Los primeros meses de luto pasaron lentamente. La ausencia de su padre constituía el origen de un dolor constante. Un dolor físico que se manifestaba en el pecho y el estómago y no la dejaba respirar. Muchas veces se había preocupado por la salud de su padre, pero nunca llegó a pensar que tendría que acostumbrarse a su ausencia. Tampoco ayudaba el pensar que Theodore podría haber estado implicado o haber ayudado a Ben en un negocio fraudulento, pero intentaba bloquear esas ideas cada vez que surgían. A veces, el sentimiento de pérdida era tal que tenía pequeños, y secretos, ataques de pánico. Estaba sola en el mundo, completamente desprotegida. En estos momentos de angustia se consolaba pensando en la suerte que tenía al haber conocido a los Abbott.
No solo le habían ofrecido un refugio en el que poder recuperarse de todo lo que le había pasado, sino que le proporcionaban un entorno familiar tan deseado como desconocido para ella. Christine y Mary eran dos mujeres cariñosas y alegres que representaban un ejemplo a seguir. Siempre tenían opiniones juiciosas y se movían, se sentaban y respiraban siguiendo el decoro y las normas del buen gusto. Sabían qué tipo de soufflé ordenar para una cena y qué tipo de guantes llevar a cada momento. A su lado, Sally se sentía torpe y destartalada, pero le gustaba poder aprender de esas damas de educación más convencional.
Los hombres Abbott eran muy diferentes entre sí. Mister Abbott era el cabeza de familia y actuaba como tal en todo momento. Cuando todos estaban reunidos, él llevaba la voz cantante, elegía los temas de conversación y administraba justicia si alguien llevaba la contraria. En general, todos los Abbott seguían conversaciones armoniosas en las cuales no había enfrentamientos, solo dialéctica fluida y deportiva. Peter era el único que, en ocasiones, se oponía a los otros miembros del clan. Sally llegó a deducir que esto se debía más a un divertimento personal que a una confrontación abierta con su familia. A veces todos se lo tomaban en broma y, otras veces, se desarrollaban largas horas de conversación para hallar una solución a la discusión iniciada. Por último, Jonathan, el hermano mayor de la familia, era más bien de personalidad callada y taciturna. Físicamente era grande y fuerte como su padre, mientras que Peter tenía una figura grácil y esbelta.
Sally disfrutaba enormemente de las conversaciones y de las largas veladas familiares, aunque, en ocasiones, se sentía más como un espectador que como un participante. Aun así, ya no había más viajes, conversaciones crípticas, misterios del pasado… la vida en casa de los Abbott transcurría como ella siempre lo había deseado: con una cotidianidad confortable y previsible. Por esta misma razón, Sally decidió olvidarse de Ben y de las dudas que su comportamiento había levantado sobre él y su padre. De nada servía volverse loca pensando en posibilidades y preguntas que no llevaban a ningún sitio.
De esta forma, Sally se alejó de Aberdeen Hill y de las cosas que ahí habían sucedido. Mientras estuviera de luto, no tenía por qué marcharse a ningún sitio, y, siendo una huérfana tan joven, los Abbott le dejaron bien claro que podría estar con ellos todo el tiempo que quisiera.
Un día, estaba leyendo en la biblioteca de los Abbott cuando uno de los criados anunció la visita de Mister Cox. Sally no tenía ganas de ver a nadie relacionado con Aberdeen Hill, pero no podía rechazar el hecho de dar audiencia a su mayordomo. Cuando el hombre entró en la biblioteca, estaba nervioso y Sally no sabía si eso se debía a que traía malas noticias o, simplemente, a que se sentía incómodo en la gran mansión de los Abbott.
—¿Cómo está usted, Miss Evans? —se inclinó Mister Cox mientras miraba a su alrededor.
—Estoy bien, gracias, Mister Cox. ¿Le puedo preguntar a qué se debe su visita? ¿Está todo bien en Aberdeen Hill?
