7

—¡Miss Evans, Miss Evans! —entró gritando Yi Mei Ji en el saloncito donde Sally se encontraba admirando los nuevos bocetos de su padre para un nuevo proyecto encargado por el gobernador—. Capitán aquí, capitán aquí —añadió la sirvienta casi sin aliento. Sally sonrió satisfecha, rápidamente dejó los dibujos sobre la mesa y miró por la ventana.

Con el tiempo, Sally había aprendido a entender qué quería decir su criada cuando balbuceaba las pocas palabras en inglés que había aprendido. Aunque Mister Cox nunca presentó a los criados por su nombre, Sally y Theodore intentaron aprender sus nombres en chino y, más difícil todavía, su pronunciación correcta. Mientras que la señora Kwong tenía una posición abstracta dentro de la jerarquía que dividía el servicio de la casa —hacía las veces de doncella, ama de llaves e incluso de cocinera—, los demás criados chinos compuestos por Yi Mei Ji y los niños llamados Siu Kang y Siu Wong se habían mantenido más bien invisibles haciendo las labores de menos categoría. Pero Theodore había insistido en tratar a todos por igual —simplemente pedía lo que necesitaba al primero que aparecía— y poco a poco todos empezaron a tener responsabilidades más importantes. Los chicos no solo se ocupaban de los establos, sino que también ayudaban a Theodore en el taller, limpiando, preparando pintura o llevando encargos. Yi Mei Ji empezó a encargarse de labores más propias de una doncella y aprendió a poner un corsé, a arreglar una cama o a ordenar lazos y vestidos. Mistress Black no estaba muy contenta al ver cómo la señora Kwong y la joven Mei Ji llevaban a cabo funciones que le pertenecían a ella, pero mientras se sintiera al mando se mostraba conforme, llena de pasiva agresividad, con las nuevas normas. Charlotte Bean tenía una actitud diferente y estaba feliz de recibir la ayuda de las otras chicas en su cocina.

Theodore había insistido en probar platos autóctonos y sentía gran frustración ante la incapacidad de Charlie —como todos la conocían en Aberdeen Hill— de cocinar comida china. Finalmente, la señora Kwong se ofreció a preparar algunos platos y a enseñar a Charlie cómo se elaboraban. Para sorpresa de todos, ambas se llevaron muy bien. Charlie compartía amablemente sus dominios siempre y cuando fuera para aprender nuevas recetas y, al mismo tiempo, Mistress Kwong parecía disfrutar enormemente de enseñar algo a una colona.

Las dos mujeres se convirtieron en un equipo excelente. Ambas se movían por la cocina sin molestarse, casi sin hablar. Sally se detenía en el umbral de la cocina, con la excusa de dar a sus cocineras indicaciones sobre los platos del día, y observaba a las dos mujeres, una joven, pelirroja y fuerte —como solo las irlandesas saben serlo— y la otra esbelta y flexible, como una flor de loto. Así fue como los Evans pudieron pronto saborear exquisiteces de la cocina propia de Cantón y también del norte del país; les gustaron en especial los exquisitos platos de carne llamados siu mei. El siu ngo, el ganso rustido, era el preferido de Theodore, mientras que Sally se deleitaba con el fu jyu, una especie de queso hecho con soja que Mistress Kwong fermentaba. También dejaron de lado el té negro traído de la India y empezaron a probar los tés locales. A Theodore le entusiasmó el té de jazmín, y aunque a Sally este le pareció, al principio, como beber colonia, pronto se acostumbró a tomar tazas enteras, sin añadirle leche ni azúcar. Satisfecha de su influencia, Mistress Kwong insistió en mandar a comprar un set de porcelana china para que saborearan el té chino en cuencos en lugar de hacerlo en las tazas con asas de influencia occidental. En cuestión de días, la casa fue invadida por estos nuevos olores, densos y aceitosos, de los condimentos, las salsas y las especias. Extrañamente, parecía como si estos nuevos perfumes hubieran dado vida a Aberdeen Hill, despertándola así, de un largo letargo.

Se cocinaba en tal cantidad que se daban las sobras a todos los criados, quienes, acostumbrados a comer arroz blanco y sopa, empezaron a engordar. En especial los pequeños criados sentían devoción por el si fu, o «maestro», que era así como llamaban al pintor. Pero tal vez la que se sentía más feliz con el nuevo funcionamiento de la casa era Yi Mei Ji. La chica había sido empleada por Mister Williams con un contrato de semiesclavitud. Venida del campo, y sin ninguna perspectiva para una dote, se había hecho a la idea de que se pasaría el resto de su vida como sirvienta de tercera limpiando suelos y cambiando orinales. Que la dejaran entrar en los aposentos de Miss Evans era un privilegio con el que nunca había soñado. Además, a Sally le gustaba esta chica amable y hermosa, de rostro perfectamente ovalado y ojos brillantes, que contrarrestaba con la presencia taciturna de Mistress Kwong o con la constante actitud despreciativa de Mistress Black.

Por tanto, después de un año en Hong Kong, Sally sabía muy bien lo que su emocionada doncella le quería decir: Ben había llegado y estaba entrando por la puerta.

Dòjeh. —Sally dio las gracias a su criada y salió corriendo hacia la entrada principal.

