6

Fue la primera vez que Sally olió directamente el denso humo del opio cuando se dio cuenta de que la isla, especialmente la ciudad, siempre había emanado ese aroma. Una fragancia persistente, que lo invadía todo: las calles la madera, la ropa, los hombres… Cuando fue consciente de ello, jamás pudo dejar de percibir aquel aroma. Hong Kong se convirtió así en la eterna dama portadora de aquel perfume.

Sally miró el rubí en el dedo anular de su mano izquierda una vez más. El rojo de la piedra resplandecía tímidamente con la claridad blanca que entraba por la ventana de su cuarto. «Es extraño —pensó Sally—. Nunca imaginé que este pequeño objeto me haría sentir una sensación tan aguda de soledad.» Además, el anillo —de oro con una gran piedra rosada rodeada de una filigrana dorada— no era exactamente de su gusto. Después de observarlo un rato más, Sally lo guardó en el mismo joyero donde casi un año atrás había escondido las últimas cartas de Ben. Al ver las cartas dentro de la cajita, Sally se sintió tentada de cogerlas y leerlas de nuevo. Sin embargo, cerró la caja rápidamente y se sentó en una de las butacas de su habitación.

Pero ¿qué era exactamente lo que no le gustaba de algo tan maravilloso? Después de todo, este anillo era el símbolo del compromiso con su amado Peter. Tal vez se sentía así porque su padre no había estado presente para poder aprobar el futuro enlace o porque la reacción de los Abbott había estado muy lejos de ser la que ella esperaba. Su compromiso había sido aceptado por la familia; sin embargo, ni ella ni Peter podían actuar como una pareja comprometida hasta que llegara septiembre. Las cosas habían vuelto más o menos a la normalidad, pero en la casa casi nunca se hablaba del compromiso y aún había cierta tensión en el aire entre Sally y, sobre todo, Mister Abbott y Mary. El primero se mostraba, como era de esperar, cauto y severo. Pero quien parecía no llevar nada bien la nueva relación era Mary. Era evidente que algo había cambiado en ella; no aprobaba el enlace y había marcado distancia con Sally. Siempre había sido evidente que, para la segunda esposa de Mister Abbott, el favorito de sus hijastros era Peter, pero Sally nunca habría imaginado que Mary mostraría esta repentina aversión a su futura nuera de una forma tan abierta.

A pesar de todas estas dificultades, Sally quería olvidar el ambiente general que se respiraba en casa de los Abbott y disfrutar de este momento de su vida. Intentaba huir de la rutina del luto y la recia cotidianidad de la casa soñando con su nueva vida de casada, imaginándose, en un futuro no tan lejano, como una mujer amada y protegida. Por fin, había encontrado a un hombre que se convertiría en su esposo. Un hombre que, además, habría suscitado la más sincera aprobación de su padre. Peter poseía cualidades que Theodore habría admirado: no solo era generoso y trabajador, sino también divertido y aventurero. Sally y Peter se habían pasado largos ratos hablando de su vida de casados. Peter intentaría montar su propio negocio de exportación, interesado como estaba en el té y la porcelana, y, juntos, podrían iniciar una nueva empresa que los llevaría a nuevas colonias, distintas ciudades y lejanos territorios.

Pero, por más que intentara concentrarse en su compromiso y en su futuro con Peter, la relación con él había cambiado. Todo aquello le había afectado más de lo que él quería admitir. Su humor, normalmente alegre y despreocupado, ahora era en ocasiones algo taciturno y distante. Trabajaba en exceso y luego podía pasarse días durmiendo. Sally casi nunca lo veía relajado. No le dijo nada, pero al cabo de unas semanas empezó a estar verdaderamente preocupada.

Un día que paseaban por los jardines con Christine, quien hacía las veces de carabina y caminaba justo detrás de ellos paseando a su caniche, Sally intentó sacar el tema:

—Creo que nos podrían dejar solos, ¿no crees? —dijo Sally en voz baja—. Después de todo, solo estamos caminando por los jardines.

—Sí —dijo Peter distraído y tomando la mano de Sally en la suya.

