—Despierta —dijo la voz—, despierta.
Sally se quiso mover, pero no pudo. Su cuerpo dormido pesaba tanto que parecía estar hundido entre las sábanas.
—Estoy aquí —repitió la voz.
Esto acabó de despertar a Sally. Ya no estaba sola en la habitación. La ventana se abría dejando pasar la luz mortecina y el aire sutilmente fresco de las mañanas de marzo, en una habitación de ambiente cargado tras una noche de sudor. Sally supo entonces que él estaba echado a su lado, y giró su cuerpo quedándose cara a cara con Peter.
—Hola, Mister Abbott —dijo Sally tocando su nariz con la de Peter y alargando su mano para tocar su mejilla. La piel de él era fresca. Este era uno de sus momentos preferidos; el tacto ligeramente frío de él contra la piel tibia y sudorosa de ella.
—Hola, Miss Evans —respondió Peter a su vez.
Los dos se quedaron uno delante del otro. Ella debajo de las sábanas y Peter por encima de ellas. Sally aspiró profundamente y pudo oler en su piel tabaco, ginebra y el olor parecido a flores, dulce y embriagador, que siempre acompañaba a Peter.
—¿No te has acostado aún? —inquirió Sally, cerrando los ojos y acercando su cuerpo para acurrucarse en el de él.
—No, ha sido una noche larga jugando a las cartas en casa de Kendall —dijo, cerrando los ojos a su vez—. Estoy muy cansado.
—Ya me imagino. —Sally podía notar cómo se adormecía—. Creo que deberías marcharte antes de que la pobre Mei Ji venga a despertarme, te encuentre aquí y se dé el susto de su vida.
—Que me encuentre —siguió el muchacho—. Ella es tu amah, te pertenece a ti y no diría nada a nadie.
Sally apartó su cuerpo, abrió los ojos y miró a Peter, quien estaba plácidamente acostado, dejándose llevar por el peso del sueño.
—¡Peter! —exclamó la chica, más despierta—. A mí sí que me importaría que mi criada se piense que estoy durmiendo con el hijo de la familia que me ha acogido. Ella es mi doncella. ¿Lo entiendes, verdad?
—Sí, por supuesto —respondió Peter, empezando a moverse. Sally observó cómo el chico se incorporaba lentamente y se sentaba en la cama. Sin embargo, en lugar de marcharse, comenzó a quitarse las botas.
—¿Qué haces? —Sally pudo ver entre divertida y asustada cómo el chico estaba ahora despojándose de la levita.
—Aún es muy pronto, deben de ser las seis de la mañana. Si no me despierto, me despiertas antes de que Mei Ji venga, estoy seguro de que no nos verá nadie —le explicó mientras se metía con pantalones y camisa dentro de la cama—. ¿No quieres que durmamos abrazados un ratito?
Como siempre, Sally no se pudo resistir. Hacía unas semanas que Peter venía a su habitación y la despertaba con una flor, un beso o se quedaba dormido a su lado. La primera vez que Peter se metió debajo de las sábanas con ella, Sally estaba tan dormida que no se dio cuenta de lo que estaba pasando hasta que notó los brazos jóvenes de él alrededor de su cuerpo. Antes de que ella pudiera decir nada, ya estaba dormido, abrazado a su espalda y resoplando aliento húmedo en su nuca. Sally no supo qué hacer o cómo reaccionar. Pero el contacto de otro cuerpo en un abrazo de esas características era algo que jamás había experimentado en su vida. Lejos de estar asustada por la proximidad del chico, Sally sintió que había dejado de estar sola. Un tipo de soledad que ni siquiera sabía que existía hasta que Peter la rodeó con su cuerpo. Cuando ella se despertó de nuevo, él ya se había marchado y nunca comentaron nada sobre el asunto.
Habían creado una nueva tradición secreta entre los dos, ni escrita ni hablada, y desde entonces las visitas de Peter se repitieron con más frecuencia.
—Sabes, hoy hace dos meses exactamente que entraste en esta habitación y me dijiste que me amabas —susurró Sally, quien se encontraba completamente desvelada y tenía ganas de charlar.
