—Y esto es una flor de loto —dijo Madame Bourgeau—, ¿ves? —La dama movió el objeto de hierro a un lado y a otro y las pestañas que hacían a la vez de pétalos de la flor se abrieron ligeramente—. Bueno, más bien es un objeto ritual que simboliza la flor de loto.
—Aha —confirmó Sally sin alzar la vista de su cuadernillo—. ¿Para qué se utiliza una flor en un ritual? —añadió más bien por educación que por interés.
Madame Bourgeau suspiró con frustración y rodeó la mesa para detenerse delante de Sally, que no quería dejar de garabatear, pero sabía que este era el momento para cerrar el cuadernillo y atender su lección. Desde su posición, sentada, Sally se encontró frente a frente con el escote de esta mujer rubia y voluptuosa. Los pechos de Madame Bourgeau eran tan desmesuradamente grandes que ocupaban su propio espacio en la habitación. Para la joven Sally, para quien sus pechos justo habían empezado a mostrarse como dos montículos inesperados y tímidos, las mamas de Madame Bourgeau parecían reunir una fuerza especial y potente, como si todo el universo gravitara hacia ellas. Sally sentía envidia de la exuberante feminidad de esta cuarentona de movimientos nerviosos. Solo había empezado a notar los cambios en su cuerpo unos meses atrás, y a la vez parecía que una eternidad la separara de su infancia. Ya no se acordaba de cómo era vivir en su antiguo cuerpo de niña o de cómo era no sentir más inquietudes que las básicas. Ahora Sally sufría un constante estado de exaltación y duda, que incrementaba al no tener ya la opción de correr a los brazos de su padre para buscar consuelo. En su lugar, se pasaba las horas en un estado melancólico teñido de un enfado constante e indefinido.
Theodore no podía soportar el nuevo estado de su hija y, en ocasiones, la dejaba pasar unos días con Madame Bourgeau, quien en su juventud había sido institutriz de la prole de algunas de las familias más importantes de Francia. Sally no sabía la naturaleza de la amistad de su padre con la maestra, pero algo le decía que era mejor no preguntar. No hacía falta ser muy avispado para saber que no era normal que, a veces, se quedaran unos días en casa de una solterona. Theodore se marchaba luego a trabajar en sus pinturas, mientras Sally se quedaba recibiendo clases absurdas en las que se hablaba de lenguas extrañas y flores que crecían en países exóticos.
El cuadernillo azul para sus bocetos se había convertido en su única distracción y en su mayor confidente. Nada más que dibujos definidos por un afectado romanticismo parecían salir de su lápiz. Ninguno de ellos le gustaba o era suficientemente bueno, pero aun así todos suplían fielmente la ardua labor de disminuir su hastío y mostrar su dolor existencial. Más de una vez se encontró llevada, con placer lleno de culpabilidad, a dibujar el contorno de un cuerpo desnudo. El cuello y el torso de los hombres eran sus partes preferidas; dejaba que la mano siguiera el lápiz como si este estuviera meramente revelando una imagen que ya existía. Cuando retrataba mujeres, no las diseñaba desnudas, estaba más interesada en sus rostros y en su pelo. Sus mujeres siempre parecían preparadas para ir a un baile y todas guardaban, de una forma u otra, gran parecido con ella misma. Todas parecían versiones más bellas y adultas de la púber Sally. En un par de ocasiones se sorprendió intentando plasmar el escote de Madame Bourgeau. Se preguntaba si sus pequeños y torpes senos llegarían a ser tan imponentes como los de ella y cómo sería su vida una vez que su nuevo cuerpo tomara forma.
—La flor de loto es un símbolo muy importante en toda Asia —continuó Madame Bourgeau, ahora que se había asegurado la atención de su alumna— y este objeto fue traído del mismísimo Nepal. Ahora bien, ¿me podrías decir dónde está Nepal?
—Hummm entre… ¿India y Tíbet? —dijo Sally sin ganas y preguntándose si los niños de otras familias tenían que aprender las mismas sandeces.