—¿Peter, estás bien? —preguntó Sally. Peter ni siquiera la miraba; su mirada estaba concentrada en algún punto indefinido del jardín. Sus pupilas dilatadas crearon un extraño efecto en sus ojos grises; en su piel clara destacaban dos agujeros negros de aspecto casi sobrenatural. El contorno de sus ojos estaba hinchado y de un color grisáceo—. Pareces enfermo.

—Solo necesito dormir —respondió Peter sin dejar de mirar en la lejanía—. He estado trabajando demasiado.

—Podrías venir una mañana a verme, como solías hacer… —sugirió Sally, dulcificando su voz y apretando la mano de su prometido mientras miraba por encima de su hombro para comprobar que Christine no estuviera oyendo nada.

—¿Estás loca? —dijo Peter mirando a Sally directamente por primera vez desde que habían iniciado la conversación. Una vez que hubo mirado a su prometida directamente, Peter pareció arrepentirse de su arrebato, y, en un tono más dulce, añadió—: Después de todo lo que ha pasado debemos ir con cuidado. Además, ahora necesito trabajar y descansar más que nunca. Tengo que reunir el suficiente dinero para poder montar mi propio negocio de exportación.

—Tienes razón, pero es que simplemente te echo de menos… —dijo Sally, sin dejar de susurrar.

—Yo también. Pero ahora hay otros asuntos de los que debo ocuparme…

—Por supuesto.

—Debes acabar con el luto y volver a encauzar la relación con mi familia —dijo Peter.

—¿Qué quieres decir? —Sally estaba confundida.

—Bueno, mi familia está profundamente decepcionada de que mantuviéramos nuestra relación en secreto —explicó Peter, mostrando que llevaba ya un tiempo queriendo comentarle este asunto.

—No lo entiendo… ¿No has hablado con ellos? —dijo Sally, sin saber si estaba enfadada o avergonzada—. Sé que las cosas no están igual que antes, pero pensaba que se sentían felices con nuestro compromiso.

—Sí, claro que se sienten felices… Pero creo que debes convencerles de que tus intenciones son sinceras.

—Un momento, sigo sin entenderlo. ¿Por qué no iban a ser mis intenciones sinceras? —dijo Sally, intentando no alzar la voz, pero notando que estaba perdiendo la serenidad.

—Bueno, ya sabes, es bastante usual que chicas en tu situación intenten conquistar a caballeros de familias adineradas. No es la primera vez que una joven se aprovecha de la bondad de sus protectores.

Por un segundo, Sally se quedó sin palabras. Quería que Peter la mirara para poder leer en su rostro si sus palabras eran o no sinceras. Era evidente que las cosas no eran igual desde que habían descubierto su relación, pero Sally no tenía ni idea de que esta situación hubiera provocado que la familia dudara de su integridad. Lo que aún parecía más extraño y, si cabe, doloroso, era que su prometido diese a entender que no estaba totalmente en desacuerdo con ellos.

—¿Cómo pueden pensar algo así? ¿Cómo pueden dudar de mis intenciones? —Ahora era Sally la que miraba a su alrededor—. Tú no lo crees, ¿verdad? Dime que tú no estás de acuerdo, por favor…

—Por supuesto que no estoy de acuerdo —dijo Peter algo molesto—, pero nuestro compromiso no es oficial aún y, por el bien de los dos, debes hacer que mis padres y mis hermanos vuelvan a verte como antes.

Sally no supo qué decir. En su interior luchaban sentimientos contradictorios. Por un lado, quería ganarse la estima de los Abbott y no deseaba entrar en un matrimonio con mal pie. Además, quería hacer todo lo posible para ayudar a su amado Peter. Pero, por otro lado, no entendía por qué dudaban de ella. Después de todo, no era una cazafortunas sin nombre o herencia y la única razón por la que había ido a vivir a la mansión Abbott era porque su padre había fallecido en circunstancias trágicas. Tampoco entendía por qué Peter no había defendido su nombre, y por qué tenía que ser ella la que debía convencerlos. Después estaba la idea de guardar el compromiso en secreto. Hasta el momento, Peter había sido su mejor amigo, se había sentido más cerca de él que de cualquier otro en el mundo, pero ahora que los dos iban caminando en silencio por los jardines, Sally lo miraba de nuevo, y sentía que estaba paseando junto a un extraño.

