8

El sermón del arzobispo retumbaba en las paredes de Saint Paul’s Cathedral. Sus palabras eran pronunciadas con un claro acento del norte de Inglaterra, seguramente procedente de Leeds, que le otorgaba un tono amable, casi cantarín. A pesar de todo, Sally no estaba atenta a nada de lo que el buen hombre decía. Por suerte, tenía práctica en seguir la misa sin que nadie se diera cuenta de que no entendía nada de aquel ritual. Era tan sencillo como fijarse en los movimientos de los demás asistentes y repetir sus palabras. Si era rápida e imitaba a los otros feligreses con un segundo de diferencia, podía seguir toda la ceremonia con naturalidad y sin levantar sospechas. Esta era una técnica que había desarrollado en el último año de su vida. Después de todo, no había querido confesar a los Abbott que a duras penas sabía los rezos o los cánticos. Ninguno de ellos hubiera entendido que Theodore nunca la hubiese llevado a la iglesia, a no ser que fuera absolutamente necesario, ni que tampoco practicaran ritual litúrgico alguno a no ser que se tratara de una visita de valor antropológico.

—Nuestro hermano Theodore, un devoto y gran seguidor de los valores cristianos tan presentes en sus divinos lienzos… —captó que decía el arzobispo, y Sally tuvo que morderse el labio para no dejar aflorar una carcajada. Se notaba que, en toda la catedral, ella era la única que conocía al homenajeado. Después de todo, ese evento marcaba el año del aniversario de la muerte de su padre y el tan ansiado final del luto, así como el anuncio de su compromiso. Sin embargo, Sally no sentía ningún tipo de felicidad; todo esto solo era la pantomima que servía de colofón para un año extraño y triste.

Con la cabeza inclinada demostrando su más devota expresión, Sally intentó mirar de reojo a Peter. Él estaba al lado de su padre escuchando atentamente. Entre los dos estaba Christine, Mary y Jonathan. Al ver a este último, Sally sintió un escalofrío que la hizo volver a mirar hacia el púlpito. Cada vez que veía a Jonathan irremediablemente volvía a ella la imagen de su figura amenazante y violenta siguiendo a la muchacha en el jardín. Desde aquella noche, nada había sido lo mismo para Sally; su percepción del mundo había cambiado para siempre.

Sally cerró los ojos e intentó escuchar al arzobispo, pero su mente volvió a recrear lo que pasó después de ver a la joven criada Mei Ji y a Jonathan. Si bien el mismo día, al leer la carta de Sir Hampton, un temblor violento había invadido su cuerpo, en el momento de ver a Mei Ji, Sally se había quedado quieta como una estatua de sal. Una rabia ciega invadió su cuerpo, y fue entonces cuando miró de nuevo hacia la caseta. Tenía que asegurarse de que allí no había nadie, especialmente Peter. Desde que Jon Abbott había salido corriendo, no había habido ningún movimiento dentro de la casa.

En cuanto estuvo segura de que la casa estaba vacía, corrió hacia donde se había dirigido su criada. Al llegar, intentando no emitir ni un sonido, se fue hacia la cocina de la mansión, donde estaba el cuartito en que Mei Ji dormía. Con suerte, la chica habría conseguido entrar en la casa, y Jonathan, para no montar un alboroto, habría desistido en su persecución. Ese debía de ser el caso, porque la casa estaba en silencio.

Aún con los oídos embotados, pero presa de una extraña exaltación, Sally atravesó el comedor y abrió la puerta de madera que daba a las cocinas de la mansión. La puerta chirrió al abrirse y Sally tuvo que detenerse. Era mejor no abrirla del todo y no hacer ningún ruido más:

—Mei Ji, Mei Ji. —Sally susurró. Si ella estaba allí seguramente habría oído la puerta de la cocina y no quería asustarla haciéndole pensar que era Jonathan—. Mei Ji, soy Sally —repitió mientras se acercaba al cuarto de las criadas.

Una persona emergió con una pequeña lámpara de aceite. Sally reconoció enseguida a Lei Kei, quien había sido su doncella hasta que Mei Ji se trasladó a la casa de los Abbott.

—Mei Ji está aquí —dijo Lei Kei, señalando el cuarto del que había emergido—. Ella no bien, no bien.

Lei Kei daba la impresión de no querer dejar que Sally entrara en el cuarto o viera a Mei Ji. Sin embargo, haciendo un ademán para que Lei Kei estuviera quieta y en silencio, se metió en el cuarto. El pequeño habitáculo estaba oscuro, pero Sally pudo distinguir unas cuantas mantas en el suelo. En el lado derecho vio las piernas de Mei Ji. La chica estaba tumbada boca abajo llorando y a su lado había una criadita, de no más de siete años, acariciándole el pelo.

Con cautela, Sally se sentó en el suelo al lado de su amah y le puso la mano sobre su hombro desnudo.

—Mei Ji, soy yo, Sally. Sé lo que ha pasado, sé lo que Jonathan te ha hecho. —En cuanto reconoció la voz de Sally, la chica lloró más fuerte y empezó a hablar en cantonés.

—Quiere que se vaya —tradujo Lei Kei, quien también había entrado en el cuarto detrás de Sally—. Usted no debería estar aquí. Sabe de su vergüenza y eso es imperdonable.

—Mei Ji, Mei Ji. Escucha, esto no es culpa tuya; yo no estoy enfadada contigo. —Sally tocó el pelo de la muchacha. Mei Ji podía entenderla, sin embargo, Lei Kei había empezado, instantáneamente, a traducir—. Tienes que venir conmigo, yo te pondré a salvo. Esto no volverá a pasar.

Al oír esto, Mei Ji se volvió y miró a Sally directamente. En la oscuridad podía ver cómo su cara estaba hinchada y llena de lágrimas, mocos y lo que parecía sangre. Sally sacó un pañuelo de debajo de su manga e intentó pasarlo por la mejilla de la chica. No sabía qué hacer, pero tenía que calmar a la chica y llevársela de ahí. Con la asistencia de Lei Kei, Sally levantó a la criada del suelo y la rodeó con su brazo.

—Sáquela de aquí —imploró Lei Kei cuando Sally y Mei Ji pasaron por su lado—. Mei Ji no podía aguantar esto más. —El acento de Lei Kei era denso y Sally no supo si había entendido bien a la criada.

—¿Qué quiere decir? ¿Esta no es la primera vez que pasa? —Cuando acabó la frase, la pregunta había pasado a sonar más bien como un ruego. Todos estos meses en los que su criada se iba apagando, su cansancio, su constante tristeza… ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Sally sabía que se tenían que marchar pronto. En el cuarto había más criadas, todas estaban tendidas en las sombras, atentas y expectantes. Sally podía oler el miedo, pero, afortunadamente, todas permanecieron en silencio.

—Empezó a pasar hace meses, en cuanto llegó. Siempre pasa… —dijo Lei Kei empezando a llorar.