—Ajá —confirmó Peter, apretando su cuerpo contra el de la chica.
—Nunca te he dicho que esa noche, cuando llegué a mi habitación, recé para que me quisieras. Acabábamos de pasar una larga velada en casa de Mary Ann y casi me volví loca aquella noche viendo cómo hablabas con ella. No podía concentrarme en la comida, ni en la cena, solo estaba pensando si las miradas que creía ver iban realmente dirigidas a mí o eran simplemente producto de mi imaginación. Me convencí de que no podía ser verdad, que, como era natural, estarías interesado en Mary Ann y no en la pobre huérfana alojada en tu casa. Llegué a mi habitación prometiéndome que olvidaría aquel baile en los jardines de la casa del gobernador, tus miradas, tus halagos, tu flirteo… Me prometí dejar de soñar, pero cuando me encontré a solas en la habitación mi voluntad cedió e imploré que me amaras. Así que, cuando vi tu sombra en la ventana, no me asusté. Porque sabía que eras tú. ¿Aún estás despierto?
—Humm —contestó Peter sin separar los labios. Parecía que ya estaba casi dormido y sin embargo se movió un poco y añadió—: Suerte que tu habitación está en la primera planta y al lado de un árbol. Fue muy fácil colarme.
Los dos se rieron en voz baja. Peter apretó su cuerpo aún más contra el de la chica. Sally sabía las implicaciones que esto conllevaba, pero lo ilícito era compensado por la seguridad que sentía al pensar que los dos estaban destinados a estar juntos.
—Te dije que me había quedado prendado de ti desde el momento en que te vi. Y que supe que serías mía desde el baile de aquella noche. No podía esperar a decirte que te amaba y por eso había entrado en tu habitación. También te pregunté si aún pensabas en el americano, y me hiciste el hombre más feliz del mundo cuando dijiste que no.
Sally se estremeció al escuchar de nuevo las palabras que Peter le había dicho hacía dos meses. Podría oírlas cien veces más y no perderían su fuerza sublime, un poder casi curativo que le recordaba que ya no era solamente una huérfana y que pronto se convertiría en esposa.
Nunca se habían prometido formalmente y, de momento, debían mantenerlo todo en secreto hasta que acabara el período de luto de Sally. Por ahora, solo tenían estas mañanas en que dormían juntos o hablaban durante horas. Sus planes, las aspiraciones y las historias de su infancia eran sus temas preferidos. Sally le hablaba de sus continuos viajes y de las locuras de Theodore, mientras que Peter compartía con ella recuerdos de su infancia en Calcuta y la férrea disciplina con la que su padre los había criado.
Sally se giró dando la espalda a su amado mientras este la rodeó con su brazo. Él se quedó dormido y su respiración pronto fue regular y plácida. Ella permaneció despierta disfrutando del instante y esperando el momento en que tendría que despertarle.
—Pareces cansada —dijo Christine durante el desayuno.
—Sí, no he dormido muy bien, la verdad —respondió Sally—. Hace demasiado calor por las noches.
—Sí, tienes razón, este país de bastardos… justo acabamos el invierno como quien dice y ya tenemos unas temperaturas inaguantables —dijo Jonathan sin levantar la mirada de su plato de gachas.
—¡Jon! No digas esa palabra —le respondió su hermana—. ¿Dónde está Peter?
—Creo que aún está dormido —respondió Mary, quien acababa de entrar en el comedor de los Abbott—. ¿Alguien sabe dónde se metió ayer por la noche? No creo que entrara en casa hasta muy entrada la mañana.
—Estuvimos en casa de Kendall, ya sabes, ese amigo nuestro de Londres, jugando a cartas, pero volvimos hacia las cinco o así.
—¿Las cinco? Juraría que oí la puerta de su habitación más tarde, hacia las nueve…
—Debía de ser su ayudante de cámara entrando en la habitación —dijo Sally sin pensar, intentando justificar la situación. Todos los Abbott presentes se volvieron y la miraron como si se acabaran de dar cuenta por primera vez de que la chica estaba presente—. O se quedó en la caseta al volver de casa de Kendall… —La caseta, aquella especie de casa-invernadero que era utilizada por Peter y su hermano para encontrarse con sus amigos para jugar a cartas—. ¿No?
