Sally decidió no leer las cartas. Desde el momento en que el cartero se las entregó, sabía que solo contendrían una breve nota en forma de despedida y no quería agravar el dolor que sentía por la muerte de su padre pensando en Ben. Como acto de venganza, Sally prefirió no aceptar su existencia e ignorar su despedida. En su lugar, ocupó las horas durmiendo, paseando y llorando la muerte de su padre.
En casa de los Abbott se sentía segura y protegida. Desde el primer momento, la adoptaron, no solo como a una huésped, sino también como un miembro más de la familia. A veces se forzaba en olvidarse de lo que había pasado y fantaseaba con la idea de que no era una huérfana, sino más bien una prima o una sobrina que estaba de visita.
Sin embargo, no pudo escapar del capitán tan fácilmente como tenía planeado. Dos días después del funeral, estaba languideciendo sobre la cama de su habitación en la mansión Abbott, cuando Christine y Mary llamaron a la puerta. Las dos entraron silenciosamente y tomaron asiento en las butacas colocadas delante de la cama. Ambas adoptaron la misma postura con las manos entrelazadas sobre el regazo. Sally siempre había pensado que se parecían enormemente, aunque no tuvieran ningún vínculo sanguíneo. La madrastra tenía solo cinco años más que Christine, así que era fácil tomarlas por hermanas. Ambas tenían el pelo lacio y de un rubio ceniza, los ojos pardos debajo de unas cejas abundantes que les daban un aspecto interesante aunque les hacía parecer mayores de lo que eran. Sin ser hermosas, tenían un semblante amable y maternal. Costaba creer que Christine aún no estuviera casada, aunque la mayor parte del tiempo era feliz en casa de su padre compartiendo su vida con su mejor amiga y madrastra. Mary había conocido a los Abbott en Calcuta y era la sobrina de un miembro importante de la administración del gobierno de la colonia. La primera esposa de Mister Anthony John Abbott padre había muerto hacía siete años de una gripe y este había prometido no volver a contraer matrimonio. Pero la joven Mary, aparentemente una réplica en físico y disposición a su difunta esposa, le hizo romper su riguroso luto y contraer de nuevo matrimonio. Christine siempre había querido una hermana y Mary se convirtió en la compañera perfecta en una casa que hasta entonces había estado dominada por la seriedad del padre, la rudeza y la lujuria de su hermano mayor y las travesuras del pequeño.
Sentadas en su habitación aquel día, las dos mujeres parecían más serias que de costumbre. Se miraban entre ellas, y luego miraban a Sally. Esto podría haber sido una muestra de compasión por la muerte de su padre, pero Sally notó que había algo más.
—Christine, Mary —dijo Sally mientras se incorporaba en la cama—. ¿Hay algo que queráis decirme? ¿Ha pasado algo?
—Bueno… —respondió Christine.
—Sí, ha pasado algo —la ayudó su madrastra—. Hay rumores en Hong Kong acerca de alguien que conoces.
—¿De quién? —preguntó Sally alegrándose de poder hablar de algo que no fuera su padre.
—Bueno, no son rumores, Harriet nos lo ha explicado —dijo Christine mostrando algo así como una leve sonrisa pícara—. ¡El capitán Benjamin Wright ha tenido que huir de la ciudad!
Sally sintió que le daba un vuelco el corazón. No supo qué contestar; nunca antes había pensado que la marcha extraña y silenciosa de Ben había sido una verdadera huida. Decidió no comentar las cartas hasta obtener más información.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? —dijo, aunque sus palabras se arrastraron entre sus dientes, intentó tragar saliva, pero su boca estaba seca—. ¿Qué es lo que ha pasado?
—Bueno, Harriet no lo sabe con certeza, porque su tío no le ha querido dar detalles —explicó Christine con formalidad, pero aún llevada por el entusiasmo de compartir el chismorreo—. Aparentemente fue pillado haciendo tratos ilícitos con los chinos, seguramente para quedarse con dinero de su compañía.
—Sí, y tiene que ser cierto —añadió Mary con aire de gravedad—, porque, si no fuera así… ¿Por qué huyó?
Cientos de ideas y emociones se amontonaron en la cabeza de Sally. No podía creer lo que estaba oyendo. A pesar de todo lo que había pasado, jamás había dudado de la integridad de Ben. Las dos Abbott la miraban inquisitivamente, así que decidió responder lo que sería preceptivo en situaciones como esta.
—¡Oh, querida! ¿De verdad? —exclamó, llevándose la mano al pecho en señal de espanto—. ¡Eso es algo terrible!
—Sí que lo es, desde luego —convino Mary—. Dios te bendiga, querida. No nos podemos imaginar por lo que estás pasando.
—Sí, las dos sabemos que tenías al capitán en gran estima… —agregó Christine.
—En efecto, lo tuve, pero ya hace algún tiempo que la situación estaba cambiando y ya no estábamos tan unidos —explicó Sally, no sin sentir que estaba traicionando un recuerdo.
