y vio un lienzo de formas indefinidas e imágenes en desarrollo. Estaba decidido: Sally acabaría el cuadro.
Los meses de verano llegaron y con ellos las lentas lluvias. Así empezó el cuarto año de Sally en China. En el continente, las muertes iban en aumento debido a la sangrienta rebelión de los Taiping. En Hong Kong, la ciudad florecía con la expansión del comercio y la fuerte demanda de opio, y, en Aberdeen Hill, Mei crecía y empezaba a sentarse, a intentar gatear y a decir «mamá» cuando estaba enfadada. Los días eran largos siguiendo la rutina del bebé, pero Sally nunca había visto el tiempo escabullirse de forma tan rápida.
Cuando no estaba junto a Mei, Sally se dedicaba a trabajar en el cuadro del gobernador y a aprender cantonés. Había decidido que, si quería criar al bebé sin despojarlo de toda su herencia, ella misma debía empezar a aprender la lengua de esa isla, que, en contra de su voluntad, se había convertido en su hogar.
Mistress Kwong se había convertido no solo en una excelente cuidadora, sino también en una hábil y paciente maestra porque, aunque Sally había pasado gran parte de su infancia aprendiendo idiomas, nunca había tenido tantos problemas para entender la compleja estructura del chino. Su gramática era difícil por su falta de normas, y Sally tenía la sensación de que, si quería entender el funcionamiento del cantonés, debía aprehender su esencia y asumir su delicada sutileza. En cuanto al cantonés hablado, los sonidos y los tonos se le escapaban tanto como aquellos acordes que había intentado perfeccionar al violín. Entonar los fonemas era un arte fino y musical que llenaba a Sally de frustración. Sin embargo, si había algo para lo que Sally estaba preparada era para aprender a escribir. Los caracteres era lo que más fascinaba a la chica.
—Este símbolo representa una mujer embarazada, y este es su hijo —dijo la señora Kwong—. Los dos son caracteres por separado y juntos forman uno nuevo.
—Entonces, ¿estos dos caracteres juntos crean uno nuevo que significa «bueno»? ¡Lo oyes, Mei, tú y yo hacemos algo bueno! —exclamó Sally dirigiéndose a Mei, quien empezó a reír como si entendiera lo que decía su madre.
—Bueno… se refiere a un hijo varón, pero también lo puedes ver así si quieres —aclaró la maestra manteniendo una postura formal, aunque en ella había el atisbo de una sonrisa.
Sally le devolvió el gesto y observó durante unos segundos a su amah, quien había pasado de ser la extraña mujer que le daba miedo a ser la familia más cercana que había tenido desde la muerte de su padre. Cada día que pasaba era evidente que Mistress Kwong o naai naai —«abuela»—, como le habían comenzado a llamar cariñosamente, tenía unos conocimientos asombrosamente elevados de la lengua y su historia. Sally no había olvidado lo que Mistress Dunn le había dicho a su llegada a Hong Kong: la señora Kwong seguramente había sido mucho más que una criada y su aún elegante belleza, sus pies vendados y su educación denotaban no solo un gran pasado, sino también una triste historia. Sally quería saber más y muchas veces estaba cerca de reunir el suficiente coraje para preguntarle, pero siempre se echaba atrás. Si Mistress Kwong quería un día desvelar los secretos ocultos tras sus delicados y dolorosos pasos, Sally estaría ahí para escucharla. Mientras tanto, esperaría pacientemente.
Hasta que no empezó a aprender a escribir en chino, Sally no se había planteado que los aparentemente aleatorios trazos que formaban los preciosos ideogramas de la escritura china tenían un significado, un orden, una estructura y un movimiento que los llenaban de vida. Como en un puzle, las diferentes piezas conformadas por los delicados trazos creaban caracteres de significados básicos, y, combinados entre sí, creaban un nuevo carácter. A Sally le gustaba creer que cada carácter era una pintura, con su propia historia y personalidad, la puerta a un microcosmos encerrado en su propio significado.
—Cada uno de ellos corresponde a una sílaba —dijo Mistress Kwong señalando el pequeño carácter que Sally estaba intentando escribir—. No, así no; es un juego de la muñeca, un delicado movimiento en el ángulo preciso. Como una danza…
—O un combate… —balbució Sally.
—¿Disculpa?