—Sí, debe de ser eso —acordó Mary sin dejar de mirar a Sally—. Pero Jonathan, querido, hay que dejar este hábito de pasar tantas noches en casa de Kendall. Ya sabes lo que dirá vuestro padre si luego os dormís durante una reunión de la comisión.
Tanto Peter como Jonathan trabajaban en la oficina de su padre. Sally no sabía exactamente qué hacía ninguno de los dos, pero sí sabía que tenían muchas reuniones en el club de caballeros y, a veces, participaban en viajes a Cantón junto a otros miembros de la Compañía. También había oído a Peter más de una vez diciendo que deseaba montar su propia firma y empezar a viajar a Calcuta por su cuenta para conseguir el mejor precio posible en las subastas de opio. Pero, por el momento, su padre quería que aprendiera el oficio con él hasta que supiera lo suficiente para montar su propia empresa.
—Mi padre no entiende que, lo que a él le costó quince años aprender, yo lo tengo asumido porque crecí en las colonias rodeado de negocios de compra y venta y trueque. Mientras que él vio su primer asiático en Londres, a la edad de veinte años, yo he crecido rodeado de esta gente. Entiendo su mentalidad y ellos me aprecian —le explicó Peter esa misma tarde.
—Bueno, eres muy joven aún —intentó ser diplomática—, a lo mejor en los próximos dos años puedes desarrollar tu propio negocio.
—¡Pero podría hacerlo ahora mismo! —exclamó Peter lleno de resentimiento—. Ya tengo veinte años y… ¡Podría estar haciendo tanto! No quiero pasar mi juventud ahogado en los juegos políticos de cortesanos de la Compañía. Ya perdieron su monopolio una vez y en pocos años no gozarán del prestigio que tenían antaño. Hace un tiempo ni siquiera las esposas de los miembros de la Compañía socializaban con las mujeres de los Country Traders. Pero las cosas están cambiando. ¡Mírate a ti! ¡Tú eres la hija de un pintor!
Sally se movió incómoda recordando las palabras de Harriet sobre su inferioridad social en comparación con la posición de los Abbott. Los dos se encontraban sentados, sobre una manta, en los jardines de la casa, mirando cómo el resto de los Abbott, a excepción de Mister Abbott, y Mary Ann, jugaban a un nuevo juego, el croquet. Era una excusa perfecta para hablar solos sin levantar sospechas.
—¡Bien hecho, Mary! —aplaudió Peter como medida preventiva—. Debemos loar su juego de vez en cuando o se darán cuenta de que no les estamos prestando ninguna atención —añadió en voz baja hacia Sally.
—Sí, Mary, lo haces muy bien —confirmó Mary Ann aplaudiendo a su compañera de equipo mientras miraba de reojo hacia donde estaban sentados Sally y Peter.
—Pero mi padre era un caballero y mi abuelo un miembro del Parlamento, Peter… —Sally volvió al tema, preocupada y recordando las palabras de Harriet aquella tarde en el West Cottage.
—Sí, cariño, pero en la sociedad de Hong Kong solo cuenta cuán alto estás en la jerarquía administrativa o comercial o cuánto poder tienes respecto a los chinos de la península.
—Bueno, ¿cuenta que estuviera directamente trabajando para el gobernador? —intentó Sally, quien tenía la necesidad apremiante de defender el honor de los Evans.
—Sí, claro, preciosa —dijo Peter sin dejar de mirar el juego—. Es una lástima que no lo acabara.
—Y, ¿cómo lo hago yo, hermanito? —interrumpió Christine—. ¿Lo hago bien?
—¡Muy bien! Eres una jugadora excelente —dijo Peter.
—Lo haces muy bien y con mucho estilo, Christine —añadió Sally, a quien el croquet aburría soberanamente y agradecía que el luto le proporcionara una buena excusa para no tener que jugar—. Las dos sois jugadoras maravillosas, espero que me podáis enseñar. Yo soy negada para este juego —añadió sabiendo que debía halagar a la madrastra y su hijastra por igual o podía crear un mal ambiente.
