7

Las últimas tres notas quedaron sostenidas en el aire. A pesar de que el sonido se había calmado, la vibración permanecía suspendida en el ambiente. Sally había practicado durante días y no podía creer que, por fin, hubiese podido dar fin a su pequeño concerto. Su audiencia se mantenía en silencio cuando ella apoyó el violín sobre su muslo y el arco en la otra mano. Miró a su padre buscando su aprobación, pero la cara de Theodore era inexpresiva.

—Ha estado muy bien, querida —dijo Madame Bourgeau.

—Excelente —indicó su maestro—. Pero has perdido un poco el tempo en la segunda parte. Se te veía tan contenta con el resultado que seguro que te has confiado y despistado irremediablemente.

Sally sintió cómo le ardían las mejillas. Su profesor de música, Madame Bourgeau y su padre parecían decepcionados con su interpretación.

—¿Haydn? —dijo por fin Theodore.

—Sí. Una versión sencilla, por supuesto —indicó Sally.

—A mí me ha gustado —concluyó.

Sally miró a su profesor intentando buscar un signo de aprobación, esperando un comentario que pudiera aliviar la tensión. Al fin y al cabo, Sally solo llevaba un par de años tomando clases esporádicas. Nunca le había gustado el piano, sentía que sus manos torpes se perdían entre las teclas. Sin embargo, amaba el sonido que emanaba del violín. Todas las otras chicas estaban aprendiendo a tocar el piano, mientras Sally luchaba contra su incapacidad de convertirse en algo más que en una aficionada del violín.

Lamentablemente, las caprichosas cuerdas de ese pequeño instrumento habían presentado un reto mucho más grande que el reto que podía suponer el piano. Sally no entendía como un instrumento tan bello, de un sonido tan conmovedor, podía, a su vez, despertar sonidos tan chirriantes si no era tocado adecuadamente. Una nota desafinada parecía esgrimir el grito de un violín torturado por su amo, cual gato salvaje que no se ha dejado adiestrar.

Al cabo de pocos meses —y después de incansables horas de práctica escondida en lugares donde nadie pudiera oír sus continuos fracasos—, Sally se había dado cuenta de que no poseía el don de la música. Se conformaba pensando que, al menos, sabía pintar.

No obstante, había una razón por la cual, cuando estaban en Francia, volvía a sus clases de violín: su maestro, un joven talento llamado Diego Fabra, un buen amigo de su padre y un excelente músico que se pasaba los días intentando escribir la gran sinfonía que un día le haría famoso. Sus clases no eran especialmente divertidas o inspiradoras, pero a Sally le gustaba sentarse cerca de ese hombre de veintitantos. Diego la reñía constantemente por su falta de concentración y su pérdida del tempo. Ella, a su vez, se limitaba a contemplar su perfil griego y sus orejas perfectas. De todo el cuerpo de su maestro, eran las orejas lo que más atraía la atención de Sally. Eran grandes y majestuosos apéndices creados para ser los perfectos receptores de las más delicadas melodías. Eran redondas, con una fina curvatura que descendía graciosamente hacia unos lóbulos carnosos y pequeños. Irónicamente, tenían la forma propia de una clave de sol. La parte preferida de Sally era el vello rubio que las cubría. La chica soñaba con tocarlas un día y poder sentir así su tacto aterciopelado. Sin embargo, Sally nunca se atrevió a hacer tal locura. Todos hubieran pensado que algún tipo de manía adolescente la había poseído y la había dejado atontada. Así pues, se limitaba a seguir practicando con la esperanza de recibir algún día la aprobación de Diego.