—Muy bien, y ahora dime: ¿Cuáles son las religiones principales que se practican en Nepal? —preguntó Madame Bourgeau moviendo la flor metálica como si se tratara de una batuta.
—El hinduismo y el budismo —suspiró Sally ahora mirando por la ventana.
—Así es. ¿Qué tipo de budismo? —Madame Bourgeau soltó esta última pregunta rápidamente, esperando sorprender a Sally.
—No tengo ni idea —respondió Sally con sinceridad, ya que también esperaba poder acabar con el interrogatorio.
—¡Budismo tibetano o budismo tántrico! —exclamó la maestra.
—Ah, no lo sabía —dijo Sally volviendo a garabatear.
—Bueno, no tenías por qué saberlo, pero siempre es bueno conocer otras culturas en profundidad —explicó Madame Bourgeau volviendo a su lado de la mesa—. En Nepal, en Tíbet y en Mongolia se sigue este tipo de budismo perteneciente al llamado Mahayana. También de esta corriente hay el budismo chan en China, llamado zen en Japón. Pero ya entraremos en más detalle otro día. Volvamos a la flor de loto.
Sally pensó que, después de esta inútil explicación sobre una religión en la que no tenía el menor interés y de la que, estaba convencida, no se hablaba en los círculos sociales en los que ella quería ser introducida, hablar de una flor no podía estar tan mal.
—D’accord —respondió Sally, poniendo su mejor cara de niña buena ante la que Madame Bourgeau respondió con una mueca de incredulidad.
—La flor de loto es representada de múltiples maneras y colores y tiene miles de interpretaciones y usos rituales, estéticos y litúrgicos. Pero, como quiero que te acuerdes de lo más esencial, te diré que la flor de loto es un símbolo de pureza porque, aun siendo una flor majestuosa y bella, nace y crece en las aguas más fangosas y sucias.
—¡Ah! —dijo Sally sin poder evitar echar otro vistazo a los senos de su institutriz.
Sally decidió no decir nada a las Abbott sobre el baile con Peter. De sus amigas, solo Harriet sabía que el travieso de los Abbott la había sacado a bailar a solas en un jardín lleno de humedad y luces mortecinas.
—¿Y te intentó besar? —preguntó Harriet, apretando una mano contra la otra y acercándose a Sally.
—Chsss —dijo Sally mirando alrededor—. ¡Su hermana y su madrastra podrían entrar en cualquier momento!
Las dos se encontraban en el West Cottage tomando un té frío. El día era bochornoso y medio Hong Kong se encontraba languideciendo a la sombra de los jardines en la fonda. Sally había pedido permiso para salir y, aunque aún no estaba autorizada a acabar su luto, Mister Abbott le había concedido permiso basándose en el hecho de que ya había salido de su encierro por duelo para ir al baile del gobernador. Necesitaba comentar con alguien lo que había pasado para poder restarle importancia. Desde aquella noche, no podía parar de pensar en lo que Peter había hecho por ella y en si esto tenía alguna importancia especial. La pregunta de Harriet provocaba el efecto totalmente contrario.
—¿Y bien? —insistió su amiga con una sonrisa pícara.
—¿Qué? —se resistió Sally.
—¿Tú crees que te quería besar? —bajó la voz Harriet.
—¡No! —dijo Sally intentando sonar convincente—. Yo creo que simplemente quiso ayudarme. Ya sabes, hacerme sentir mejor acerca del hecho de que no me está permitido bailar. Fue totalmente inocente.
—Si fue totalmente inocente, ¿por qué no se lo explicas a Christine? Entiendo que Mary no estaría muy contenta, es muy protectora de su hijastro —dijo Harriet con un tono lleno de intención—. Pero Christine querría saber lo que su mejor amiga y su hermano están haciendo, estoy segura de ello.
Sally se quedó parada por un instante, ignorando el comentario sobre Mary, e intentó pensar lo más rápidamente posible una respuesta plausible.
