3

Sally no sabía absolutamente nada de bebés, pero tenía la certeza de que la niña moriría pronto. Mistress Kwong le había indicado que, sin leche, el bebé se podría deshidratar, o, peor aún, morir de hambre. Sally le había puesto un poco de agua en los labios, pero no había podido tragar mucha. Al principio, la niña lloró sin parar hasta que se quedó dormida. Veinte minutos después, se despertó gritando de nuevo y, al cabo de unas horas, simplemente entró en un sopor que no anunciaba nada bueno.

Sally había cargado encima todo este tiempo zanahorias para, siguiendo las instrucciones de Mistress Kwong, poder hacer caldo con ellas y dárselo a la niña. Pero para ello necesitaban encontrar una granja o una aldea donde pudieran hervir las verduras. Ka Ho intentó guiarlos por un atajo para llegar antes a la parte de la costa donde iban a coger un velero de vuelta a Hong Kong. Sin embargo, el atajo los llevó por un camino más estrecho, hacia el sur, lo que quería decir que no encontraron una casa hasta al cabo de horas de viaje. Cuando llegaron a la casa, Sally se escondió detrás de un matorral y esperó pacientemente, mientras Ka Ho y Siu Wong tomaron a la niña y se encargaron de ir a buscar a alguien para pedir que les ayudaran a hervir la verdura para dársela a la niña. No querían que nadie avisara a las autoridades o, peor aún, a Kai Wong. Sally había oído historias de misioneros que habían comprado huérfanos o, simplemente, los habían adoptado como protegidos. No obstante, una mujer joven perdida en la zona más inhóspita de la costa de Cantón iba a levantar algo más que sospechas. No querían que nadie reclamara que habían raptado a la niña y, tal y como había ido su adquisición, no tenían forma de demostrar que no había sido así.

Solo llevaba cargando a la niña unas horas, pero no quería separarse de ella, tenía un extraño y abstracto impulso: únicamente ella podría proteger al bebé. Sin embargo, Siu Wong tomó a la niña en sus brazos con tanto cuidado que no tuvo más remedio que aceptar la ayuda. Sally cogió una parte del interior de su falda y la cortó con el cuchillo, envolviendo a la niña como pudo. Cuando acabó, extendió el cuchillo a Ka Ho.

—Para defenderte —dijo Sally. Ka Ho hizo un ademán con su brazo.

—No uso. No hace falta. —Y el hombre y el niño se alejaron hacia un grupito de casas al final del camino.

No volvieron hasta el cabo de una hora, durante la cual Sally se sentó y tomó en su mano el amuleto que le había dado Mistress Kwong. Su padre le había enseñado a no creer en supersticiones de ningún tipo, pero en el momento en que Ka Ho y Siu Wong se llevaron a la niña, Sally tuvo que ocupar sus manos con otra cosa y tocó el amuleto durante un largo rato, pasando la yema de los dedos por sus suaves líneas. Después de jugar con la pieza de jade durante un rato, sacó su saquito con monedas para contar cuánto dinero les quedaba. Para empezar, solo tenían un par de monedas que eran imprescindibles para pagar el pasaje de vuelta, pero si la niña no mejoraba tendrían que dar el amuleto a alguien que pudiera amamantar a la niña.

Cuando volvieron con la niña, traían con ellos un cacito de agua anaranjada y arroz y se lo enseñaron a Sally con orgullo. La niña estaba aún más sumergida en el estado letárgico.

—Campesinos muy pobres, pero buenos —anunció Siu Wong. Sally miró con agradecimiento a este niño valiente y diligente.

—¿Va a ser suficiente con esto? ¿Hay alguna mujer con bebés? ¿Podemos pagarle para que le den algo de leche a la niña?

—Muy pobres, no leche —insistió Siu Wong con un rostro grave.

—Podemos intentar en el siguiente pueblo.

Sally miró a la niña y el cazo con agua de zanahoria y decidió que, aunque tuvieran que gastarse todo el dinero, tenían que darle leche apropiada.