»¿Te ha mencionado algo, el gobernador, sobre el cuadro? —preguntó Sally con un hilo de voz. Sintió pena al pensar en el cuadro inacabado, tapado por una sábana y cubierto de polvo, yaciendo en el estudio de su padre. Al pensar en ella, la obra pareció cobrar vida y Sally sintió su presencia esperando ser acabada en el taller de Aberdeen Hill.
—Creo que mi padre me dijo que el gobernador había pedido que buscaran un pintor en Macao o Singapur para finalizar la obra de tu padre. Debe de estar esperando a que acabes el luto para hablar contigo del asunto.
—Yo podría acabar el cuadro —aventuró Sally—. En el taller se conservan todos los bocetos de mi padre y creo que puedo hacerme una idea de cómo él querría…
—¿Tú? —preguntó Peter, apartando por primera vez la mirada del juego—. No creo que sea muy apropiado que tú retomes el trabajo de tu padre. Una dama haciendo un trabajo manual…
—No es un trabajo manual. ¡Es arte! —dijo Sally, intentando mostrarse dulce y ocultando su enfado. Justo ahora Mary Ann volvía a mirar en dirección a ellos—. Muchas damas de la alta sociedad son diestras en el arte de la pintura…
—Sí, en efecto, pintan flores, paisajes y retratitos como divertimento —respondió Peter lentamente, denotando algo de paciencia cargada de paternalismo—. ¡Pero no se atreverían a pintar un cuadro para un alto cargo al servicio de nuestra majestad!
—¿Crees que no soy lo suficientemente buena? —Sally estaba notando cómo perdía la compostura. Pero se contuvo. Le hubiera gustado decir que su padre le había enseñado todo lo que sabía sobre pintura, que había aprendido a coger un pincel antes que una muñeca y que la única razón por la que no había proseguido una carrera como pintora era porque era una dama con aspiraciones a convertirse en la esposa de alguien, sin tener la necesidad de trabajar, pero simplemente dijo—: Podría haber sido la próxima Artemisia Gentileschi…
—No sé quién es esa, Sally —dijo Peter con humor—. Estoy seguro de que tienes un gran talento, es una de las razones por las que te amo tanto, pero un día serás mi esposa y es mejor que no intentemos romper ciertas convenciones haciendo pensar a todos que estamos un poco locos. —Y ofreciendo la mejor de sus sonrisas, añadió—: Eso queda entre tú y yo.
Sally le devolvió la sonrisa. No tenía más remedio que admitir que Peter tenía razón. Aunque sentía que le debía a su padre el acabar el gran cuadro al que tanto tiempo le estaba dedicando justo antes de morir, no quería dejar en ridículo su nombre y el de su futura familia política.
Sally desvió sus ojos y miró a Peter con atrevimiento. Observó cómo él miraba el juego, con su nariz recta y sus labios perfilados. Sin ser una belleza clásica, Peter era atractivo y jovial. Había algo hermoso en él y le gustaba observarle cuando no la miraba directamente. Poseía una inocencia casi infantil que lo hacía más atractivo; la clase de cualidad que solamente unos pocos hombres maduros consiguen conservar. En momentos como este, Sally no podía evitar comparar a Peter con Ben. Aun teniendo en cuenta que mantenían en secreto su noviazgo, Sally se sentía segura con Peter. Podía hablar con él directamente de sus sentimientos y sabía exactamente cuáles eran sus intenciones. No había entre ellos el misterioso juego de preguntas sin resolver que siempre había rodeado a Ben. A pesar de todo lo que había ocurrido en el último año, se sentía completamente bendecida por su nueva vida.
Sally interrumpió sus pensamientos y apartó los ojos de Peter para volver a mirar el juego. En un segundo vio a Mister Abbott saliendo de la casa y acercándose adonde se encontraban ellos. Caminaba tranquilamente, con las manos detrás de la espalda y balanceándose ligeramente de lado a lado. Esta era una de las pocas veces que había visto a Mister Abbott salir de la casa y aventurarse en los jardines. Siempre se encontraba en su despacho, al que Sally aún no había sido invitada, o solo salía para trabajar o ir al Hong Kong Club, del cual era un orgullosísimo miembro.