—Esto me recuerda a mis clases de esgrima… —continuó Sally distraídamente, sin dejar de prestar atención a su dibujo. Sally pensó en la posición de guardia, tantas veces ensayada, en las indicaciones exageradamente apasionadas del conde y en el polvo áureo levantado por él y su padre mientras practicaban sus estoques. En el jardín donde practicaban no había reflejos dorados. Simplemente el ambiente saturado de blanco, la lánguida luz de la mañana de Victoria.
—¿Clases de esgrima? —repitió Mistress Kwong dándole su dedo a Mei para que lo mordiera. Mientras Sally estudiaba su clase, ella mantenía a la pequeña entretenida. De otra forma era imposible para Sally concentrarse en sus estudios.
—Sí… clases de esgrima. No sé por qué.
Sally se pasaba así las mañanas antes de ponerse a trabajar en la pintura. Se sentaba en el patio cuando no llovía, utilizando los viejos papeles de seda comprados por su padre. La chica practicaba una y otra vez. De cuclillas junto a ella estaban Siu Wong y Siu Kang. Sally había insistido en que los niños también aprendieran a escribir y los tres formaban así una extraña clase.
—¿Hou bat hou? —dijo Siu Kang enseñando el dibujo que había hecho en la arena del patio.
—¿Cómo va a estar bien? Parece más bien un murciélago estampado contra una pared —respondió Mistress Kwong con un gruñido y, dejando a Mei con Siu Wong, dirigió a su discípulo para mostrarle la mejor manera de escribir el carácter.
Cuando la clase acababa, todos comían juntos y, después de una siesta, volvían a las clases de inglés que impartía Sally a los niños. Por las tardes, Sally se dedicaba a la pintura. Nunca en su vida había estado tan ocupada, pero nunca había sido tan feliz. El cuadro del gobernador se le resistía. Intentar recomponer la idea de su padre para el paisaje se presentaba como un reto tan complejo como el de entender los caracteres chinos. Sabía que su padre estaba trabajando en un paisaje del puerto de Hong Kong. La bahía de Victoria plagada de barcos, el pico con la ciudad en su falda. Sally también intuía que su padre quería hacer algo majestuoso y, con algo de influencia de los paisajes chinos, atmosférico. La chica se pasaba horas mirando el cuadro intentando encontrar la manera de dar vida y acabar el último proyecto de su padre.
Pero pronto Sally tuvo otras cosas de las que preocuparse. En los meses que siguieron a la visita de Mistress Elliott, Sally tuvo que empezar a trabajar para mantener los gastos de la casa y pagar el salario de Charlie aceptando algunos encargos. En cuanto se propagó el rumor de que la hija del pintor estaba acabando el famoso cuadro del gobernador, le llegaron algunos encargos hechos por comerciantes de la ciudad, capitanes de barco y traficantes y sus esposas. Tal y como había indicado Charlie, a la mayoría de la gente ajena al círculo controlado por los Lockhart y los Abbott no le importaban tanto los rumores sobre Sally o, si le importaban, se había olvidado de ello. La sociedad de Hong Kong, a pesar de ser una colonia en rápida expansión, todavía era una comunidad relativamente pequeña que intentaba imitar las sólidas y angostas jerarquías de la tierra patria. Pero las libertades que una nueva sociedad brindaba también creaban nuevas oportunidades para grupos que florecían y convivían pacíficamente, aunque sin mucha relación entre ellos. Los nuevos ricos, por tanto, no siempre seguían las normas sociales impuestas por la aristocracia colonial; ellos asimismo eran en ocasiones familias que originariamente no tenían ningún poder, pero que en la colonia disfrutaban de un nuevo estatus brindado por sus triunfos mercantiles o diplomáticos.
No obstante, los encargos que recibió Sally eran retratos de pequeño formato y pronto el dinero empezó a escasear. Aun así, Sally ignoraba las cartas que Miss Field le enviaba suplicándole que volviera a Bristol, y solo le respondió para indicarle que intentara contactar ella con Sir Hampton o encontrar a alguien que le pudiera ayudar a solucionar los problemas con su herencia. Sally sabía que podían volver y vender la casa en cualquier momento, pero postergaba tal posibilidad pensando que, al fin y al cabo, ella y Mei y los demás eran felices en Hong Kong, y si volvía a Bristol y vendía la casa tal vez se quedara sin nada después de pagar a los deudores de su padre.
Por desgracia, las deudas de Sally en el mercado pronto fueron la comidilla de todo Hong Kong. Mistress Elliott había venido más de una vez a visitarla y con mirada desaprobadora recomendaba a Sally que intentara ser razonable, que debía encontrar un esposo y llevar a Mei a una de las buenas escuelas cristianas para niñas huérfanas. Sally había pensado en la opción de casarse, pero siempre se resistía a dar el paso. Los hombres que Mistress Elliott le recomendaba le parecían demasiado viejos, incultos, feos o sucios.