—Lo intentaré. —Es todo lo que se le ocurrió decir a la joven.

Unos días después, Sally, Christine y Mary Ann fueron al Central. Hacía días que Sally no salía de la mansión de los Abbott, donde las horas pasaban lentamente entre tomar el té, pasear por el jardín y leer libros. Tampoco había visto a Peter, quien estaba siempre fuera y, cuando estaba en la casa, se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo.

Sally había entrado en un estado melancólico que la llevó a dibujar de nuevo. En su cuaderno, y casi sin darse cuenta, había empezado a reproducir partes que aún recordaba del famoso cuadro del gobernador. A medida que los días pasaban, la idea de acabar el cuadro que había iniciado su padre parecía menos descabellada y más atrayente. Lamentablemente, Mister Abbott también había empezado a mostrar interés en la nueva actividad de Sally.

—Miss Sally, he visto que ha retomado usted la conocida afición de su padre por el arte. ¿No es así? —La primera respuesta de Sally fue cerrar su cuadernillo, pero sabía que era demasiado tarde. Todos los Abbott dejaron sus quehaceres al unísono para mirar a la joven prometida, esperando una respuesta.

—Nada. No es nada —respondió ella mientras se preguntaba por qué había sido tan estúpida de sacar el cuadernillo delante de la familia.

—Eso es una tontería, querida, no puede ser simplemente «nada» —insistió Mister Abbott.

—Estoy pensando en empezar a bordar un pañuelo para Mary y Christine en honor a la boda y estaba garabateando posibles ideas. —Sally se sorprendió al ver con qué rapidez había conseguido esta explicación. Ahora solo cabía esperar que Mister Abbott no quisiera ver sus diseños—. Son solo ideas vagas, no tengo nada concreto aún.

—Bueno, no es mala idea. Un regalo a tu futura familia política es de correcto proceder. Creo que Mary tiene un librito donde guarda diferentes diseños; si se lo pides, puede que te deje usar algunos.

—Sí, puedes mirártelo —dijo Mary con su nueva, y ya habitual, parquedad.

—Gracias —dijo Sally cerrando el libro. Ese mismo día decidió que sería mejor no trabajar en sus dibujos delante de los Abbott y que debía empezar a aprender a bordar.

Con la excusa de comprar telas e hilos para bordar pañuelos, Sally convenció a Christine y Mary Ann que la acompañaran al centro y así mirar tiendas. Las tres caminaban deprisa entre viandantes y palanquines. Entraron en una tiendecita cerca del parque de Queen’s Road y eligieron una tela para hacer el pañuelo y unos bonitos hilos dorados, rosas y azules. Cuando salieron de nuevo a la calle, las otras dos chicas dijeron que querían ir a ver qué nuevos sombreros había disponibles en su tienda habitual; después podrían alquilar un palanquín para regresar a la mansión Abbott y observar sus nuevas compras. Sally no tenía ganas de mirar aquellos hermosos sombreros que no podía llevar, y mucho menos pagar, pero decidió que cualquier cosa era mejor que volver a estar encerrada en la casa de los Abbott. Al cruzar la calle en dirección a Stanley Street, la bolsita donde Sally había guardado su compra se cayó en el barro. Sally se agachó rápidamente mientras llamaba a Christine para que la esperaran. La bolsita, de tela blanca, estaba totalmente arruinada. Intentando no mancharse las mangas, la abrió y vio, con suma tristeza, que su compra había quedado completamente empapada. Los transeúntes pasaban cerca de ella, y viendo que un carro se le acercaba, intentó sacudir la bolsa y correr hacia el otro lado de la calle. Cuando llegó y miró a su alrededor, se percató de que había perdido de vista a sus dos amigas. Caminó deprisa de nuevo hacia el otro lado de la calle, pensando que tarde o temprano podría divisar a sus amigas. Pero la calle estaba tan abarrotada que no las encontraba. Tampoco recordaba cuál era la tienda hacia la que se habían dirigido.