A pesar de que todos los Abbott adoraban a su patriarca, había en su presencia algo que aportaba tensión al ambiente. Siempre emitía sus opiniones, las cuales eran elaboradas siguiendo un recio sentido del deber y religiosamente seguidas por todos los miembros de la casa y del servicio. Por su parte, Sally mesuraba cada una de sus palabras y se sentaba más erguida que de costumbre cuando estaba en presencia de Mister Abbott. Desde que vivía con ellos, la chica había empezado a desear desesperadamente sentir el mismo respeto y devoción que le profesaban los demás miembros del clan; creía que así daría el último paso natural para convertirse en una Abbott. Pero la mirada soberbia del hombre, junto con algo más que Sally no podía explicar, la incomodaban. Las pocas veces que Mister Abbott miraba en su dirección tenía la sensación de que podía leer sus pensamientos. Por esta razón, Sally perseveraba inútilmente en su misión por agradar al gran señor de la casa, quien parecía más bien divertirse con los torpes intentos de Sally. Peter le había dicho que él era así con todo el mundo, pero habían pasado meses y aún se sentía en período de pruebas cuando de Mister Abbott se trataba. Su posible reacción cuando descubriera lo que pasaba entre ella y Peter era una de las cosas que más preocupaban a la chica.
Así que cuando estaba a punto de llegar al lugar donde la pareja se encontraba sentada, Sally movió su torso instintivamente, separándose un poco más de Peter.
—Así que esto es lo que toda la familia Abbott y visitantes están haciendo —dijo Mister Abbott al detenerse al lado de Peter, sin dejar de mirar a su mujer y sus hijos jugando al croquet—. Me acuerdo cuando jugaba al croquet de joven; era un gran jugador.
Tanto Peter como ella prefirieron no comentar que el croquet se practicaba no hacía mucho.
—¿Va usted a jugar, entonces? —se aventuró a preguntar Sally, convencida de que Mister Abbott agradecería su interés.
—¡No! No sea tonta, Miss Salomé Evans —gruñó Mister Abbott—. Yo soy demasiado mayor para estos jueguecitos.
Sally enrojeció rápidamente y no supo qué otra cosa hacer más que mirar en dirección a las Abbott, como si la partida fuera lo más interesante del mundo. Sabía que no serviría de nada añadir más, y haber recurrido a Peter —quien también permaneció callado y, de repente, parecía sinceramente interesado en el juego— únicamente hubiera hecho que un comentario sin importancia se convirtiera en una situación innecesariamente incómoda. Durante los largos minutos que se sucedieron, los tres miraron el juego en silencio, y lo único que podían oír eran las risas y exclamaciones de Mary Ann, Christine y Mary y los comentarios sarcásticos y negativos de Jonathan.
—Miss Evans —interrumpió Mister Abbott de forma imperativa—. He estado hablando con el jefe de policía y con el encargado del servicio de defensa marítima y me han informado que aún siguen sin pistas sobre los ladrones que entraron en su casa. Les gustaría saber si usted puede recordar algo más; cualquier detalle que pueda revelar la identidad de los ladrones podría ayudar.
—No, no recuerdo nada, señor. —Sally no sabía exactamente por qué estaba mintiendo. Sentía que era algo tarde para confesar que durante este tiempo no les había informado de que uno de los ladrones tenía una cicatriz en el pie. Podría decir que simplemente se había olvidado, pero tenía la sensación de que Mister Abbott sabría inmediatamente si mentía o no. Definitivamente Sally no quería ser humillada de nuevo delante de Peter, así que puso su mejor cara de inocencia y aguantó la mirada inquisitiva del hombre lo mejor que pudo. Mister Abbott pareció darse por satisfecho y añadió:
—Muy bien, pues, de todas formas, no creo que nunca podamos encontrar a esos bellacos. Tanto si son piratas como, peor aún, corsarios del Imperio mandarín, va a ser imposible identificarlos, sin pistas, entre la multitud de criminales que abundan en los miles de kilómetros de la costa china.
