1

La construcción del barco estaba en pleno apogeo. Los obreros iban y venían, las carretas se afanaban arriba y abajo. Se oían gritos, martillazos. Sally y Theodore habían ido caminando desde su casa hasta el puerto donde una de las obras de ingeniería más importantes de la historia se estaba llevando a cabo. Hacía pocos días que habían llegado a Bristol y Theodore estaba impaciente por ver cómo progresaba la creación del SS Great Britain. En un principio, Sally no pensó que ver la construcción de un barco fuera gran cosa, sin embargo, casi no pudo contener un grito de admiración cuando vio el dique seco en toda su vertiginosa magnitud. De ese abismo, surgía un futuro barco que más bien parecía un animal muerto al que un grupo de hormigas se esforzaban por comer. Los tres pasearon alrededor del dique mientras Mister Brunel —o el tío Isambard, como lo conocía Sally— le explicaba a Theodore el desarrollo de la obra.

Sin embargo, a Sally no le gustaba el tío Isambard. Era un hombre imponente, lleno de una dramática intensidad que inquietaba a la niña. Sally lo recordaba siempre con un puro en la boca. Cuando hablaba, sin embargo, sus labios cerrados y sus mejillas tensas marcaban cada una de sus palabras dándoles una fuerza que provocaba respeto. Más imponente aún era la cabeza del hombre, con su elevado sombrero de copa, que a Sally le recordaba a una de esas efigies talladas en piedra que representaban leones. Además, siempre estaba ocupado y tenía prisa, pero siempre encontraba el tiempo para hablar con Theodore.

—Muy bien, Brunel, viejo amigo, veo que el progreso de la nave va a toda marcha —dijo Theodore a Isambard mientras paseaban cerca de las obras.

—Sí, en efecto… va a ser una preciosidad —dijo con orgullo.

—¿Una preciosidad? ¡Va a cambiar la forma en la que viajamos! —exclamó Theodore—. No tendremos que depender de los vientos. Más potencia, más capacidad…

—Sí… pero necesito resolver aún unos problemillas estructurales —continuó Brunel hablando con preocupación.

—Bueno, si hay alguien que puede resolver un problema así eres tú, viejo amigo. Te conozco desde que eras un chavalín… y tú, sin duda alguna, eres nuestro Da Vinci en estos tiempos de cambio y revolución.

—Yo no soy un humanista —contestó Brunel con una sonrisa burlona—. ¡Solo soy un ingeniero muy ocupado! Estamos a punto de acabar las obras de la línea entre Bristol y Londres y estoy trabajando intensamente en la planificación del puente de Bristol.

—Al final, ¿va a ser un puente de suspensión?

—Si no se nos rompe a media construcción… —se rio el hombre entre el humo de su cigarro—. Mucha gente cree que no lo conseguiremos… Te acuerdas de que mi padre insistía en que debía poner una torre que fuera desde el centro del puente hasta el río… —dijo sin dejar de reír.

—¿Qué es un puente de suspensión? —interrumpió entonces la pequeña Sally. El ingeniero la miró como si la viera por primera vez y le sonrió con cariño. En ese momento, el hombre le gustó un poco más.

—Un puente suspendido en el aire… Sin pilares. Que vaya de un lado al otro del acantilado del Avon Gorge en Clifton. Cerquita de casa —explicó su padre.

—¡No! —exclamó Sally poniendo los ojos como platos—. ¡Eso es magia!

—¿Has visto alguna vez una rama de bambú chino? —le preguntó Isambard ladeando su imponente cabeza.

Sally pensó entonces en un plato decorado que había en el estudio de Theodore, en su casa en Bristol. Recordaba que tenía una especie de arbustos con ramitas de los que salían hojas alargadas. Las ramas surgían de un tronco fino y alargado, compuesto de diferentes tallos, que parecían encasillados unos dentro de los otros. Su padre le había dicho que esa extraña planta se llamaba bambú.

—¡Sí! —exclamó Sally con satisfacción.

—El bambú es fuerte y resistente y puede crecer y crecer. La razón por la que en lugar de romperse se dobla es porque es flexible. Los chinos creen que es un poderoso símbolo, es tan importante ser flexible como ser fuerte. Así es como va a ser mi gran puente. No es magia, querida niña, es ciencia.