—Sí, sí, todo bien —respondió Mister Cox sin mirarla directamente—. Solo quería hablar con usted de un tema un poco delicado.
Sally había disfrutado de la paz sin sobresaltos en los últimos meses, así que sintió cómo se le hacía un nudo en el estómago. No quería encontrarse con más sorpresas o tener que afrontar nuevos hechos inesperados. No obstante, ahora no podía escapar de lo que Cox tenía que decirle.
—Dígame, Mister Cox —intentó decir como una adulta, como si fuera Mary o Christine.
—Verá, usted ya ha estado fuera de la casa un tiempo y nosotros no tenemos mucho más que hacer en una casa vacía. Mistress Black y yo hemos pensado que, tal vez, podríamos buscarnos un nuevo emplazamiento para este tiempo en el que usted no resida en Aberdeen Hill. Por supuesto, en el caso de que usted vuelva a ocupar la casa, nosotros estaríamos dispuestos a volver a nuestro antiguo puesto.
Sally dejó ir un suspiro de alivio. Ahora entendía por qué Mister Cox estaba nervioso. No solo le estaba pidiendo un favor, sino que le estaba mencionando un tema relacionado con dinero, algo vergonzoso para un mayordomo de su categoría. Mister Cox estaba intentando hacer su petición con elegancia y educación.
—Ningún problema, lo entiendo perfectamente —afirmó Sally, levantándose de su asiento—. En cuanto tenga planes de volver a mi casa, se lo haré saber. ¿Solo son ustedes dos los que se quieren marchar?
—Bueno, Mistress Bean dice que está contenta de quedarse en su puesto. Está esperando un bebé y el trabajo tranquilo de la casa ya le va bien. Los criados chinos venían con la casa, y, a no ser que usted quiera prescindir de ellos, están contentos de quedarse para mantenerla limpia y cuidada.
—¡Qué buenas noticias para Charlie! ¿Podría decirme si Yi Mei Ji querría mudarse aquí y hacer las veces de doncella? —preguntó Sally, pensando que sería un detalle para con los Abbott traerse su propio servicio, dando así menos trabajo a los sirvientes de la casa.
—Honestamente, señorita, no creo que deba usted tener en cuenta la opinión de una criada china sobre el asunto. Si desea que se mude aquí con usted, ella tendría que estar feliz de complacerla.
Sin manifestar que no estaba del todo de acuerdo con esta última afirmación, Sally agradeció la información a Mister Cox diciendo que lo preguntaría a su nueva familia y le haría saber si era necesario enviar a la amah. Sally se sintió enormemente aliviada de conocer que su casa estaría ahora más vacía, sin tanta gente esperando su regreso. En cuanto Mister Cox se marchó, decidió escribir un mensaje a Charlie felicitándola por las buenas noticias. No fue hasta que envió la nota que se dio cuenta de que tal vez su cocinera no sabía leer.
La última vez que se preparó para un baile, su vida era completamente diferente. La expectación y las esperanzas eran parte de la rutina previa al evento. Ahora solo debía ponerse un vestido negro y recogerse todo el pelo en un moño sin florituras. Mei Ji, que se había trasladado a la mansión Abbott, la ayudó para prepararse según las convenciones del luto, pero con gusto y a la moda.
Asistía al baile en casa del gobernador porque su esposa le había enviado una invitación personal llena de conmiseración y amabilidad, pero en realidad hubiera preferido quedarse en casa, tendida en la cama, intentando no pensar en el baile. No se sentía atraída en lo más mínimo a pasar una noche mirando los bonitos vestidos de las otras damas o, peor aún, contemplando a las parejas bailando y divirtiéndose.
—No te preocupes, Sally —la consoló Christine—, habrá mucha gente que no estará bailando y podrás mantener animadas conversaciones con otros asistentes al baile.