Esta afirmación reconfortó a Sally. Si era tan difícil encontrar a los piratas, eso quería decir que ya no importaba si ocultaba o no el detalle sobre la cicatriz. Seguramente Mister Abbott tenía razón; después de todo, esos ladrones salieron de la casa, escondiéndose en la oscuridad de las calles de Hong Kong sin ser vistos por la policía o los vecinos. Sería imposible encontrarlos.
Sin embargo, la sensación de alivio fue inmediatamente reemplazada por un gran pesar. Nunca encontrarían a aquellos hombres que no solo provocaron la muerte de su padre, sino que también se llevaron con él su memoria. Si no recuperaban el botín, nunca podría leer la carta que su padre le estaba escribiendo sobre su madre.
—No te preocupes —intervino Peter, mostrando la mejor de sus encantadoras sonrisas y moviendo su mano disimuladamente hasta rozar ligeramente la de Sally—. Si vuelven a atacar serán hechos presos y condenados.
Sally respondió con una sonrisa tímida, y, antes de que pudiera decir algo más Mister Abbott añadió:
—Por otro lado, aún no he obtenido respuesta de la oficina de contratos de la Compañía en cuanto a quién es el abogado de los asuntos de la familia para poder poner en orden el testamento de su padre. Lamento decirle, joven, que los rumores apuntan a que su padre tenía algunas deudas y, por tanto, es necesario saber a cuánto ascendían, cuánto hay en el banco y si el banco se encuentra en Londres o en Bristol. Tal vez sea necesario vender su casa en Bristol para poder pagar las deudas. También cabe decir que tampoco sabemos si su padre había nombrado un testaferro.
—¡No, Christine, eso no se hace así! —se oyó la potente voz de Jonathan de fondo.
—¡Yo creo que sí, querido hermano mayor! —replicó la muchacha.
—Disculpe todo este lío —fue la respuesta de Sally—. Desgraciadamente, mi padre nunca me habló de mi herencia y los ladrones se llevaron todos sus documentos. Por lo tanto, no poseo información alguna acerca de estos asuntos. Sé que años atrás un tal Sir Hampton administraba los asuntos de mi padre y aunque no sé su dirección ni para qué bufete trabaja, creo que está afincado en San Francisco.
—¿San Francisco, eh? No será difícil encontrarlo entonces —dijo Mister Abbott pensativo—. Bueno, de todas formas, querida, no se debe preocupar por nada, ya que yo puedo actuar como testaferro y abogado en su nombre y me aseguraré de que todos sus asuntos estén en orden. No creo que las deudas de su padre asciendan a tanto y la casa de Bristol siempre podrá ser una buena herencia para una chica como usted.
—Le doy las gracias de todo corazón. —Era en momentos como este, cuando Sally se acordaba de lo mucho que debía a Mister Abbott y cómo, a pesar de sus gestos distantes y sus respuestas bruscas, no había recibido de él otra cosa que amabilidad y apoyo.
En ese momento, Mei Ji apareció portando una bandeja con té.
—Espero que disculpe mi atrevimiento —explicó Mister Abbott—. Me he encontrado con su criadita y le he pedido que nos trajera el té.
Mei Ji estaba sentada en el suelo, intentando servir el té sobre la manta donde Peter y Sally estaban sentados, cuando Mary, Christine y Mary Ann se acercaron contentas al ver que llegaba la bebida.
—¡Eh! ¿No tendríamos que acabar la partida primero? —bramó Jonathan desde el campo de croquet. Todos los presentes ignoraron al mayor de la prole, pero su grito pareció causar una gran reacción en Mei Ji. La joven amah se estremeció y palideció. A duras penas pudo continuar sirviendo el té, ya que sus delicadas manos temblaban y parecía que hubiera perdido la concentración. En cuanto acabó, miró a Sally brevemente en forma de disculpa y volvió a la casa caminando deprisa y con la cabeza baja en señal de vergüenza. Sally no tenía ni idea de qué había pasado, y, aunque Mei Ji era de disposición más bien nerviosa, nunca la había visto actuar así.