Durante un tiempo, Sally caminó por Queen’s Road buscando a sus compañeras en todas las sombrererías. Después de preguntar a los dependientes, Sally pensó que la mejor opción sería usar el poco dinero disponible para alquilar un palanquín y volver a casa. Pero, en el mismo momento en que tomó esta decisión, Sally se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba en la calle. La última vez que había salido sola se había desmayado tras su encuentro con Mistress Elliott. Pero esta vez no estaba mareada, al contrario, Sally sintió una especie de nueva libertad y se creyó capaz de echarse a correr en los Downs de Bristol.

Era evidente que correr no era una opción, así que simplemente se puso a pasear sin rumbo por las calles. A pesar del calor y la humedad se sintió ligera y caminaba a gran velocidad sin que le importase adónde se dirigía. Los sonidos de la calle se convirtieron en nada más que un zumbido lejano. Caminando sin dirección se sentía poderosa, nada que ver con aquella cría asustada y nerviosa que se había perdido casi dos años atrás en las calles de Hong Kong.

Pronto aminoró el paso, ya que se había introducido por las callejuelas más estrechas donde todo lo colonial daba paso a la ciudad china. Sabía que no debía aventurarse por esta parte de Victoria, pero el placer propio de hacer algo prohibido y el hecho de que los Abbott nunca aprobarían este periplo hicieron que no abortara su paseo. A cada paso se prometía que daría media vuelta, pero, en lugar de hacerlo, seguía caminando firmemente. Los olores a comida y especias parecían superar los olores de heces y desechos propios de la calle, donde cohabitaban paradas de carne con patos cocinados colgando de ventanas, casas de té y tiendas, junto a hombres sentados en pequeñas sillas que no alzaban más de un palmo, jugando extrañas partidas sobre un tablero. El coro de voces en chino que provenían del interior de las casas se mezclaba con la melodía de tonos variados y los aromas que emanaban las calles.

Pronto el espacio de la calle se fue llenando de curiosos; la mayoría eran hombres, pero también había niños que empezaron a seguirla a cierta distancia. En un principio, Sally ignoró a su extraño séquito, pero después de un rato le entró el pánico. Sin embargo, siguió saboreando el miedo que embotaba sus sentidos y que, a la vez, la hacía sentir más viva de lo que había estado en mucho tiempo.

De repente, una de las tiendas llamó su atención. Primero olió a tabaco mezclado con un aroma indefinido, dulce aunque de una acritud punzante. Instintivamente giró su cabeza en dirección al lugar de donde provenía aquel olor. Lo que vio la hizo parar en seco. Había oído hablar de los fumaderos de opio, pero, en su mente, se le representaban con la glamurosa imagen de una miniatura persa. Interiores llenos de una decoración suntuosa con hombres y mujeres tendidos en hermosos divanes servidos por sirvientes bellos y de actitud elegante. No obstante, lo que Sally encontró allí fue una escena muy diferente: era un espacio oscuro y polvoriento, y tardó unos segundos en ver el interior con claridad, pero, cuando lo hizo, no pudo desviar la mirada. Olvidando por completo el grupo que la había seguido, observó sin pudor, con terror y curiosidad mórbida.

El ambiente estaba cargado de una fina, casi palpable, neblina. Los suelos estaban cubiertos de alfombras polvorientas y deshilachadas, puestas unas encima de otras, y, sobre ellas, y esparcidos por el suelo, debía de haber unos ocho hombres, tal vez más. Descalzos, vestidos con camisas blancas y pantalones oscuros, debían de ser trabajadores del puerto. Los que habían tenido suerte descansaban sobre almohadas de forma tubular; otros yacían medio apoyados en las paredes cubiertas de raídos listones de madera. Todos, sin excepción, sostenían en sus manos unas largas pipas de madera oscura, tal vez caoba, que reposaban a pocos centímetros de sus bocas, listos para la próxima calada. Sostener las pipas parecía ser el único esfuerzo que estos hombres eran capaces de hacer, ya que sus cuerpos yacían en posturas que solo denotaban debilidad extrema, tal era la laxitud y el sopor en el que estaban sumergidos. La mayoría tenía los ojos cerrados; el resto simplemente luchaba inútilmente contra el peso de sus pestañas. Algunos miraron en dirección a Sally, pero ninguno parecía verla o importarle la aparición de esta joven inglesa vestida de negro. Sus ojos no denotaban ningún tipo de satisfacción, sino que mostraban un nuevo estado que no se definía en términos de vida, sueño o muerte. Una vigilia inducida llena de placer marchito. Esos fumadores miraban sin mirar, respiraban sin respirar y su mente vagaba en algún lugar lejos de ese antro.