Christine tenía veintiún años y los bailes eran la ocasión perfecta para encontrar esposo. Cada baile era un gran acontecimiento que esperaba con entusiasmo poco disimulado. Se pasaba horas eligiendo vestidos, combinando accesorios y probando peinados. En el pasado, Sally había disfrutado de este protocolo, pero ahora se limitaba a sentarse y a observar cómo su amiga se dejaba llevar por la emoción de los preparativos. Por suerte, Mary era una mujer casada, y, aunque gozaba tanto como su hijastra de las fiestas, debía también mantenerse en un segundo plano y observar.
—Me encanta poder contemplar a las mujeres completamente acicaladas y llevadas por esta dulce anticipación previa a un baile —exclamó Peter, al ver a las damas ya preparadas bajar por las escaleras.
—¡Oh, por favor, Peter! Eres un travieso —dijo su madrastra.
—Bueno, hermano, ¿tengo razón o no? —preguntó Peter a su hermano Jonathan, que se encontraba con él tomando un brandy. Jonathan Abbott se limitó a gruñir por toda respuesta y siguió con la conversación que estaba manteniendo con su padre.
—Espero que Sally pueda deshacerse de este duelo tan inútil que lleva y poder pedirle un baile pronto —prosiguió Peter.
—¡Peter! —exclamaron su hermana y su madrastra casi al unísono.
—¿Qué? Sally solo tiene dieciocho años y lleva meses guardando luto por su padre. —Peter se defendió sin dejar de sonreír.
—No escuches a mi hermano —dijo Christine a Sally—, le encanta provocar.
—Tranquila, he aprendido a no hacerlo cuando bromea —afirmó Sally, quien, en el fondo, se sentía halagada por el comentario de Peter.
—¿Quién dice que bromeo? —replicó el chico.
En más de una ocasión, Peter había comentado la belleza de su huésped o flirteaba con ella descaradamente. Todos estaban acostumbrados a las bromas y los comentarios del hijo pequeño de la familia y Sally agradecía estas interrupciones locuaces e inocentes a su cotidianidad marcada por el negro y el duelo.
El baile en casa del gobernador había sido un acontecimiento esperado por toda la clase alta de Hong Kong. No solamente porque el anfitrión era el mismísimo gobernador, sino también porque se esperaba la presencia de un invitado muy especial: el comisionado Keying, acompañado de su séquito, iba a asistir a la fiesta. Todo el mundo tenía curiosidad por ver al mandarín de cerca y, por eso mismo, Mister Abbott, quien raramente asistía a fiestas, los acompañó con la excusa de que había sido invitado por el gobernador y, por tanto, no tenía más remedio que ir.
—Keying es un viejo conocido en Hong Kong —anunció Mister Abbott en la calesa de camino a la fiesta—; fue el responsable de negociar con nosotros el Tratado de Nankín en el cuarenta y dos, cuando los chinos perdieron la guerra. He oído al gobernador y otros colegas decir que es un gran admirador de la cultura británica. Creo que eso dice mucho de su valor como ser humano —añadió Mister Abbott.
—Dicen que la corte del emperador es de las más grandes del mundo —mencionó Christine para llenar el silencio que siguió al comentario del patriarca.
—Así es, querida —agregó Mister Abbott—. Su palacio se conoce con el nombre de «la ciudad prohibida». Se dice que es un complejo tan grande como una verdadera ciudad construida con un sistema de patios amurallados diseñados para su defensa.
—¿Cuánta gente debe de vivir en ese palacio? —preguntó Mary a su marido.
—Miles —respondió Mister Abbott—. La jerarquía y las normas de la corte de los Qing son de las más complicadas que existen.
—Así es, padre —añadió Peter con fascinación—. Y de las más desconocidas.
—Pero no lo entiendo —interrumpió Christine—. Si estos son los Qing, ¿por qué los llamamos mandarines?
—Creo que tiene algo que ver con el dialecto que se habla en Pequín —contestó Mister Abbott.