—Puedes tocar algo para nosotros —dijo Sally, alargando su violín. Su padre y Madame Bourgeau se unieron y pidieron a Diego que tocara algo. Él se hizo de rogar un poco y finalmente fue a buscar su propio violín. La chica y el maestro intercambiaron asientos y el chico empezó a tocar una pieza que parecía ser de Bach. Su postura era perfecta. Sus ojos estaban cerrados. De todo el cuerpo, únicamente su boca mostraba el verdadero esfuerzo que su cuerpo y su mente estaban llevando a cabo. Los labios a veces estaban apretados uno contra el otro de forma sutil pero firme, para relajarse dramáticamente un segundo después. En ocasiones, el esfuerzo era tal que el labio inferior desaparecía detrás de la hilera de sus dientes superiores. Sus dedos se movían con agilidad de una nota a la otra; cualquiera hubiera jurado que los dedos simplemente rozaban las cuerdas y, sin embargo, los más bellos compases aparecían en cadena uno detrás del otro.

Durante los días siguientes al encuentro con Turner, Sally estuvo repasando una y otra vez la conversación que habían tenido. En un principio, se convenció de que todo lo que le había contado aquel hombre no era más que una sarta de tonterías fruto de la imaginación de un hombre desesperado y ebrio. Peor aún, podía ser que, simplemente, el hombre la estuviera usando para seguir calumniando a los Abbott.

Sally podía imaginar a Jonathan y a sus otros amigos llevando una vida distendida, pero, cuando pensaba en su tierno y alegre prometido, no tenía otro remedio que desacreditar al periodista. Sally recordaba entonces las mañanas que había pasado con Peter echados en la cama, hablando y riendo. Estos momentos eran atesorados en su mente como los más felices de su vida y, estaba convencida, Peter era el hombre que ella deseaba tener como esposo. Desde que su compromiso secreto salió a la luz, Sally no podía evitar ver cómo su prometido ya no era el mismo y ahora su relación estaba dominada por el control de los Abbott y la inevitable distancia creada entre los dos.

Tampoco no se le escapaba a Sally el hecho de que, si creía a Turner, las acusaciones dirigidas a Ben por parte de los Abbott probablemente eran falsas. Aunque remota, esta posibilidad no solo eximía de toda culpa a quien había sido su primer amor y su amigo, sino también a su padre. Si Ben no era un ladrón, significaba que su padre no había estado colaborando con un criminal, tal y como había sospechado en algunos momentos.

Desde el funeral de su padre, Sally se forzó a no pensar en el americano y, sobre todo, en las cartas de despedida enviadas después de su huida. Sin embargo, a falta de fuentes a las que acudir, Sally decidió rescatar las cartas y releerlas. Aún estaban guardadas en el joyero. Cuando las tomó en sus manos, contempló las hojas arrugadas sin leerlas, y, luego, cuando finalmente lo hizo, se sorprendió al sentir que las palabras de Ben parecían sinceras. Sus líneas demostraban una preocupación por ella y por su padre. Cuando leyó las cartas por primera vez, estaba dominada por la desolación y la rabia, pero ahora se conmovió. Por un momento sintió una gran nostalgia. Recordó los tiempos en Aberdeen Hill, cuando su padre aún estaba vivo y todo era parte de una promesa.

Una mañana, después de no haber dormido en toda la noche, resolvió tomar cartas en el asunto. Escribió a Zora explicando parte de sus dudas y miedos sin llegar a dar demasiados detalles. Después pidió a Mister Abbott si podía ausentarse durante el día para volver a Aberdeen Hill y resolver algunos asuntos relacionados con la casa, así como comprobar la salud de su cocinera, que estaba encinta.

Mister Abbott insistió que esperara a que Mary volviera de sus compras para ir con ella, pero Sally le convenció de que no había ninguna necesidad, que no se molestara, ya que esto era algo que ella podía hacer sola.