—Sabes, Sally, estoy pensando en cómo éramos hace tres años. Nos pasamos casi todo el viaje desde Inglaterra leyendo y soñando despiertas. Parece que haya pasado una eternidad. ¿Te acuerdas de nuestras lecturas juntas? —preguntó Zora.

—Por supuesto, ¿cómo me iba a olvidar? —respondió Sally. La chica tenía los pies en alto sobre la mesa y estaba casi totalmente tendida. Dejando caer un pie ligeramente a un lado para poder mirar directamente la copa de una palmera del jardín, cerró un ojo y la palmera volvió a desaparecer tras su pie. Lo volvió a abrir y la palmera apareció. No había nada más en el mundo que quisiera hacer que estar en ese porche, tomando limonada y té, con los pies en alto y en compañía de su amiga.

Cuando Sally llegó a Singapur, hacía ya casi seis meses, lo primero que enseñó a Zora fue cómo se llevaban a cabo las fiestas de té en Hong Kong. Si los hombres no estaban en la casa, las mujeres se echaban en las butacas de los porches y ponían sus pies en alto para descansar y combatir el calor.

En un principio, Sally tuvo grandes problemas para convencer a su amiga de que esta era la mejor manera de tomar el té. Zora se sentía incómoda en esa postura y no dejaba de mirar por encima del hombro para comprobar que nadie las viera de esa guisa. Sin embargo, Sally insistió en que las damas más refinadas de la alta sociedad de Hong Kong practicaban esta forma de entretenimiento y que, por tanto, no pasaba nada si un criado las veía. A la moda o no, este era uno de los pasatiempos más placenteros en los calurosos días de marzo.

Sally también instruía a Zora con otras costumbres y tendencias de Victoria. Por ejemplo, le enumeraba cuáles eran los vestidos, sombreros y chales que se llevaban, dando ejemplos de mujeres que, creyéndose elegantes, habían cometido imperdonables errores de buen gusto. Asimismo le describía con todo detalle los hombres distinguidos y solteros que había conocido, los que alguna vez le habían pedido un baile, los que habían flirteado con ella… Los encuentros a los que había asistido, las grandes mansiones, la música y la comida… Le hablaba de todo lo que concernía a Hong Kong, excepto de Peter y de su tiempo pasado en casa de los Abbott.

Zora escuchaba siempre atentamente, mirando a Sally con sus grandes ojos lánguidos y apretando los labios. No hacía muchas preguntas y, simplemente, se limitaba a asentir en silencio.

—Éramos más jóvenes y más ingenuas —continuó Zora mientras Sally seguía abriendo y cerrando los ojos, haciendo desaparecer la palmera tras su pie, atrapada en su juego ilusorio—. La Sally de entonces era inteligente, apasionada y muy romántica. Quería enamorarse y tener independencia, y no le importaban tanto los vestidos, los bailes y los flirteos.

—¿Qué quieres decir? —dijo Sally incorporándose y poniendo de nuevo los pies sobre el suelo—. ¿Que ya no soy inteligente? ¿Que ya no soy apasionada?

—¡Por supuesto que lo eres! —se apresuró a decir Zora—. Pero solo quiero señalar que, desde que has llegado de Hong Kong, ha habido un cambio en ti. Prácticamente lo único que hacemos es tendernos en mi porche y hablar de las anécdotas de tu vida social. La mayoría son de antes de que muriera Mister Evans, y nunca hablas de Peter o del compromiso.

Sally apretó la mandíbula. Estaba tan enfadada que hubiera podido ponerse a llorar. No podía creer que su mejor amiga le estuviera diciendo que se había convertido en una persona superficial. Quería defenderse, pero no supo qué responder.

—No hay mucho que contar sobre la ruptura —musitó Sally.

Durante meses no había querido explicar casi nada de lo que había pasado desde la muerte de su padre. Por un lado, sentía vergüenza por haber sido rechazada de una forma tan brutal. Peter nunca se despidió de ella ni le escribió tampoco una carta de disculpa. Él estaba en Calcuta iniciando una nueva vida y Sally decidió no pensar en él. Sin embargo, hasta no hacía mucho, y en contra de su propia voluntad, se había encontrado fantaseando con la idea de que él aparecería un día en Singapur. Sally se imaginaba a ella misma paseando cerca del puerto, por alguno de los puestos de fruta que se montaban a diario. Él aparecería entre la muchedumbre y allí mismo le pediría disculpas por todo lo que había pasado, y los dos renovarían su promesa de compromiso. Entonces Sally podría confesarle todo a su amiga. La historia tendría sentido y ella no se sentiría vejada y engañada. Pero esta fantasía pronto se desvanecía y de ella solo quedaba el intenso olor a podrido y excrementos que emanaban de los durianes en los puestos de fruta callejeros de Singapur.