—Henrietta… No tengo ninguna obligación de casarme. Mei está registrada con mi nombre como protegida y el día que me case, podré adoptarla formalmente. Pero aquí, en Aberdeen Hill, hemos creado un hogar para todos nosotros. ¿Para qué estropearlo trayendo a alguien de fuera?
—Porque es nuestro deber como cristianos casarnos, y hacerlo por la Iglesia. —Henrietta decía esto con una sonrisa, pero no podía evitar sonar condescendiente. Sally dejó a Mei jugando en el suelo y se paseó por su habitación. Las puertas del taller daban al patio y la ligera brisa de la tarde entró dentro de la caseta—. Sally, tienes que escucharme… Debes hacer todo lo preciso para que no te quiten a Mei —insistió Henrietta esta vez con un tono más natural. Sally se paró en seco y miró a su amiga.
—No. ¡No pueden hacer eso!
—Claro que pueden… eres una mujer soltera, no tienes derechos y hasta que no tengas un tutor legal para ti y para la niña, Mei tampoco los tendrá. —Mistress Elliott se paró un momento—. Entiendo cómo te sientes. Desde que nos separamos de nuestro pequeño Harry, no pasa un día que no piense en él. Créeme. —Sally se volvió a sentar en la butaca y tomó a Mei en sus brazos. La pequeña estaba aprendiendo a estirar sus piernas y le encantaba hacer fuerza para ponerse de pie con la ayuda de su madre. Sally sonrió a Mei, quien tenía los mofletes rojos por el esfuerzo. Era evidente que la niña aprendería a caminar con facilidad. Esta era la primera vez que oía a Mistress Elliott mencionar el bebé que habían dejado en Inglaterra, y ahora que tenía a Mei no alcanzaba a entender qué tipo de misión podía separar a una madre de su hijo. Henrietta esperó a que Mei dejara de estirarse y hacer ruidos y continuó—: Así que entiendo que tal y como está la situación ahora es conveniente para ti. Pero no lo será a largo plazo. Cuando sea mayor, inscribe a Mei en nuestra escuela del London Missionary, así nosotros la podremos proteger. Y, por favor, intenta contraer matrimonio, aunque sea arreglado.
Sally suspiró y miró hacia el cuadro del gobernador.
—Necesito dinero. Dinero para mantener esta casa, volver a Inglaterra y poder elegir el marido que yo quiera. Si me caso ahora, sin nada que ofrecer, tanto yo como Mei estaremos a la merced de cualquiera que quiera aprovecharse de nuestra situación. —Mistress Elliott escuchó esto atentamente; era evidente que estaba sopesando todo lo que Sally había planteado.
—Tal vez yo tenga una solución —se oyó que alguien decía desde el patio. Ambas mujeres miraron hacia la puerta y vieron la inconfundible silueta de Mary Kendall acercándose hacia ellas—. Perdonad que me haya presentado sin avisar, simplemente he rodeado la casa y he venido aquí directamente.
Mary entró en la caseta y se dirigió adonde estaba Sally para hacer una carantoña a Mei. Desde que Sally había adoptado a Mei, Mary había ido algunos días a hacer compañía a la nueva mamá. Ella misma había tenido que adaptarse a una nueva situación cuando se casó y tuvo que cuidar a los hijos de su marido de un matrimonio anterior. Mary parecía sentir una gran empatía por Sally y se había autoerigido como protectora de la chica y tía adoptiva de Mei. Aunque las dos no habían llegado a ser íntimas, Sally siempre agradecía las visitas de esta mujer algo peculiar y de fuerte carácter.
—¿Una solución? —volvió al tema Henrietta—. ¿Le has encontrado un pretendiente?
—No, mucho mejor. Le he encontrado un trabajo —dijo con una sonrisa pícara—. Estuve pensando en las clases de inglés que das a tus criaditos y, bueno, he pensado que tal vez puedes abrir una escuela fundada por mi marido, es decir, por mí. Para dar clases a un grupito de niños y a sus madres.
—¿Un grupo de niños? ¿Qué grupo de niños? —respondió Henrietta algo indignada.
