Todo era rojo. Su entorno era un caos del color de la amapola. Los botes, los pinceles y los trapos estaban cubiertos de ese color. Sally había conseguido alcanzar una de las paletas sobre la mesa que se encontraba al lado del caballete. Su mano estaba cubierta de pintura y miraba embelesada la manita cubierta de rojo carmín. Despacio, movía sus rechonchos deditos, giraba la muñeca de lado a lado. El dorso estaba limpio, pero la palma estaba completamente manchada y refulgía con la luz del mediodía. La pintura parecía deliciosa, así que decidió llevársela a la boca, pero a medio camino algo la detuvo.
—Salomé, querida, esto no se come —anunció Theodore, quien alejaba suavemente la mano de la boca de la niña—. Esto es pintura. Es para pintar, pintar cuadros. ¡Mira! —señaló Theodore el gran lienzo extendido delante de los dos—. Esto es un cuadro, es lo que papá hace. Soy pintor y pinto historias, gente, paisajes…
—¡Pitura! —exclamó la niña aún intentando soltarse de la mano de su padre para poder probar la deliciosa mezcla—. ¡Pitura!
Theodore buscó rápidamente un trozo de papel. Firmemente pero con suavidad, llevó la mano de la niña hacia el papel y le sujetó, a la vez que estiraba, el dorso y los deditos. No sin dificultad, estampó la mano contra el papel como si de un sello se tratase.
—Ves, Salomé, esta es tu primera pintura —dijo Theodore mientras alcanzaba, con la mano que tenía libre, un trapo para limpiar a su hija—. Un día serás pintora como tu padre.
La niña se rio a carcajadas, como si lo que su padre acababa de decir fuera lo más gracioso que había oído jamás. La risa de su hija era contagiosa, así que Theodore se unió a ella.
—Mira, esto es rojo carmesí —dijo Theodore cogiendo uno de los pinceles que tenía a mano y añadiendo color al lienzo.
La niña pareció olvidar su intención de probar los apetitosos colores y observó los diestros movimientos de su padre. El pintor eligió otro pincel, este más grueso, y después de mojarlo se lo mostró a la niña.
—Esto parece el mismo color, ¿no es así?
—¡Rojo! —exclamó Sally orgullosa.
—Así es, pequeña, rojo —dijo Theodore—, pero observa bien. No solo hay que mirar. Para ser pintor hay que aprender a abrir los ojos, a contemplar y a ver. Utilizar la vista para captar y reproducir lo que los demás no pueden percibir. Esto parece rojo, pero no solo es rojo, ¿a que no? Es bermellón. Este otro es grana —añadió señalando el lienzo—, y este, escarlata.
El lienzo tenía unas figuras carentes de forma que Sally no era capaz de distinguir. Aún se veía el lápiz del boceto y, aparte del rojo, solo había algo de blanco y azul. La obra estaba en sus inicios. Sally se había olvidado del caos del taller para contemplar únicamente el cuadro. Sus ojos ávidos lo recorrían, inspeccionando todos los colores, buscando el rojo. Entonces miró a su padre y sus pequeños ojos castaños se encontraron con las pupilas azuladas del pintor. La hija sonrió ampliamente y su padre se dio por satisfecho. Por fin su hijita, quien recientemente había dejado el estado de bebé para convertirse en una niña, lo había entendido. A partir de ahora le podría enseñar los diferentes tipos de pinceles, colores, bases, técnicas, mezclas… Ya estaba preparada para convertirse en su pequeña aprendiza.
—Mira, Salomé —indicó Theodore, y la chiquilla siguió la mano de su padre, la cual apuntaba a un garabato en la esquina derecha del lienzo—. Esta de aquí serás tú. Justo aquí te voy a pintar, pequeña.
Al ver que su padre había muerto, Sally gritó y lloró con todas las fuerzas que le quedaban. Pasados unos minutos, entró en un estado catatónico que la dejó inerte como una muñeca. Si no lloraba, si no sentía, tal vez esto no había sucedido y aún estaba soñando. Ben no le había dicho que no la quería, nadie había entrado a robar en Aberdeen Hill, y, principalmente, su padre no había tenido un ataque al corazón. Sally se escondió en sí misma negándose a vivir una realidad que no podía aceptar. Si no la aceptaba, nada habría sucedido; si no había sucedido nada, podría volver al pasado. Si se concentraba lo suficiente, regresaría al momento exacto, a aquella misma noche, en el cual había mirado por la ventana y había decidido no ir a ver a su padre, no cenar con él e irse directamente a la cama. En su lugar, hubiera salido y hubiera ido al taller. Entonces hubiera propuesto a su padre ir a alguna fiesta o simplemente se hubiera quedado a su lado; habría estado preparada para cuando aquellos hombres sin cara entrasen en Aberdeen Hill.