—Ese es el nombre que los monjes jesuitas portugueses dieron a los miembros de la corte en Pequín. «Mandarín» viene de la palabra «mandar» en portugués. Es la palabra que se dio a los que mandaban y, por extensión, a los chinos del norte y a su lengua. —Sally había oído la explicación de Theodore meses antes y lo narró con entusiasmo. Estaba contenta de poder contribuir a la conversación. Cuando acabó, se dio cuenta de que todos los miembros de la familia Abbott la miraban en silencio y, sin saber por qué, podía notar cierta desaprobación de su intervención.
—¿Está segura? —interrumpió el silencio Mister Abbott—. ¿No cree que tal vez esa es una historia algo ridícula?
Sally no respondió nada, aunque notó que sus mejillas ardían. Nunca se había planteado que algo que le dijera su padre no fuera verdad y a ella no le parecía una explicación absurda. Pero decidió mostrar modestia para con el hombre que le había dado un refugio e intentó sonreír amablemente el resto del viaje sin mostrar la vergüenza que sentía por su metedura de pata.
—No te preocupes, a veces mi padre es un poco duro, pero no te lo tomes al pie de la letra —le dijo Peter disimuladamente cuando bajaron de la calesa—. Yo también he oído esa explicación y no me parece ridícula.
Sally agradeció tímidamente la muestra de solidaridad de Peter y observó cómo el chico se dirigía hacia el interior de la casa del gobernador. Hasta ahora este chico no había sido para ella otra cosa que el hermano atrevido y encantador de Christine. Pero, al ver su figura adentrarse en el recibidor de la mansión, se sorprendió a sí misma deseando que su luto se acabara pronto para poder bailar con él.
Sin embargo, se tenía que resignar a contemplar cómo los demás disfrutaban de la fiesta. Aunque asistía al baile como invitada de la esposa del gobernador Bowen, Sally sabía que debía mostrar en todo momento una actitud llena de modestia y humildad. No hubiera sido bien visto que se riera abiertamente, que iniciara conversaciones o que, como bien le había indicado Mary, se paseara demasiado. Por esta razón, Sally presentó sus respetos al gobernador y a su esposa pensando en retirarse a un segundo plano tan pronto como hubieran acabado.
—Me alegro de que haya venido al baile —dijo Mistress Bowen.
—Sí, no queríamos que se quedara encerrada en casa durante todo el luto. ¡Es usted tan joven! Y creo que todos podemos ser algo flexibles con las tradiciones —dijo el gobernador, que era un hombre muy alto, gordo, canoso y de semblante amable. Sally pensó que tenía la actitud y la forma físicas necesarias para un gobernador.
—Gracias, gobernador Bowen —repitió Sally con una leve inclinación—. Me sentí muy halagada al recibir su invitación.
—De hecho, fue nuestra querida hija pequeña, Emily, quien me recordó que debíamos avisarla e hizo que mi esposa le enviara la invitación. —El gobernador señaló un grupo de chicas a las que Sally conocía de vista, pero a las que no había sido presentada. Sin duda, aun siendo la hija del principal administrador de la colonia, la chica no pertenecía al mismo círculo social que Mary Ann Lockhart o las Abbott.
—¿No te enteraste? —dijo Mary Abbott cuando caminaban hacia donde se encontraba el resto de sus amigas—. Justo antes de venirse a Hong Kong, Emily y dos más de sus hermanos anunciaron a sus padres su intención de convertirse al catolicismo. ¡Se dice que Emily ha expresado su deseo de convertirse en monja!
—¿De verdad? —preguntó Sally, quien ahora entendía por qué su grupo de amistades no se relacionaba con la chica.
—Sí —dijo Mary—. Mister Abbott me ha dicho en confidencia que se esperaba mucho del nuevo gobernador, siendo un experto en estudios chinos, pero que desde que ha llegado todo es un caos y en parte se debe a que no es el mismo desde que su querida hijita lo ha traicionado de esta manera. ¿Católicos? ¡Qué locura!