—Ah, no lo sabíamos —dijo Christine con un atisbo de incredulidad—. Pero ¿no habías sospechado nada? ¿Ni tú ni tu padre habíais visto ningún cambio en el capitán?
—La verdad es que no —mintió Sally—. Siempre que venía a Hong Kong se quedaba solo unos cortos períodos de tiempo. El distanciamiento vino de forma natural…
—Mucho mejor, una buena muchacha como tú debe alejarse de tales compañías —dijo Mary—. Ahora estás a salvo con nosotros, en un entorno familiar adecuado para tus circunstancias.
—Muchas gracias, os estaré eternamente agradecida. Nunca me habría imaginado que sería tan afortunada de teneros como amigas.
Las dos Abbott sonrieron satisfechas e informaron que la dejarían sola, pero le indicaron que pronto tomarían el té por si deseaba unirse a ellos. Aunque el mero pensamiento de tener que socializar con toda la familia le provocaba un profundo agotamiento, Sally sintió, de forma instintiva, que debía demostrar a todos que las noticias sobre Ben no la habían afectado, así que accedió a tomar el té con los Abbott.
No obstante, necesitaba aprovechar el tiempo que le quedaba, antes de que viniera la doncella a vestirla, para sacar las cartas de Ben y leerlas. Saltó de la cama y fue a buscar su joyero. Era un cofre cubierto de espejos que había tenido desde pequeña; en él siempre había guardado pequeños tesoros sin importancia, pero desde hacía un par de días contenía dos sobres arrugados y sin abrir.
Sally cogió las cartas y volvió a la cama. Se colocó de espaldas a la puerta, las abrió y las leyó ávidamente. Primero la que iba dirigida a ella y luego la dirigida a su padre. Cuando acabó, se quedó atónita, sumida en el asombro y la decepción. Pero no tuvo tiempo de leerlas de nuevo, porque pronto oyó a la doncella anunciando su llegada. Antes de que abriera la puerta, Sally había escondido las hojas debajo de la manga de su camisón, por encima de su hombro. La doncella, Lei Kei, entró hablando distraídamente del tiempo. Sally aprovechó para colocar las cartas de nuevo en el joyero y esconderlo en el fondo del baúl que se había traído de casa. La doncella estaba tan distraída preparando el vestido y su miriñaque que pareció no darse cuenta de que Sally dejaba el joyero en el baúl y empezaba a concentrar toda su atención en arreglarse para una velada con los Abbott. Sin embargo, al ver lo que la sirvienta había traído con ella, no pudo evitar que se le escapara un suspiro.
Sobre la cama había un traje de seda negra. Siguiendo la tradición y las normas en la casa Abbott, Sally llevaría riguroso luto durante un año. Únicamente se le permitirían vestidos de seda o de lana negra, con tan solo unos pocos adornos, y tampoco podría llevar joyas a excepción del azabache. En el espacio que durara el período del duelo no podría asistir a bailes o fiestas.
—No te preocupes, Sally —dijo Christine durante el té—. Eres muy joven y nadie te juzgará si vienes con nosotras al próximo baile.
—No podrás bailar, por supuesto —añadió Mary en tono maternal—. Pero creo que toda Victoria entenderá que salgas de casa un poquito.
—Siempre y cuando respete el decoro propio de alguien que está pasando el duelo por su padre —puntualizó Mister Abbott.
—Sí, por supuesto —acordó Sally, haciendo un esfuerzo para parecer humilde y modesta.
—Bueno, de aquí a unos meses, Sally, podrás volver a divertirte sin preocuparte mucho. No solo eres muy joven, sino que ha muerto tu padre, ¡y no tu marido! —dijo Peter con una media sonrisa.
Sally había estado antes en compañía del segundo hijo varón de la familia, pero esta era la primera vez que él le hablaba directamente y con tanta desfachatez, aunque Sally se sintió halagada por el apoyo recibido y se limitó a sonreír tímidamente.
—Peter, el luto no es una cuestión de broma —dijo su madrastra, acompañada por la mirada severa de su padre.
—Por supuesto —fue lo que Peter se limitó a responder sin dejar de sonreír.
El resto de la velada prosiguió con charlas sobre algunas noticias concernientes a la colonia y algunos productos nuevos que habían llegado a los mercados desde la India o Inglaterra. Sally intentó escuchar educadamente y hacer algún comentario inteligente. Pero en realidad su mente no podía pensar en otra cosa que no fueran las cartas que la esperaban en su habitación.