—Sally se encuentra en estado de shock y debería ser vigilada atentamente por si desarrolla un comportamiento propio de la histeria —sentenció el doctor Robbins, el mismo médico que la atendió cuando tuvo la gripe—. Esta es una respuesta a un suceso dramático propia de la mujer. La mente femenina, al ser más débil, se pierde y desaparece.
Sally no había desaparecido, era muy consciente de que se encontraba en su cama. Podía ver a todo el mundo en la habitación, al doctor, a las Abbott y a Mistress Kwong en una esquina. Podía escuchar y entender todo lo que decían. No se había perdido, no estaba ida, simplemente había optado por la inacción.
Pudo oír cómo las Abbott tomaban el mando y se encargaban de organizar el funeral, cómo Mary Ann y Harriet se sentaban a su lado lamentando el estado de la pobre huérfana. También podía oír y ver la silenciosa presencia de Mistress Kwong, quien, cuando no se encontraba ocupada, se quedaba de pie, en una esquina de la habitación, observando a Sally, cual cuervo acechando por la ventana. Aunque no decía nada, Sally agradecía la compañía, la ayuda y la empatía ofrecida por sus amigos. Pero solo había una visita que podía sacarla de este estado, y esa era la de Ben. Pero el capitán nunca apareció y ella nunca preguntó por él.
Pasados dos días, Sally se despertó zarandeada por las imperiosas manos de Mistress Kwong.
—Miss Evans, Miss Evans… —Mistress Kwong no era una mujer muy grande, pero se las arregló para coger a Sally por los brazos y sentarla en la cama—. Usted tiene que asistir al funeral de Mister Evans. Usted es su única hija. ¡Su primogénita! No puede pretender no honrar a su padre, debe honrar a sus muertos. —Sally no contestó, simplemente sonrió levemente al pensar de dónde aquella vieja amah había aprendido la palabra «honrar».
Sin embargo, no opuso resistencia. Se dejó vestir, dejó que limpiaran su herida del pie, que cambiaran el vendaje, le hicieron inhalar sales e incluso comió algo de pan tostado y frito con té. Los Abbott la vinieron a buscar y, aunque solo entraron en la casa la madre y su hijastra, vio que el padre Abbott y sus dos hijos también habían venido. Habían traído su carruaje más grande y el segundo hijo, Peter, los acompañaba a caballo. Nadie dijo nada durante un rato hasta que Christine habló.
—Estamos todos muy preocupados por ti, Sally —dijo Christine, posando su mano enguantada en la de ella—. No has hablado en dos días y necesitamos saber si estás bien.
Sally se sintió culpable por preocupar tanto a todo el mundo, así que miró a Christine, sonrió levemente y dijo que estaba bien.
—Pobre chica —exclamó Mistress Mary Abbott—, ya verás como todo va a ir bien. Hemos hablado con Mister Williams y nos ha indicado que el alquiler de Aberdeen Hill está pagado para los próximos cinco años, incluyendo el servicio. Así que puedes estar tranquila. Aun así, no te vamos a dejar estar sola en esa casona; en cuanto acabe el funeral, te vendrás a nuestra casa. Mistress Black arreglará tus pertenencias y las enviará a nuestra mansión. Mister Abbott —agregó señalando a su marido— se encargará de arreglar los papeles de tu herencia o cualquier otra gestión.
Sally miró a Mister Abbott por primera vez. Este la había estado observando, en silencio. Mister Abbott siempre se había mostrado amable, aunque algo distante con ella y ahora era él quien representaba su figura paterna más cercana.
—Sally, ya me dirá quién es el abogado de la familia y yo me encargaré de todo. Ahora no es el momento de discutir estas cosas, simplemente queremos asegurarle que no va a tener que preocuparse por nada —su voz era intencionadamente dulce, pero parecía retumbar dentro del carruaje—. Nos hacemos cargo de que ha pasado por mucho.
—Sí —dijo Jonathan Abbott quien, como de costumbre, también se había mantenido callado—. E intentaremos cazar a los bastardos que han hecho eso.