Mientras el agua se enfriaba, los tres comieron el arroz que les habían dado en silencio. Sally no podía hacer otra cosa que mirar a la niña. Después de comer, Sally sacó de su bolso una cantimplora tradicional, hecha con una calabaza con forma de ocho. El vegetal había resultado ser un perfecto contenedor para el agua y ahora lo llenó del caldo tibio. Como el bebé no podía tragar apropiadamente y solo sabía hacer un leve movimiento labial, Sally tuvo que pensar con rapidez una forma apropiada de administrarle la bebida efectivamente. Sally miró alrededor y se le ocurrió romper un trozo de tela del forro del vestido como había hecho antes. Tenía todo el traje sucio y empapado de sudor, por lo que optó por rajar su manga y sacar un trozo de tela del codo. Sally hizo una especie de pitorro y lo encajó en la boca de la cantimplora; al ponerla boca abajo, el algodón se empapó del caldo lo suficiente para que el bebé pudiera chupar sin que pasara demasiado líquido. Probó el invento unas cuantas veces y ajustó la tela hasta que se aseguró de que funcionaba. Cuando estuvo preparada, tomó a la niña en posición de lactancia y puso el pitorro improvisado cerca de su boquita y decantó la calabaza con cuidado. Durante unos minutos, la niña abrió la boca y la cerró, se enfadó, giró la cabeza y berreó. Pero, justo cuando Sally estaba a punto de abandonar de pura exasperación, la niña pareció descubrir el caldito en la tela y la empezó a chupar con afición hasta que, finalmente, Sally consiguió ponerlo dentro de su boquita como si fuera un pezón. Ka Ho y Siu Wong, quien había estado, en todo momento, observando en silencio, dejaron ir un grito espontáneo de felicidad. La niña se asustó y Sally tuvo que encajarle el trocito de tela de nuevo en la boca.

Los tres celebraron el logro en silencio esta vez, y Sally se sintió invadida por una sensación sobrecogedora de alivio y felicidad. De todas las cosas que había hecho en su vida, el simple acto de alimentar a esta huerfanita parecía ser el más peculiarmente difícil e importante. Acostada en su regazo, Sally la contempló con satisfacción y, por un segundo, una imagen vino a su mente. Un recuerdo tal vez, pero en la imagen ella tenía la mirada hacia arriba, dos grandes pechos la abrigaban y, por encima de ellos, un rostro tan magnificente como el sol que la observaba. El recuerdo solo duró un segundo y se escapó de su mente antes de que tuviera tiempo de ubicarlo.

La niña se tomó casi todo el caldo y después se quedó dormida. Ya era de noche, así que decidieron quedarse en su escondite, donde nadie los podía molestar, y así pasar la noche. Sally no durmió, simplemente se quedó sentada contemplando a la niña que tan extraña y tan familiar al mismo tiempo le resultaba, balanceándose, intentando dormirla hasta que amaneció y sus compañeros de viaje se despertaron y decidieron continuar.

Hacia mediodía la niña volvía a estar desesperada, parecía querer más comida y no les quedaba más caldo. Al llegar a una de las aldeas, volvieron a repetir el mismo invento que el día anterior, y, mientras Sally se escondía, los otros dos fueron a mendigar comida para la niña y leche. Sally les dio el amuleto y les indicó que lo usaran si era preciso. Cuando volvieron, la niña estaba en un estado comatoso, con los ojos haciendo un extraño movimiento como si tuviera un ataque. Sally se incorporó.

—¿Qué le ha pasado? —gritó mientras cogía a la niña en sus brazos—. ¿Qué es lo que tiene?

Ante la sorpresa de Sally, Ka Ho y Siu Wong se echaron a reír:

—Leche, glup —dijo Siu Wong haciendo el gesto de mamar con los labios—, borracha.

—Hemos encontrado una mujer que le ha dado un poco de su leche. No mucha, tiene dos bebés para alimentar.

—¡Ah! —dijo Sally con alivio—. Le disteis el amuleto.

—No, lo hizo por la niña —respondió Ka Ho con una sonrisa. Sally le devolvió la sonrisa. Por primera vez, y contrariamente a todo lo que le había enseñado Theodore, Sally creyó que, después de todo, el amuleto los estaba protegiendo.

El resto del viaje fue un duro trayecto lleno de hambre y preocupación. Sally optó por no preguntar cuánto quedaba para llegar a su destino en la costa y concentrarse únicamente en la pequeña. En un par de aldeas más consiguieron que les dieran caldo de vegetales o de arroz y tuvieron que pararse continuamente para cambiar a la niña, quien parecía haber entrado en un nuevo estado, más saludable, pero mucho más sucio. Sally no paró de destrozar su vestido para poder hacer pañales improvisados para la cría. En cada río o alberca se paraban, cambiaban a la niña y lavaban los trapos sucios. Siu Wong se los ponía encima de la cabeza para secarlos al sol. Sally no podía evitar reír al ver al chico encima del caballo, con pose solemne y trapos machados de verde y marrón mostaza sobre su pelo negro. Sally, a su vez, tenía su vestido hecho trizas. Su aspecto era totalmente indecente, pero no le importaba, ya que en lo único en lo que pensaba era en llegar a Hong Kong con la niña viva. A pesar de ello, no pudo evitar sentirse incómoda al pillar a Ka Ho mirando sus tobillos en un par de ocasiones.