—¿Por qué no dijisteis nada? ¿Por qué dejasteis que esto pasara? —Sally puso todas sus fuerzas en intentar no gritar o llorar. Aunque Mei Ji era ligera como una pluma, Sally empezaba a notar que la chica se apoyaba únicamente en ella y eso la estaba agotando.

—¿Y si usted se enfadaba y la echaba? Siempre pasa… —repitió Lei Kei, quien ahora parecía sinceramente enfadada—. Además Mister Jonathan prometió casarse con ella. —Tan pronto como Lei Kei acabó la frase, se oyó un ruido sordo que, por unos segundos, invadió la casa vacía. Las tres mujeres se estremecieron y se alejaron de la puerta. Durante unos largos minutos permanecieron en silencio, a la expectativa.

—Déjeme ir a ver —dijo Lei Kei. Sally intentó pararla; no quería que nadie más se topara con Jonathan. Pero, antes de que pudiera decir nada, la criada ya había salido de la habitación. Los siguientes minutos fueron largos y agonizantes. Sally empezó a pensar en qué podía hacer con Mei Ji y en cuál era la forma más sensata de proteger a su criada… Cuando por fin oyeron a alguien aproximarse por la cocina, Mei Ji se abrazó a ella con fuerza y no la soltó hasta que vieron que era Lei Kei la que entraba en el cuarto.

—No hay nadie. Pueden marchar —anunció Lei Kei.

—Voy a llevar a Mei Ji a mi dormitorio —dijo Sally con un hilo de voz—. En cuanto despunte el alba, la enviaré a Aberdeen Hill. ¿Hay alguien que la pueda acompañar?

Lei Kei afirmó con la cabeza y Sally y Mei Ji salieron del cuarto y se aventuraron por los pasillos del gran caserón vacío hacia la habitación de Sally. Las dos caminaron a paso ligero, pero intentando no hacer ruido. Sally cogía a Mei Ji por el brazo tan firmemente que parecía levantarla del suelo. Atravesaron pasillos, salas, subieron escaleras… Sally solo pensaba en llegar a su habitación sin ser descubierta, como si todo el universo dependiera únicamente de ello. Cuando por fin llegó delante de su puerta, se dio cuenta de que debía abrirla sin hacer ningún ruido. Apartó a Mei Ji de ella y con gestos le indicó que debía esperarse mientras abría. La chica entendió lo que Sally le decía y esperó, de pie y sosteniéndose en la pared, temblando. Sally tomó el pomo en su mano e intentó utilizar el silencio para agudizar su oído y tacto. A través del metal quería sentir la estructura interna del cerrojo, notar cada movimiento e intentar abrir la puerta con el menor ruido posible. Sally cerró los ojos y con la mano derecha apoyada en la izquierda giró el pomo lenta y con toda la precisión de la que fue capaz. Consiguió abrir la puerta con el mínimo ruido. Una vez dentro, repitió el procedimiento para cerrarla.

En cuanto Sally comprobó que nadie o nada se movía en la casa, fue hasta Mei Ji —que se había quedado de pie en medio de la habitación sin saber qué hacer— y la llevó a la cama. En un principio, la chica se resistió; era evidente que no quería sentarse en la cama de su jefa, pero estaba débil y los movimientos enérgicos de Sally le dieron a entender que no tenía otra opción. Cuando se sentó, Sally encendió la lámpara y miró la cara de la chica. Había sangre, pero solo alrededor de la boca; tenía el labio y la mejilla hinchados; probablemente la había golpeado. Miró el resto de la cabeza para asegurarse de que no tuviera otros golpes o cortes y, aunque estaba roja e hinchada en diferentes zonas, parecía no haber más heridas. Sally cogió uno de sus camisones, una toalla húmeda y un poco de alcohol. Después de lavar la cara de la chica y desinfectar su labio partido, Sally la ayudó a quitarse la ropa. En un principio, Mei Ji dejó ir un quejido, no quería que su dueña la desnudara, pero Sally la hizo callar y —torpemente, ya que nunca antes había ayudado a nadie a sacarse la ropa— la desnudó. Mientras lo hacía, Sally intentaba no mirar a la chica directamente, pero era inevitable ver los moratones que poblaban su cuerpo delgado, y, cuando ya le había quitado los pantalones y la camisa, pudo ver más de una docena de ellos. Aunque Sally no sabía mucho de medicina, recordó que si los moratones eran de diferentes colores significaba que estaban en diferentes estados de curación. Por tanto, habían sido hechos en diferentes días. Delante de ella había la evidencia de semanas de violación y tortura. Sally se apartó de la chica, que empezó a llorar en silencio. Desde su posición vio que los muslos de la chica tenían señales de un lila intenso… ¿Había sido atada? Sally sintió que no podía caminar, tuvo que coger el orinal que había debajo de la cama y empezó a vomitar.

—Lo siento —dijo Mei Ji muy bajito—. Lo siento, Miss Sally.

—No lo sientas —respondió Sally, mientras se limpiaba la boca—. No es culpa tuya; no es culpa tuya. —Eso era todo lo que Sally podía decir.

Sally se apresuró a poner el camisón a la chica y a hacerla entrar en su cama. Mei Ji imploró en un principio que no la dejara allí, pero Sally la obligó a permanecer entre las sábanas. En cuanto estuvo arropada, se quedó dormida. Sally acercó a la cama una de las butacas, se sentó y acarició el pelo negro y liso de su criada.

En toda la noche no se movió de su lado, ni tampoco dejó de acariciarla. Deseó que ese gesto pudiera borrar todo lo que había pasado debajo de sus narices sin que ella se diera cuenta.

En cuanto despuntó el alba, Lei Kei apareció en su habitación.

—Ya está todo preparado; un amigo la acompañará a Aberdeen Hill —dijo Lei Kei. Se notaba que ella tampoco había podido dormir—. Por favor, no diga nada a los Abbott. Si lo hace, le echarán las culpas a Mei Ji.

—Tranquila, les diré que has venido a decirme que Mei Ji tenía una fiebre que no pintaba bien y que, en consecuencia, la he enviado a Aberdeen Hill para evitar que contagiara a los demás… —explicó Sally, omitiendo que necesitaba explicárselo a Peter—. Que digan a Mistress Kwong que en cuanto pueda iré a Aberdeen Hill y que si tiene que llamar a un médico yo pagaré por él.

Seguidamente despertaron a Mei Ji y la vistieron con ropa que Lei Kei había traído. En cuanto se marcharon, Sally se quedó de pie sin saber qué hacer. Le dolía todo el cuerpo y, por primera vez en toda la noche, empezaba a notar el peso de las capas de enaguas, la falda y el corsé. Sin saber cómo, empezó a desnudarse sola, con rabia; empezó a estirar e incluso arrancar todo lo que estaba en su camino. No paró hasta que se quedó en ropa interior. Casi sin aliento, contempló la ropa negra de su vestido y el blanco de las enaguas yaciendo en el suelo. Se metió en su cama y se durmió.