—Bueno, hay una serie de mujeres en esta ciudad…
—¡Mestizos! ¡Lo sabía! —interrumpió Mistress Elliott con un grito de indignación—. Quieres que Sally se encargue de abrir las puertas de Aberdeen Hill a un grupo de de…
—… ¿de bastardos? —acabó Sally con dureza—. Lo haré con mucho gusto, o te tengo que recordar que Mei puede ser considerada también una… —Sally no se atrevía a acabar la frase.
—Disculpa —dijo Henrietta mirando al suelo—. Es solo que ya tienes suficientes problemas; ya hay bastantes habladurías como para que abras una escuela para niños de liaisons indeseadas.
—Precisamente por las habladurías, precisamente porque la verdadera madre de Mei murió por culpa de una de estas liaisons, creo que es algo que me encantaría hacer.
—Exactamente —añadió Mary Kendall—. Yo tuve la fortuna de que formalicé la situación y, con mi querida conversión al cristianismo, también llegó un matrimonio con el que había sido mi amante. Pero, por más que ahora todos lo queramos olvidar —Mary dijo esto mirando a Henrietta con mucha intención—, no hay que obviar que yo fui una pecadora y que solo la suerte me diferencia de estas pobres mujeres sin oportunidades que han dado a luz a preciosos hijos de ojos rasgados y pelo rubio.
Todas miraron entonces a Mei. Con los meses, su pelo había crecido creando unas ondulaciones de color castaño oscuro que al sol se convertían en color miel. Aunque era evidente que tenía facciones propias de los orientales, su rostro había madurado y había pasado de ser un bebé a convertirse en lo que sería una niña hermosa de semblante dulce y lleno de personalidad. Cuando estaba junto a Sally, las dos morenas y con rasgos muy diferenciados de los ingleses, tenían algo tan parecido que las hacía fácilmente identificables como madre e hija. Únicamente cuando uno se acercaba a ellas y se fijaba con atención sobresalían las evidentes diferencias entre ambas. Sally estaba orgullosa de saber que la niña parecía su hija natural, aunque esto no había hecho otra cosa que exacerbar los rumores sobre ellas.
—Bueno, ¿qué más novedades traes, querida? —dijo Henrietta deseosa de cambiar de tema.
—De hecho tengo una noticia. Es sobre los Abbott —prosiguió Mary mirando a Sally de reojo. La chica no había explicado lo que pasó en casa de la familia que la había acogido, pero era evidente que todas sabían que era un tema delicado. Sally alzó la vista de Mei y miró a su amiga intentando mantener la calma, aunque el corazón le había dado un vuelco—. Las noticias son sobre Peter Abbott.
—¿Peter? —No pudo evitar decir Sally. Mei había empezado a quejarse y quería bajar del regazo de su madre. Sally se limitó a cogerla con más fuerza—. Pero ¿no estaba en Calcuta?
—Esta mañana mi marido me ha dicho que había vuelto —aclaró Mary—. ¡Y que se va a casar con Mary Ann Lockhart!
Desde el momento en que Sally supo que Peter había vuelto a la isla, sintió que Hong Kong era un poquitín menos suyo. Hasta ahora su vida se había centrado en su casa y en Mei, y, aunque salían poco, se sentía más que distanciada de su pasado y, especialmente, de Peter. Tal vez esta era una de las razones por las que había intentado postergar su investigación sobre los Abbott, el cuadro del gobernador y su venganza. Ahora que su antiguo amado había regresado, el perímetro en el que se sentía a salvo y libre había empequeñecido. Normalmente evitaba salir de Aberdeen Hill para así no tener que encontrarse con la ya inevitable mirada curiosa o el cuchicheo desvergonzado de algunas personas, pero sabía que tarde o temprano tendría que salir, y que quizás entonces se toparía con Peter.
El reencuentro no tuvo lugar hasta al cabo de un par de meses de la visita de Mary Kendall y el anuncio del futuro enlace del joven Abbott. Sally había estado ocupada poniendo su improvisada escuela en marcha, donde había empezado a tener cuatro alumnos, niños y niñas, y sus madres, pero pronto el número fue creciendo. Mistress Kwong y Charlie se habían convertido en ayudantes magníficas y pronto Aberdeen Hill hirvió con risas de niños, conversaciones en cantonés, juegos y, en general, un caos bullicioso y entusiástico.
Las mujeres venían al atardecer cuando las labores en sus respectivas casas o en el campo finalizaban. Al principio, todas se mostraban algo tímidas y rezagadas; a algunas no les gustaba hablar con Sally y se dirigían directamente a Mary o a Mistress Kwong. Pero Sally empezó a utilizar el poco cantonés hablado que conseguía ser inteligible y pronto las mujeres se empezaron a sentir más cómodas con su profesora.