Cuando finalmente salió a la calle, Sally se afanó para ir a la oficina de correos con Mei Ji, quien, como siempre últimamente, la seguía arrastrando los pies como un alma en pena. Sally quería enviar la carta a Zora directamente y asegurarse de que el sobre saliera en el siguiente vapor a Singapur. Después de salir de correos, Sally fue a una de las tiendas que conocía en Wellington Street y compró una preciosa manta bordada para el bebé de la cocinera Charlie. Con el regalo en mano, Sally no pudo evitar pensar que, en los últimos meses, no se había preocupado ni una sola vez de comprobar cómo estaba su cocinera o cualquiera de los criados de la casa, y que se había distanciado sobremanera de la casa y de todo lo relacionado con ella. Cuando salieron a la calle, llovía un poco y la chica y su amah recorrieron las calles a paso lento. Cuanto más cerca de Aberdeen Hill se encontraban, más aminoraban su marcha. Doblaron la esquina en Queen’s Road y empezaron a subir la familiar cuesta de Aberdeen Road. Sally se paró en seco:

—Parece que nada ha cambiado —musitó para sí misma.

—¿Perdone? —dijo Mei Ji.

La criada no lo había entendido, aunque parecía que compartía la opinión de Sally.

—Nada, Mei Ji, nada —respondió Sally, haciendo un ademán para continuar caminando.

Cuando llegaron a Aberdeen Hill, la portalada de la entrada estaba entreabierta. Desde fuera se oían los grititos alegres de Siu Wong y Siu Kang. Al entrar vieron que los niños estaban jugando a algo que parecían dados. Al ver a Sally y Mei Ji se pusieron de pie de golpe y dejaron los dados en el suelo. Los dos saludaron en cantonés, repitiendo fùnyìhng, fùnyìhng, para dar la bienvenida. Tal era su sorpresa que habían olvidado saludar con su típico «Hola, Miss Sally». Los niños intentaban mostrarse como buenos criados, pero no podían esconder una traviesa cara de asombro al ver a su ama. Sally se echó a reír inmediatamente delante de los dos pillos; había olvidado cómo le gustaba su presencia juguetona y descarada. Sally les pidió que fueran a buscar a Mistress Kwong.

Los niños entraron en la casa corriendo, y, olvidándose de las formalidades pertinentes, empezaron a gritar «Miss Sally». Sally y Mei Ji entraron por la puerta y se toparon con Mistress Kwong, quien salía de la cocina sacada a gritos por los niños. Cuando la anciana vio a Sally, no pudo evitar pararse de golpe. Parecía que la mujer hubiese visto un fantasma.

—Bienvenida, Miss Sally. Mei Ji —dijo Mistress Kwong con un semblante serio, casi inexpresivo. Pero inmediatamente añadió con sorna—: hóunoih móuhgin.

—Sí, «largo tiempo sin vernos» —repitió Sally, que había reconocido la famosa frase hecha. Deseaba actuar como la jefa de la casa y de sus sirvientes, pero no podía evitar sentirse como la hija pródiga que regresaba a un hogar que ya no le pertenecía.

»¿Cómo está usted? ¿Está todo bien en Aberdeen Hill? —Las dos caminaron hacia el comedor. La casa estaba tal y como la había dejado después del funeral de su padre, incluso los espejos aún seguían tapados.

—Sí, yo estoy bien y la casa también. —Mistress Kwong se volvió y sin tapujos preguntó—: ¿A qué ha venido, Miss Evans?

Sally suspiró. Se sentía como una cría a quien una profesora malhumorada preguntaba por qué había faltado a clase.

—He venido a ver cómo estaba todo y a traer a casa esto para el bebé de Miss Charlie —dijo Sally, haciendo que Mei Ji le enseñara el paquete que acababan de comprar. Mistress Kwong se miró el regalo y sonrió levemente.

—¿Por qué nos lo trae a nosotros?

—¿Por qué? ¿Ha pasado algo con Charlie? —se alarmó Sally, quien ahora se percataba de que Mistress Kwong y los niños eran los únicos que parecían vivir en la casa.

—Sí… Charlie tuvo el bebé hace un par de semanas. Un bebé muy sano, gordo y pelirrojo; se llama Carrick. —Mientras decía esto, Mistress Kwong observaba a Mei Ji con detenimiento.

—¡Oh! Eso son noticias excelentes —exclamó Sally dando un saltito—; tendría que haberlo sabido.

