5

—Peter, ¿es cierto lo que nos acaba de explicar Mary Ann? —fue lo primero que Mary preguntó en cuanto Sally y Peter se acercaron al lugar donde habían puesto la manta y servido el desayuno para el picnic. La pregunta, que más bien sonó como una súplica, quedó suspendida en el aire por unos instantes. Todo el mundo sabía la respuesta.

Peter explicó de buen humor que estaban en lo cierto. Sin embargo, en lugar de las felicitaciones esperadas, lo único con lo que se encontraron los jóvenes prometidos fue una lluvia de preguntas, comentarios incrédulos, súplicas y lloros, mientras Peter intentaba inútilmente calmar los ánimos.

—¿Le has pedido permiso a papá? —Es lo primero que preguntó Christine.

—¿Es esta una de tus bromas, Peter? —añadió Mary con lágrimas en los ojos.

—No, no he hecho nada de eso. —Peter intentó contestar a la primera pregunta ignorando así la segunda. Pero fue interrumpido.

—¿No sabes que Sally es una huérfana bajo nuestra tutela? —le volvió a preguntar Christine, aunque esta vez era evidente que no necesitaba una respuesta.

—¿Qué va a pensar la gente? —siguió Mary, quien estaba cerca de perder la compostura y tenía que morderse los labios para no empezar a sollozar.

—No pasa nada, no hemos hecho nada… —intentó decir Sally para defender a Peter, pero este le interrumpió con un ademán de la mano.

—Debéis tranquilizaros —imploró Peter—. Este era un compromiso entre los dos. ¡Por supuesto que iba a hablar con papá antes de hacerlo oficial! Además, no lo hubiéramos hecho público antes de que Sally acabara su duelo.

—Creo que ellas se refieren a que hubiera sido más indicado hablar con Mister Abbott antes de lanzarte a un compromiso de este tipo —comentó Mary Ann, quien exhibía su mejor semblante de preocupación y empatía, aunque, para Sally, la muchacha parecía más bien disfrutar de la escena—. Pero si los dos estáis enamorados, estoy segura de que Mister Abbott estará satisfecho de oír que su favorito está enamorado de la bella hija del famoso pintor de Bristol.

Sally no agradeció para nada el tono irónico con el que Mary Ann hablaba, pero pareció calmar momentáneamente los ánimos de las dos muchachas.

—Lo siento, Sally —dijo Christine dirigiéndose finalmente a ella—, pero es que un compromiso es algo serio y en mi familia este tipo de decisiones se toman en grupo y siguiendo un cierto protocolo.

Sally sintió un escalofrío al imaginarse a todos los Abbott discutiendo la conveniencia de su compromiso.

—Sí, somos una familia muy unida y esto ha sido una completa sorpresa —explicó Mary mientras se enjugaba las lágrimas—. Simplemente no queremos que nadie salga herido.

—¡Por favor! Nadie saldrá herido —dijo Peter; era evidente que estaba perdiendo la paciencia—. Amo a Sally y no hay más que decir.

—Antes de nada deberías hablar con papá —fue toda la respuesta que Christine le ofreció.

Los cinco decidieron desayunar y volver a Victoria antes de que el calor del mediodía se hiciera insoportable. Mientras todos comían rápido y en silencio, Sally miraba su pan con mantequilla sin probarlo; su apetito se había esfumado y, aunque ya no se sentía mareada, un dolor nervioso estaba atacando su estómago vacío. En su cabeza aún se repetían el eco de algunas de las cosas que se habían dicho hacía un momento. No podía creer que una ocasión tan feliz como un compromiso en la que ella solo había esperado las felicitaciones de rigor se convirtiera en una tragedia familiar. Pero Christine tenía razón, tanto Peter como ella habían sido unos irresponsables. Después de unos meses acogida en casa de los Abbott, había aprendido que todas las grandes decisiones se llevaban a cabo con la aprobación del patriarca Abbott. Había sido una ilusa al pensar que los dos podían mantener una relación independiente a espaldas del resto de la familia y esperar su total consentimiento. Con dolor, ahora podía ver que su compromiso siempre sería visto por la familia como una falta de respeto, un acto arrogante e inapropiado.