Sally se limitó a sonreír, aunque era una de esas ocasiones en que se sentía como una intrusa en un mundo ajeno. Después de todo, Sally se había criado entre católicos, y, aunque su padre nunca había mostrado ningún interés por la religión, sabía que su madre había sido católica, al menos de educación.
Cuando se reunieron con su grupo, vieron cómo todas sus amistades más cercanas, y vinculadas con los Abbott, habían llegado al baile: Mary Ann Lockhart y Harriet Low, pero también Mary Ann Shaw, Mary Ann Pine y Charlotte Pritchard.
—¡Dios nos bendiga! Mary Ann es ciertamente un nombre popular —se oyó a Peter comentar este hecho a su hermano y a otros caballeros que se encontraban charlando al lado del grupo de las chicas. Por primera vez en toda la velada, y tal vez en todos estos meses, Sally oyó algo que le hizo querer reírse a carcajadas. Sabía que no estaba bien visto reír y mucho menos escuchar conversaciones ajenas, así que tuvo que morderse el labio para disimular. Pero nadie pareció prestar ninguna atención a lo que Sally hacía porque, en ese momento, el salón al completo hervía con la emoción de la llegada del enviado del emperador.
Todo el mundo pareció detenerse para mirar en dirección a la puerta. Sally intentó con disimulo ponerse de puntillas y mirar entre el mar de cabezas y sombreros que se extendía entre la esquina donde se encontraba y la parte donde estaba el emisario y su séquito.
—¿Veis alguna cosa? —preguntó Mary Abbott en voz baja.
—Solo veo unos gorros de seda —replicó Sally.
—No se ve nada —contestó otra de las chicas.
—¡Ven! —Sally oyó de repente una voz cálida que susurró muy cerca de su oreja. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, notó cómo la cogían de la mano y la instaban a moverse. Era Peter, quien, con soltura y firmeza, la arrastraba entre el gentío, bordeando la sala. Sally sabía que no se tendría que haber alejado del grupo de amigas que la acompañaban, pero no pudo resistirse a seguir al joven. La posibilidad de ver de cerca al misterioso enviado y el contacto de la piel caliente de Peter con la seda de su guante era lo más excitante que le había pasado en mucho tiempo. Si alguien los pillaba sabía que Peter se inventaría una buena excusa y, de todas formas, todo el mundo estaba demasiado pendiente de lo que pasaba en la parte frontal de la sala.
Cuando estaban casi en paralelo con la puerta, Peter se detuvo. Parecía un niño llevado por la emoción de una travesura.
—¡Mira! Qué serios que son estos señores mandarines —dijo mientras estiraba el cuello. Sally quiso decir que ella no era suficientemente alta como para ver nada, cuando Peter la tomó por la cintura y con un movimiento lleno de fuerza y agilidad la levantó. Sally tuvo que reprimir un gritito al notar que sus pies ya no tocaban el suelo, pero en su lugar se mordió los labios y puso, de forma instintiva, sus manos sobre las de Peter. Sally pudo ver por unos segundos a un hombre no muy alto con un hermoso traje tradicional manchú en seda azul; justo en el centro del pecho, mostraba un cuadrado profusamente decorado de lo que parecía un bordado, y también llevaba un largo collar de perlas y un sombrero negro y cónico. Se encontraba rodeado de otros individuos que llevaban trajes similares. Al lado del grupo principal estaba Mister Abbott, acompañado de Daniel Kendall y otros caballeros.
—Ya los he visto, ahora puedes bajarme —indicó Sally girándose hacia atrás con dificultad, ya que el corsé se le estaba clavando en la piel de la cintura—. Si alguien nos viera así…
—¿Quién nos va a ver? —preguntó Peter de forma retórica sin dejar de sonreír.