—Sí, en efecto. Pero, como usted no estaba, le dije que nos apañaríamos sin ella durante un mes y que usted ya lo había aprobado —explicó Mistress Kwong, quien seguía más interesada en Mei Ji que en mirar a Sally. La chica tendría que haber reñido a Mistress Kwong por haber tenido la insolencia de haber tomado decisiones sin consultarle y mentir luego al respecto. Sin embargo, lo dejó pasar, sabiendo que ella había estado ausente todo este tiempo.

—¿Vamos al porche a tomar té? —Es todo lo que se le ocurrió decir.

Sally hizo sentar a Mei Ji a su lado mientras esperaban a que Mistress Kwong preparara el té. Cuando esta llegó con la bandeja, Sally le pidió que se sentara a su lado. Sally quería pasar un tiempo tranquilo en su jardín y quería tomar el té en compañía. La criada no discutió la invitación y con un largo suspiro sentó su cansado cuerpo en una de las butacas de mimbre del porche. Sally miró sus pies vendados e intentó imaginar el dolor insufrible que esta criada insolente y extraña vivía a diario.

Llovía débilmente y la tarde, aunque calurosa, recibía cierta brisa que la hacía más agradable. Las tres mujeres se quedaron en silencio mirando en dirección al jardín, en dirección al taller de Theodore.

Mistress Kwong pareció no poder contenerse más y empezó a hacer preguntas en cantonés a Mei Ji. La joven criada respondía, sin alzar la cabeza, y con frases cortas.

—¿Me puede decir qué pasa, Mistress Kwong? —dijo Sally cuando las dos mujeres pararon de hablar.

—A esta chica le pasa algo; está enferma. ¿No está de acuerdo, Miss Sally? —Lejos de ver la actitud severa que normalmente exhibía, Sally se dio cuenta de su sincera preocupación—. Pero ella dice que no le pasa nada… Y no la creo.

—Yo también pienso que está algo cansada —confirmó Sally, satisfecha al haber encontrado por fin un punto en común con su anciana amah—. Pero ella insiste en que está bien. Cuando salga del luto en septiembre, la enviaré de vuelta a Aberdeen Hill para que descanse.

—Bien hecho. —Mistress Kwong parecía, a su vez, sorprendida de la iniciativa de Sally—. Pero yo creo que sería mejor si nos la enviara un poco antes.

Sally asintió y miró de nuevo a Mei Ji. La muchacha se mantenía en silencio y sin probar el té que le había servido Mistress Kwong.

—Por cierto, me olvidaba —dijo Mistress Kwong, sacando lo que parecía una carta arrugada por la mitad—. Esto llegó para usted hace dos días. No se lo envié a casa de los Abbott porque pensé que era mejor dárselo yo misma, pero no he tenido tiempo de ir hasta allí.

Sally miró sorprendida a su criada y tomó en sus manos la carta que esta le ofrecía. Cuando vio el remitente se quedó petrificada. Era una carta de Sir Hampton, el amigo de su padre y abogado de la familia. En unos segundos había abierto el sobre y leído su contenido:

Querida Sally,

Espero tener más suerte con esta carta que con el resto de las que le he enviado. También espero que esta misiva la encuentre con buena salud y feliz, a pesar de todo lo que ha pasado. No sé si se acordará usted de mí. Soy un viejo amigo de su padre y cuando usted era pequeña había hecho algunas de las funciones que, a mi entender, eran más propias de un amigo íntimo de la familia que de un simple letrado. Desde hace unos meses, un tal Mister Abbott ha estado contactándome en referencia al testamento de su padre. Dadas las circunstancias, preferí ser cauto y le respondí instándole a que hablara con usted previa y directamente, si bien yo había sido nombrado por su padre como su testaferro en caso de defunción. La última noticia que recibí de este señor era una escueta carta diciendo que usted no estaba en condiciones de tratar estos asuntos y que le había nombrado su tutor. ¿A qué se refería? ¿Está usted bien? Si usted está —esperemos que no— impedida física o mentalmente, necesito saberlo. Mister Abbott no me ha dado ninguna información y usted no ha respondido ninguno de los mensajes que, insistentemente, he enviado a lo largo de estos meses. Por esta razón decidí enviar esta carta a su antigua dirección, con la esperanza de que, si no es usted, sea un amigo o quien sea que pueda darme información complementaria a aquella que Mister Abbott me está proporcionando. Por favor, póngase en contacto conmigo lo antes posible y si usted, mi querida niña, lee esta epístola, no mencione nada a nadie, y mucho menos al llamado Mister Abbott.