El pensar que había podido ofender a la familia que la había acogido la llenaba de una vergüenza asfixiante. Quería encontrar una respuesta a por qué él no había hecho algo para prevenir esta situación en el rostro de Peter. Sin embargo, no tuvo el coraje necesario de mirar al joven ni a ninguno de los demás miembros del silencioso grupo. En su lugar dejó de mirar el pan con mantequilla y desvió su atención a las vistas que se extendían desde el claro.

El día aún disfrutaba de una atmósfera límpida que parecía dar relieve a la costa gris y verde de Kowloon. Desde donde estaba sentada, podía ver los barcos que, diminutos, navegaban a un lado y al otro del puerto de Victoria. Las velas blancas, naranjas y rojas parecían pequeñas gotas de pintura al óleo sobre un lienzo preparado en pasteles y acuarela. Por un momento se olvidó de la ansiedad que albergaba en la boca de su estómago, para concentrar todos sus sentidos en el paisaje. Si se olvidaba de su propia existencia, podría fundirse con los colores, los olores y los sonidos que se desplegaban ante ella. La grandeza a su alrededor borraría las pequeñas inquietudes desplegadas sobre esa infame manta de picnic.

Al bajar por el sendero, Peter parecía de nuevo él mismo, hablaba de varios temas y caminaba deprisa y de forma animada. Él iba delante marcando el paso que seguían Mary y Mary Ann. Christine y Sally se habían quedado rezagadas. Sin ninguna ayuda, Sally tenía graves problemas para descender, con su pesado vestido, entre las piedras y salientes, sin tropezar. Agradecía que Christine, algo patosa, compartiera sus penurias en el descenso. En un momento dado, Christine estuvo a punto de perder el equilibrio y Sally le ofreció la mano. Christine la tomó instintivamente, mientras que con la otra mano sujetaba su pamela de paja para que no cayese acantilado abajo. Ambas chicas rieron nerviosamente y, por un instante, pareció que todo volvía a la normalidad. Christine miró a Sally por primera vez desde que había llegado al claro con Peter una hora antes, y de forma dulce, casi protectora, le dijo:

—Sally, siento mucho nuestra reacción. Tú eres aún una joven huérfana y estás bajo nuestra protección. Solo deseamos lo mejor para ti y hubiéramos preferido que Peter nos lo hubiera contado.

—Lo entiendo perfectamente, Christine, y pido mis más sinceras disculpas por cualquier pesar o inconveniente que pueda haber causado a tu familia —respondió Sally, intentando desesperadamente deshacer el agravio. Pero no tuvieron tiempo de continuar la conversación: las dos debían empezar a descender a toda prisa si no querían separarse del resto del grupo.

Sally se pasó el resto de la tarde y parte de la mañana del día siguiente encerrada en su habitación. Ninguno de los Abbott puso objeción alguna al retiro voluntario de Sally y el único contacto que tuvo con el resto de la familia fue cuando Christine envió un criado a preguntarle si se encontraba mejor y si necesitaba algo. Sally sabía que era mejor quedarse al margen y dejar que el resto de la familia tuviera tiempo de digerir y discutir lo sucedido. Desde su silencioso cuarto, y sintiéndose más como un acusado a la espera de un veredicto que un invitado, se podía imaginar las largas conversaciones que las mujeres Abbott —seguramente acompañadas durante un rato por Mary Ann— estarían entablando en el salón entre sorbo y sorbo de té. Probablemente Jonathan también estaba allí, escuchando y sumido en su habitual mal humor. Tal vez Jon no estaba en el salón con las mujeres, sino que estaba en el estudio de Mister Abbott acompañando a su padre en la larga diatriba que, con toda certeza, Abbott estaba esgrimiendo por y para Peter. Mientras tanto, el pequeño de los Abbott estaría sentado en una de las butacas del estudio escuchando impacientemente, esperando la oportunidad para poder explicar por qué se había comprometido con la chica Evans. Aunque desde su habitación no podía oír nada, se entretenía con suposiciones: cómo sería cada gesto y cada palabra en las habitaciones de la planta inferior. En su larga espera, podía incluso sentir los nerviosos sorbos de té, las exclamaciones de desautorización, las cejas levantadas con incredulidad, los dedos ansiosos rascando la piel…

Por la noche no pudo dormir; esperaba que Peter fuera a su habitación y la pusiera al corriente de todo lo sucedido. Cada ruido hacía que su cuerpo se pusiera en tensión y afinara el oído esperando a que fuera Peter subiendo a su balcón y entrando en su estancia. Pero las luces del alba rompieron en su habitación y Peter no había aparecido.