Además, cuanta más distancia tomaba sobre Hong Kong, más extraños y surrealistas le parecían los hechos que allí acontecieron. ¿Cómo podía explicar a Zora el comportamiento de Peter y su hermano, las sospechas sobre Mister Abbott, la entrada en su despacho, las pruebas encontradas? Era demasiado extraño y complicado.

—Sally, yo solo quiero saber que estás bien —insistió Zora—. Un día recibimos una carta diciendo que estabas prometida. Esto nos dio una gran alegría. Desde que Mister Evans murió, queríamos ayudarte y no nos gustaba la idea de que estuvieras en casa de una gente que no conocíamos personalmente. Pero parecías feliz, y eso era lo más importante para nosotros. —Zora hizo una pausa. Era evidente que la chica estaba buscando las palabras precisas para seguir con su explicación. Sally nunca había oído a su amiga hablar tanto de un tirón—. Pero justo cuando enviamos nuestra carta felicitándote, empezamos a recibir cartas tuyas llenas de angustia, describiendo una situación muy alejada de lo que cabría esperar dado tu compromiso. Como somos tus amigos, nosotros consideramos que cualquier hombre sería afortunado de tenerte. Por eso no entendíamos qué era lo que estaba sucediendo. Al final, justo cuando pensamos que las cosas a lo mejor se podían recomponer, recibimos tu visita.

—Perdona que me presentara sin avisar. Fui una maleducada y, sobre todo, una imprudente —admitió Sally recordando cómo, en cuanto recibió la nota de Mister Abbott, decidió recoger sus cosas y marcharse de Hong Kong. No quería caer enferma, ni languidecer en la cama durante días tomando las dichosas sales del doctor Robbins. Quería tomar cartas en el asunto y hacer algo que la alejara de la locura que estaba viviendo en Hong Kong. Solo tuvo tiempo de hacer sus maletas y de despedirse de Mistress Kwong, a quien pidió que cuidara de Mei Ji y que le reenviara cualquier carta dirigida a ella.

—¡No! ¡No te preocupes! Tanto George como yo estamos contentísimos de que decidieras venir a Singapur. Pero cuando te vimos llegar nos asustamos. Estabas pálida. Parecías enferma, como un fantasma.

—Siento haberos asustado entonces. Simplemente estaba… exhausta. Sinceramente, no recuerdo ni el viaje desde Hong Kong. En mi memoria solo ha quedado el recuerdo del puerto de Singapur. La llegada, el calor, el gentío… y la repentina comprensión de un hecho muy simple y fundamental —rememoró Sally—. Me encontré sola, en el puerto de Singapur, sin saber adónde ir o cómo llegar a algún sitio en el que me pudieran ayudar. —Sally hizo una pausa y sonrió con tristeza—. Recuerdo la cara de alguna de las personas a las que les pregunté si sabían dónde vivía Zora Whitman. Ahora entiendo que debían de pensar que era una trastocada. Caminaba sin rumbo con dos pequeñas maletas, intentando buscar a alguien que me ayudara. Sin embargo, la mayoría de la gente se marchaba sin hablar conmigo; muchos nativos huían de mí murmurando en malayo o en chino, y, los que no, simplemente me intentaban vender cosas o me señalaban que los siguiera. Se estaba haciendo de noche y me encontraba desorientada y rendida. Por suerte me dominé, calmé mis nervios y decidí encontrar las aduanas. Fui a parar a una vieja oficina y hablé con un caballero, quien me indicó que sabía quién eras, pero que ya no respondías a ese nombre. Me di cuenta entonces de que había sido una tonta. Tú ya no eras Zora Whitman, sino de que eras la señora de George Stream.

—En efecto. Desde que mi padre, madre y hermana se fueron a Inglaterra, ya no queda ningún Whitman en Singapur…

—Sí, por suerte me dieron tu dirección e incluso me facilitaron el transporte. Fueron muy amables teniendo en cuenta que yo era una mujer joven, de mal aspecto y evidentemente soltera, viajando sola. —Sally se rio al decir esto, aunque aún podía sentir las emociones que la habían recorrido durante las primeras horas al llegar al puerto de Singapur. Desprotegida y expuesta, nunca había estado tan perdida en toda su vida.