Cuando por fin llegaron a la costa, se hacía de noche de nuevo. Sally y Siu Wong esperaron en la oscuridad mientras Ka Ho desaparecía tras una loma para ir a buscar una embarcación que los pudiera llevar de vuelta a la isla. La chica le había dado las monedas que le quedaban, el equivalente a una libra más o menos. Muchas veces, durante la noche, se preguntó si, Ka Ho, cansado de esta extraña aventura, desaparecería con el dinero y nunca volvería a buscarlos a la playa. Sally se consoló pensando que siempre podría usar el amuleto como pieza de intercambio y a Siu Wong como intermediario en la negociación para alquilar una barca. También se consoló pensando que Ka Ho probablemente volvería, aunque solo fuera para no contrariar a la temible Mistress Kwong. Mientras esperaba, Sally se paseó por la playa con la niña en sus brazos. El mar era una gran masa negra que reflectaba una luna casi llena. Hasta ahora Sally no había sabido qué decir a la niña. En dos días no le había hablado o cantado, ya que no sabía cómo hacerlo. Sin embargo, y sin saber por qué, le empezó a contar la historia del símbolo de la flor de loto. Paseando por la playa arriba y abajo, Sally intentó recordar las palabras de Madame Bourgeau y entonarlas como un cuento.

Hacia bien entrada la noche, Sally oyó una voz que la llamaba, pero miró por todos sitios sin poder ver a nadie. Llevaba días sin dormir y pensó, con desesperación, que quizás estaba perdiendo la cabeza. Después de un silencio prolongado que le hizo pensar que, efectivamente, estaba empezando a imaginar cosas, Sally volvió a oír la misma voz llamándola. Sin despertar a Siu Wong —quien yacía plácidamente a su lado—, la chica se puso a caminar por la playa. Cuando volvió a oír la voz, se dio cuenta de que provenía del mar, y, sintiéndose perdida, se aproximó a la orilla.

Con alivio comprobó que no se estaba volviendo loca. A pocos metros de ella emergía en la oscuridad una pequeña embarcación y dentro de ella había dos hombres. Uno de ellos era Ka Ho. Sally volvió para coger su inseparable bolso, y, metiéndose en el agua hasta la cintura, se subió a la embarcación con la niña plácidamente dormida. Ka Ho se encargó de llevar a Siu Wong a caballito. El crío apenas se despertó hasta que llegó a la embarcación, abrió los ojos, y, al comprobar que se encontraba a salvo en un bote, se volvió a dormir.

El barco olía a pescado, pero a Sally no le importaba. Solo desvió la mirada de la gran escena que se desplegaba a su alrededor para mirar a la niña, que se había despertado y chupaba el dedo de Sally con afición. El agua estaba calma y las luces del alba empezaron a iluminar el mar, llenándolo de destellos rojizos. Delante de ellos se iluminaba la isla de Hong Kong con soberbia belleza. Sally había llegado a esta isla en dos ocasiones, pero nunca hasta ahora le había parecido tan espectacular y hermosa.

El resto del viaje fue accidentado, pero pasó rápido. Al llegar a una zona donde solo vivían pescadores, tuvieron que volver a esperar hasta que Ka Ho consiguió que alguien los llevara a Victoria. Por suerte aún era temprano y, al entrar en la ciudad, no se toparon con nadie que los pudiera reconocer.

Cuanto más cerca de Aberdeen Hill se encontraban, Sally más parecía relajarse, hasta el punto que tuvo que hacer grandes esfuerzos para no dormirse en el carro. Luego llegaron a la casa, y los recibieron los perros y Mistress Kwong, a quien Sally no había visto correr tanto en su vida. Después de eso únicamente recordaba a la mujer tomando al bebé en brazos mientras hablaba en cantonés. Parecía que hubiera perdido la capacidad de hablar en inglés. Sally agradeció a Ka Ho toda la ayuda y le ofreció el amuleto como compensación extra, pero él se negó a tomarlo. Siu Wong corrió para buscar a Siu Kang y se fue a la cocina a comer.

Una vez dentro de la casa, Sally acabó de romper su maltrecho vestido, se limpió con un trapo sucio y se metió en la cama. Pero no se durmió; en su lugar, observó cómo Mistress Kwong limpiaba a la niña, la envolvía como si de una oruguita en su capullo se tratase y le daba un caldo de verduras. En ningún momento dejó de cantar. Observando en silencio, Sally deseó aprender a cantarle a una niña.