No salió de su cuarto en casi todo el día, y, cuando lo hizo, pidió ver a Peter. No quería tener la obligación de hablar con ningún otro miembro de la familia que no fuera su prometido y, aún menos, no quería toparse con el hermano de este. Peter la recibió en el salón donde estaba charlando con su hermana y su madrastra. Sally se disculpó y pidió a Peter si podían dar un paseo a solas. Después de todo, su luto estaba a punto de acabar y ni siquiera saldrían de los jardines. Mary puso objeciones al respecto, pero Peter estaba de buen humor y la convenció enseguida.

Una vez que se quedaron solos y empezaron a pasear, Sally no sabía cómo empezar. Tenía la necesidad imperiosa de abrazar a Peter, de escudarse en sus brazos y llorar, pero ni siquiera se atrevía a cogerle de la mano. Él, en cambio, le hablaba de cosas que habían sucedido en el trabajo, de planes que tenía para los próximos días… Sally, mientras tanto, pretendía escuchar y asentía con la cabeza esperando el momento adecuado para hablar.

—He oído que tu amah está enferma y la has tenido que enviar de vuelta a Aberdeen Hill —mencionó Peter después de acabar con su monólogo—. ¿Está bien? Esperemos que no sea nada grave… He oído que han surgido algunos casos de cólera entre los soldados apostados en la costa sud…

—Estará bien, creo. —Sally tenía un nudo en el estómago, pero sabía que era el momento de explicarlo todo—. Peter, Mei Ji no ha cogido una fiebre.

—¿Qué quieres decir?

—Peter… anoche presencié algo… —Sally miraba ahora el suelo, sentía los ojos del chico clavados en ella y no estaba segura de poder aguantarle la mirada.

—¿Presenciaste algo? ¿Dónde estabas anoche? —La voz de Peter sonaba ahora impaciente.

—Anoche salí a pasear por los jardines y vi cómo… cómo Jonathan atacaba a Mei Ji.

—¿Mei Ji? ¿Mei Ji, tu amah? —La voz de Peter iba creciendo en volumen y en algo parecido al desdén—. ¿Ella te ha dicho eso?

—No… lo vi anoche, en la casa del jardín…

—Esto es una locura —interrumpió Peter—. ¿Qué hacías cerca de la casa de invitados? ¿Qué clase de entrometida eres? Peor aún… ¡de loca! Caminar de noche sola por los jardines… esto no tiene ningún sentido. —Peter se había parado en seco y cogía el brazo de Sally. Ella no tuvo más remedio que mirar a su prometido, y en sus ojos no vio más que un desdén que rozaba la arrogancia. Por primera vez no reconocía al chico dulce y amable del que se había enamorado, el mismo que la fue a buscar aquella noche en casa del gobernador y bailó con ella a solas.

—¡Peter! —exclamó Sally con impotencia—. No podía dormir, te echaba de menos… —Sally alargó su mano y rozó la mejilla de Peter, pero su expresión no se relajó—. Simplemente necesitaba aire fresco, salí al jardín y vi lo que vi.

—¿Qué viste exactamente? —dijo Peter.

—Vi cómo Mei Ji salía corriendo y Jonathan detrás de ella. Ella estaba medio desnuda y lloraba y Jonathan la seguía gritándole… y él… —Sally no sabía cómo continuar—, él… estaba abrochándose los pantalones.

—Eso es imposible, anoche estábamos en el Hong Kong Club… —interrumpió Peter de nuevo, y empezó a caminar sin esperar a Sally. Ella lo siguió corriendo y cogió su mano.

—Por favor, cariño mío, tienes que creerme… —imploró la chica.

—Eso es imposible. Ayer no estábamos en la caseta, y, además, ya sabes cómo son estas criadas chinas… Tú no sabes cómo funciona el mundo. Estas chicas harían cualquier cosa por conseguir la atención de un hombre occidental y rico. Buscan y manipulan…

Sally se había quedado sin habla; miraba ávidamente a su amado, incrédula. Tal vez sí que se estaba volviendo loca o quizás era la falta de horas sin dormir, pero esta conversación había tomado un cariz muy diferente del que ella se había imaginado. Nada de esto podía estar pasando.

—Tú no la viste… su cuerpo estaba lleno de moratones…

—Esta conversación se ha acabado, ¡ahora!

La exclamación resonó en los oídos de Sally como un trueno. Peter ya no hablaba como él, ya no era él. Su voz, su pronunciación, su tono… parecía más bien Mister Abbott, su padre, que él mismo. Después de unos momentos de silencio y con un deje más moderado, añadió:

—Lo siento. Todo este trabajo, toda la presión que he recibido desde que dijimos a mi familia que estábamos prometidos… —Tomó la mano de Sally quien, aún asustada, lo miró con la esperanza de encontrar la familiar expresión de Peter. Sin embargo, aunque parecía haberse relajado, en su semblante solo había cansancio y tristeza. Sally volvió a poner su mano en la mejilla de Peter y esta vez el joven inclinó la cara para apoyarla en la mano de Sally, como si de una almohada se tratase. Cerró los ojos y pareció que se podía quedar dormido allí mismo, de pie en medio del jardín.

—Pronto nos casaremos y tendremos nuestra propia familia. Podremos marcharnos lejos de aquí y seremos solamente tú y yo… —dijo Sally llena de esperanza y sin atreverse a mencionar el asunto de Jonathan de nuevo.

—Sí, pronto, solamente tú y yo —repitió Peter con los ojos aún cerrados.

Cuando la misa acabó, todo el grupo volvió a la mansión de los Abbott. Sally estaba ansiosa por volver a la casa y cambiarse de ropa para la cena. Por primera vez en todo este tiempo podría llevar un vestido que no fuera negro. Pero, más que el cambio de ropa, lo que Sally esperaba era la libertad que eso conllevaba. A cada minuto que pasaba ansiaba con más fuerza poder empezar su nueva vida junto a Peter. Una vez que los dos estuvieran casados, y fuera del control de los Abbott, Sally podría hablar con más calma sobre lo acontecido con su hermano Jonathan. Necesitaba demostrarle que lo que vio era cierto. Una vez que la creyera, debía intentar convencerle para que le denunciase o, al menos, asegurarse que algo como aquello no iba a volver a pasar. Lo que le había pasado a Mei Ji no podía quedar en el olvido.

Cuando se estaba cambiando con la ayuda de Lei Kei, una de las criadas anunció la llegada de Mistress Kwong, y, pensando que algo grave le había pasado a Mei Ji, Sally corrió al encuentro de su criada. Mientras bajaba las escaleras, se encontró con Mary:

—He oído que tu criada está aquí para darte noticias sobre esa doncella tuya que tiene fiebre —dijo Mary sin ningún atisbo de amabilidad. Cuando las dos estaban solas, Mary aún hacía menos esfuerzos para mostrar simpatía con la que una vez había sido su amiga—. He dicho que la hagan esperar fuera. No queremos que esta vieja entre en nuestra casa y, si ha estado en contacto con la enferma, nos contagie a todos.