—Qué chica tan extraña tiene usted por doncella, Miss Evans —dijo Mister Abbott después de tomar su primer sorbo de té.
Una mañana de mayo, Mary, Christine, Peter, Mary Ann y Sally fueron a dar un paseo por el campo. Pronto empezaría la estación del monzón y querían aprovechar el tiempo antes de que hiciera demasiado calor y lloviera casi constantemente. Por fortuna, el día era inusualmente soleado y, a excepción de algunas brumas en el horizonte, el cielo estaba despejado. Los cinco estaban paseando por un sendero improvisado que se alargaba, paralelamente a la costa, en la falda del Tai Ping Shan. A sus pies se extendía el puerto, la ciudad de Victoria, la bahía y Wan Chai. Por encima de ellos se levantaba la montaña y su majestuoso pico, conocido como el peak o el pico de Victoria, el más famoso e imponente de toda la costa.
Sally avanzaba lentamente por este camino improvisado, más apto para pastores y pescadores y sus bestias que para damas inglesas. Aunque aún era temprano por la mañana, ya se notaba bochorno y Sally advertía cómo se acumulaba el sudor en su espalda y en sus muslos. De todas formas, estaba contenta de haber salido de casa. Ya había seguido el duelo durante nueve meses y sufría un hastío feroz, dominado por la falta de diversión y el omnipresente negro.
La isla de Hong Kong no debía de tener más de unos mil kilómetros cuadrados y era una masa compuesta por colinas y montañas cubiertas de tierra volcánica. Aunque el sendero no subía montaña arriba, se podía ver, no solo el mar, sino también la imponente línea de la costa de la península de Kowloon. Sally se detenía a menudo para coger aire y contemplar las espectaculares vistas. Aunque la vegetación no era tan espesa como en la mitad más alta de la montaña, había plantas y arbustos de aspecto tropical que refulgían en un verde intenso que contrarrestaba con el azul oscuro del mar. En Victoria se habían acostumbrado a la humedad, al omnipresente olor a puerto y a los aromas dulzones de especias, té y jazmines. Desde el sendero el aire era más fresco y estaba cargado de esencias de hierbas y flores.
Llevaban dos horas caminando y habían ido ascendiendo paulatinamente, en dirección oeste, donde se encontraba el conocido distrito de West Point. Desde el camino habían visto las playas en las afueras de Victoria pobladas de sampans y junks de los pescadores de la zona. Como pequeñas hormiguitas, se podía divisar a los hombres llevando sus sombreros cónicos y los pantalones arremangados afanados en las barcas, trayendo su primera pesca de la mañana. Parecía que todos los hombres de una familia, o tal vez de una aldea entera, colaboraban haciendo diferentes labores, desde recoger el pescado a plegar las redes o amarrar las barcas.
—Parece mentira que hace solo unos pocos años la mayoría de los habitantes de la isla fueran pescadores pobres como estos —reflexionó Sally en voz alta. Todos los demás participantes de la excursión se pararon para mirar en dirección a los pescadores—. Ahora hay toda una ciudad y un gran puerto.
—Sí, estos pobres chinos deben de sentirse afortunados de que estemos aquí —dijo Mary Ann mientras los señalaba con su sombrilla cerrada—. Les hemos traído la mejor civilización del mundo.
—Creo que China es también considerada una civilización, querida Mary Ann —respondió Peter mientras dejaba las cestas de picnic en el suelo.
—¡Oh, pobre Peter! No puedes decir que eso sea una civilización —insistió ella mientras seguía señalando hacia la playa.
—Creo que Peter se refiere a los mandarines de Pekín —dijo Christine en tono conciliador.
—Bueno, no creo que la vida de estos pescadores cambiara mucho con nuestra llegada —dijo Sally con una sonrisa.
Solo Peter se rio con Sally. Las demás damas miraron a Sally fijamente:
—No entiendo dónde está la broma, Sally —la increpó Mary Ann.
Sally se quedó en silencio y nadie añadió nada hasta que Peter volvió a hablar.