En todo el tiempo que pasó en sus aposentos, Sally solo vio a Mei Ji. Aunque la criada sabía que algo grave estaba pasando, optó por atender a su ama sin preguntarle nada. No obstante, la joven criada se tomó más tiempo del habitual para preparar los diferentes vestidos y accesorios que Sally podría llevar si se reunía con el resto para desayunar. También le estuvo cepillando el pelo y lavando el rostro con agua de rosas. Estaba claro que la chica no quería dejar sola a Sally. Esta agradeció la compañía silenciosa de la joven y se detuvo a contemplarla con más atención. La chica parecía más delgada y pálida que de costumbre.

—Mei Ji, ¿te encuentras bien? —preguntó Sally lentamente para que su amah la entendiera.

—Bien, yo bien —respondió la chica, quien mostraba sentir todo lo contrario. Parecía cansada y sus movimientos eran más lentos que de costumbre. Sally se percató de que hacía un tiempo que no hablaba con su joven criada. Mei Ji debía de tener solo un par de años menos que Sally y esta siempre había intentado conversar con ella y enseñarle palabras nuevas en inglés. Pero desde que todo su universo parecía girar en torno a Peter y a los Abbott, sus conversaciones diarias se habían limitado a unos pocos monosílabos para indicar si su pelo estaba bien o mal o qué vestido quería llevar.

—¿Estás segura? ¿Tú bien? —repitió Sally torpemente para hacerse entender.

Mei Ji esta vez no dijo nada y se limitó a mover la cabeza. Sally reconoció que la chica debía de estar avergonzada y no quería hablar con ella sobre su salud. Entonces pensó que cuando su situación estuviera resuelta y supiera que su compromiso era aceptado por los Abbott, mandaría a su criada de vuelta a Aberdeen Hill para que descansara. Por el momento necesitaba tener una persona conocida en casa de los Abbott que le ayudara a hacer más llevadera su nueva situación.

Las dos chicas permanecieron en silencio mientras Sally se vestía, con sus ropas más discretas, a la espera de decidirse si era conveniente bajar a tomar el té con el resto de los Abbott. Poco después, alguien llamó a la puerta con los nudillos con tres golpes discretos. Sally supo inmediatamente que se trataba de Christine.

—Hola, Sally, soy Christine. ¿Cómo te encuentras? —preguntó la chica desde el otro lado de la puerta.

—Adelante, pasa. —Sally indicó a Mei Ji que abriera la puerta. En cuanto Christine entró en la habitación, Sally se dio cuenta de que el veredicto, cualquiera que fuese, ya había sido tomado. Al pensar esto intentó, sin éxito, leer el rostro casi inexpresivo de Christine, y Sally notó que un escalofrío recorría su cuerpo. Tal vez Mister Abbott no había aceptado la legitimidad del compromiso y, desprotegida y avergonzada, tendría que volver a Aberdeen Hill e intentar rehacer una vida sin dinero y sin conexiones sociales, sin olvidar que perdería a Peter para siempre.

—Me alegro de que te encuentres mejor —dijo Christine con afectada amabilidad, aún conteniendo cualquier muestra de emoción en su rostro.

—Gracias, siento haberme retirado a la habitación de esta forma, pero creí firmemente que era lo más adecuado dada mi condición. —Sally había aprendido suficiente de la diplomacia necesaria para convivir con los Abbott.

—Sí, el descanso en los aposentos privados es la mejor manera de sobreponerse al cansancio y a los mareos —acordó Christine, y poniéndose las manos en el pecho en señal de preocupación, añadió—: ¿Te has tomado tus sales, querida?

—Sí, me he tomado la dosis que el doctor Robbins siempre recomienda para estas situaciones —mintió Sally, quien no quería alargar más la conversación. Necesitaba saber a qué había venido Christine a su cuarto, y por qué no era su prometido el que la había venido a ver, en caso, claro está, de que aún fuera su prometido. Pero Sally sabía que no debía perder la compostura y que interrogar a su amiga podía ser un error fatal. Toda la habitación rezumaba tensión; incluso Mei Ji parecía estar a la expectativa.