—Fuiste muy valiente —confirmó Zora.

—No lo sé… a veces creo que hice bien y otras solo considero que he estado huyendo.

—Supongo, pero no te puedo ayudar en ese punto, ya que no sé de qué huyes. —Zora dijo esto de forma dulce. Sally suspiró. Su amiga tenía razón.

»Sally, no te estoy presionando. Simplemente te quiero ayudar. Además, pronto vas a tener que empezar a tomar decisiones sobre tu vida. Ayer anunciaron a George que le han concedido el puesto como secretario de Concesiones Coloniales en Londres. No solo es una gran oportunidad, también podremos volver a Inglaterra junto a mi padre. A los dos nos gustaría que vinieras con nosotros y que te establecieras en nuestra casa… Pero todas tus cosas están en Hong Kong y probablemente tendrás que volver para arreglar tus asuntos, sean cuales sean.

Sally miró a Zora por unos instantes y luego devolvió su atención a la palmera. Sin previo aviso, empezó a relatar a su amiga todo lo que había sucedido. Se sentía aliviada de poder compartir su historia y, al mismo tiempo, sabía que ya no podía evitar las consecuencias. Cuando acabó, Sally simplemente miró sus manos, que descansaban en su regazo, y, sin saber por qué, pensó en Sir Hampton.

Por unos instantes Zora contempló en silencio a Sally.

—Ahora entiendo muchas cosas… No me puedo imaginar por lo que has pasado. ¿Qué vas a hacer con los Abbott? —preguntó Zora. Sally se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Quiero hacerles pagar por lo que le hicieron a mi padre y a Mei Ji… Pero ¿quién me iba a creer?

—¡Turner! —exclamó Zora.

—Ya he pensado en eso… pero necesito pruebas. Además, apenas conozco a Turner.

—No pierdes nada por hablar con él. Tal vez George podría…

—¡No! Por favor, prométeme que no le explicarás nada de esto a George —interrumpió Sally.

—Pero él… —insistió Zora.

—¡No! —Sally era tajante—. Tu marido ha trabajado de forma muy dura para llegar donde está. No quiero que se pueda ver involucrado en nada que afecte su carrera.

—¿Tan serio crees que esto puede llegar a ser?

—No lo sé, a veces quiero creer que no… pero todo apunta a que Mister Abbott está detrás del robo en Aberdeen Hill… y, tal vez, también está detrás de las falsas acusaciones a Ben. Sin olvidar que es un hombre muy poderoso en Hong Kong, y, por lo que he oído, en Calcuta también.

—Bueno, entonces hay que volver a Hong Kong, recoger tus cosas y hablar con Turner. Puedes tantear lo que él sabe e intentar compararlo con lo que te ha pasado. Tal vez él tenga algún tipo de prueba o pueda investigar. Si el fiscal que él mencionó puede ayudar, mucho mejor. En cuanto acabemos con esto, volveremos a Singapur y prepararemos nuestro viaje de vuelta a Inglaterra.

—Pero… ¿y los Abbott? ¿Y lo que le pasó a Mei Ji? —preguntó Sally.

—Sally, no es tu trabajo investigar nada. Una vez que le pases la información a Turner o al fiscal, ellos pueden denunciar o llevar a cabo las acciones pertinentes. Tú tienes que intentar ponerte a salvo y reiniciar tu vida.

—Sí —se limitó a contestar la chica.

Sin embargo, no sabía lo que quería decir exactamente reiniciar su vida. Ella había pensado que Hong Kong sería su nuevo hogar, primero con Ben y luego con Peter, pero una detrás de otra todas sus ilusiones habían sido aniquiladas. Zora tenía razón, y volver a Inglaterra parecía la única solución viable, aunque la sola idea se le antojaba un despropósito.

—De acuerdo —repitió Sally—. Mañana mismo empezaré a preparar la vuelta. ¿Crees que me podría llevar a las criadas? A lo mejor puedo llegar a un trato con el amo de Aberdeen Hill.