—Hola —dijo el capitán mientras bajaba de su caballo—. ¿Cómo estás, querida Sally?

—Hola, capitán Ben —bromeó Sally, acercándose a él, quien la cogió por la cintura y la alzó en el aire.

—Creo que tanta comida cantonesa te está adelgazando. ¡Cada día estás más ligera, pequeña!

—No lo creo, tal vez será que tú cada día estás más gordo —le dijo ella mientras le sacaba la lengua. Ben aún estaba fuerte, pero sus constantes viajes le habían hecho adelgazar—. ¿Cómo ha ido todo por Cantón?

—La misma canción de siempre para este viejo pirata mercantil: compra y negociación, compra y venta… ¿Cómo está tu padre?

—También igual que siempre. Sumido en un retrato para el gobernador y otros encargos. Casi no ha salido del taller en los últimos días. Creo que le iría bien distraerse un poco.

—¿Qué te parece si me lo llevo de paseo? Podríamos ir al Vixen.

—Es una gran idea —sonrió Sally agradecida. Ben sonrió a su vez para seguidamente desaparecer por el patio trasero en dirección al taller de Theodore.

Sally observó a los dos hombres conversar durante un tiempo desde la ventana del comedor, mientas deseaba que estuvieran hablando sobre ella. Tal vez Ben estaría por fin pidiendo su mano y así su padre podría explicarle la historia de su madre. Sin embargo, sabía que esta sería otra de esas tantas situaciones donde todo quedaba exactamente como estaba: con una terrible y pasiva espera. Desde aquella fatídica noche de su primer baile, parecía que todo se hubiese detenido y el tiempo solo pasaba empujado por la rutina que marcaba su nueva vida en la colonia. Pero, para Sally, algo había quedado estancado en aquel baile.

Sally no recordaba qué había pasado después de haberse desmayado en el baile. Sin embargo, aquella misma noche la asaltó una horrible fiebre que duró más de una semana. Fue atendida en casa por el doctor Robbins, quien indicó que la fiebre le había subido de una forma tan repentina —probablemente por el choque emocional recibido— que el cuerpo había reaccionado con su desfallecimiento. De los siguientes días, Sally solo recordaba estar en un estado de dolorosa semiinconsciencia. No pudo asistir al funeral ni a la misa en honor de los Dunn en Saint John’s Cathedral.

Durante la enfermedad, siempre estuvo acompañada de su padre, quien garabateaba incesantemente en su cuaderno mientras permanecía sentado junto a ella. Solo se movió de su lado cuando Mary Ann y las demás chicas de su grupo de amistades la visitaron. El capitán la visitó en un par de ocasiones y se sentaba junto al pintor, ambos sumidos en un tácito silencio. Sally abrió los ojos únicamente para ver cómo su padre dibujaba nerviosamente sentado junto a aquel chico alto y serio. Aunque la escena era más bien cómica, se sentía reconfortada al saber que aquellos dos hombres estaban ahí con ella.

Fue junto a su cama cuando el capitán le pidió que le llamara Ben. Theodore había salido de la habitación para ir a buscar otro cuaderno. Sally no estaba totalmente dormida y sabía que los dos se habían quedado solos. Los ojos le dolían y cuando los intentaba abrir sentía un fuerte dolor en la frente; por tanto, se limitó a musitar un «gracias».

—¿Por qué? —preguntó Ben, acercándose levemente a la cama—. Y, por favor, creo que después de haber tenido nuestra primera discusión estás autorizada a llamarme Ben.

—Gracias por venir a visitarme. —Fue entonces cuando Sally se dio cuenta de que su boca estaba sumamente seca—. ¿Podrías traerme un poco de agua? —Ben se acercó a la mesita donde aún quedaba algo de agua con limón en una jarra y le llevó un vaso a Sally. Aunque se sentía muy débil, se las arregló para incorporarse y tomar el vaso en sus manos. El capitán se mantuvo alejado mientras Sally bebía despacio y sin mirarlo directamente.

—Lo siento —dijo Sally una vez que se hubo recostado—; el día del baile no tendría que haberme enfadado así contigo.

—No pasa nada, Sally —respondió Ben después de un largo silencio—. Ahora sé que hay mucho en ti de esa apasionada sangre española.

Aunque Sally sabía que esto era un cumplido, habría preferido otro tipo de respuesta, algo con más información sobre cómo se sentía. Cualquier comentario que llevara a un diálogo en lugar de una broma o una frase críptica. Por primera vez, Sally hubiera deseado que los dos no estuvieran solos.

—Dime, ¿qué les pasó exactamente a los Dunn? —dijo por fin Sally—. Estos días, en cama, no he podido saber casi nada… A excepción de que fueron asesinados y de que me he perdido el funeral. —Ben pareció dudar un momento.