Sally quería decirle lo poco correcto que era este proceder. Pero en su lugar no pudo evitar mirarlo a la cara y devolverle la sonrisa. Hacía mucho tiempo que no se divertía así y no se había dado cuenta de hasta qué punto necesitaba un momento fuera de los límites marcados por la vida de una huérfana en luto.
—Gracias. —Fue todo lo que se limitó a decir—. ¿Quiénes son los caballeros que están al lado de tu padre? —preguntó Sally pensando que debía empezar a ser capaz de conocer a más personalidades ilustres de Victoria.
—A ver —dijo Peter, intentando localizar a su padre entre la muchedumbre—. ¡Ah, sí! Ese es Daniel Kendall y su hermano James, un buen amigo mío, y luego está Mister Palmer, el señor con el gran bigote, es el secretario general de la colonia, pero mi padre siempre dice que él es el verdadero dueño de esta ciudad.
—¡Ah! —dijo Sally, mirando a su alrededor. Sally quería mencionar a algún conocido, pero se dio cuenta de que su círculo de conocidos era limitado. Por fin dijo—: No veo a William Turner, el periodista del Friend of China.
—¿Conoces a Turner? —preguntó Peter sorprendido y pronunciando el nombre con desdén.
—Lo conocí brevemente hace meses —dijo Sally pensando que sería mejor no mencionar la conexión de Turner con Ben y su padre.
—No creo que esa rata sea bienvenida en casa del gobernador, ni en ninguna casa decente de esta ciudad. Después de las calumnias que se ha dedicado a inventar para estropear el buen nombre de varios grandes hombres de esta colonia… ¡Mary nos está buscando! —interrumpió el chico, que había visto a su madrastra mirando a su alrededor buscando a Sally. Peter volvió a coger la mano de Sally y, de la misma manera que se la había llevado, la trajo de vuelta junto a su madrastra.
—¡Peter, Sally! —exclamó Mary en cuanto los vio llegar. Sally habría deseado que nadie hubiera notado su ausencia, pero era evidente que había estado buscándola—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estabais?
Sally iba a decir que con el gentío se había mareado y que Peter, amablemente, la había acompañado a un extremo de la sala cerca de la ventana. Pero antes de que pudiera abrir la boca contestó por ambos:
—He llevado a Sally a un lugar más cercano a la puerta para que pudiera ver al famoso comisionado.
—¿Te has llevado a Sally? —Mary miró a Sally obviamente llena de incredulidad, pero se tomó el silencio de la joven como una confirmación, y, llena de desaprobación, añadió—: Sally está de luto, no puede irse contigo a hacer una de esas locas travesuras tuyas. ¿Qué pensaría la gente?
—La gente pensaría, precisamente, que Sally quería ver al famoso Keying de cerca —dijo Peter de forma dulce aunque insolente—. Las huérfanas también tienen derecho a echar un vistazo a personalidades importantes.
—Peter… —es todo lo que su madrastra contestó, aunque era evidente que ya no estaba enfadada con él, más bien alegre. Así que se limitó a dar otro sorbo a su copa llena de champán.
Sally se quedó en silencio, contenta de que Mary la mantuviera al margen de la discusión. Poco después, todos los asistentes que iban a comenzar la siguiente danza se acercaron al centro de la sala para tomar posiciones y Sally agradeció que la atención ya no estuviera centrada en ella. De esta manera, se posicionó junto a Mary en primera fila.