—Me alegra oír esto. Mi familia y yo esperamos que, si te encuentras bien, te unas a nosotros en el salón para tomar el té ahora.

—Gracias, Christine. Puedes informar al resto que no tardaré en unirme a vosotros —dijo Sally, mientras tomó sus manos una dentro de la otra como hacían muchas damas elegantes, un gesto con el que Sally quería evitar que Christine viera cómo le temblaban.

Tan pronto como Christine se hubo marchado, Sally se sentó delante de su mesita y se contempló en el espejo. Durante dos minutos intentó respirar profundamente para tranquilizarse e intentar ensayar su mejor expresión de contención y decoro. Pasara lo que pasase, no debía flaquear o perder los nervios. Toda su atención debía estar concentrada en no empeorar la situación y en ayudar a Peter. Si todos pensaban ahora que ella había sido una cría inocente e irresponsable, o, ¡peor aún!, una entrometida aprovechada, ella debía poner toda su energía en demostrar lo contrario. Debía mostrar con elegancia que ella era una dama capaz de exhibir una actitud elegante y mesurada en cualquier ocasión.

Cuando ya estuvo preparada y Mei Ji arregló su pelo por última vez, Sally bajó a la planta principal y se dirigió a la puerta cerrada del salón. El silencio del caserón parecía amplificar los sonidos acelerados que su propio cuerpo producía: el latido de su corazón, la respiración profunda y nerviosa y sus piernas rozando las enaguas de su vestido. Tomando aire por última vez, Sally llamó a la puerta del salón sintiendo que —como el día que robaron en Aberdeen Hill y tuvo que lanzarse a atravesar el jardín para llegar al taller de su padre— estaba a punto de saltar al vacío.

—Pase —oyó la voz profunda de Mister Abbott.

Sally entró en la habitación y se encontró a todos los Abbott sentados alrededor de la chimenea, que, como siempre, estaba apagada en esta época del año. Todos tenían una taza de té en la mano y miraron en silencio cómo la chica entraba en la habitación y se sentaba en la única butaca vacía del círculo, entre Christine y Mary.

—Me acaba de informar Christine de que se encuentra mucho mejor —anunció Mister Abbott tan pronto como Sally se sirvió la última taza de té que quedaba en la pequeña mesita de estilo napoleónico—. Me alegro de que haya seguido el consejo de nuestro buen amigo, el doctor Robbins, y se haya tomado las dosis de sales.

—Gracias, Mister Abbott —respondió Sally sin saber de qué estaba dando las gracias exactamente—. En efecto, me encuentro mucho mejor.

—Bueno, pero no estamos aquí para hablar de sus dichosos mareos, ¿no es así? —continuó Mister Abbott haciendo que el resto del grupo empezara a reír. Sally intentó unirse al coro, pero sabía que estaba tan tensa que probablemente solo sería capaz de esgrimir una triste mueca—. No vamos a negar que fue una sorpresa descubrir que nuestro querido, y, por qué no decirlo, en ocasiones alocado hijo pequeño, no solo había desarrollado sentimientos románticos hacia nuestra protégée. Aún fue, si cabe, más sorprendente, que ambos decidieran romper todas las normas del decoro, el buen gusto y el amor filial y se comprometieran secretamente como una pareja de indeseados amantes o desesperados fugitivos. Si bien nuestra sublime literatura se ha tomado a menudo la licencia de exaltar lo que se ha llamado libremente «amor prohibido», todos estaremos de acuerdo en que es mejor dejar tales fantasías a las gloriosas palabras de Shakespeare, sin olvidar que, incluso en sus páginas, tales fábulas amorosas acaban de forma fatal e indeseable.

Dicho esto, las mujeres Abbott asintieron devotamente y Sally imitó el gesto de forma automática. Por el rabillo del ojo intentó, sin éxito, ver la reacción de Peter, pero se encontraba en su mismo lado, sentado en el banco más cercano a la chimenea.