—Bueno, el médico y los policías llegaron a la conclusión de que el doctor Dunn y Mistress Dunn habían muerto por envenenamiento. Se conocían otros casos parecidos y se rumoreaba que eran ataques anticolonialistas. Se hicieron investigaciones, se entrevistaron testigos y casi sin pruebas se dedujo que había sido uno de los criados chinos de la pareja. —Ben se detuvo por un momento para dejar que Sally procesara la información y luego continuó—: Un hombre de unos treinta años, que fue expulsado de la colonia y entregado a las autoridades chinas como prisionero. Se dice que fue ejecutado poco después de ser entregado. Los chinos no parecían muy contentos con la sentencia, y creemos que esta fue, más bien, una medida diplomática. Las mismas autoridades dejaron bien claro que no estaban de acuerdo con las pruebas presentadas en contra del imputado.

—No me imagino a nadie que pudiera tomar una iniciativa anticolonialista contra los Dunn —balbuceó Sally débilmente—. No podría pensar en unos colonos… menos imperialistas que ellos. —Esto pareció hacer reír a Ben, quien había mantenido una actitud completamente imparcial y algo distante al explicar el suceso.

—Tienes razón, chica —dijo Ben poniendo énfasis en su acento americano. Los dos se quedaron en silencio y Sally miró directamente al capitán por primera vez en toda la conversación.

—¿Sufrieron? —preguntó Sally por fin.

—Me temo que sí. —Ben pareció dudar si añadir algo más y continuó—: Por lo que dice el médico que vio los cuerpos, fueron envenenados con lo que debía de ser arsénico. Murieron relativamente rápido —el capitán hizo una pausa para tragar saliva—, pero sufrieron unas cuantas horas de agonía.

—No lo entiendo. ¿Quién los podría querer matar? —En cuanto la pregunta salió de su boca, sintió cómo sus ojos se llenaban de lágrimas. Intentó no parpadear para evitar que se notara, pero sus ojos escocían tanto por la fiebre que no tuvo más remedio que cerrar sus párpados empujando así las lágrimas mejilla abajo.

—No tengo ni idea y dudo que alguna vez lo sepamos con certeza —respondió Ben algo pensativo—. Y ahora, si me disculpas, debo irme. Tengo algunos asuntos que solucionar antes de zarpar de regreso a Cantón.

—Ah, ¿ya te vas? —Sally intentó esconder su decepción y enjugar sus lágrimas rápidamente.

—Sí —contestó mientras se levantaba de la silla—, tengo asuntos que resolver en el continente. Estaré fuera un par de meses —añadió mientras miraba por la ventana del saloncito que daba a la alcoba de Sally. Después de mirar a un lado y a otro, como esperando divisar a alguien o intentando constatar que no había nadie en el patio delantero, dijo—: Sally, recuerda todo lo que te expliqué aquella noche sobre cómo actuar en caso de robo. Además, compra perros y encarga a tus mozos que los adiestren y da a probar toda vuestra comida a las bestias antes de comerla, ¿de acuerdo?

A Sally todo esto le pareció completamente exagerado. Sin duda, el asesinato de los Dunn tenía que haber sido producto de un error o la obra de un maníaco. Además, no podía concebir a nadie que quisiera atacar a su padre. Tal vez era la formación militar de Ben lo que le llevaba a ser tan cuidadoso. Pero Sally no tuvo mucho tiempo de pensar en eso. El capitán, aparentemente sin despedirse, se dirigía ahora hacia la puerta. Sin pensarlo, Sally se incorporó y pensó que tenía que detenerlo; no quería esperar dos meses antes de obtener algunas respuestas:

—Ben, ¿yo te importo? —en el momento en el que hizo esta pregunta, Sally se dio cuenta de que esta no era exactamente la pregunta que deseaba hacer. Se sintió como una cobarde, pero aun así repitió—: ¿Yo te importo? —añadió con un hilo de voz. Ben se detuvo y volviéndose contestó:

—Por supuesto que me importas. Nos vemos en dos meses, Sally —dijo con tono molesto.

Sally tuvo ganas de correr hacia la puerta y detenerle, pero sabía que solo conseguiría ponerse en evidencia. Se preguntó si Ben se había marchado directamente o, tal vez, se había detenido al otro lado de la puerta. Sally se lo quiso imaginar parado en el pasillo, dudando sobre si debía volver a entrar o no en la habitación. Sin embargo, en unos pocos minutos, Sally oyó a su caballo saliendo por la portalada.

Cuando Sally finalmente se recuperó y abandonó su febril destierro, encontró una comunidad aún sumida en los rumores y la desconfianza. Theodore compró dos perros en el mercado a petición de Sally. Los animales eran ridículamente pequeños y ladraban al menor ruido y a su padre eso le pareció prueba suficiente de que defenderían la casa de posibles invasores. Los Evans acordaron no obligar a los pobres animales a probar la comida. Theodore engullía cualquier cosa cocinada por Charlie o Mistress Kwong sin rechistar, pero Sally a veces dudaba un poco antes de llevarse la cuchara a la boca.

Una tarde estaba con las dos jóvenes Abbott y Mary Ann tomando el té en el porche cuando llegó Mistress Kwong con más té y pastas para todas. Las chicas se quedaron en silencio, primero mirando sospechosamente a la criada y seguidamente a Sally, esperando a que hiciera alguna cosa. Sally quiso probar el té para aplacar las dudas, pero antes de que pudiera hacerlo, Mistress Kwong se sirvió el té en una de las tazas y, con gesto insolente, lo probó delante de las chicas. Todas se quedaron completamente pálidas frente a la audacia de la sirvienta. Seguidamente acabó de servir el té para todas y se marchó de la misma forma que había entrado, con una tranquilidad llena de orgullo, dejando a las damas en un estupefacto silencio.