—Muy bien —dijo Sally, que sentía cómo se le iba acabando la paciencia.

—Y dile a tu insolente amah que no se puede presentar en casa de una familia de la alta sociedad como la nuestra como si fuera la suya.

—Se lo diré. Pero mi criada tendría que sentirse con la libertad de presentarse en la casa si un recado o una urgencia así lo exigen. Después de todo, cuando Peter y yo anunciemos nuestro compromiso, esta será también mi familia.

—Ya veremos —contestó Mary. Habló tan bajito, que a Sally le costó entenderlo; por un momento, creía que había escuchado mal.

En cuanto salió, Sally vio que su criada la esperaba cerca de las cocheras. Aunque Mistress Kwong siempre se había mostrado fuerte y recia como un roble, ahora se la veía nerviosa. Sally corrió hacia ella:

—¡Mistress Kwong, Mistress Kwong! ¿Está Mei Ji bien? —dijo casi sin aliento.

—Está mejor, aún le duele todo. Pero usted, niña tonta, ¿qué hace aún aquí? Tiene que irse a su casa, a la casa de su padre.

—¿Has venido hasta aquí para decirme que me vaya? —Sally no sabía hasta dónde era capaz de llegar su criada.

—Esta gente no es buena, nada buena, Miss Evans. —La mujer la cogió por los brazos instigándola a moverse.

—No todos son malos… Me he comprometido con Peter, el hijo menor. Cuando sea su esposa, podré hacer algo respecto a lo sucedido con Mei Ji.

—¿Comprometida? —repitió la mujer, quien, instintivamente, miró las manos de la muchacha—. ¿Dónde está su anillo?

Sally sonrió para intentar calmar a la mujer, pero notó que ella misma también se estaba alterando.

—No lo he llevado hasta ahora porque no es oficial; no quería comprometerme durante el duelo de mi padre… —dijo Sally.

—No oficial, ¿eh? Esta gente no es buena, nada buena —repitió la anciana. Sally estaba empezando a perder la paciencia. ¿Por qué tenía que dar tantas explicaciones a su ama de llaves? No obstante, no podía evitar sentir que le debía una explicación:

—Usted no conoce a Peter.

—¡Todos iguales! —exclamó la mujer invadida por la impotencia—. Cuando vino el otro día, vi algo raro, no fiar —con las prisas Mistress Kwong se olvidaba de conjugar los verbos y su acento se hacía más difícil de entender—, así que pedir a Siu Wong que fuera a mirar.

—¿A mirar el qué?

—Ya sabe, seguir a Mister Abbott, espiar la casa… —dijo Mistress Kwong con una naturalidad sorprendente—. Siu Wong es un niño listo y sabe muy bien cómo seguir a alguien sin ser visto.

—¿Seguir? ¿Envió a un niño a seguir a Mister Abbott? —Sally no podía creer lo que estaba oyendo.

Mistress Kwong había hecho cosas muy atrevidas e insolentes desde que empezó a ser su criada hacía ya dos años, pero esto se salía, sin duda, de todo hecho marcado por el sentido común. Si cualquiera de la familia descubría algo tan fuera de lo normal como que Sally tenía a uno de sus sirvientes persiguiéndolos por la ciudad, su futuro con los Abbott habría acabado.

—¿Cómo ha podido hacer una cosa así? —dijo Sally, conteniendo una rabia violenta que la invadía casi por completo.

—¡Escuche! —la cortó Mistress Kwong, bajando el tono de voz para calmar a Sally—. No han descubierto a Siu Wong. Yo no hubiera puesto al crío en peligro. —Sally se calmó cuando oyó esto, y a su vez se sintió algo avergonzada al no haber pensado en que algo así también podía poner al pequeño criado en peligro.

—¿Está segura? —repitió Sally.

—Sí, escuche. El pequeño siguió a Mister Abbott y vio cómo este se encontraba con un par de hombres, hombres malos, piratas.

—¿Piratas? —Sally bufó con descrédito—. ¿Está segura?

—Sí… Mister Abbott fue a una taberna del Wan Chai y se encontró con ellos en la cochera.

—¿Para qué se encontraron? —Sally seguía sin poder creer una palabra, pero ahora estaba intrigada.

—Siu Wong se escondió, pero no pudo entender nada porque hablaban en inglés. Discutieron durante largo rato. Pero eso no es lo importante…

—¿Ah, no? —Sally empezaba a creer las palabras de la anciana, y eso implicaba que lo que le había dicho Turner, que Mister Abbott era un corrupto, también era verdad.

—No, lo importante es que Siu Wong los reconoció. El crío dice que son los mismos hombres que entraron a robar en la casa. Los mismos que entraron en el taller. Desde su escondite vio sus caras, oyó sus voces…

—No, no puede ser… —Sally movía la cabeza sin parar y notaba cómo las lágrimas empezaban a llenar sus ojos—. No puede ser cierto.

—Yo tampoco lo creí. Pero el crío dijo que uno de ellos tenía una cicatriz en el pie y que uno de los ladrones también tenía una.

—No, no, no… —decía Sally.

—Sally, tiene que salir de esta casa, tiene que volver a Aberdeen Hill.

—No puedo… Peter… —Sally había empezado a llorar, pero sabía que tenía que controlarse. Recordó las raras clases sobre budismo, recordó a Madame Bourgeau enseñándole una respiración lenta y profunda que se decía que tenía un efecto calmante. Recordó a su maestra, su estudio, y respiró tal y como ella había intentado enseñarle. En su momento le pareció una tontería, pero ahora tenía que calmarse si no quería llamar la atención de nadie y ponerse en peligro a ella o a Mistress Kwong. Se concentró en el aire que entraba por su nariz, que acariciaba las paredes de las fosas nasales y pasaba por su garganta para llenar su estómago y sus pulmones. Respiró unas cuantas veces hasta que se pudo dominar y ya no tenía la sensación de gritar.

—Sally, tiene que marcharse —oyó de nuevo a Mistress Kwong.

—No, aún no —dijo Sally de forma tajante.

Primero debía volver e intentar hablar con Peter. Luego entraría en el despacho de Mister Abbott, porque, por fin, intuía dónde podían encontrarse los documentos robados en el taller de su padre.

Con un vestido de discreto color azul marino y su anillo de prometida, Sally se unió al resto de la familia para su primera cena después de que se acabara el luto por su padre.

La cena con los Abbott estuvo llena de tensión. Sally tuvo que hacer acopio de toda su paciencia y autocontrol para no dejar entrever lo que realmente estaba sintiendo y pensando. Durante toda la velada exhibió la más amable de sus sonrisas, hizo comentarios ingeniosos cuando fue necesario y escuchó atentamente la palabrería de los Abbott. Intentó, incluso, fingir con más soltura que todo marchaba bien y que no sabía muchas de las verdades que se escondían detrás de los modales de Mister Abbott, de sus afirmaciones de buen samaritano, de sus consejos paternalistas… Después de todo, si algo había aprendido en su año pasado en casa de aquella familia Abbott era el arte del fingir.