—Bueno, aunque fuera inocente, no creo que Christine lo aprobara y no querría poner a Peter en un aprieto.
—Claro —coincidió Harriet pensativa.
Durante un rato, las dos amigas discutieron las diferentes posibilidades y Sally pensaba que tal vez debía sentirse culpable por no haberse negado a bailar con Peter. Pero estaba disfrutando de la conversación, aunque no pudiera admitir a Harriet, o a ella misma, que también sentía placer en saber que era una preferida del pequeño de los Abbott.
—De todas formas, Peter siempre ha sido algo travieso, sobre todo cuando se trata de amigas de la familia —concluyó Harriet—. Y, si no, mira las atenciones que le dedica a Mary Ann.
—Sí, por supuesto —admitió Sally ocultando su decepción y el hastío que empezaba a sentir cada vez que se mencionaba a Miss Lockhart—. Está claro que Peter solo quería animarme.
—Sí, es un buen chico y nunca se atrevería a contrariar a su familia. —Harriet continuó con sus cavilaciones—. Después de todo, solo soy americana, pero por lo que he aprendido de ustedes los ingleses, creo que los Abbott no dejarían que uno de sus hijos varones cortejara a una huésped y mucho menos a una chica huérfana y sin posibilidades.
Sally intentó abrir la boca para replicar que ella era hija de un caballero y la heredera de una casa en Bristol, sin olvidar que ahora era la protegida de una de las familias más importantes de Hong Kong, pero se detuvo pensando que Harriet era americana y estaba interpretando la situación desde su punto de vista.
Sin embargo, ¿y si Harriet tenía razón? ¿Era ella un mero caso caritativo para los Abbott? De repente, la sensación de vergüenza se volvió cegadora. Todo este tiempo había pensado que los Abbott la consideraban una más. Sally pensó entonces en su padre pintando el cuadro para el gobernador, en la reacción de Keying en el baile y en la naturalidad con la que Peter la consideraba su amiga. Después de todo, ella sería una invitada de los Abbott por tiempo indefinido. En cuanto el período de luto acabara, estaba segura de que encontraría un esposo que afianzaría su situación.
Los pensamientos de Sally se vieron interrumpidos por la llegada de las otras chicas del grupo, quienes se unieron a la mesa para tomar el té con ellas. Todas las Mary Ann de Hong Kong estaban allí, las Abbott y algunas de las otras esposas de miembros importantes de la Compañía.
—Bueno, ahora que no voy a dejar a Harriet sola, si me disculpáis, me voy a volver a casa. —Y sin hacer caso de las protestas de sus amigas, añadió—: Ya he estado fuera demasiado tiempo, creo que debo volver.
—Creo que has optado por lo más sensato, querida —aprobó Christine.
En realidad, Sally no se encontraba muy bien. Su vestido azabache solo empeoraba aún más la ya insufrible humedad del ambiente. La casa de los Abbott no estaba a más de diez minutos de la posada donde se encontraban, pero Sally caminaba lentamente sumida de nuevo en sus cavilaciones y, por tanto, no vio a Mistress Elliott cuando se cruzó con ella en Victoria Road.
—¡Miss Evans! —exclamó la misionera—. ¡Miss Evans! ¿Cómo está usted?
Sally se detuvo en seco y se disculpó por no haberla visto.
—No se preocupe, todos tenemos momentos en los que nos perdemos en nosotros mismos —dijo Mistress Elliott.
Sally quiso replicar que no se imaginaba a la siempre atenta y diligente esposa del clérigo ensimismada, pero, antes de que pudiera decir nada, sintió cómo la sangre abandonaba su cabeza rápidamente. En unos segundos, había perdido el equilibrio y las fuerzas. Todo a su alrededor estaba desapareciendo detrás de una neblina blanca. A duras penas pudo encontrar un punto de apoyo y, cuando lo hizo, vio su mano tocando la pared de la fachada de una de las casas. Un picor extraño y frío atacaba su piel. Tampoco podía oír bien, aunque distinguía la voz de Mistress Elliott llamándola.