—Oh, Mary Ann está encantadora esta noche, ¿no es así? —comentó Mary señalando a Miss Lockhart. Esta se encontraba en el centro de la fila conformada por las damas que iban a iniciar el baile. Llevaba un precioso vestido de color lila y no paraba de sonreír. Sally sintió como si el baile estuviera particularmente dedicado a Mary Ann Lockhart. Toda la energía y atención de la sala parecía centrarse en esta joven. Con una punzada de dolor, pudo comprobar que el compañero de baile de Mary Ann era Peter. Cuando Peter vio que Sally lo estaba mirando, le devolvió la mirada y le sonrió a distancia. Sally apartó la mirada lo más rápidamente posible, esperando que Peter no se hubiera dado cuenta de que lo estaba mirando a él. Sin embargo, por el rabillo del ojo, pudo ver cómo Mary Ann se giraba y miraba en su dirección. Seguramente quería saber a quién estaba sonriendo su compañero de baile.
—Sí, está encantadora, siempre lo está —respondió Sally mirando a Mary e intentando ignorar a Mary Ann o a Peter.
Cuando el baile se inició y las parejas empezaron sus coordinados pasos, Sally decidió que era una buena oportunidad para observar detenidamente al comisionado Keying. El diplomático estaba casi enfrente de ella y miraba el espectáculo con curiosidad. El gobernador se encontraba a su lado, estaba señalando a las parejas que bailaban y a la orquesta y Sally pensó que probablemente le estaba dando explicaciones sobre la fiesta, el baile y las tradiciones británicas relacionadas. El diplomático chino tendría más de cincuenta años y destilaba solemnidad. Sally se preguntaba en qué misiones había estado implicado, qué intrigas dignas de Shakespeare había urdido o si había nacido y crecido en la maravillosa ciudad prohibida, cuando sus pensamientos fueron interrumpidos al ver que el diplomático la estaba mirando directamente. Desde el otro lado de la sala y entre las figuras de la gente bailando, Sally vio cómo el comisionado Keying no solo la miraba, sino que parecía comentar algo a su traductor, quien se lo tradujo al gobernador, quien, a su vez, también miró directamente en dirección a Sally. Pronto los dos hombres devolvieron su atención al baile y Sally se quedó dudando de si lo que acababa de ver significaba algo o había sido algo completamente aleatorio. Al mismo tiempo se dio cuenta de que Mary Ann la había mirado en un par de ocasiones mientras bailaba. Sally empezó a sentirse agobiada y a desear que el gobernador nunca la hubiera invitado a este baile.
Cuando el baile acabó, la gente se agrupó para comentarlo. Sally intentó quedarse rezagada, mientras todas las chicas ensalzaban la música y, principalmente, las cualidades de Mary Ann y Peter como bailarines.
—Oh, Mary Ann, eres una bailarina llena de gracia —dijo Harriet—. Todo el mundo estaba contemplando la maravillosa pareja que hacíais tú y Peter.
—Gracias —contestó Mary Ann complaciente—. Es un placer bailar con Peter, es un excelente compañero de baile.
—Sí, sí que lo es —dijo Christine algo seria aunque llena de orgullo.
—Todas habéis bailado muy bien. —Sally rompió su silencio—. Creo firmemente que Christine comparte las mismas cualidades para la danza que su hermano, ¿no creéis?
Antes de que alguien tuviera tiempo de contestar, se dieron cuenta de que el gobernador, acompañado de Keying y su séquito, se acercaba al grupo.
—Bien, bien —dijo el gobernador alzando la voz—. Si tenemos aquí al más distinguido grupo de jovencitas del baile.
Todo el grupo se inclinó en señal de respeto y más gente, incluidos los hombres Abbott, se unió al grupo.
—Venimos a anunciar que nuestro amigo, el honorable enviado del emperador comisionado Keying, está impresionado por la gracia de las damas de la sociedad de Hong Kong. Ha comentado en particular las cualidades de una de las jóvenes de quien me ha dicho que tendría que ser nombrada la «Bella del Baile».
Todos los presentes miraron instintivamente a Mary Ann, quien sonreía ampliamente.
—Y, por supuesto, le he tenido que comentar que Miss Salomé Evans no puede bailar porque está cumpliendo con sus obligaciones para con el luto de su padre —añadió el gobernador mirando, ahora, a Sally.