—Sally, mañana iremos al mercado y luego a visitar a Mary Ann y Harriet. Estaremos fuera toda la mañana y comeremos con ellas en el Cottage —dijo Christine—. Puedes venir con nosotras si quieres.

Era evidente que Christine no quería que Sally las acompañara, seguramente porque Mary venía también. En otro momento, Sally se hubiera sentido herida por el desprecio de Mary y la falta de apoyo por parte de Christine, quien prefería dejarla sola antes que defenderla frente a su madrastra. Pero esta vez Sally no podía estar más contenta de la oportunidad de estar sola toda la mañana. Con todos los Abbott fuera de casa, Sally podría intentar entrar en el despacho de Mister Abbott y tener tiempo suficiente para poder encontrar los documentos robados en el taller de Theodore.

—No, id vosotras —respondió Sally, viendo cómo en la cara de Christine y Mary se reflejaba automáticamente algo de alivio—. Yo debería quedarme para arreglar mi nuevo vestuario ahora que el luto ha acabado.

—Hablando de esto —interrumpió Mister Abbott—, veo que se ha puesto el anillo de prometida.

—Así es —dijo Sally con una leve, aunque desafiante sonrisa.

—Bueno, querida, creo que hasta que no presentemos en sociedad su compromiso no debería llevar el anillo —añadió Mister Abbott.

Sally sintió que esta era una de las ocasiones en las que todos los Abbott, incluido Peter, la miraban con cierto desprecio. Así pues, sabía que solo había una respuesta posible:

—Disculpe mi atrevimiento, me lo quitaré enseguida. —Sally se levantó para abandonar la velada. Debía irse pronto a dormir si al día siguiente quería estar despejada y preparada para su pequeña misión—. Si me disculpan, me voy a retirar a mis aposentos. Buenas noches.

Sally se marchó del salón, sintiendo los ojos de todos los miembros del clan Abbott clavados en su espalda. El anillo seguía en su dedo anular.

Sally pensó que, con los nervios, sería incapaz de conciliar el sueño. Pero, sorprendentemente, durmió toda la noche. Aun así, en cuanto el día anunció su llegada, Sally estaba totalmente despierta y repasando mentalmente su plan. Tendida en la cama, y con los músculos agarrotados por la tensión, intentó convencerse muchas veces de que su decisión de entrar en el despacho de Mister Abbott no era más que una locura. Lo mejor era esperar pasivamente a que las cosas volvieran a la normalidad. Casarse con Peter y luego decidir si quería indagar más sobre su suegro y su cuñado.

Sin embargo, cada vez que estaba a punto de convencerse de esto y abortar su plan, los hechos volvían a ella y no podía escapar de la realidad. Todo apuntaba a que, no solo las acusaciones de Turner sobre Mister Abbott y su círculo eran ciertas, sino que, además, parecía que las acusaciones sobre Ben y el consecuente desprestigio del nombre de los Evans habían sido el resultado de una injusta manipulación. Lo más doloroso era que, si realmente Abbott tenía algo que ver con los piratas que habían entrado a robar, su futura familia política estaba relacionada con la muerte de su padre. Sally no podía pasar este hecho por alto, como tampoco podía ignorar el continuo maltrato y vejación al que su dulce criada había sido sometida. Sally no quería perder a Peter, pero debía encontrar pruebas para intentar convencerle de que no se estaba inventando nada. Era arriesgado, sin embargo, Sally no podía pasarse la vida sin obtener respuestas o, peor aún, conviviendo felizmente con una familia de criminales. Si su amor con Peter era tan fuerte como ella creía, los dos juntos superarían las consecuencias que cualquier acusación pudiera conllevar.

Los minutos fueron pasando y Sally continuaba postergando el momento para levantarse y salir de la cama. Cuando estaba a punto de empezar a moverse, oyó el familiar ruido de Peter subiendo por su balcón. Sally se incorporó en la cama con un brinco, sintiendo cómo su corazón se aceleraba. Durante un largo tiempo, había ansiado que Peter la viniera a ver, pero precisamente aquella mañana era el peor momento para ello.

Cuando Peter entró por la puerta del balcón, Sally se sentó en la cama. Los dos se miraron. La cara de él estaba pálida y chupada. Debajo de sus ojos, sus ya omnipresentes ojeras habían aumentado de intensidad. A primera vista era evidente que el chico aún no había dormido y estaba bebido.

—Así que ya estás despierta —dijo él, tambaleándose, y se sentó en la butaca que había cerca de la mesa de Sally—. ¿Estabas esperándome?

—No, pero he oído cómo subías y me he despertado —mintió Sally—. ¿Estás bien? ¿Necesitas acostarte?

—Un minuto —respondió el chico con un ligero movimiento de cabeza—. Solo quiero sentarme aquí un ratito y luego irme a mi habitación.

—¿No te quedas? —Sally no entendía qué hacía Peter en su habitación. Por un lado, quería que se acostara a su lado como en los viejos tiempos; pero por el otro, quería que el chico durmiera lejos de ella.

—No. Solo he venido a hablar. Esto se ha convertido en un lío espantoso…

—¿Esto? A qué te refieres con esto…

—Mi familia tenía razón —prosiguió Peter sin escuchar a Sally. Parecía inmerso en su propio monólogo—. Me precipité demasiado, me encandilé sin atender a las consecuencias. Al fin y al cabo, todos sabemos que solo quieres el dinero…

—Peter… —Sally no podía creer lo que estaba oyendo. Quería gritar e incluso insultar, pero no tenía fuerzas; la impotencia que sentía había adormecido sus músculos—. Peter, no puedes decir eso en serio.

—Mi compromiso contigo no ha traído más que problemas —seguía su soliloquio—; tú no has traído más que problemas. ¿Por qué te has inventado una cosa así sobre mi hermano? Al fin y al cabo, solo quieres separarme de mi familia. —Al decir esto, Peter dirigió una mirada llena de crueldad y dureza hacia Sally, quien, llena de desesperación, solo podía llorar.

—Yo no me inventé nada, no era mi intención… —Sally intentó explicar entre lágrimas—. Sabes que no me lo he inventado. Sabes lo que tu hermano estaba haciendo con mi criada.

—No es cierto. —El chico movió la cabeza de forma vehemente. De repente, parecía un niño pequeño. Entre lágrimas, Sally pudo ver con claridad que él sabía que ella estaba en lo cierto—. ¿Por qué tenías que meterme en esto?

—Porque lo correcto era hacer algo al respecto y tú eres la única persona a la que puedo acudir… —Sally intentó dulcificar su explicación pero, en su lugar, su retahíla sonaba como un quejido pesado y repelente—. Peter, éramos tú y yo. Los dos solos íbamos a formar una familia, íbamos a llevar a cabo nuestros sueños lejos de Hong Kong…

—¡Tonterías! —Peter se levantó de golpe y empezó a pasearse por la habitación—. ¡Sueños estúpidos! ¿Cómo podías ser tan estúpida para pensar que podríamos separarnos sin más de mi familia? Pensabas que te elegiría a ti… —continuó con sorna.