Cuando se despertó estaba en una sala completamente desconocida para ella. La habitación era oscura y algo pequeña. Parecía un estudio o sala de estar y se oía el ruido de la calle. Cuando pudo enfocar bien, percibió que había dos figuras en la habitación sentadas junto a ella. Se trataba de los Elliott.
—Lo ves, querido, te dije que no tardaría nada en despertarse. —Mistress Elliott se acercó a ella y le ofreció un vaso de agua.
—Gracias, Mistress Elliott —dijo Sally con vehemencia. Se encontraba mucho mejor, aunque aún sentía un peso que le oprimía el pecho y no le dejaba respirar.
—¡Oh! Puedes llamarme Henrietta —le indicó Mistress Elliott. Sally se sorprendió al darse cuenta de que, después de todas sus excursiones caritativas juntas, nunca había sabido cuál era el nombre de esta mujer.
—Henrietta —repitió Sally—, muchas gracias. No sé lo que me ha pasado.
—Ha tenido una fuerte bajada de tensión —respondió Mister Elliott—. Seguramente está algo deshidratada y el calor y la humedad no han ayudado.
—Sí, pasa muy a menudo —continuó su esposa—. Te he traído a nuestra casa porque estaba muy cerca de donde te has desmayado. He tenido que pedir a un par de mozos chinos que me ayudaran.
—Estoy avergonzada —murmuró Sally, que se podía imaginar a la delgada Henrietta y a dos hombres cargando su cuerpo en medio de la calle.
—No es necesario avergonzarse, pero sí que le recomendaría que no fuera sola por la calle cuando hace tanto calor, o bien que se hidrate debidamente.
—Sí, no me gustaría desmayarme de nuevo y que el doctor Robbins me dijera que padezco un caso de histeria. —Sally dijo esto y se arrepintió casi inmediatamente, pero los Elliott no entendieron su comentario irónico y se limitaron a asentir educadamente.
—Bueno, creo que esto nos brinda la oportunidad de darle nuestro más sincero pésame. Espero que recibiera nuestras condolencias.
Sally no tuvo más remedio que admitir que nunca leyó ninguna de las notas que recibió cuando murió su padre. Mientras decía esto, deseó no haberse marchado y haberse quedado en el Cottage con una de sus amigas. Prefería mil veces estar haciendo algo de gup que estar sentada en este sombrío cuarto de estar hablando de la muerte de su padre.
—Lo entendemos perfectamente —aseguró Mister Elliott—. La muerte de su padre fue un suceso sumamente trágico y queremos que sepa que podrá contar con nosotros para cualquier cosa que necesite.
—Gracias, Mister Elliott, es usted muy amable. —La forma de hablar del clérigo era algo pretenciosa, pero Sally sabía que sus palabras eran honestas.
»¿Cómo va su misión, Mister Elliot? —Era todo lo que a Sally se le había ocurrido para llenar el silencio.
—Muy bien, gracias. Hemos empezado a planificar y a colectar dinero para una nueva escuela. Aunque debo decir que le debo tanto a mi esposa… Está llevando a cabo una labor sin igual. Tenemos cuatro chicas chinas nuevas que han sido enviadas por sus familias para ser educadas bajo nuestra tutela.
—Felicidades, Mistress Elliott; quiero decir, ¡Henrietta! —dijo Sally aún con un hilo de voz debido al mareo.
—Gracias, la verdad es que estamos muy contentos.
—Siento no haberla acompañado más… —dijo avergonzada pensando que habían pasado meses desde la última vez que fue a una de las aldeas.
—No se preocupe —interrumpió Henrietta—. Ahora su trabajo es honrar a su padre de la mejor manera posible.
Después de beber un par de sorbos más, Sally empezó a encontrarse mejor y Mistress Elliott le ofreció unas sales para oler y un palo de regaliz. Sally nunca había probado uno y Mister Elliott le indicó que lo mordiera y así se encontraría mejor. Cuando mordió lo que parecía una rama tierna, Sally se sorprendió gratamente de notar un gusto fuerte y fresco en la boca.