—¡Madre mía, qué asco! —exclamó Mary Ann—. ¡Nunca había visto tal osadía en una amah! Sally, debes despedirla o castigarla… ni siquiera quiero probar este té.

—No la puedo despedir, Mary Ann —profirió Sally mientras tomaba un tímido aunque decidido sorbo de té—. Venía con Aberdeen Hill, es vieja y no tiene familia.

—Lo entiendo, querida —dijo Christine Abbott de una forma dulce y calmada—. Pero tú eres la señora de esta casa y es parte de tu trabajo disciplinar a los criados. Tal vez podrías pedirle a tu mayordomo que le dé unos azotes.

—Debo decir que tiene razón —agregó Mary Abbott moviendo la cabeza efusivamente en señal de aprobación—. Sé que es solo una mujer vieja, pero debes marcar disciplina cuando los criados se salen de las normas marcadas por la etiqueta y la buena educación, sobre todo tratándose de estos criados asiáticos que poco saben sobre nuestra desarrollada cultura.

—En efecto, tenéis toda la razón. Ya lo haré —afirmó Sally—. Pero solo es una mujer mayor y está algo loca. Por lo demás, siempre ha demostrado una actitud excelente.

Sally pidió más té y nuevas tazas al señor Cox y le dijo, delante de las otras damas, que debía disciplinar a la criada. En cuanto sus amigas se marcharon, Sally se apresuró a decirle a Cox que no debía pegar a la señora Kwong, que lo haría ella misma. Pero Cox ya la había azotado. El mayordomo había sentido tal placer en fustigar a la anciana, que esta desapareció durante todo el día en la caseta donde los criados chinos dormían. Nunca antes Sally se había sentido tan culpable y avergonzada y mandó a Yi Mei Ji que dejara sus tareas y se ocupara enteramente de atender a Mistress Kwong.

A Sally le hubiera gustado decirle que lo sentía y que entendía que lo que había hecho con el té había sido una demostración, si cabe un tanto vehemente, de desaprobación del comportamiento de sus amigas. Sin embargo, había algo en esa mujer que despertaba miedo y respeto y no tuvo el valor de dirigirse a ella. En su lugar, evitó a la criada durante días y no mencionó el episodio a nadie más.

Después de algunas semanas, las tensiones latentes entre colonos por un lado y criados chinos por el otro se fueron mitigando. Los periódicos locales, como el Friend of China, dejaron de publicar artículos relacionados con los robos en la isla y el asesinato de los Dunn. Pronto todo el mundo tuvo un nuevo tema de conversación o gup, como llamaban a los cotilleos. Se decía que el plenipotenciario Palmer tenía una nueva amante, una tal Mistress Morgan, la esposa del capitán Morgan del Scabley Catle. Pronto también llegaría el nuevo gobernador, Sir William Bowen, y, en los próximos meses, un enviado de Pekín visitaría la colonia.

Sally se dejó llevar por una rutina distendida, marcada por los pasatiempos y los eventos sociales, muy parecida a la de las ciudades de vacaciones inglesas como Bath o Brighton. Bailes, picnics y fiestas de té dominaban el universo femenino del cual Sally era un miembro prominente. Amiga de alguna de las chicas más populares de la ciudad y famosa por su belleza exótica, Sally no tardó en encontrar admiradores. Bailaba con este o con aquel y disfrutaba de la atención que parecía suscitar entre algunos miembros importantes de la administración o el regimiento.

Sin embargo, Sally sabía, gracias a las insinuaciones carentes de sutileza de su padre, que debía ocupar su tiempo con algo más que con su vida social. De ese modo, empezó a considerar la posibilidad de involucrarse en la labor caritativa que Mistress Dunn había llevado a término. Le costó algún tiempo decidirse, pero finalmente, arrastrada por la culpabilidad, se puso en contacto con la buena de Mistress Elliott y algunos días se los pasaba visitando la escuela para niñas ciegas y huérfanas de la ciudad o algunas de las aldeas de los alrededores.

—La mayoría de los chinos de la ciudad son trabajadores chinos que han dejado sus familias en el continente. Las mujeres que vienen a la ciudad son amahs, así que muchas de nuestras misiones deben llevarse a cabo en las afueras de la colonia o en las aldeas —le explicó Mistress Elliott mientras salían de Hong Kong en una calesa prestada.

Sally no estaba tan interesada en las explicaciones de la joven misionera como en observar las escenas que se desplegaban más allá de las calles centrales de la colonia. No le desagradaba Mistress Elliott, pero le aburrían sobremanera sus largas explicaciones autocomplacientes y ceremoniosas. Con ella, todo parecía una lección y su tono condescendiente no ayudaba a captar la estima o la admiración de Sally.

—¿Y qué hacéis en las aldeas? —preguntó Sally observando a unas mujeres chinas a un lado de la carretera, algunas llevaban unas telas en forma de alforja atadas a la espalda, mientras que otras portaban cestos que debían de contener pescado, y que caminaban en fila, con la cabeza gacha y con una velocidad admirable teniendo en cuenta sus pesadas cargas.