—Tienes toda la razón, padre —afirmó vehemente Christine, pensando que su ferviente movimiento de cabeza no había sido suficiente acto de afirmación.

—Por supuesto —reiteró el eco de Mary.

—Por supuesto —repitió Sally, a quien le pareció que también oía la voz de Peter coincidiendo con su padre.

—Son estupideces —fue toda la respuesta que dio Jonathan.

—En efecto —prosiguió Mister Abbott—, no debemos olvidarnos de lo precipitada que ha sido esta decisión. Si mi hijo hubiera tenido el buen juicio de discutir conmigo este asunto antes de proceder, yo hubiera destacado este aspecto del mismo, poniendo el énfasis en el hecho de que nosotros no somos como esos garrulos que lamentablemente abundan en Hong Kong, y que se casan y vuelven a casar, sin importarles las normas de conducta que tanto honoran a los de nuestra clase, la alta alcurnia de los buenos y fieles siervos de nuestra Ilustrísima reina Victoria. No sé exactamente cuál fue la disciplina seguida por el difunto Theodore Evans en cuanto a la educación de nuestra invitada —continuó señalando a Sally, quien, en cuanto oyó la mención a su padre, por un instante miró a Mister Abbott desafiantemente, pero optó, por el bien de su querido Peter, por volver a mirar su taza llena de té lechoso y asumir una actitud pasiva y respetuosa—, pero no debe de haber sido muy estricta si tenemos en cuenta que, tal vez por descuido tan propio de las almas liberales y artísticas, dejó que su hija mantuviera un flirteo casi licencioso con un ex militar americano de desconocido origen, quien, para más vergüenza, resultó ser un petulante ladrón.

Sally sintió que la taza se le podría muy bien haber escapado de las manos al oír esto último, pero de forma sorprendente consiguió dominarse y llevarse la taza a la boca. De esta forma, y si mantenía su concentración en el té, la taza cubriría su boca torcida en una mueca de dolor causado por las palabras de Mister Abbott. Después de tomar el sorbo y volver a posar la taza en su plato, Sally sintió que había conseguido pasar lo que parecía más una trampa de Mister Abbott que un ataque personal, después de una pausa en donde Mister Abbott miró directamente a Sally, estudiando su reacción y, con seguridad, comprobando que esta no le mantenía la mirada como antes.

Una vez comprobado que Sally no le daba ninguna señal de provocación o insolencia, continuó:

—No obstante, no es parte de nuestro savoir fair hablar mal de los difuntos. Debemos, sin embargo, concentrarnos en nuestra presente situación. Después de hablar extensamente en privado y en nuestro círculo familiar inmediato, hemos determinado que lo mejor es obrar de la forma más adecuada en estas circunstancias. Peter —dijo Mister Abbott, dirigiéndose a su hijo menor para que prosiguiera.

Peter se movió de su silla y alargó el cuerpo en dirección a Sally. Jonathan estaba entre los dos, con lo que Sally tuvo que doblarse ligeramente para poder ver la cara de su amado. Este parecía preocupado, pero, no sin esfuerzo, sonrió de lado y alargó el brazo.

—Después de discutir este asunto con papá, hemos decidido que, por el momento, nuestro compromiso sigue en pie —dijo mientras movía la mano para que Sally tomara lo que había en ella. Sally tomó una cajita de cuero negro y Peter añadió en un tono neutro y carente de emoción—: Por supuesto, no lo haremos público hasta que tu período de luto acabe el día del aniversario de tu padre. —Sally sonrió ligeramente y asintió en sentido de aprobación con su prometido y la decisión tomada. Mientras hacía esto, miró el contenido de la cajita: un anillo con un rubí. Sally dio las gracias a todos mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Christine parecía emocionada y los demás, Mister Abbott incluido, sonreían ampliamente.

—Bueno, Miss Sally —concluyó Mister Abbott—, supongo que este es el inicio de lo que concluirá con la bienvenida oficial a la familia Abbott.

Sally no pudo responder porque las lágrimas ahora brotaban imparables de sus ojos y cubrían sus mejillas y sus fosas nasales. Todos aprobaron la emotiva y agradecida reacción de Sally aplaudiendo y riendo. Sin embargo, solo Sally sabía que sus lágrimas estaban siendo malinterpretadas por todos.