—Es un remedio holandés que aprendí en Macao —dijo Mister Elliott.
—¡Oh! No sabía que habían vivido ustedes en Macao… —Sally sintió que esta aburrida pareja cobraba interés inmediatamente.
—¡Yo no! Esta es mi primera vez en Asia; fue Mister Elliott cuando era joven, antes de casarnos.
—¿Ah, sí? ¿Es Macao muy diferente a Hong Kong?
—En algunas cosas se parecen mucho, pero, en general, Macao es más antiguo, con familias de todo el mundo establecidas desde hace años. Hong Kong es más propiamente británico.
—Algunas de estas familias se han mudado posteriormente a Hong Kong, ¿no es así, querido? —añadió su mujer.
—Sí. —Fue todo lo que dijo él—. Conocí a los Davis y a los Low y también al capitán Wright y a su familia.
Cuando Mister Elliott mencionó a Ben, Sally sintió cómo le daba un vuelco el corazón. Después de la muerte de su padre, el capitán Wright y su fuga se habían convertido en la comidilla de Victoria. Pero todo el mundo, a excepción de Mary Ann, intentaba no mencionar al americano delante de ella. Mister Elliott era, pues, la última persona de la que esperaba oír mencionar al capitán, y, por su actitud, el clérigo no debía de tener la menor idea sobre la relación de Sally con el americano.
—Muchas familias, así es —dijo rápidamente Henrietta intentando desviar la atención de lo que su marido acababa de decir. Pero Sally no pudo resistir la tentación de preguntar más.
—¿Usted conoció al capitán? ¿Cuándo?
Mister Elliott miró a su mujer incómodo. Parecía que acababa de darse cuenta de que no tenía que haber mencionado a Wright, pero Mistress Elliott permaneció estoica, y, en su silencio, su marido vio la aprobación para continuar.
—Nos conocimos brevemente. Él era prácticamente un niño y yo acababa de salir de la adolescencia y llevábamos poco tiempo en la isla. Él estaba visitando a su tío y yo estaba ayudando en el orfanato local.
—¿Su tío? —Sally estaba confundida. Había oído hablar a Ben sobre su familia, pero nunca le había oído mencionar a su tío o una visita a Macao durante su infancia. Las dudas la llevaban a querer saber más urgentemente—. ¿Quién era su tío?
Sally volvió a notar cómo Mister Elliott miraba a su mujer de reojo y no pudo evitar insistir. El desconocimiento sobre una persona que en el pasado había creído tan cercana le hacía exorcizar una angustia casi olvidada.
—El capitán Wright es el sobrino de Charles W. King —anunció Mister Elliott. Sally se dio cuenta de que los Elliott esperaban que ella conociera ese nombre, pero era la primera vez que lo oía. Tomó otro sorbo de agua y esperó pacientemente a que su interlocutor se diera cuenta de que debía darle más información.
—Los King, una pareja realmente remarcable —dijo Mister Elliott como pensando en voz alta—. Mientras que casi la totalidad de los comerciantes de Macao estaban directamente relacionados con el comercio de opio, Charles W. King hizo campaña contra él.
Sally agradeció que Mister Elliott no usara un aire condescendiente cuando le hablaba de la familia King y, aun a riesgo de sonar más ignorante, no pudo evitar preguntar por qué el señor King se oponía al comercio de opio.
—Querida —respondió de forma algo severa Mistress Elliott, interrumpiendo así a su paciente esposo—, por lo que he oído, Mister King es un buen cristiano, un hombre muy celoso de su religión, y el comercio con una droga no es algo que todos los fieles de Cristo vean con buenos ojos.
—En efecto, el opio es un narcótico extremadamente potente que ha hecho verdaderos estragos sobre la población en China —informó Mister Elliott en un tono más neutro.