—Les ofrecemos donaciones de todo tipo, aunque hay que decir que estamos trabajando con pocos recursos —indicó Mistress Elliott haciendo una pausa algo dramática para el gusto de Sally—. Muchas veces hablamos a los enfermos, pero, principalmente, a mí me gusta hablar con las mujeres y no solo enterarme de qué necesitan sino también convencerlas de que nos dejen educar a sus niñas en nuestra escuela de la misión.

—Eso es realmente admirable —dijo Sally mostrando más interés. No tenía ni idea que la santurrona esposa del clérigo estuviera haciendo algo tan loable—. ¿Cómo te comunicas con ellos? ¿Tienes un intérprete en las aldeas?

—¡No! —se rio Mistress Elliott con la ocurrencia—. ¡No podemos utilizar un intérprete! No lo podemos pagar y, además, nunca sabríamos si están traduciendo justamente o por su propio provecho. Aunque a veces Mary Kendall viene con nosotros y la dejamos a ella la responsabilidad de charlar con los nativos, estoy aprendiendo cantonés e intento usar estas excursiones como una buena oportunidad para practicar mi pobre conocimiento del idioma.

—¿De verdad? —preguntó Sally, mirando con curiosidad a su amiga.

—Sí, estudié un poco con Mister Elliott cuando estaba aún en Inglaterra y desde que llegamos a Hong Kong los dos estudiamos unas cuatro horas diarias.

—Impresionante —musitó Sally, volviéndose a concentrar en el paisaje húmedo y chirriante de insectos. En el tiempo que había estado en Hong Kong no se había planteado aprender más que unas cuantas palabras para comunicarse con sus criados. Su plan para ser presentada en sociedad y encontrar un esposo le había parecido más que suficiente. Las grandes hazañas de Mistress Elliott no hicieron más que recordarle una vida anterior, basada en la educación y en las grandes expectativas de su padre.

Después de una ardua hora de viaje, llegaron a su destino. La aldea solo tenía unas cuantas casas dispersadas alrededor de un claro que hacía de plaza. Las viviendas eran pequeñas casas hechas de adobe. Sally, que nunca había visto un sitio tan miserable, comprobó estupefacta que las más pobres construcciones no eran muy diferentes a un corral. En estos interiores pequeños y oscuros, varias generaciones dormían y cocinaban al lado de los animales.

Parecía que la gran mayoría de los habitantes, cuando no estaban en el campo, hacían sus labores en la plaza central del pueblo. La honesta desnudez con la que los aldeanos mostraban su vida privada en público fue más chocante para Sally que su aparente pobreza o suciedad.

Sally se quedó en un segundo plano mientras Mistress Elliott, resuelta y convencida, hablaba con algunas de las mujeres de la aldea. La chica pronto notó que su presencia era totalmente inútil, si bien se vio rodeada por un grupo de niños que saltaban, gritaban y reían a su alrededor. Sally se sentía avergonzada de no poder entender nada de lo que aquellos críos le intentaban decir. Cuando se fueron de la aldea, preguntó a Henrietta qué era aquello que los niños intentaban decirle:

—No he prestado mucha atención, pero creo que te pedían que jugaras con ellos; otros te hablaban de tu pelo rizado, y algunos gritaban gwai lo, que quiere decir «extranjera».

—Mi pelo —repitió Sally sorprendida, mientras se tocaba su melena rizada y bufada por la humedad—. Creí que me estaban pidiendo comida…

Sally se dirigió, con Mistress Elliott, hacia diferentes aldeas dispersas en la costa norte de la isla. Se limitaba a hacer compañía, llevar ropa y medicinas, pero se mantenía rezagada, aunque le gustaba poder salir de Victoria y ver diferentes partes de la costa. En ocasiones las acompañaban la también misionera Katherine Flanagan y la dama llamada Mary Kendall, una mujer china que se había casado recientemente con Daniel Kendall, secretario general y protector de los chinos. Era una mujer seria y callada, pero que había sido de gran ayuda para Mistress Elliott, aunque ahora estaba encinta y no siempre las podía acompañar.

—¡Dios la bendiga! —dijo Mistress Elliott un día que Sally preguntó por ella—. Parece ser que está un poco cansada, pero es un regalo para nuestra misión y una de esas buenas personas a quienes el mensaje de amor del cristianismo ha tocado en lo más profundo de su ser. Tenemos una gran suerte de contar con un gran número de feligreses entre nuestros amigos chinos. El caso de los Kendall es un ejemplo a seguir, teniendo en cuenta la gran cantidad de niños bastardos hijos de infelices amahs o mujeres de vida alegre.

«Son hijos de amahs y prostitutas, sí, pero también de hombres occidentales…», pensó Sally, para quien los pequeños niños con rasgos asiáticos, pero de pelo y ojos claros, no podían ser solo responsabilidad de amahs y prostitutas.

Aunque Mistress Elliott y algunas de las otras misioneras explicaban su obra con las mejores intenciones, Sally estaba convencida de que muchas madres no querían llevar a sus hijas a la escuela de la misión. También se daban cuenta de que muchos chinos no aprobaban estos grupos de mujeres extranjeras con una mujer conversa paseándose por sus aldeas y sus plazas. Después de todo, las mujeres de cierta alcurnia chinas nunca se dejaban ver en público.