Atentamente y con afecto,

WILLIAM

Sally empezó a temblar de rabia. La sacudida empezó en sus manos y pronto invadió todo su cuerpo. Mistress Kwong la había estado mirando en todo momento, expectante. Incluso Mei Ji despertó de su encandilamiento y miró a Sally con preocupación. Cuando Sally se aseguró de que había entendido bien el contenido de la carta, aún temblando, alzó la cabeza y miró hacia el abandonado taller de su padre, al otro lado del jardín. Aunque hacía calor, Sally sentía frío.

—Una pregunta, Mistress Kwong —dijo Sally, intentando dominar el temblor que también se había apoderado de su mandíbula.

—Dígame —dijo la anciana casi con un susurro.

—¿Se acuerda cuando murió mi padre y tuve que pasar dos días en cama? —Sally hizo una pausa para dar tiempo a Mistress Kwong de situarse—. ¿Vino un señor llamado Mister Turner a verme?

—¿Un señor periodista? ¿Gordo como un cerdo? —respondió Mistress Kwong casi de forma retórica.

—Sí.

—Sí, vino y habló conmigo.

—¿Por qué no le dejó que me visitara? —Sally seguía mirando hacia la caseta; estaba temblando menos, aunque aún tenía frío.

—Los Abbott vinieron y me dijeron que no podía recibir ninguna visita.

—¿Le dio alguna carta o mensaje?

—Sí, me pasó una nota.

—¿Por qué no me la dio? —Sally estaba ahora alzando la voz y mirando a Mistress Kwong directamente a la cara.

—¡Sí que se la di! —dijo la anciana, quien, por primera vez desde que Sally la conocía, parecía preocupada. Incluso asustada—. ¡Estaba siempre durmiendo y la dejé en su mesita de noche!

Sally volvió a mirar en dirección a la caseta. El jardín presentaba una hermosa imagen difuminada por la lluvia y la humedad que se desprendía de la tierra. Sin saber por qué, recordó aquel cristal que se clavó en su pie la noche del robo.

Sally no sabría decir cuánto tiempo pasó sentada en el porche de Aberdeen Hill, tomando una taza de té con jazmín detrás de otra. Primero esperó a que se le pasara la reacción nerviosa que había tenido al leer la carta y luego empezó a pensar en todas las posibilidades, en todas las opciones. Sobre todo, intentó digerir la idea, ahora más real que nunca, de que Turner tuviera razón. Si era así, Ben era inocente. Aceptar esta opción traía consigo graves consecuencias: lo que Turner le había dicho sobre Peter debía de ser cierto… ¿Cambiaba esto sus sentimientos respecto a su prometido?

Por unos momentos, se sintió tan abrumada que miró a Mistress Kwong dudando de si la anciana amah podría convertirse en su confidente. Pero hacer algo así era ridículo.

—Sally —interrumpió sus pensamientos Mistress Kwong; una vez más la criada rompía todas las convenciones sociales al llamarla directamente por su nombre. Pero a ella no le importó.

—Dígame, Mistress Kwong.

—Esta familia con la que viven usted y Mei Ji… ¿son buenos?

—Sí, creo que sí, pero a veces… —Sally no supo cómo continuar, mientras Mei Ji la miraba con sus ojos lánguidos. Parecía que la chica había entendido la pregunta de Mistress Kwong.

—Entonces, vuelvan pronto a Aberdeen Hill.