—La niña está muy débil. Tengo que llamar al médico.

—De acuerdo, pero tráigala aquí conmigo.

Mistress Kwong la miró sorprendida, pero, sin mostrar ninguna oposición, la acercó a Sally y se la dio. Sally se estiró de lado y la puso entre su costado y su axila, y con el brazo libre la abrazó.

En ningún momento preguntó por Zora. Intuía que no había tenido más remedio que coger el barco y marcharse a Singapur. Sally sabía que había perdido la oportunidad de irse con ella, pero no le importaba.

Porque Sally nunca cogió el barco en dirección a Singapur. En su lugar, concentró toda su atención en el bebé. Sin saber por qué, no se sentía cómoda en su habitación e hizo trasladar su cama y todas sus cosas al antiguo taller de Theodore. Mistress Kwong lo hizo sin rechistar e hizo también que los niños, con la ayuda de Ka Ho, desmontaran la cama y la trasladaran. Tardaron un par de días en preparar el taller, pero el sitio simplemente le pareció mucho más recogido, luminoso y apropiado. La gran casa solo se usaba para cocinar la comida o para usar la letrina. Sally ordenó a Mistress Kwong que todos ellos se trasladaran a dormir a la casa principal. Ninguno de ellos rechistó; después de todo, no querían dormir en la habitación donde Mei Ji se había quitado la vida.

Mistress Kwong hizo llamar a un médico chino. Después de mirarle los ojos, tocar sus ingles, menearla y mirarle el interior de la boca, el doctor Tsui concluyó:

—La niña era fuerte y tiene ganas de vivir, pero tiene graves carencias y necesita leche materna cuanto antes. ¿Tiene nombre?

—No —respondió Mistress Kwong—. Su madre no le dio nombre.

—Pues se la tiene que nombrar para que siga creciendo como persona. Si no se la nombra, ella pensará que no existe.

La idea planteada por el doctor parecía una locura, pero Sally entendió que, después de todo, el bebé necesitaba un nombre y no uno cualquiera. Entonces miró a la niña, que movía sus manitas y su boca mientras hacía unos ruiditos guturales que Sally no había oído nunca. Su carita era redonda, aunque tenía unas facciones pronunciadas y una mirada viva que Mistress Kwong decía que no había visto en muchos bebés recién nacidos. Sally se acordó entonces de la conversación que mantuvo con su padre a bordo del Lady Mary Wood, aquel día en que Theodore le dijo que la belleza de ese atardecer era lo que importaba. No era cualquier belleza, sino el valor de la vida y de las cosas hermosas. La belleza que te hace olvidar a gente como los Abbott, los problemas mundanos, y te hace concentrar en lo que realmente importa. Sally había contemplado ese tipo de belleza desde la barca que los llevó de Cantón a Hong Kong solo un par de días antes y lo contemplaba en el rostro del bebé que tenía en sus brazos.

—¿Cómo se dice «bella» en cantonés? —preguntó Sally.

Mei lai —respondieron el médico y Mistress Kwong al mismo tiempo. La palabra era tan hermosa como su significado y los dos la pronunciaron alargando la «e» como si ascendiera de forma musical.

—Como su madre… Meei —intentó pronunciar Sally.

Meei —respondió Mistress Kwong marcando la pronunciación correcta del nombre.

Sally lo repitió hasta que Mistress Kwong y el doctor Tsui se dieron por satisfechos.

—Muy bien, entonces. Ya lo tengo: Mei Theodora Pikce Evans —anunció Sally satisfecha.

—¿Evans? —preguntó el doctor sorprendido.

—Sí, Evans —respondió Sally.

—Mei Theodora Pikce Evans… ese no es un nombre para una niña… es un nombre ridículo —se quejó Mistress Kwong.

Sally notó, sin embargo, que a la vieja el nombre le había gustado.

En los días siguientes, Mistress Kwong se dedicó casi únicamente a buscar a una nodriza. Pero, extrañamente, Mei no quiso tomar leche de nadie. La niña mostraba mucha energía, pero cada día se la veía más delgadita; parecía no estar satisfecha o cómoda con ninguna de las soluciones que tanto Sally como Mistress Kwong le ofrecían. Ambas sabían que la niña era una luchadora, pero, cada vez que se dormía, Sally sentía pánico al pensar que quizá no se volviera a despertar.