A Sally la invadió una profunda pena solo superada por el asco que sentía, y que pronto se convirtió en náuseas. El intenso olor a opio y tabaco se mezclaba con la fragancia acumulada de orina y sudor. No tuvo más remedio que desviar la mirada del decadente espectáculo del fumadero y alejarse rápidamente con la esperanza de salir de ese laberinto de madera y barro.

Sally empezaba a preocuparse y, aunque sentía que alguien la seguía de cerca, no se atrevía a volverse para comprobarlo. Por más que intentara buscar una salida u orientarse, todas las calles parecían la misma y no tenía ni idea de cuál era la mejor manera de volver al Central sin necesidad de pararse y dar marcha atrás. Su aventura estaba tomando ahora el cariz de una pesadilla y empezó a desear con todas sus fuerzas no haber decidido perderse en el barrio chino.

Con cada paso, más nerviosa se ponía. Ahora podía sentir cómo el grupo de hombres la señalaban y se reían abiertamente. Sally corrió calle abajo sabiendo que se estaba metiendo aún más en el corazón del arrabal.

Cuando estaba a punto de empezar a llorar presa del pánico, la calle se abrió para dar lugar a una especie de plaza. Sally vio con alivio que, en medio de esta especie de explanada, había un hombre vestido de occidental. Estaba delante de un teatrillo donde se llevaba a cabo algún tipo de espectáculo con canto. Unos cuantos curiosos se habían reunido alrededor para contemplarlo. Casi a zancadas, Sally se acercó a él y pudo comprobar aliviada que conocía a aquel hombre trajeado: era William Turner, el periodista del Friend of China.

—¡Mister Turner! ¡Mister Turner! —le llamó Sally extasiada. Turner se volvió y miró a Sally sorprendido.

—¡Oh, Miss Sally Evans! Esta es toda una sorpresa.

—Sí. —Sally se hallaba casi sin aliento y debía de estar medio despeinada. Miró para atrás y, aunque aún había un grupo de curiosos, estos parecían disiparse.

—¡Por Dios! ¿Está usted bien? ¿Le ha pasado algo? —dijo Mister Turner ofreciéndole un pañuelo con el que ella se secó el sudor.

—No me ha pasado nada… sé que le pareceré una tonta… pero me he perdido —dijo Sally sintiendo que recuperaba el aliento. Delante de ellos, un hombre enmascarado, y que lucía un gran vestido del que salían una especie de espadas, acompañaba unos movimientos sincopados de cabeza con un canto chirriante y ondulante. Sally no había oído nada igual.

—¡Pobre chica! Pero ¿hacia dónde iba? ¿Cómo ha acabado aquí? —preguntó Turner mirando a su alrededor.

—Perdí a mis acompañantes… y luego me puse a caminar y creí que era una buena idea…

—¿Investigar un poco? —Turner acabó la frase, parecía aliviado y algo divertido al ver que la actitud de la joven solo había sido una travesura.

—Sí…

—Bueno, supongo que después de casi un año en casa de los Abbott necesitaba respirar otros ambientes… —dijo Turner con una media sonrisa—. Y bien, ¿qué piensa usted del Hong Kong real?

Sally llevaba tanto tiempo guardándose sus opiniones más sinceras que cuando alguien le hizo una pregunta que exigía honestidad se quedó en blanco. Pensó durante unos segundos y solo pudo decir:

—He visto por primera vez un fumadero de opio… —En el momento en que lo dijo se sorprendió de cuánto deseaba compartir con alguien lo que había visto en aquel callejón.

—¿Sí? ¿Y qué le ha parecido? —dijo Turner con verdadero interés.

—Bueno… sucio y triste… —Sally intentó buscar los mejores adjetivos, pero no pudo encontrar nada mejor.