Sally le respondió con una mirada llena de curiosidad. La amah siempre la había incomodado, pero ahora le empezaba a gustar esta anciana loca.

Antes de irse, Sally escribió a Sir Hampton de su puño y letra, diciéndole que estaba bien y que gozaba de buena salud, que estaba deseando recibir noticias suyas y que, a partir de entonces, siempre remitiera sus cartas a Aberdeen Hill. Al acabar la carta, pidió a Mistress Kwong que enviara la carta ella misma.

Cuando se despidieron, Sally prometió volver a Aberdeen Hill pronto y enviar a Mei Ji en los próximos días. Aunque no sabía qué pensar exactamente, estaba empezando a formar un plan. Peter y ella debían casarse urgentemente e iniciar su vida lejos de Hong Kong y de todos sus problemas.

Sally no pudo dormir aquella noche. No podía parar de pensar ni un instante y ansiaba hablar con Peter para poder compartir sus dudas y empezar a hacer planes. Pero aún quedaban horas hasta el amanecer y Sally sabía que no podía seguir dando vueltas en la cama sin volverse loca. Necesitaba aire fresco y, aunque sabía que era inapropiado, decidió salir a los jardines a dar un paseo.

La noche era clara y, si bien a su alrededor refulgían las luces provenientes de las casas y del puerto, se podía ver el cielo con claridad. En pocas semanas el verano llegaría a su fin y parecía que el sutil otoño de Hong Kong empezaba a despuntar: soplaba una brisa suave que movía la hierba húmeda y, sorprendentemente, no parecía haber tantos mosquitos como era de esperar.

Sabía que si alguien la encontraba deambulando por los jardines tendría que dar muchas explicaciones, pero valía la pena salir y gozar del aire de esa noche maravillosa. Aunque echaba de menos a Peter, empezó a aclarar sus pensamientos y todos sus problemas parecieron disminuir. Quizás había una explicación lógica o, simplemente, todo ello no era más que un triste cúmulo de malentendidos y exageraciones.

En su paseo caminó hacia la zona este del parque y se encontró delante de la casa de invitados que hacía las veces de espacio privado para Peter, Jonathan y sus amigos. La luz estaba encendida y Sally se apresuró a esconderse detrás de un árbol rodeado de arbustos que colindaba con un sendero. Desde su posición, se sorprendió al ver la luz encendida porque pensaba que los chicos habían ido al Hong Kong Club. Al pensar esto, Sally se acordó inmediatamente del comentario que Turner había hecho sobre los dos hermanos Abbott. De todo lo que había dicho el periodista, que Peter fuera un drogadicto era lo que más se resistía a creer. Tal vez Jonathan pudiera ser un adicto al láudano, pero Peter, su Peter, distaba mucho de parecer un poeta maldito viviendo aletargado en una buhardilla parisina.

Poco después de que Sally tomara su posición detrás del árbol, oyó un ruido de cristal roto. Justó entonces se alzó un grito que atravesó el jardín como un estruendo: era la voz profunda de Jonathan. En ese momento se abrió la puerta de la casa de invitados y apareció la figura de una chica que daba grititos y lloraba. Había tropezado. Desde el primer momento había reconocido la voz de la muchacha: era Mei Ji. Sally, que aún se encontraba en su escondite, paralizada por la sorpresa y el horror, pudo ver cómo su criada estaba medio desnuda; su camisa abierta y uno de sus blancos pechos claramente discernible en la oscuridad. Mei Ji, sumida en la histeria, había conseguido levantarse y corría intentando subirse los pantalones. Casi parecía un pez luchando por respirar fuera del agua. Aún llorando, corrió hacia la casa principal. Justo en ese momento, emergió de la casa Jonathan, quien no había parado de gritar improperios ininteligibles. Parecía abrocharse los pantalones y empezó a caminar, no sin dificultades, en la misma dirección por la que Mei Ji había salido corriendo.

—¡Te vas a enterar, puta! —Fue lo único que Sally consiguió entender.