—No sabía que sus efectos fueran tan perniciosos. —Cuando dijo estas palabras, Sally se dio cuenta de cuán inocentes sonaban. Para ella, este era un comercio tan normal como el del té o las especias y nunca le había dado mucho en lo que pensar. Había oído hablar de los fumaderos de opio, pero le parecía algo tan distante y legendario como los harenes del Medio Oriente.
—Dios te bendiga, querida —es todo lo que se limitó a contestar Mistress Elliott abrigada por el silencio de su esposo—. El opio es una poderosa droga que crea una adicción sin igual.
—Así que, ¿qué hizo Mister King para demostrar su oposición al opio? —Sally retomó el tema intentando ignorar el tono paternalista de su amiga.
—No es tanto lo que hizo sino en qué participó. Como he dicho, los King eran un matrimonio formidable. Charles King se casó con Charlotte, quien creo que se apellidaba Benhews por aquel entonces. Ella era una buena cristiana, una mujer fuerte e inteligente. —Mister Elliott hizo una pausa para mirar a su esposa, dando a entender que estas cualidades también se aplicaban a ella—. Charlotte King no solo hablaba cantonés con fluidez, sino que también fue, por ejemplo, la primera mujer americana que se adentró en Japón en misión oficial. Fue, junto a su marido y otros miembros de la congregación, en misión evangelizadora para devolver a su tierra a unos marineros japoneses víctimas de un hundimiento.
—Desde luego —dijo Sally imaginándose a la joven americana divisando la costa de Japón a bordo de un barco en donde ella era la única mujer.
—Así pues, hace unos quince años, King preguntó al entonces comisionado Lin si podía presenciar la quema de cargamentos de opio y el diplomático dio su permiso a él y a Mistress King. Las mujeres occidentales no habían recibido permiso para pisar territorio chino hasta entonces. El matrimonio se aventuró río arriba, en el río de la Perla, y creo que fue en Humen donde pudieron ver, según me describieron ellos mismos, cómo los paquetes de opio se abrían y se esparcía su contenido en una mezcla de cal y sal que se tiraba luego al río. Aún me acuerdo cómo describían el olor penetrante y las náuseas que sintieron.
—¿Qué olor? —preguntó Sally, fascinada por la descripción y la vida de Charlotte.
—Dulce, dulzón. Abrumador —le contestó Mister Elliott.
Por un momento, los tres se quedaron en silencio. Sally siempre había pensado que la guerra entre chinos y británicos había tenido unas razones simplemente más comerciales. Sin embargo, empezaba a entender que las autoridades chinas combatían algo similar a una plaga.
—No sabía nada sobre los King —concluyó Sally—. Muchas gracias por la información, creo que ahora debería irme, llevo aquí un buen rato y no quiero que los Abbott se preocupen por mi ausencia.
—Podemos enviar una nota para que la vengan a recoger —ofreció Mister Elliott diligentemente.
—No se preocupe, me encuentro mucho mejor y creo que me sentará bien caminar para despejarme.
Mister Elliott insistió en acompañarla a casa y salieron de nuevo a la calle, ocupada por un gentío. Los dos marcharon en un silencio solamente interrumpido por Sally para preguntar si el capitán y él habían retomado el contacto en Hong Kong.
—Los dos fuimos presentados y hablamos brevemente de nuestro pasado encuentro en Macao y nuestros conocidos comunes. Pero creo que fue la única vez que vi al capitán Wright.
Sally quería preguntarle si sabía por qué alguien que había sido criado por un opositor al comercio de la droga acababa siendo un vendedor corrupto de la misma. Sally deseaba, con todas sus fuerzas, poder responder algunas de las preguntas que, desde hacía un tiempo, surgían en su vida y quedaban sin contestar. Pero no le cabía la menor duda de que el pobre Mister Elliott, aun con sus mejores intenciones, habría sido incapaz de resolver sus dudas. Así que, cuando llegaron a la casa, se despidieron educadamente y Sally entró en la mansión de los Abbott con la determinación de olvidarlo todo sobre Ben y el dichoso opio. Prefería ocupar sus pensamientos con Peter y su baile prohibido en el jardín.