—Sí, si ellas están de acuerdo, tal vez será una buena forma de proteger a Mei Ji. Esta misma noche hablaré con George. Él no puede ir, pero yo vendré contigo.

—¿De verdad? ¿Estás segura? —Sally estaba tan agradecida que, por primera vez en meses, se permitió llorar.

—No te puedo dejar que vayas sola, amiga mía.

—Gracias. —Sally se estiró y cogió la mano de Zora—. Nunca vas a saber cómo valoro tu amistad. Cuando estaba en Hong Kong, creí que Mary y Christine eran mis amigas. Confié en ellas ciegamente. Pero ahora me doy cuenta de que nunca tuve una amistad real con ellas. Nunca me sentí completamente yo misma con ellas. Estos seis meses he vuelto a sentirme a salvo y en casa. No más normas de etiqueta absurdas, ni tener que concurrir constantemente con opiniones pomposas, ni pasarme horas sentada delante de una chimenea apagada sonriendo, controlando lo que decía, cómo lo decía. —Sally se dio cuenta de que había callado durante mucho tiempo, estaba explicando esto para ella misma más que para su amiga—. Deseaba con tanta fuerza la vida que podía tener que me olvidé de la que realmente necesitaba. Siento haber estado hablando tanto de los bailes, las fiestas y la moda… Supongo que era mejor que afrontar todo lo que había pasado.

—Está bien —se limitó a contestar Zora—. Lo entiendo, de verdad. Pero creo que tienes que empezar a pensar que eres mucho más fuerte de lo que crees.

—Lo intentaré. —Sally sonrió tímidamente. Pero todo lo que sentía en este momento era vergüenza y culpa. Se levantó y se dispuso a irse. Necesitaba retirarse a su habitación y estar sola. Pero, en cuanto se puso en pie, Zora añadió algo más:

—Sé que no tienes por qué explicármelo. Pero no me has dicho qué es lo que Theodore te decía en la carta que encontraste en el despacho de Mister Abbott.

Sally volvió a sonreír, pero esta vez para sí misma, y, girando la cabeza hacia el jardín, mirando hacia la palmera una vez más, dijo:

—Otro día.

Sally y Zora cogieron un pequeño vapor llamado Queen Victoria que las llevó sin escalas a Hong Kong. A diferencia del viaje a bordo del Lady Mary Wood, no había muchos pasajeros a bordo y Sally y Zora no tuvieron que pasar las horas relacionándose con el resto del pasaje. El viaje era relativamente corto, más bien un puro trámite, y las dos chicas se entretuvieron paseando y leyendo. También ocuparon mucho de su tiempo discutiendo lo que había pasado y las diferentes opciones que Sally tenía. El poder compartir los miedos, las dudas y los planes con su amiga la sacaba del aislamiento que había sentido cuando estaba con Peter. Más aún, pronto sus conversaciones fueron evolucionando naturalmente y Sally acabó explicando a Zora el trato que había recibido por parte de su ex prometido. Al explicarlo, todo cobró un nuevo sentido y empezó a ver los acontecimientos bajo una nueva luz.

—Zora… No sé cómo pude dejar que me tratara así… ¿Por qué me odiaba tanto? —preguntó a su amiga un día que estaban en cubierta. El mar estaba tranquilo y, aunque estaba anocheciendo, hacía calor, así que las dos mujeres aún se escudaban bajo los parasoles. El color del mar era de un azul tan intenso que dañaba la vista.

—Sally… No creo que te odiara… y tú estabas sola y lo querías… por eso te pasó todo esto. Pero no fue culpa tuya. —Sally miró a Zora y se calmó al encontrarse con los ojos serenos de su amiga—. Piensa que, al menos, ahora estás lejos de él y de su control. Puedes empezar de nuevo y te aseguro que las cosas mejorarán pronto.

—Eso espero. Pero ahora mismo solo quiero poder solucionar este lío, todo fue culpa mía… —dijo Sally—. Yo me metí en este embrollo. Mi padre siempre me dio la libertad de convertirme en quien quisiera, pero lo único que conseguí fue defraudarlo. —Sally sacó un pañuelo y se enjugó las lágrimas, consciente de que otros pasajeros en cubierta estaban comenzando a mirarla. Sally se acercó más a la baranda y miró el vasto y brillante azul del mar contra el pálido cielo. Respiró hondo. Zora se mantuvo a su lado, en silencio, sabiendo que era mejor no añadir nada más; su amiga solo necesitaba que le hiciera compañía, pero, al cabo de un rato, Zora se aventuró a hablar:

—Sally, no quería decirte nada… pero… estoy embarazada.