—Peter… —Sally salió de la cama y se acercó al chico, que se movía por la habitación nervioso. Le cogió las manos e intentó acercarlas a ella, como vano intento para que él la abrazara, pero simplemente se quedaron así, uno enfrente del otro, cogidos por las manos y los brazos suspendidos en el aire. Como una pareja a punto de iniciar un baile—. Peter, yo no intento nada… Pase lo que pase, no tienes que hacer nada que no quieras, pero créeme, necesito que me creas… —Sally dijo esto mientras se acercaba aún más al chico; quería besarle, pero él no se movía, así que ella se puso de puntillas, y, al acercarse a él, olió algo que, inmediatamente, la transportó a otro lugar. En un segundo, se amontonaron una serie de imágenes en su mente: el callejón, las pipas, los hombres echados, las alfombras deshilachadas… las imágenes llegaron antes que la idea, pero estaba claro: había olido a opio.

—¿Has fumado opio? —dijo Sally separándose de él para poder mirarlo a los ojos.

—¿Qué? Yo… —Por primera vez, Peter parecía desorientado—. ¡No es asunto tuyo!

—Peter… ¿Fumas opio?

—Como si yo fuera un marinero francés… —Peter se paseaba ahora por la habitación—. ¡No seas ridícula!

—¿Entonces es láudano? —En cuanto Sally dijo la palabra, Peter se paró en seco.

—¿Qué? ¿Quién te ha dicho eso? —Sally sabía que no podía confesar que se lo había dicho el periodista Turner. Peter estaba evitando mirar a Sally y había fijado su atención en la mesita de la chica. Nervioso, se acercó y empezó a coger su peine, un broche. Sally no se había dado cuenta hasta ahora de que su joyero estaba en la mesa. Intentó acercarse para evitar que Peter lo abriera. Pero, antes de que ella estuviera lo suficientemente cerca como para desviar su atención, Peter, en un solo gesto, había abierto la caja que contenía las cartas que Ben había enviado. Sin que pudiera hacer o decir nada, Peter las cogió. Sally le suplicó que las dejara, pero Peter ya había visto el remitente:

—¿Guardas cartas de ese hombre? —Los ojos de Peter estaban encendidos de rabia y, aunque había mantenido la voz baja para que nadie los oyera, pronunció cada palabra con toda la crueldad de la que fue capaz.

—¡Estas cartas son mías! —dijo Sally perdiendo la paciencia—. Déjalas y ¡contéstame! ¿Es cierto? ¿Lo del láudano? —suplicó la muchacha. Sally se había olvidado de su plan y de Mister Abbott, ahora únicamente necesitaba una respuesta de Peter.

—¿Qué relación tenías con este hombre? —continuó Peter sin escucharla y acercándose a ella con la carta en la mano—. ¡Dime qué es lo que estabas tramando!

—Nada. ¡Esas cartas son antiguas! —Los dos estaban alzando tanto la voz que parecía imposible que nadie los pudiera oír. Instintivamente, Sally bajó la voz y se acercó a Peter. Él tenía las cartas en la mano, arrugadas y aún sin leer—. No significan nada, yo te quiero a ti. Pero debes escucharme, todo lo que te he dicho es cierto, debes creerme.

En ese momento, Sally solo vio la mirada llena de odio de Peter y la mano del joven alzada. Antes de que pudiera reaccionar, sintió un dolor agudo en su mejilla, la carne de sus encías que estallaba contra sus dientes, el cosquilleo de la piel adormecida. Tardó un segundo durante el cual todo se llenó de una sensación blanca e hiriente. Sally se llevó las manos a la cara y con incredulidad miró a Peter. Él aún mantenía la mano suspendida en el aire, preparada para abofetear de nuevo. Las cartas de Ben estaban ahora en el suelo.

Sally quería gritarle, pegarle, pero simplemente se limitó a mirar a Peter. No sabía qué más decir y lloró en silencio. En su tristeza, intentaba que sus lágrimas hablaran por ella. Tal vez ellas tendrían el poder de cambiar el curso de la conversación y de lo que estaba pasando. Pero Peter no parecía ver sus lágrimas, solo continuaba hablándole, ahora con calma, despacio y una media sonrisa:

—Todo lo que piensa de ti mi familia… —seguía Peter amenazando.

—¡No los creas, Peter! Tengo tanto que contarte… —Sally ni siquiera sabía qué era aquello que intentaba hacer. Todo estaba perdido, pero no podía parar de probar de convencerlo.

—De todas formas, no importa. Anoche mi padre me anunció que a Jonathan y a mí nos envía a trabajar a la administración de la Compañía en Calcuta. Mira lo que pasa por culpa de tus artimañas.

Sin dejar de sonreír, Peter se acercó a Sally. La chica se preparó para recibir otra bofetada, pero lo que Peter hizo fue mucho más doloroso: con el reverso de la mano le empezó a acariciar el pecho. A través de la tela de su camisón notó claramente el tacto de su prometido. Sally quería apartar la mano, gritar, salir de la habitación… Pero estaba tan rígida como el tronco de un árbol.

Mientras Peter la acariciaba, Sally no pudo evitar pensar en Mei Ji, en cómo la muchacha había corrido por el patio, medio desnuda e invadida por el pánico y el dolor. Con los ojos cerrados, Sally dejó que Peter la tocara y esperó lo peor. Sin embargo, el chico paró de repente y se fue en silencio de la habitación, saliendo por la puerta principal. Después de que se marchara, ella recogió del suelo las arrugadas cartas de Ben y se sentó en la cama. Derrotada, tuvo que admitir que, aunque encontrara pruebas que inculparan a su familia, Peter no la creería jamás. Tampoco sabía si quería convencerlo. Sin embargo, estaba más decidida que nunca a llevar a cabo su plan. Debía vestirse cuanto antes y entrar en el despacho de Mister Abbott.

Después de vestirse bajó a desayunar y comprobó que todos se hubieran ido. También se aseguró de que Peter estuviera en su cuarto. El chico dormía muy profundamente y Sally sabía que no se despertaría hasta tarde. Tan pronto como uno de los criados recogió los platos del desayuno y vio que no había nadie a la vista, salió al pasillo y se dirigió a la imponente puerta de roble que guardaba la entrada al despacho de Mister Abbott. La casa estaba en silencio y hacía un buen día; todos los criados estaban en los jardines o en las cocinas. Había llegado el momento. Sally sabía que la puerta que comunicaba con la biblioteca estaría cerrada con llave, pero la del pasillo estaría abierta.

Sin embargo, para su sorpresa, la puerta no se abrió. Con frustración, empezó a mover el pomo, pero la puerta no cedía; Mister Abbott la debía de haber cerrado antes de irse al trabajo o durante la noche anterior. ¿Cómo había podido ser tan tonta para creer que Mister Abbott, que no dejaba entrar nunca a nadie en su despacho, dejaría la puerta abierta cuando él no estuviera…?