Sin embargo, las clases distaban mucho de ser como las de una escuela convencional. No era fácil intentar enseñar a niños de diferentes edades, que se distraían fácilmente o se refugiaban en sus madres cuando se cansaban. Conseguir llevar a cabo las lecciones o, incluso, hacer que los niños o sus madres hablaran en inglés, era un gran reto. No obstante, Sally era feliz en medio de toda esa algarabía y no le asustaba el trabajo. Estar rodeada de otras madres le abrió un nuevo mundo fuera del autoaislamiento que se había impuesto y, mejor aún, su cantonés mejoraba a pasos agigantados, ahora que tenía mucha gente con la que practicar. Pronto aprendió que la disciplina y el orden no eran algo que pudiera ser aplicado a su academia, y que la mejor manera de avanzar en su misión era crear pequeños grupos e impartir las lecciones de una forma distendida e informal.
La gran mayoría de las mujeres no podía venir a todas las clases. Algunas desistían completamente, pero, desde que Mary Kendall empezó a financiar el proyecto de Sally, muchas de las familias que empleaban a estas mujeres empezaron a aceptar que sus sirvientas fueran alumnas de la extraña escuela de Miss Evans. Otras madres y sus hijos no tenían adónde ir y utilizaban las clases como sitio para refugiarse y comer algo. Pronto muchas empezaron a pasar la noche en los antiguos cuartos para criadas. La casa era un caos y Charlie y Mistress Kwong se quejaban constantemente de la gran cantidad de trabajo que tenían. Pero a todos les gustaba que Aberdeen Hill se hubiera convertido en un refugio para tantos.
—¡Parece que tengamos un campamento de nómadas irlandeses en casa! —dijo Charlie con una media sonrisa, señalando un grupo de mujeres que se había puesto a cocinar en el jardín.
—Pues a mí me gusta —respondió Sally. Las dos se echaron a reír.
Tenían tanto trabajo que Sally tuvo que empezar a hacer alguno de los encargos para la escuela ella misma. Fue el día que salió a comprar telas para hacer unos nuevos vestiditos para los alumnos cuando se topó con Peter. Él estaba al lado de un palanquín, hablando animadamente con un caballero. Sally caminaba tan deprisa que no se dio cuenta hasta que pasó por su lado y oyó a Peter. Fue al oír la voz conocida, con todos sus matices metálicos, que Sally sintió que algo se paraba dentro de ella. Sin embargo, tuvo la fuerza suficiente para continuar caminando; si bien, después de recorrer unos pocos metros, oyó de nuevo la voz, que esta vez se dirigía a ella.
—¡Sally! ¡Miss Evans! —Sally no quería hacerlo, pero se volvió y se encontró con que Peter había corrido para alcanzarla.
—Hola, Mister Abbott —indicó Miss Sally haciendo una pequeña reverencia que más parecía un simple movimiento de cabeza, mientras intentaba no cerrar sus labios y relajar sus mejillas, sin hacer ningún esfuerzo por sonreír.
—Hola —dijo él sonriendo; era evidente que estaba nervioso, ya que no miraba a Sally directamente—. No sé si sabe que he vuelto de Calcuta y, bien, me he preguntado unas cuantas veces cómo estaba.
Sally esperó unos segundos e intentó buscar la respuesta más adecuada. En su cabeza, demasiadas cosas gritaban a la vez, deseosas de salir, ansiosas por ser dichas: «¿Que cómo estoy? ¡Qué te parece! ¿Cómo estoy? ¡Te fuiste sin más! Tu familia parece ser el centro de un loco complot que seguramente acabó con la vida de mi padre, e incluso tal vez con la de los Dunn. También sois responsables de que Ben tuviera que marcharse y que tuviera que dejarme. ¡Y ni siquiera sé dónde está! Aún no he podido hacer nada respecto a la muerte de Mei Ji. Estoy sola con una niña adoptada a la que tuve que rescatar en las tierras salvajes de Cantón… No sé dónde está el dinero de mi familia y, aunque no quiero irme de Hong Kong, porque en realidad estoy encontrando algo muy parecido a la felicidad, casi todo el mundo en esta ciudad cree que no soy más que una vulgar tarambana.» Sally tuvo que tragarse los pensamientos, porque sabía que si no se dominaba se echaría a llorar. Por suerte, y con los ojos aún secos, sonrió y dijo:
—Muy bien, estoy muy bien, Mister Abbott.