—Ese no es nuestro trabajo —indicó Mister Abbott apaciguando a su hijo mayor—. Eso será un trabajo de la policía, de la marina tal vez… pero debes pensar que serás interrogada —añadió volviéndose hacia Sally.
—¡Por supuesto! Claro que serás interrogada, querida… —dijo Mistress Abbott—. ¿Estarás preparada?
—Lo más importante es si viste algo —prosiguió Christine—. ¿Recuerdas alguna cosa? Podrías reconocer a alguien.
—No, me escondí. —Es todo lo que Sally se limitó a contestar. Sabía que estaba siendo algo grosera y podía notar que a los Abbott les hubiera gustado una respuesta más elaborada, pero este era el último tema del que quería hablar. Podría haber mencionado la cicatriz en el pie de uno de los ladrones, sin embargo no quería proporcionar ninguna información que generara más preguntas o alargar la conversación.
Afortunadamente, antes de que alguien pudiera añadir algo más, ya estaban llegando al cementerio. El ataúd ya estaba colocado y todo parecía preparado para las plegarias y el enterramiento. Sally intentó no mirar el ataúd, ni oír el discurso. Tampoco le hacía falta mirar a su alrededor para saber que Ben no estaba. Echó un vistazo rápido a la catedral, que se levantaba majestuosa al lado del cementerio, la bahía y las colinas que los rodeaban. El mar, que tan siniestro había aparecido en su sueño, estaba como siempre, pacífico, poblado de barcos y acompañado por brumas y aves marinas. La vegetación estaba verde por el monzón y, aunque no llovía, olía a hierba caliente y mojada. Sally, cabizbaja y silenciosa, se concentró en sus pies y en la tierra húmeda bajo ellos.
El hablar con los Abbott y el responder las muestras de pésame de las personas que acudieron al funeral sacó a Sally de su estado catatónico. Tuvo que aceptar la realidad: no solo su padre había muerto, sino que su vida había cambiado para siempre. Después del funeral, Sally decidió no trasladarse a la mansión Abbott hasta el día siguiente. Necesitaba estar cerca de los objetos que tanto le recordaban a su padre y, sobre todo, tenía la urgencia de encontrar el escrito sobre la historia de su madre en el que su padre había estado trabajando. Leer esas palabras era lo único en lo que había pensado desde el funeral.
Cuando llegó a su casa, se detuvo delante de la puerta durante unos minutos; todo lo que pudiera hacer ahí le parecía superfluo y carente de sentido. Decidió no entrar en la casa; en su lugar, la rodeó, cruzó el jardín trasero y se acercó al taller. Mientras caminaba hacia la caseta, le venían a la cabeza imágenes de cuando hizo este mismo recorrido dos noches atrás. Recordaba el aire húmedo, la gravilla bajo sus pies y el dolor viscoso de la herida. Pero ahora se encontraba a plena luz del día, y, en lugar de correr asustada, se dirigió hacia el taller a paso lento.
El interior del taller estaba dolorosamente tranquilo. Alguien se había encargado de limpiarlo y ordenarlo. La butaca donde su padre había yacido muerto ya no estaba. El cuadro para el gobernador aún se encontraba en el caballete, cubierto por una sábana. Sally se acercó a la obra dudando si destaparla; tocó la sábana con los dedos sin decidirse y cuando, finalmente, intentó hacerlo, se dio cuenta de que no estaba sola. En el umbral de la puerta estaba Siu Wong, de pie, con los puños cerrados, los brazos estirados en tensión y mirando a Sally. El crío empezó a gritar en chino. Con lágrimas en los ojos, al ver que Sally no lo entendía, repitió lo mismo de nuevo, en un grito lleno de frustración. Los dos perros de la casa se acercaron y empezaron a ladrar.
—Tranquilo, ¿qué es lo que te pasa? —Siu Wong ahora sollozaba y Sally se acercó a él lentamente, como si el pequeño pudiera salir corriendo como un cervatillo en un bosque—. Dime, pequeño… ¿qué es lo que te pasa? ¿Puedes decirlo en inglés? —Nunca antes Sally se había dado cuenta de lo pequeño e indefenso que parecía su criado. Solo era un niño. El niño repitió de nuevo la misma frase con desesperación, entre lágrimas y mocos. Sally se encontraba muy cerca de él, quería consolarlo, pero no tenía ni idea de cómo. Por suerte pudo ver que la figura de Mistress Kwong emergía de la puerta lateral de la casa y se acercaba a ellos. Con una actitud maternal, que Sally no había visto antes en su amah, acurrucó al crío en sus brazos y lo consoló con palabras dulces.