Sally seguía aún cogida al pomo de la puerta y, con frustración, apoyó la cabeza en la madera. Con los ojos cerrados, deseó con todas sus fuerzas que la puerta se abriera. Pero sabía que no había ninguna posibilidad. Debía volver a su habitación y empezar a pensar en su siguiente movimiento. Al volverse para irse, se encontró con Lei Kei, quien había salido por una de las puertas que daban al comedor. Sally no intentó disimular y quitó despacio la mano del pomo y observó cómo Lei Kei se acercaba a ella y alargaba la mano. Lei Kei le estaba dando un objeto y Sally lo tomó sin decir nada. En cuanto lo cogió, sintió el metal en su puño cerrado. Sally sonrió como muestra de agradecimiento y Lei Kei le devolvió el gesto y se alejó hacia la entrada principal de la casa. No sabía cómo Lei Kei había sabido que ella se encontraba allí, pero no tenía tiempo de averiguarlo, ya tenía la llave para abrir la puerta del despacho y no había tiempo que perder.

Cerrando la puerta por dentro, y una vez en el despacho, se sorprendió de lo desordenado que estaba. En su mente se había imaginado un sitio lleno de libros, ordenados con la misma disciplina y rigor con los que Mister Abbott hacía cualquier cosa en su vida. La habitación era oscura y llena de antigüedades y pinturas —ninguna de ellas del gusto de Sally— amontonadas en estanterías y colocadas en las paredes. El despacho no estaba dotado de una particular belleza ni confort, y, a su pesar, Sally tuvo que reconocer que sería difícil encontrar lo que estaba buscando.

Con desesperación y consciente de que no debía entretenerse, se movió a través de la habitación mirando en todos los rincones e intentando imaginar dónde podría encontrar lo que buscaba. «¿Si yo fuera Mister Abbott, dónde escondería la caja de mi padre y sus esbozos?», pensó Sally. Seguramente el hombre tenía una caja de seguridad. Recordó entonces con qué desprecio Mister Abbott hablaba de todos los que tenían un rango inferior a él, incluido Theodore. Por esta razón, Sally pensó que, si conservaba algo de lo que se llevaron los ladrones, lo haría en un sitio sin seguridad alguna. Después de todo, los esbozos y documentos de un viejo pintor, aunque pudieran tener utilidad, no tendrían ningún valor para él.

Con esto en mente, Sally se dirigió a la gran mesa del despacho; tenía dos hileras con tres cajones a ambos lados. Los dos cajones de la parte superior tenían cerrojos y estaban cerrados con llave, mientras que los otros cuatro parecían estar abiertos. Sally se dispuso a abrirlos.

El primero parecía contener unos libros de contabilidad. Sally los ojeó rápidamente y con cuidado; consistían en una relación mensual de pagos y deudas hechas en la casa y otras propiedades de la familia. Sally volvió a poner los libros en su sitio y abrió el siguiente cajón, que solo contenía diferentes tipos de sellos. La muchacha empezaba a pensar que lo que estaba haciendo no tenía ningún sentido. No encontraría nada en la mesa de aquel viejo arrogante y cascarrabias. Tal vez todo lo que había pasado en el último año, la falta de sueño y la pelea con Peter, la habían hecho enloquecer por completo…

Cuando estaba a punto de abrir el tercer cajón, un ruido la asustó. Se agachó e intentó esperar y escuchar atentamente. Controlando su respiración, afinó el oído. Se oían unos pasos, y deseó con todas sus fuerzas que fueran ecos del movimiento de los criados en otras zonas de la casa. Pero era evidente que el ruido venía del pasillo. Sally se concentró en escuchar lo más atentamente posible para poder identificar quién hacía el ruido y si provenía de uno de los Abbott.

Con alivio, oyó que alguien mantenía una conversación en cantonés justo delante de la puerta. La voz aflojó en intensidad e, inmediatamente después, Sally percibió unos pasos que se alejaban en dirección a las cocinas. La chica suspiró tranquila, pero, con el corazón aún acelerado, se levantó y abrió el siguiente cajón. Al abrirlo, y con las prisas, empezó a cerrarlo casi inmediatamente, pensando que no contendría nada de interés, pero Sally se paró de repente. El cajón estaba abarrotado con algo que Sally no había reconocido al abrirlo, pero ahora sospechaba lo que era: una especie de papel de seda con algo de pintura negra. Dominando un ligero temblor en su mano, Sally cogió los papeles. Atónita, comprobó que eran algunos de los dibujos y los garabatos de su padre que habían sido robados. Sally los abrió con cuidado y los observó boquiabierta. Hasta el momento siempre había habido una parte de ella que no había creído que Mister Abbott tuviera algo que ver con el robo en casa de su padre.

Aún dominada por el estupor, miró de nuevo en el cajón, con ansiedad y, sin olvidar que no se debía notar que alguien había rebuscado en los cajones, sacó del medio algunos de los papeles guardados allí para llegar al fondo, pero solo había más papeles. Sally no podía creer que la caja de su padre no estuviera junto a los esbozos, así que miró en los otros cajones. No había nada. Volvió a colocar los dibujos de su padre donde los había encontrado y miró a su alrededor. Había un secreter y una especie de cómoda, ambas con cajones, pero no tenía tiempo de rebuscar en todos ellos. Además, aquellos cajones no eran lo suficientemente profundos para poder guardar la caja de su padre. Esto le dio una idea. Tenía que buscar algo discreto pero a mano, que fuera lo suficientemente ancho y profundo para guardar la caja.

Miró por toda la habitación y, cuando creyó que había descartado el hecho de que Mister Abbott podría haber tirado la caja sin más después de guardar las cartas y documentos que contenía, Sally vio que, delante de ella, justo encima de la gran mesa del despacho, había una caja grande, más bien un cofre de madera tallada. Sally casi se abalanzó sobre él y lo abrió. Y, en efecto, la caja de su padre estaba dentro del cofre.

Sally necesitaba tener el oído afinado para estar alerta, pero en este momento solo podía escuchar el latido de su corazón. Al abrir la caja encontró justo lo que esperaba: las cartas de su padre —incluyendo las que Sir Hampton había enviado a Sally—, documentos, facturas y una carta envuelta con un cordón rojo y con una simple frase que definía el contenido del manuscrito: «Para Sally.» Sally no necesitaba desatar el cordón para saber que se trataba de la carta que su padre le estaba escribiendo.

La primera reacción de la joven fue correr hacia la puerta con la caja y todo lo que contenía. No obstante, un pensamiento cruzó por su cabeza: si se lo llevaba, Mister Abbott sabría que ella había entrado en el despacho y que alguien le había dado la llave para hacerlo. Aunque no podía detenerla por robar unos documentos que pertenecían a su padre, sí que podía averiguar quién de sus criados le había dado acceso para entrar en el despacho. Estaba claro que si quería proteger a Lei Kei debía devolver los papeles a la caja y dejarla de nuevo donde la había encontrado.