Las dos amigas se abrazaron y celebraron la noticia. Sally no volvió a mencionar a Peter ni a los Abbott en todo el viaje.

La primera vez que Sally llegó al puerto de Victoria estaba ansiosa por iniciar su nueva vida. Esta vez deseaba con todas sus fuerzas que el vapor tardara más de lo normal en llegar a su destino, pero, cuando llegaron a puerto Sally sintió una extraña sensación que no había percibido con anterioridad. Cerró los ojos y aspiró el aire cargado de aromas familiares y casi olvidados. Estaba en casa.

—Siento que tengas que visitar esta maravillosa isla bajo estas circunstancias, Zora… —dijo Sally en la calesa que las estaba llevando a Aberdeen Hill.

—Lo sé, pero al menos he tenido la oportunidad de visitar Victoria antes de volver al viejo continente —dijo Zora mirando a su alrededor con avidez—. Solo espero que podamos hacer todos los preparativos y volver a Singapur a tiempo.

—Yo también lo espero —repitió Sally.

George tenía que volver a Inglaterra lo antes posible; las chicas tenían que salir en el próximo vapor de vuelta a Singapur al cabo de cinco días y, por tanto, no tenían tiempo que perder. Sally esperaba poder hablar con Turner antes de que fuera demasiado tarde.

Durante el resto del trayecto, las dos chicas se limitaron a mirar a su alrededor en silencio. Sally necesitaba comprobar que no se topaban con ninguno de los Abbott o alguien de su círculo más cercano. Por suerte, pronto enfilaron la cuesta que llevaba a Aberdeen Hill sin haber avistado a ninguna persona indeseable. Pero eso no tranquilizaba a la muchacha: no estaba segura de cómo la recibirían sus criados. En todo este tiempo, solo había enviado una escueta carta, justo antes de salir de Singapur, que seguramente aún no había llegado a su destino, y en la que decía que regresaba a Hong Kong. En la carta, no había sido capaz de decirles que iba a dejar Aberdeen Hill y volver a Inglaterra. Aunque se repetía sin parar que solo eran sus criados y que tendrían que aceptar su decisión, no podía evitar sentir una punzada de culpabilidad cada vez que pensaba en ello.

En cuanto la calesa cruzó el umbral de la portalada de la calle, Sally sintió que algo iba mal. La casa era diferente, todo estaba quieto y algo en el aire era distinto. Antes de que el cochero parara, Sally ya se había puesto de pie, dispuesta a bajar. Zora miró algo confundida a su amiga, mientras daba un brinco para salir del coche y dirigirse a la casa. Pero pronto se paró en seco. La figura de Mistress Kwong emergió por la puerta principal. Pese a caminar sobre sus muñones, la mujer se dirigía a ellas con pasos rápidos y decididos.

—¡Usted, niña tonta y consentida! —gritó Mistress Kwong mientras se acercaba a ella—. ¡Todo esto ha sido por su culpa!

Sally se había quedado petrificada. Sin tener tiempo de preguntar qué había pasado o a qué exactamente se refería Mistress Kwong, la amah continuó:

—Todo esto ha sido una desgracia innecesaria e injusta —siguió gritando cuando estaba tan cerca de Sally que podía tocarla con su dedo extendido y acusatorio—. Se fue y ni siquiera nos dejó una dirección. ¡Usted! ¡Criatura irresponsable! Me da igual que me mande azotar otra vez. ¡No me pienso callar!

—Pero, pero… Pero ¿qué ha pasado? —articuló Sally finalmente.

—¿Qué ha pasado? —repitió Mistress Kwong con desdén—. Mei Ji volvió de aquella casa encinta. Sí, ¡encinta! —exclamó Mistress Kwong con un susurro y haciendo un ademán a Sally para que se alejara y que nadie los pudiera oír—. Ya estaba de muchas semanas, le dimos hierbas para que abortara, pero no lo logramos. La niña creció dentro de ella. Hace una semana que la tuvo. Fue una vergüenza para ella, perdió su virtud… así que a la mañana siguiente de dar a luz se suicidó. Mei Ji está muerta y se han llevado a la niña. Y usted… ¿dónde estaba?