Por ese motivo, Sally no dormía y se quedaba recostada, en un estado semiinconsciente, contemplando a Mei, dando gracias cada vez que la niña inhalaba y exhalaba aire. A veces le cantaba, otras simplemente lloraba en silencio, suplicándole que entendiera que debía comer para sobrevivir. Otras, quería gritarle para que la entendiera y obligarla a abrir la boca y tragar. Pero la niña miraba a su alrededor sin parecer verla y jugaba con sus manos como si se tratara de un viejo y huraño ministro. Sally empezó a pensar que era por su culpa. Mei necesitaba a su madre. El doctor Tsui le explicó que él creía que los niños reconocían para siempre el olor y la voz de la primera persona que los cogía y sabían instintivamente quién era la figura materna. Además, según la tradición china, un niño tenía un año cuando nacía. Ya se había formado como persona antes de nacer. Mei necesitaba a la dulce y amable Mei Ji. Pero eso no era posible. La pena por la muerte de su doncella le duraría toda la vida, pero la idea de perder a Mei se hacía completamente insoportable.

La tercera noche después de trasladarse al taller, Sally se rindió al sueño. En su último momento de consciencia, tomó a la niña y la acurrucó aún más contra su pecho desnudo. No sabía cuánto tiempo había dormido, si fueron cinco minutos o cinco horas. Lo primero que notó fue un fuerte dolor en el hombro izquierdo, sobre el que descansaba su cuerpo. Su brazo estaba dormido. Sally se movió ligeramente para poder aliviar el dolor y notó un ruidito que provenía de Mei. No era un gruñido o un llanto, era más bien un ruidito repetitivo casi inhumano. Lo siguiente que notó fue un frescor inusual en el pecho, concretamente en su pezón. Aunque Sally estaba sobresaltada, decidió mover la cabeza muy lentamente para no asustar a la niña. Al mirar se quedó completamente petrificada y un escalofrío recorrió su cuerpo. Mei se había enganchado a su pecho desnudo y parecía estar chupando su pezón. Sally tardó un instante en entender que la niña estaba mamando y en convencerse a sí misma de que estaba despierta y no estaba soñando. Sin moverse ni un milímetro, miró a su alrededor, y, con gran alivio, vio que Mistress Kwong estaba dormitando en la butaca del taller. La misma en la que Theodore había muerto. Sally la llamó:

—Tsss, Mistress Kwong. ¡Despierte! —susurró. Mei paró un momento, Sally aguantó la respiración, y el bebé continuó con su labor. Sin saber por qué, Sally decidió chasquear la lengua para despertar a la anciana. El chasquido pareció distraer menos a la niña y Sally lo repitió varias veces hasta que su amah se despertó.

—¡Mistress Kwong! —La mujer estaba agotada, así que miró hacia la cama con los ojos entreabiertos e intentó volverlos a cerrar. Pero Sally insistió hasta que la amah, diligentemente, se acercó a la cama—. Mire —dijo Sally señalando con los ojos. Mistress Kwong miró hacia el pecho y abrió los ojos como platos.

»¿Está…? ¿Está…? —susurró Sally sin atreverse a continuar.

—… mamando… —acabó la frase Mistress Kwong.

Sally se dijo a sí misma que no podía ser cierto. Pero las dos mujeres observaron en silencio y escucharon el ruidito que Mei hacía. No había otra explicación: Mei estaba tragando. La pequeña había chupado la tela empapada de caldo de zanahoria y había tomado sorbos de leche, pero hasta ahora Sally nunca la había visto tragar de esta manera. Sus labios se abrían y cerraban acompasados, su garganta acoplada a la curva del pecho se movía arriba y abajo y el ruido se repetía cada dos segundos. Mei estaba mamando.

—Pero… ¿cómo? —dijo Sally, y esto sacó a la niña de su estado hipnótico, quien se desenganchó del pezón y empezó a mover la boca con frustración. Del pezón de Sally no salía leche. En su lugar, un líquido transparente y espeso emergió de su pezón y se quedó colgando de este como si de una pequeña gota de rocío en la punta de una hoja se tratase. Mistress Kwong dejó ir un extraño grito y, sin pensar, alargó la mano y con la punta del dedo recogió el líquido y lo puso en la boca de Mei, quien chupó ávidamente.

Co jyu —dijo Mistress Kwong con dulzura. La palabra resonó en la habitación como si en ella misma residiera el mismo valor mágico que había provocado este extraño milagro. Sin embargo, Sally seguía sin entender:

—¿Co jyu?

—Es el líquido que una madre da al bebé antes de sacar leche. Primero co jyu y luego leche. Es muy bueno, preciado… medicina para el bebé.

—¿Leche? ¿Le voy a dar leche?

Mistress Kwong sonrió y asintió mientras cogía a Mei por la nuca y, con cuidado, le guiaba su cabeza para ayudarla a encontrar de nuevo el pezón de Sally.