—¿Qué ha pasado? —dijo Sally cuando el crío ya se había calmado.
—Está triste por la muerte del maestro —respondió Mistress Kwong sin soltar al chiquillo.
—Lo entiendo —musitó Sally con una tímida sonrisa dirigida al niño—. Pero ¿qué es lo que me decía?
—Dice que también se llevaron algunas pinturas de su padre —añadió Mistress Kwong sin dejar de acariciar al crío, y luego prosiguió—: Tiene que saber que Siu Wong es un niño muy valiente; en cuanto los ladrones entraron en la casa, corrió al taller a avisar a su padre. —Sally asintió, aún tenía fresca en la memoria la escena que había visto desde la ventana: del niño corriendo y llamándola a ella y a su padre—. Pero dos de los ladrones lo siguieron, el último se quedó con Siu Kang, Yi Mei Ji y conmigo, para asegurarse de que no huyéramos buscando ayuda. Los hombres sabían lo que tenían que buscar. Los que entraron en la casa rompieron cosas, pero no buscaban nada, parecía como si solamente la buscaran a usted. Les oí decir que tenían que encontrar a la hija del pintor. Pero parece que lo que realmente querían estaba en el taller. Su padre y Siu Wong intentaron pararles, pero ¿qué iban a hacer un viejo y un niño contra hombres jóvenes y fuertes? Además, iban armados con cuchillos. Se llevaron unas pinturas, unos bocetos de su padre y una caja. Su padre y Siu Wong agarraron la pintura del gobernador con todas sus fuerzas y los ladrones no pudieron quitársela. Fue entonces cuando se oyeron las campanas que anunciaban que la policía se acercaba, y fue en ese momento cuando su padre empezó a tener el ataque, así que todos los hombres se marcharon…
—¡La caja! —interrumpió Sally, quien se acababa de dar cuenta de que, si su padre había escrito la historia de su madre, seguramente estaba en la caja de madera donde también había guardado la carta de Sir Hampton y la de Ben. Sally corrió al escritorio y abrió el cajón donde había visto que su padre guardaba la caja. Pero el cajón estaba vacío. El pánico la invadió como un relámpago y notó cómo su cara se helaba. Buscó por todos los rincones del taller y no encontró ni la caja de madera ni ningún escrito de su padre. Sally había pasado del estupor al miedo extremo. No solo su padre había muerto, sino que, con él, también habían desaparecido todos los recuerdos de su madre.
Derrotada, se echó a llorar mientras Siu Wong y Mistress Kwong la contemplaban sumidos en un silencio lleno de confusión y empatía. Finalmente, Mistress Kwong reaccionó e hizo llamar a Mister Cox, y ambos la acompañaron a la cama. Sally estaba demasiado cansada para intentar encontrar la razón de por qué unos piratas chinos habían decidido robar las pinturas y cartas de un viejo pintor inglés.
A la mañana siguiente se despertó temprano y con mucha más energía. Buscó la caja de nuevo en el taller y en las otras habitaciones, sin resultado, y, finalmente, se dio por vencida. No había nada que hacer y necesitaba salir de ahí cuanto antes. Mistress Black había cubierto todos los espejos de la casa y los relojes estaban parados a la hora de la muerte del pintor, tal y como mandaba la tradición, lo que daba un aspecto aún más sombrío a la mansión. Empaquetó unas pocas cosas necesarias para ir a casa de los Abbott y se aseguró de que sus criados se encargaran del resto. También indicó a todo el mundo que no sabía cuándo iba a volver y que, simplemente, se quedaran en la casa siguiendo su rutina habitual. Ansiaba más que nunca encontrarse con sus amigas y estar en una casa familiar, lejos de los recuerdos de aquella noche.
Cuando estaba a punto de subir al carruaje que la llevaría a la mansión Abbott, situada en la parte alta cerca de la catedral, llegó el correo. Ella misma atendió al cartero, quien le entregó dos cartas. Al ver la letra con la que habían escrito su nombre y dirección, supo inmediatamente que el remitente era Ben. Temblando, se metió las cartas debajo del cinturón y subió al carruaje. No había necesidad de abrirlas inmediatamente, pensó Sally, ya que, sin leerlas, podía adivinar perfectamente el contenido de las mismas.