Entre bailes y labores caritativas, Sally se acostumbró a su nueva vida en Victoria. La ciudad había llegado a ser un lugar casi completamente nuevo sin Ben y sin los Dunn. Sally disfrutaba de lo que siempre había deseado: una espléndida vida social y la suficiente atención masculina como para pensar que tarde o temprano alguien adecuado le ofrecería serias y sinceras atenciones.

De todas formas, nunca dejó de pensar en Ben. La forma en la que se había marchado había dejado a Sally llena de dudas. A veces, se pasaba las noches despierta repasando mentalmente todo lo que él había dicho cuando estaban juntos, sus miradas y sus gestos en busca de una explicación más plausible que la que había recibido. Se intentaba convencer de que debía olvidarlo y no pensar más en él o en qué sucedería si el americano regresaba a la isla. Sin embargo, sus esfuerzos fueron en vano y la situación no mejoró cuando recibió una misiva enviada por el capitán.

Era una mañana de otoño y Sally se encontraba desayunando sola. Cox se había marchado temprano de camino al puerto para hacer unos recados. Charlie y la señora Black estaban en el mercado junto con Siu Kang y Siu Wong. Yi Mei Ji estaba limpiando la cocina y Theodore estaba en el taller. Cuando Sally oyó el ruido del cartero no le dio importancia y pensó que, seguramente, estaba entregando un paquete destinado a su padre. Pero Mistress Kwong entró por la puerta con un sobre y lo dejó sobre la mesa. Antes de que Sally tuviera tiempo de cogerlo y ver quién le enviaba la carta, Mistress Kwong dijo sin mirar a la chica:

—Sabe, Miss Sally, usted debería intentar no enamorarse del americano.

La afirmación de Mistress Kwong fue dicha de una forma tan tácita que Sally se quedó petrificada.

—Mistress Kwong, yo no… —se defendió Sally tímidamente, aunque sentía la furia propia del orgullo herido.

—Usted sí que se está enamorando. —Eso fue todo lo que dijo la criada antes de abandonar la habitación con pasos lentos y dolorosamente silenciosos.

Sally estaba atónita, pero esto no le impidió abrir el sobre rápidamente y encontrar en su interior una pequeña nota firmada por el capitán Wright.

Querida Sally,

Espero que estés bien y completamente recuperada de tu gripe. Los negocios en Cantón evolucionan favorablemente y espero poder regresar a Hong Kong en las próximas semanas. Me he dado cuenta de que nunca tuvimos la oportunidad de bailar juntos, así que, por favor, resérvame al menos un baile para cuando vuelva.

Atentamente,

Capitán BENJAMIN M. WRIGHT

Sus ojos leyeron tan rápidamente la carta que solo pudo distinguir las palabras semanas, baile y juntos. Una segunda lectura le confirmó lo que sospechaba: Ben no solo volvería a Hong Kong en las próximas semanas, sino que además le había pedido un baile. Sally volvió a leer la carta y con menos alegría comprobó que la misiva era escueta, algo fría y como única despedida decía un neutro «atentamente» y su nombre completo. Una carta enviada por un admirador contendría algo así como un «siempre tuyo» y finalizaría con el nombre de pila. No cabía duda de que la carta no presentaba la confirmación de un noviazgo, pero aun así estaba exultante. Nunca había esperado una carta de Ben, ¡y aún menos especialmente dirigida a ella! La frialdad de su estilo se podía deber simplemente a que Ben era más bien escueto y tímido cuando se trataba de expresar sus sentimientos. Solo había una persona con la que Sally podía compartir estas noticias, y ese era su padre. Olvidando las formas, Sally salió al jardín y corrió hacia el taller.

—¡Padre! ¡Padre! —gritó Sally al abrir la puerta de la casa taller—. Adivina quién ha enviado una…

Theodore estaba de pie, rodeado de sus lienzos, leyendo lo que también parecía una carta. Pero, fueran cuales fuesen las noticias, no habían causado el mismo efecto que las de Sally. Theodore miraba fijamente el contenido de la carta que tenía delante con un semblante inusualmente serio. Al oír a su hija, Theodore alzó su rostro pálido y cansado.

—Padre, ¿te encuentras bien? —preguntó Sally, parándose en seco.

—Sí, estoy bien. Perdona, hija, ¿qué decías? —añadió Theodore mientras doblaba la carta en sus manos.

—¡El capitán Wright ha escrito una carta! —exclamó Sally.

—Sí, sí —dijo Theodore distraídamente, mientras guardaba la hoja en la misma caja de madera de donde cayó la carta de Sir Hampton aquel día en el barco. Después de colocar la carta, cerró la caja y la guardó en uno de los cajones de la mesa del despacho. Entonces Sally se dio cuenta de que aquella carta también debía de haber sido escrita por Ben. No solo las dos habían llegado al mismo tiempo, sino que ahora comprendía que si había alguna razón por la que Ben no mencionaba a Theodore en su carta debía de ser porque él mismo le había dirigido una.

—Padre, esa es también de él, ¿no es así?