—Sucio y triste —repitió Turner pensativo—. Creo que es una buena manera de describirlos. Una vez, un adicto al opio que conozco me dijo que podías estar en el sitio más repugnante, pero que en cuanto fumabas un poco de esta droga sentías que estabas en la cama más maravillosa y cómoda del mundo. El opio es poderoso porque te evade de la realidad, y, por esa misma razón, te consume en todos los sentidos. Acabas siendo esclavo de tus sueños… —Turner dijo esto evocadoramente, con evidente sentimiento, mientras miraba el espectáculo—. Parece mentira, pero me encanta la ópera —cambió Mister Turner de tema—. Este es un espectáculo típico de Sichuan, lo llaman bian lian, «cambiar caras», y es distinto a la ópera cantonesa. El hombre va cantando y va cambiando de máscara casi por arte de magia.

—¿Esto es ópera? —dijo Sally sorprendida, mirando al hombre disfrazado que ahora sostenía una nota imposible durante largo rato—. Nunca había oído hablar de ópera en China…

—Bueno, aquí tienes la oportunidad de ver un pequeño espectáculo en su estado más popular —dijo Turner aún mirando al señor enmascarado, quien no había acabado con su aria. En cuanto finalizó, un montón de instrumentos de percusión sonaron a la vez, sin orden aparente e in crescendo, con gran estruendo.

Sally tardó unos segundos en darse cuenta de que todo ello señalaba algún tipo de pausa dramática. Ahora el señor disfrazado se paseaba por el escenario tocando su barba, como si reflexionara. Sally observó que, en efecto, la máscara había cambiado. Cuando el ruido de platillos y tambores aminoró, una dama, también disfrazada, entró en el escenario. Llevaba el cabello lleno de horquillas y empezó a cantar con notas aún más agudas.

—En realidad es un hombre —dijo Mister Turner con evidente fascinación.

—¿Como los actores en la época de Shakespeare? —aventuró Sally, quien no podía creer que aquella grácil dama entretenida en entonar notas tan inhumanamente agudas pudiera ser un hombre.

—En efecto. Estoy asombrado de sus conocimientos, Miss Sally. De hecho, a pesar de la evidente diferencia en el canto y la música, las historias representadas en la ópera china no difieren mucho de las que escribió Shakespeare, para el teatro, o Monteverdi y Mozart —parecía que el periodista quería añadir algo más, pero se interrumpió—: Miss Sally, no nos deberíamos entretener, sus amigos deben de estar buscándola. Yo la acompañaré de vuelta a casa de los Abbott.

—No hace falta ir tan lejos. Si me acompaña a un lugar donde pueda alquilar un palanquín, estaré más que agradecida con usted —dijo Sally, que acababa de recordar la opinión que Peter tenía de Mister Turner. Sería mejor por el bien de todos, pensó Sally, que los Abbott no la vieran con el periodista.

—Sí, creo que esa es una excelente idea —afirmó Turner y, ofreciéndole su brazo, se dirigieron hacia una de las callejuelas. Los dos caminaron en silencio hasta que Turner le hizo una pregunta repentina:

—Miss Sally, espero que no se sienta ofendida por mi atrevimiento, pero ¿está usted bien en casa de los Abbott? —La pregunta dejó a Sally tan sorprendida que casi tropezó. Fuera de la propia familia, nadie sabía lo que estaba pasando en casa de los Abbott. Y ella no había compartido con nadie, a excepción de las cartas que enviaba a sus amigas, sus sentimientos al respecto. Incluso en sus cartas intentaba edulcorar lo máximo posible sus problemas con Mister Abbott, su sensación de soledad y la creciente sospecha de que su prometido, de alguna manera que ella aún no podía describir, la estaba traicionando. Que Mister Turner, a quien no había visto en todo el último año, le hiciera esta pregunta la sorprendió y la conmovió.

—¿Qué quiere decir? —Es todo lo que su sentido común le dejó ofrecer al periodista como respuesta.