La chica no pudo contener su sorpresa. Todo el mundo se volvió hacia ella y, lejos de sentirse halagada, deseó con todas sus fuerzas que el gobernador no hubiera dicho nada. Mostrando modestia, mantuvo su mirada baja, pero podía notar cómo las otras chicas, y en especial Mary Ann, la observaban llenas de incredulidad y algo de envidia.
—Puede darle las gracias de parte de Miss Evans —interrumpió Harriet, quien parecía complacida y divertida con la situación.
—Sí, nuestra queridísima Sally se ha convertido en una de las bellezas de la colonia —dijo Mary Ann con un tono neutral que no daba pie a interpretar sus verdaderos sentimientos—. Es una lástima que todo lo que le ha pasado no la deje bailar o vestirse de una forma más favorecedora.
—Pues yo creo que el negro le queda muy bien —interrumpió Peter, dejando a todos estupefactos.
—Así pues —continuó el gobernador—, tengo que decir que sentimos enormemente que su padre no pudiera acabar el cuadro que le había encargado. Después de todo, era un regalo para nuestro ilustre amigo Keying.
—No tenía ni idea —anunció Sally, quien había olvidado por completo el cuadro de su padre.
—No se preocupe, querida, es un mal menor —se apresuró a decir el gobernador—. Pero tarde o temprano tendremos que hablar de cómo acabar el encargo. Ahora no piense en eso e intente divertirse.
En cuanto el gobernador se fue, todos rodearon a Sally haciendo un alboroto y comentando la suerte que tenía la muchacha al haber sido destacada y halagada por el diplomático. Sin embargo, lejos de estar contenta, Sally sintió que la presión era casi asfixiante y en cuanto tuvo la ocasión se excusó y salió a los jardines de la mansión. La noche era húmeda y sin brisa, pero aun así se estaba mucho mejor que en el salón de baile lleno de gente, ruido y transpiración. Los jardines habían sido construidos siguiendo un estilo francés y Sally se dirigió a la fuente que había en el centro y se sentó en un banco a observar algunas de las parejas que paseaban por el jardín. Podía oír el sonido del agua contra el sonido de fondo de la gente y la música. En el pequeño estanque bajo la fuente, flores de loto surgían del agua recordándole cuán lejos de Europa estaba. Ahora este era su hogar, aunque lo sentía incompleto sin la presencia de su padre. La admiración del comisionado Keying tendría que haberla hecho sentir mejor, pero únicamente había incrementado la sensación de soledad y pérdida.
Estaba a punto de volver al interior de la casa cuando vio que un hombre se aproximaba hacia donde estaba ella. A contraluz no podía ver bien quién era, pero lo reconoció enseguida por su forma de caminar.
—Cualquier otra chica se hubiera quedado para disfrutar de la atención de un importante cortesano chino y toda la sociedad de una colonia —dijo Peter cuando se encontraba a tan solo unos metros. En la penumbra se intuía que estaba sonriendo cuando dijo esto.
—Soy una huérfana en luto, ¿recuerdas? No puedo disfrutar de nada. —Sally quería sonar divertida, pero no pudo evitar dejar traslucir algo de la amargura que la invadía.
—Lo sé, pero eso no impide que puedas bailar conmigo —susurró Peter mientras le ofrecía la mano—, siempre y cuando dejes bien claro que no lo estás disfrutando, claro está.
Como respuesta, Sally no pudo evitar soltar una carcajada. En su lugar tendría que haber dicho que no era apropiado bailar, especialmente en medio del jardín, pero una fuerza casi magnética le hizo acercarse a Peter y cogerle la mano.
Los dos bailaron un discreto vals. Sally no miró alrededor ni una vez, y, por tanto, no pudo saber si alguien más se encontraba en los jardines en ese momento o si estaban completamente solos. No le importó si los veían, solamente se dejó llevar y disfrutó de este baile como si hubiera sido el primero de su vida.