—Sí, sí, me ha escrito una cartita —dijo Theodore acercándose a Sally.

—¿Está todo bien? Parece que has recibido malas noticias —señaló la chica sin dejar de mirar el cajón donde se encontraba guardada la caja.

—Sí, sí, querida, no te preocupes —respondió el pintor dando unos golpecitos en el hombro de su hija—. Simplemente estoy muy cansado. Aún hace tanto calor… no me malinterpretes, prefiero este clima al de Inglaterra, pero me siento cansado. —Sally ayudó a su padre a sentarse en la butaca.

»Ay, hija, creo que te lo digo poco… —sonrió Theodore mientras tomaba las manos de su hija en las suyas—. Nunca he querido que fueras una jovencita presumida y superficial. Creo que aún te queda un gran camino por recorrer para llegar a ser todo lo que puedes ser. Sin embargo, estoy muy orgulloso de ti. Eres buena y generosa y cuando descubras todo tu potencial podrás hacer grandes cosas. —Sally no entendía por qué su padre le decía todo aquello, pero decidió no interrumpirle. No era un acontecimiento usual que Theodore le hablara de temas como este—. Sé que te prometí que en cuanto fueras presentada en sociedad te explicaría todo lo que quisieras saber sobre tu madre. —Theodore suspiró y Sally vio en él una vulnerabilidad insólita que la estremeció—. Pero, si bien pienso que tú tal vez estés preparada, no creo que yo lo esté. Así que, por favor, no te creas que no me acuerdo de mi promesa, pequeña. Estoy preparando algo por escrito. De esta forma, puedo explicar todo lo que estás en el derecho de saber. Perdona que aún no haya acabado, pero entre los últimos encargos, la muerte de los Dunn y mi vejez…

—No pasa nada, padre —dijo Sally sin poder contener las lágrimas—. Esperaré a que puedas acabar tus encargos. Tómate el tiempo que quieras.

—Gracias, Salomé. —Los ojos de Theodore adoptaron un cariz vidrioso cuando agregó—: Jamás te he comentado esto, pero cada día me recuerdas más a tu madre. Por supuesto es una suerte que te parezcas a ella y no a este inglés blancuzco y medio gordinflón. —Los dos se rieron—. Aunque te tengo que decir que yo era mucho mejor parecido cuando conocí a tu madre —agregó guiñando un ojo.

La primera visita de Ben solo duró unos días y, desgraciadamente, durante ese tiempo no se organizó ningún baile en la ciudad. La esperada promesa quedó incumplida, pero ambos tuvieron ocasión de cenar y pasear juntos. Sally disfrutaba de cada momento con el apuesto americano y, después de un par de visitas, se acostumbró a que el capitán se marchase al cabo de unos días y volviera después de unas semanas.

Pero Ben no solo visitaba la casa de los Evans para ver a Sally, también se pasaba largos ratos en compañía de Theodore. Desde la muerte de los Dunn, la vida social de Theodore se limitaba a quedar con sus clientes o a asistir a las veladas que estos organizaban y, por tanto, la llegada del capitán representaba una agradecida ruptura con la reclusión voluntaria del pintor. Los dos caballeros parecían tener mucho de qué hablar. Se encerraban en el taller o en el salón durante largos ratos y nunca explicaban de qué iban sus charlas. En ocasiones, los acompañaba Turner, el periodista que habían conocido en casa de los Dunn. Este siempre entraba a saludar a Sally y se dirigía, casi inmediatamente, al taller donde se encontraban los demás. Sally se sentía algo molesta sabiendo que ninguno de los dos la harían partícipe de sus conversaciones.

Su padre no volvió a mencionar a su madre ni el escrito que estaba preparando y Sally lo veía trabajar en su taller exhaustivamente. Desde el alba a bien entrada la noche, Theodore vivía cautivo en su querido estudio con la única compañía de sus pequeños aprendices y los inútiles perros. Era extraño para Sally no formar parte de ese universo, pero, ahora que era una dama de la alta sociedad hongkonesa, gozaba de la libertad que ella había deseado desde hacía mucho. Sin embargo, el tiempo se le resistía y pasaba lentamente mientras esperaba las visitas del capitán y el manuscrito de su padre y a veces echaba de menos ser la niñita que jugaba en el taller del pintor.

Se daba por entendido, incluso en la colonia, de que el capitán estaba cortejando a la hija de Theodore, pero eso no impedía a otras muchachas dirigir sus atenciones al apuesto joven, flirteos a los que él respondía de forma educada y mostrando cierta presunción. Sally intentaba reprimir sus enfados cuando esto pasaba y evitar a toda costa una escena como la del fatídico baile. Nunca mencionó la discusión de aquel día, pero tenía una sensación recurrente de que había algo que Ben no quería compartir con ella, algo oculto que impedía afianzar la relación. Los dos podían compartir cualquier cosa, pero se evitaba a toda costa hablar de sentimientos. Era como si la relación pendiera de un hilo tan fino que se pudiera romper en cualquier momento. Sally pensaba a menudo que tal vez era su inmadurez y falta de experiencias lo que le llevaba a ser tan desconfiada e insegura.