—Me alegro; he oído que ha recogido a una niñita china.
—Sí, en efecto —respondió Sally intentando adivinar en el rostro de Peter si él sabía que la cría era, en efecto, su sobrina—. He oído que usted se va a casar con Miss Mary Ann. Mis felicitaciones, hacen una pareja encantadora.
—Sí —dijo Peter sorprendido—. Estamos los dos muy ilusionados. Creo que estábamos predestinados desde hacía tiempo.
—Por supuesto —añadió Sally haciendo otra reverencia y un gesto para marcharse—. Por cierto —añadió parándose en seco—, ahora que ha regresado, haré mandar a su casa el anillo.
—¿Qué anillo? —dijo Peter—. ¡Ah! Por supuesto, el anillo; no se preocupe, fue un regalo y espero que lo conserve en honor de nuestra amistad. —Y, mirando alrededor, seguramente para comprobar que nadie conocido los veía, se acercó a Sally y agregó tuteándola con un tono cargado de falsa empatía y paternalismo—: He oído que estás en una situación… delicada, por así decirlo. —Y separándose de la joven, añadió—: Espero que todo mejore, siempre he querido lo mejor para usted, Miss Evans.
Sally simplemente sonrió, dijo gracias, hizo otra reverencia y se alejó. Procuró no caminar rápido e intentó que la rabia no la dominara; simplemente cerró los puños y se fue a la tienda más cercana a comprar las telas. Sin pensarlo demasiado, compró lo que necesitaba y volvió a Aberdeen Hill. Le dio un beso a Mei, que jugaba con su naai naai en el jardín, y se dirigió a toda prisa al taller. Dejó las telas, tomó el cuadro de su padre y lo tiró al suelo. Empezó a gritar y a emitir sonidos guturales, rabia que no emanaba de su corazón, sino de lo más profundo de su pecho. Chilló por la impotencia que sentía, por las palabras no dichas y los sentimientos no expresados. Pateó todo aquello que encontró a su alrededor pensando en las responsabilidades, las desilusiones de su nueva vida. Cuando acabó de golpear, dar patadas y gritar, focalizó su ira en el cuadro en el que estaba trabajando, tirado en el suelo y al que odiaba. En el lienzo, descaradamente incompleto, yacía la evidencia de la ausencia de su padre, de las historias inacabadas y de un futuro incierto. Tiró objetos contra el cuadro: pinceles, unos juguetes de Mei, un bote de tinta china, y un pequeño jarrón lleno de agua con limón. Aún jadeando, levantó un pequeño taburete para lanzarlo contra el lienzo, que yacía abandonado y mojado pero casi sin daños. Ese sería su golpe final. Levantó el taburete en el aire, pero se detuvo. Al principio no creía lo que veían sus ojos, así que se acercó al cuadro: solo en las zonas donde se había mojado con el agua del jarrón, habían emergido una especie de manchas negras. Entonces Sally recordó algo, dejó el taburete en el suelo y, aún con la respiración entrecortada, tomó un vaso que había encima de la estantería, donde quedaba un poco de agua de la que Sally bebía mientras amamantaba a Mei, y mojó el resto del cuadro. No apareció nada. Sally se sentó en el suelo y casi se echó a reír. Estaba a punto de levantarse, rendida, e ir a buscar a Mistress Kwong y Mei cuando una idea cruzó su cabeza:
—¡Limones!
Sally corrió a la cocina y pasó junto a ellas, que estaban en el jardín, en silencio, esperando a que Sally acabara de desfogarse. Sin decir nada, regresó de la cocina cargando limones y unas velas.
Primero con los dedos y luego vertiendo el agua con limón que había preparado, Sally humedeció el cuadro. A sus espaldas, en el umbral de la puerta, la señora Kwong observaba junto a Mei, que estaba acurrucada en sus brazos. Cuando el lienzo estuvo suficientemente mojado, encendió la vela y, a una distancia prudencial, dejó que la llama calentara la superficie.
Como por arte de magia, las manchas negras empezaron a formarse: Jonathan Abbott, Ly Ee Moon, El Fénix Dorado…
Sally empezó a reír. Levantó el lienzo y se lo mostró a Mistress Kwong:
—¡Naai naai, mire! —Sally rio con más fuerza—. Maldito cuadro del gobernador, maldito Theodore…
—Mak zap, tinta china —dijo la señora Kwong riendo. Mei empezó a reír también, aunque miraba a su madre y a su abuela con cara de confusión.
—Mágica mak zap —repitió Sally sin dejar de reír.