—Bueno, usted sabe que tuve el placer de conocer a su padre —empezó a explicar el periodista—. Un hombre excepcional, sin duda, y fue algo así como una sorpresa saber que los Abbott la acogían bajo su protección. Son una familia muy diferente a su padre Theodore y, si me lo permite decir, a sus ideales. —Una vez más el periodista dejó atónita a Sally. Al ver que esta no respondía, continuó—: Cuando su padre murió, intenté visitarla e incluso extender una invitación para que se instalara en mi casa, donde mi querida esposa esperaba acogerla como a una hermana, pero los Abbott y Miss Lockhart ya habían llegado a su casa y se negaron en rotundo a dejarme entrar. ¿No recibió usted ninguna de mis notas?

—No, no recibí nada. —Sally seguía boquiabierta, pero esta vez consiguió hablar—: Créame cuando le digo que esta es la primera noticia que tengo al respecto. Los días después de la muerte de mi padre estuve postrada en cama y me mudé a casa de los Abbott al día siguiente del entierro.

Ahora que Sally caminaba cogida del brazo de Mister Turner, y se sentía más segura, tuvo la oportunidad de observar con más detenimiento cómo los transeúntes, la gente que estaba en las tiendas y aquellos que se asomaban por las ventanas, salían a la calle, y los seguían o señalaban con total descaro. Sally y su acompañante eran el elemento exótico, el verdadero espectáculo, y no al revés. Pero poco le importaba a Sally, ya que estaba, por encima de todo, concentrada en su conversación con el periodista. No podía creer que nunca le hubieran llegado los mensajes de Mister Turner. Si los Abbott, deliberadamente, habían no solo prohibido que Mister Turner la visitara, sino que, además, habían ocultado sus misivas… ¿Era porque estaban intentando protegerla del periodista? ¿Por qué? ¿Era Mister Turner un mentiroso?

—Lo sé —dijo Mister Turner—. En el momento en que usted se mudó a la mansión Abbott, supe que ya no podría hablar con usted y veo que el duelo tampoco le ha permitido salir libremente…

—Entonces, cuando vino a verme… ¿de qué quería hablar? —Sally intuía que estaban saliendo del barrio chino y pronto llegarían a las abiertas calles de la colonia. Por un momento, deseó pararse y no seguir caminando; quería saber qué era lo que este nervioso hombre tenía que explicarle y sabía que era mejor hacerlo al abrigo de las callejuelas y no en medio del Central de Victoria, donde otros conocidos podían verlos.

—Bueno, quería darle mi pésame, por supuesto —tanteó el periodista—, y hablarle sobre lo que estaba a punto de hacerse público sobre nuestro amigo Ben…

—¿El capitán Wright? —dijo Sally casi en un susurro.

—Así es. Ben era mi amigo y sé que tanto usted como su padre tenían una relación muy estrecha con él. Yo estaba a punto de publicar la versión oficial sobre su acusación por robo y la huida. Créame, no tenía otro remedio —se disculpó el periodista—, pero quería ponerme en contacto con usted y decirle que yo no creía ni una palabra de lo que decía en mi artículo. Sabía que usted querría saberlo. Ambos estaremos de acuerdo en que Ben podía ser algo reservado y fanfarrón, pero jamás robaría a nadie. —Mientras decía esto, el periodista miró a Sally implorando su empatía, pero la chica no sabía qué decir y empezó a asustarse. ¿Y si el periodista no era un mentiroso, sino que simplemente estaba loco?

—Pero había pruebas, testigos… —respondió Sally y automáticamente se dio cuenta de que desconocía totalmente el caso; ni siquiera se había leído los artículos publicados al respecto, simplemente había escuchado la versión de Mary y Christine y no había indagado más.

—¡Todo era una trampa! —dijo Mister Turner parándose en seco y mirando a su alrededor—. Les interesaba sacarse de en medio a Ben y a todos los que pertenecían a su círculo.

—¿Se refiere usted a mi padre? —Sally no sabía si reír o no.

En un principio había tenido miedo, pero ahora esta conversación empezaba a sonar ridícula. Turner no dijo nada, pero sus ojos hinchados se clavaron en los de ella, rogando que le creyese. El hombre se acercó y Sally pudo ver las gotas de sudor cayendo por la frente del periodista. Estaban tan cerca que olía también su aliento empapado en vino. ¿Estaba borracho? No era buena idea estar en este callejón a solas con un borracho; debían empezar a caminar hacia las calles del Central cuanto antes, pensó la joven. Mister Turner pareció ver la incomodidad que había despertado en la chica y se apartó, sacó otro pañuelo y se secó las gotas de sudor.