En cuanto terminó la cena, todos pasaron al salón. Sally se sentó a leer, mientras el resto de los Abbott jugaba a las cartas. Mister Abbott estaba sentado en su butaca preferida siguiendo la partida, solo interrumpiendo su silencio para dar recomendaciones o indicaciones a sus hijos y esposa. Cuando acabaron, Mister Abbott llamó a Peter a reunirse con él en su despacho, que comunicaba con el salón a través de la biblioteca. Sally nunca había entrado allí. Mister Abbott llamaba a sus hijos al interior del estudio para conversar, así que, a menudo, pasaban largos ratos encerrados detrás de la pesada puerta de roble. En los días que había vivido en esta casa, así como en sus visitas anteriores, el despacho del patriarca se había convertido en un lugar lleno de misterio. Sally se preguntaba a menudo si el estudio de Mister Abbott se parecería al que tenía su padre en Bristol.
Poco después de que empezara la reunión y sabiendo que había pasado un tiempo prudencial para no parecer descortés, Sally aprovechó la oportunidad para anunciar que se retiraba a su habitación. Al entrar en el recibidor de la casa para dirigirse a las escaleras, se encontró que Peter salía, a su vez, del despacho de su padre. Aunque su semblante era serio, tan pronto como vio a Sally sonrió ampliamente mostrando una larga hilera de dientes blancos y rectos. Casi no se conocían, pero el chico era una de esas personas cuya presencia despertaba una cercanía natural.
—¡Sally! —la llamó mientras se acercaba a ella intentando no alzar la voz—. No he tenido ocasión de decirte cómo me alegro de que estés en casa con nosotros y cómo siento todo lo que te ha sucedido. Haremos todo lo que esté en nuestras manos para que no tengas que sufrir nunca más. Me alegra mucho que tengas una amistad tan cercana con mi hermana y mi madrastra y sé que mi padre te tiene en alta consideración. Estoy seguro de que en unos días tú y yo seremos amigos íntimos, también.
Sally no supo qué decir, aunque tuvo que esforzarse para que los ojos no se le llenaran de lágrimas. Una sensación de protección y consuelo que no había sentido en mucho tiempo recorrió todo su cuerpo. Parecía que Peter quisiera tomarla de la mano y ella tuvo que reprimirse para no dársela.
—Muchas gracias —respondió Sally—. No sé qué hubiera sido de mí sin la amabilidad de tu familia.
—Estoy seguro de que te las hubieras arreglado muy bien, Sally. Puedo ver una gran fortaleza en ti. Aun así, me alegro de que estés aquí con nosotros.
Sally se despidió agradecida de todo corazón por la muestra de empatía y comprensión del muchacho y pensando que, de todas las cosas que había considerado sobre su propia persona, la fortaleza no había sido nunca una de ellas.
No fue hasta que se despidió de la doncella, después de haberse puesto el camisón y cepillado su imposible pelo rizado, que pudo rescatar las cartas de su escondite y leerlas de nuevo y con calma:
Querida Sally,
Siento haberme marchado de esta manera, pero confía en mí cuando te digo que no he tenido más remedio. No me podía quedar y no habría podido llevarte conmigo. De cualquier forma, no te habría hecho feliz. Siento que esto tenga que acabar así.
Siempre tuyo,
BEN
Theodore,
Las cosas no han salido bien y he tenido que marchar en el primer junk en dirección a Shanghái. Te envío esta carta desde la primera parada en Cantón. Cuando llegue a Shanghái tengo contactos en la ciudad y podré, desde ahí, regresar a Estados Unidos. Te recomiendo que, en cuanto leas esta carta, consideres abandonar tú también la isla. Por favor, cuida de nuestra querida Sally y no la dejes estar demasiado enfadada conmigo.
Gracias por tu amistad y por todo lo demás,
BEN
Como siempre, el capitán había sido tan críptico que poco se podía extraer de sus palabras; sin embargo, había suficiente información como para deducir que su padre estaba al corriente de los asuntos ilegales de Ben. Este hecho la dejó perpleja y con un nudo en el estómago. Después de unos segundos, el mundo se nubló a su alrededor. Una cadena de ideas se desarrolló en su cabeza dando forma a preguntas sin respuesta. Pero nada de eso podía ser cierto. Tal vez no conocía tanto al capitán como ella había creído y tal vez su padre había sido más reservado de lo que a ella le habría gustado, pero sabía con toda certeza que Theodore Evans jamás habría robado ni tampoco hubiera encubierto a un ladrón.
Sally pensó, sintiendo náuseas, en todas las conversaciones privadas que su padre y Ben habían mantenido a lo largo de ese año. Recordó a Ben diciendo de sí mismo que no era muy distinto a un pirata. También le vino a la mente la imagen de su padre, pálido y confundido, leyendo aquella primera carta que recibió de Ben. Así pues, ¿era posible que su padre no solo estuviera al corriente, sino que también formara parte de algún negocio ilícito? ¿Tenía esto algo que ver con la carta que envió Sir Hampton? Sentada en la cama, sintió una enorme sensación de vértigo. Ben, su padre, el viaje a Hong Kong… todos estos acontecimientos estaban cambiando de naturaleza; ahora se mostraban con un cariz diferente, teñido de algo negativo y carente de todo sentido.