—En Victoria se dice que se espera poder construir un camino que permita subir al pico e incluso construir casas en la montaña. El aire aquí es más fresco, las temperaturas, más bajas y hay menos mosquitos.
—¿Te imaginas una casa con estas vistas? —preguntó Mary mirando directamente a Peter.
Los cuatro siguieron hablando de las posibilidades urbanísticas de la montaña, mientras Sally los seguía en silencio. Pronto sintió cómo el calor la asfixiaba y que podría desfallecer en cualquier momento. Sin embargo, lo último que quería era llamar la atención, así que siguió caminando, intentando no pensar en la pendiente que descendía a su derecha. En un par de ocasiones, Peter la ayudó dándole la mano como apoyo para saltar una piedra o en un tramo difícil. Sally agradecía enormemente sus atenciones, pero cada vez que lo hacía veía cómo las otras tres mujeres los miraban, controlando cada uno de sus movimientos con desaprobación.
—Creo que Sally debe descansar un poco —anunció Peter al resto del grupo.
—¿Estás seguro? —preguntó su madrastra ligeramente molesta—. Estamos a punto de llegar al claro donde haremos el picnic.
—Sí, seguid —anunció el chico con autoridad—. Le daré algo de beber y nos reuniremos en un momento con vosotras en el claro.
—De acuerdo, pero no tardéis, hermanito. ¡Estoy hambrienta! —indicó Christine mientras se alejaba sendero arriba.
—No hace falta que nos esperéis para empezar el desayuno. —Fue todo lo que dijo Peter.
Sally se sentó en una piedra y los dos se quedaron en silencio hasta que las tres mujeres salieron de su vista tras una curva sendero arriba. En ese momento empezó a respirar mejor y, con alivio, sintió que el paisaje cobraba una nueva vida. Era la primera vez que Sally y Peter se quedaban solos en público desde aquella noche que habían bailado en el jardín de la casa del gobernador. Peter le ofreció algo de agua y se sentó a su lado. Sally no dijo nada, tan solo quería disfrutar de este momento a su lado.
Un par de minutos después, Peter rompió el silencio:
—Sé que lo dábamos por hecho… —empezó Peter. Por un momento no supo cómo continuar y se quedó mirando a Sally. La chica le miró. Su piel clara y sonrojada por el ejercicio brillaba al sol. Sus ojos parecían sonreír por sí mismos, aunque su boca se mantenía cerrada en una mueca llena de expectación—. Me gustaría pedirte que aceptaras mi mano, haciéndome así el gran honor de convertirte en mi esposa.
Sally, de alguna manera, sabía que esto iba a pasar. No estaba sorprendida y, extrañamente, tampoco experimentaba la felicidad llena de éxtasis que habría esperado en una situación así. Sentía, sin embargo, un gran alivio. Peter tenía lágrimas en los ojos y Sally no supo qué más hacer que reír y abrazarle.
—¡Soy tan feliz! —dijo Sally, intentando corresponder a la emoción mostrada por Peter.
Los dos estuvieron abrazados durante un largo minuto, y, cuando se separaron, Sally vio por encima del hombro de Peter que no estaban solos. Con la mirada nublada, Sally creyó ver la figura de Mary Ann sendero arriba, mirando en dirección a ellos, y, sin decir nada, la chica dio media vuelta y se marchó rápidamente.
—¡Creo que Mary Ann nos ha visto! —exclamó Sally con preocupación.
—¿Estás segura? —Peter se volvió hacia la parte del sendero donde Sally había visto a Mary Ann con incredulidad—. Seguro que no ha visto nada, ¡vamos!
Los dos siguieron el resto del camino de la mano, callados y simplemente sonriéndose. Cuando llegaron al llano donde les esperaban para el picnic, los dos separaron sus manos entrelazadas y se pararon en seco. Mary Ann estaba de pie, algo inclinada y hablando con las Abbott; en cuanto vieron que la pareja había llegado, los miraron con asombro. Sally se quedó paralizada cuando vio la mirada de Mary, llena de indignación y de algo parecido al asco, dirigida directamente a ella.