—Perdón, Miss Sally, no la quería asustar. Después de todo, usted no es más que una niña. Solo le puedo decir que si un día quiere hablar o no está bien en casa de los Abbott, ya sabe a quién puede acudir. Si no es a mí, también puede hablar con el fiscal Dunskey, es un hombre incorruptible y de total confianza.

—¿El fiscal? —Sally no podía creer que esta conversación hubiera tomado un cariz tan extraño.

Los dos volvieron a caminar en silencio. Ya se acercaban al final de la callejuela. Pronto estarían en pleno Central y Sally solo quiso saber algo más antes de dar por finalizada esa charada.

—Dígame, Turner: ¿qué tiene la familia Abbott en su contra?

En un principio, Turner se mostró sorprendido, pero luego, algo parecido al alivio barrió su cara. Ahora que ya estaban cerca de Queen’s Road, Turner dejó de dar el brazo a Sally y en voz baja y sin dejar de mirar a su alrededor añadió:

—Veo que usted, en efecto, no lee la prensa de la ciudad. Desde que me echaron del despacho del tasador general, hace ya casi una década, he estado trabajando de periodista intentando destapar los casos de corrupción que han infestado esta colonia cual manada de ratas en un barco de carga. Mis principales objetivos han sido, siento informarla, su protector, el mismísimo Mister Abbott, y toda su troupe de ladrones corruptos, pendencieros y adictos al láudano.

—¿Pendencieros y adictos al láudano? —repitió con incredulidad Sally. Pero Turner pareció no escucharla. Sus ojos se habían llenado de ira y sus dientes estaban apretados de rabia.

—Bueno, no todos son adictos al láudano, solo los idiotas de sus hijos y el tonto del hermano de Kendall.

Sally creyó que sus piernas iban a fallarle completamente; la sangre había abandonado su cabeza. Tuvo que pararse en seco y respirar hondo para volver en sí.

—¿Está usted bien, Miss Sally? Perdone, niña… me había olvidado que usted los conoce…

Era evidente que, aunque Turner sabía que Sally vivía con ellos, no estaba al corriente de cuánto conocía Sally a los chicos Abbott y, en consecuencia, no podía saber que Sally estaba prometida con uno de ellos.

—No pasa nada. —Sally intentó recuperarse. Miró alrededor y vio que ahora solo se encontraban a unos pocos pasos de un puesto de alquiler de palanquines. Con alivio, vio las figuras de Mary Ann y Christine hablando con un hombre chino vestido de occidental. Parecía que estaban preguntando por ella. Cuando vieron a Sally, gritaron su nombre y se apresuraron a su encuentro. Turner se separó de ella y dijo, con un hilo de voz:

—Me temo que ahora debo marcharme… Solo una cosa más: me dijeron que usted es capaz de pintar tan bien como lo hacía su padre. Le recomendaría que, cuando pueda, acabe el cuadro del gobernador.

Justo cuando Turner acabó la frase, las dos chicas habían llegado a la altura de donde se encontraba Sally. En un principio la atosigaron a preguntas y, al cabo de pocos segundos, vieron a Turner a un metro por detrás de la chica. Sally estaba totalmente abrumada y, sin saber qué decir, se volvió hacia Turner.

—Disculpen, señoritas —dijo con una ligera inclinación de cabeza—. Les devuelvo a Miss Evans, se había extraviado.

—Sí, os perdí de vista y me encontraba tan mal que me acabé desmayando —dijo Sally enseñando su bolsita y el bajo de su vestido llenos de barro—. Mister Turner me ayudó y me trajo hasta aquí.

Tras un escueto «gracias», las dos chicas se llevaron a Sally lejos de aquel hombre hacia uno de los palanquines.

—Gracias a Dios que te hemos encontrado, Sally —dijo Christine.

—Sí, no sé qué es peor, que te hayas perdido o que te encontrara el loco de William Turner.

—Sí, ese hombre es un cerdo, un borracho y un loco… —añadió Christine, mirando hacia atrás para comprobar que no las siguiera, pero Turner ya se había perdido entre el gentío de la calle.