Al pensar esto y aún sosteniendo el escrito de su padre, Sally se sintió invadida por la rabia e intentando no pensar en cuánto tiempo llevaba en el despacho deslizó el cordón a un lado y sacó el fardo de papeles enrollados. En total había cinco. Por fin podía leer la historia sobre su madre, y lo hizo tan rápido como pudo, intentando guardar cada palabra en su memoria. Los ojos se le habían llenado de lágrimas y un par cayeron sobre el papel. Rápidamente, buscó un papel secante e intentó que las manchas no se vieran; releyó algunos pasajes y volvió a rodear los papeles con el cordón. Con cuidado, volvió a ponerlo todo en la caja y la guardó donde la había encontrado: en el cofre que también contenía otros objetos y un par de libros. Encima de un montón de ellos, Sally vio una llave pequeña, que tenía el mismo tamaño que el cerrojo de los cajones de la mesa. Una especie de inercia la llevó a coger la llave e intentar abrir el cajón, que se abrió haciendo un clic sordo que sobresaltó a Sally. El contenido del cajón no era más que un puñado de libros de contabilidad como los que había visto en los otros cajones, y no pudo evitar abrir uno de ellos. Dentro estaba escrita una relación de pagos que Sally no podía entender, pero le sorprendió que, al lado de unos caracteres chinos, había nombres en inglés que eran de lo más sorprendentes y exóticos: «Loto Azul, El Fénix Dorado…» Sally pasó unas páginas y vio otras listas que contenían, no solo una relación de dinero y pagos, sino también lo que parecía información sobre cargamentos, su peso y destinaciones. En esta lista, los nombres no eran tan evocativos «Arrow, Ly Ee Moon»… Justo cuando estaba a punto de acabar de leer una de las listas, oyó pasos y voces. Reconoció a Mister Abbott. El pánico se apoderó de la chica. Con toda rapidez, puso el libro en el cajón, lo cerró, dejó la llave en el cofre y corrió hacia la puerta. A medio camino se dio cuenta de que no sabía dónde había dejado la otra llave, la de la puerta principal del despacho. Pensando que se iba a desmayar, y consciente de que podía oír la voz de Mister Abbott dando instrucciones a los sirvientes, volvió hacia la mesa y, después de buscar durante unos agonizantes segundos, la encontró en una esquina de la misma.

Cogió la llave y volvió a correr hacia la puerta, pero al llegar percibió la voz de Mister Abbott al otro lado:

—Te he dicho, Lei Kei, que ahora no me puedo ocupar de eso —decía el patriarca Abbott con evidente frustración.

—Pero creemos que algunos de los caballos están enfermos, usted debería ir a mirar ahora —decía Lei Kei con urgencia. Era evidente que la criada quería entretener a Mister Abbott. Sally no tenía adónde ir; si Mister Abbott no se alejaba del pasillo, Sally estaba atrapada en el despacho…

—No seas tonta, Lei Kei, y ve a buscar la llave de mi despacho, tengo cosas que hacer —le increpó furioso.

Sally miró la llave que tenía en la mano y casi soltó un grito. Pensó en todas las opciones que tenía, y, cuando estaba a punto de rendirse y salir del despacho confesando que le había robado la llave a la pobre Lei Kei, Sally se acordó que había otra puerta en el estudio, la que comunicaba con la biblioteca. En unas pocas y silenciosas zancadas se plantó delante de la otra puerta y la intentó abrir, tomando el pomo tan cuidadosamente como pudo. Pero esta puerta también estaba cerrada. Solo tenía una opción antes de rendirse y era intentar abrir la puerta con la misma llave que cerraba la otra. Era una solución tan simple que parecía una locura. Puso la llave en el cerrojo, la giró con toda la calma de la que fue capaz y la puerta cedió y se abrió lo suficiente como para que Sally pudiera pasar con su amplio vestido. Cerró la puerta con todo el cuidado posible, sabiendo que Mister Abbott no habría podido oír nada, ocupado como estaba gritando ahora a otros sirvientes:

—¡Dónde está mi llave! —se oía exclamar a Mister Abbott.

Sally atravesó la biblioteca para pasar a la siguiente habitación. El salón, como era de esperar, estaba vacío, pero en cuanto entró sintió una presencia a su lado. Antes de que Sally tuviera tiempo de gritar vio que se trataba de Lei Kei.

—Deme la llave —ordenó la criada—. En cuanto Mister Abbott entre en su despacho, suba arriba y espéreme en su habitación.

Sally asintió con la cabeza y se quedó de pie mientras la criada salía del salón y se metía en la biblioteca. La chica respiró tan hondo como pudo y pidió con todas sus fuerzas que, cualquiera que fuera la excusa que Lei Kei le diera a Mister Abbott funcionara. En cuanto oyó el sonido que indicaba que Mister Abbott había entrado en su despacho, Sally contó unos diez segundos y subió a su habitación.

Una vez que llegó a su dormitorio y cerró la puerta, empezó a caminar arriba y abajo. Su cuerpo estaba lleno de una energía nerviosa que no la dejaba descansar ni procesar nada de lo que había pasado. Todo lo que ahora quería era que Lei Kei llegara a su habitación y le confirmara que Mister Abbott no había visto nada diferente al entrar en su despacho. Tampoco quería parar y dejar de sentir esta energía. Por primera vez en mucho tiempo, estaba segura de que era capaz de cualquier cosa.

Después de un tiempo indefinido, tal vez una hora, Lei Kei llamó a la puerta. Sally la esperaba de pie jugando con sus dedos:

—¿Y bien? —dijo con impaciencia—. ¿Ha sospechado algo?

—Creo que no —respondió Lei Kei con gravedad en el rostro—. Espero que encontrara lo que buscaba. ¿Ayudará eso a Mei Ji?

Sally no sabía qué contestar. Aparte de los documentos de su padre, los cuales no podía confesar haber encontrado, Sally no tenía ni idea de qué significaba todo aquello que había leído en aquellos libros de contabilidad.

—No lo sé aún. Espero que sí.

Lei Kei respondió con un simple movimiento de cabeza y extendió su mano para darle lo que parecía una nota. Sally la abrió inmediatamente con la sospecha de que Lei Kei probablemente ya tenía conocimiento de su contenido:

Querida Miss Salomé Evans,

Esta nota es para dar por finalizada su estancia con nosotros. Ahora que el duelo por la muerte de su padre ha acabado, esperamos que pueda volver, con salud y un buen recuerdo de su tiempo con nosotros, a su casa en Aberdeen Hill. Mi mujer y mi hija esperan de buen grado seguir relacionándose socialmente con usted en un futuro.

Cualquier relación con otros miembros de esta familia o la afirmación de su existencia, no solo no es vista por mí o mi familia como apropiada, sino que también se denegará.

Esperamos que guarde en su corazón con agradecimiento nuestras obras hacia su persona, de la misma forma que nosotros la recordaremos con el más sincero afecto.

Le deseamos mucha suerte en sus futuras empresas.

Atentamente,

Mr. ANTHONY JOHN ABBOTT