Todos estos «tal vez» se amontonaban caprichosos y alborotadores en su cabeza, hasta el punto de que Sally sentía que no tenía dominio sobre sus pensamientos. Tampoco ayudaba el hecho de que, por primera vez, había un tema del que no podía hablar con su padre. Intentó escribir largas cartas a Zora y a Caroline y a las otras chicas de Cognac, pero de poco servían estas confesiones, ya que las respuestas tardaban mucho en llegar y cuando lo hacían eran en forma de más preguntas. Sus amigas no conocían a Ben y no los habían visto juntos, así pues, poco podían ayudar. Por suerte, Sally tenía a sus nuevas amigas en la colonia. Aunque aún no se consideraban íntimas, siempre se había encontrado muy a gusto con Mary Abbott y su hijastra. Ambas eran mujeres prácticas, sensibles y extremadamente dulces, representaban la quintaesencia de lo inglés con toda la sofisticación de su lengua y costumbres.

Un día de diciembre, poco antes de las primeras Navidades de los Evans en la colonia, las dos mujeres Abbott visitaron a Sally para tomar el té y traer algunas tartaletas rellenas de fruta confitada que su cocinera había preparado.

—Muchas gracias por traerme estas delicias —dijo Sally probando un bocado, sin atreverse a admitir que jamás le había gustado este dulce navideño tan denso y pegajoso—. Estoy segura de que a mi padre le van a encantar.

—Nos alegramos; nuestra cocinera las cocina según una receta que ha estado en su familia desde hace generaciones —indicó Mary Abbott jugando con la pasta con unos dedos finos y largos.

—Sí, este tipo de dulce debe ser hecho de la forma más tradicional posible. Y las recetas familiares siempre son las mejores —agregó su hijastra—. Por cierto, Sally, el otro día oí que el marido de nuestra querida amiga Harriet decía que nuestro estimado capitán volverá a Hong Kong en los próximos días.

—Eso tengo entendido —confirmó Sally, intentando ser discreta pero sin poder evitar ruborizarse ligeramente.

—Entonces debes de estar encantada, querida —dijo Mary Abbott mirando a Sally atentamente y sin dejar de sonreír.

—Claro que lo está —prorrumpió Christine antes de que Sally tuviera tiempo de contestar—. Todos sabemos que eres una favorita del capitán y no puedes negar que disfrutas enormemente de su compañía. ¿No es así?

—Así es —dijo Sally, algo aliviada de poder hablar del tema abiertamente por primera vez. Hasta el momento solo se habían hecho algunos comentarios o insinuaciones a las que Sally respondía atentamente pero sin desvelar nada—. Hemos pasado mucho tiempo en compañía uno del otro y cuando está fuera de Hong Kong me envía cartas informándome de su próxima visita. Pero, para ser sincera, no puedo confirmar nada más.

—De momento —dijo Mistress Abbott.

—Exacto, de momento, de momento —reiteró Christine—. Benjamin Wright ha sido siempre un joven muy popular entre las jóvenes de la colonia, pero, desde luego, nunca había tenido a una favorita.

—Sí, eso es lo que comenta todo el mundo —indicó Mary mientras Christine afirmaba con la cabeza en signo de aprobación. Sally pensó entonces que este era el momento adecuado para compartir sus dudas.

—¿Favorita? ¿De verdad lo creéis? —preguntó Sally sin poder ocultar una ansiedad largo tiempo contenida—. En ocasiones me pregunto si ese es el caso. Aunque el capitán Wright me ofrece sus atenciones de forma abierta y sincera, no sé hasta qué punto puedo esperar algo más. Sobre todo si no ha sucedido hasta la fecha…

—¡Oh! Querida, disfruta el cortejo —exclamó Mary—, hombres como él se toman su tiempo antes de dar un paso de este tipo.

—Exactamente, madre. Sally, debes pensar que él ahora está concentrado en una prometedora carrera y probablemente espera tener una posición permanente en Victoria y dejar de viajar tanto antes de asentarse.

—¿De verdad? —preguntó Sally—. Gracias por vuestro consejo, a veces no sé qué pensar…

—¡Oh, dulce Sally! —la consoló Mary Abbott—. Un hombre de honor no jugaría de esta manera con la hija de un caballero. Ya verás que, en cuanto reciba una promoción, te pedirá la mano.

Las palabras de sus nuevas amigas la reconfortaron enormemente. Aquella noche, por primera vez en mucho tiempo, Sally durmió sin despertarse ni una sola vez. En sus sueños, aparecieron bodas, bailes y un gran palacio con vistas al puerto de Victoria. Por la mañana, se levantó fresca y relajada. Había decidido esperar pacientemente y demostrar así su temple y madurez.

Casi un año después, la estación de lluvias ya había vuelto. Sally se encontraba observando a los dos hombres desde la ventana preguntándose por enésima vez de qué hablaban y si ella era parte de la conversación. Su paciencia se estaba agotando y se sentía cansada de ejercer el gran autocontrol que exigía el hecho de esconder sus sentimientos. Hasta el momento había seguido el consejo de las Abbott, pero habían pasado tantos meses que empezaba a creer que necesitaba cambiar su estrategia y probar una aproximación más abierta.

En el tiempo que Sally había pasado observando a los dos hombres hablando en el taller, las luces de aquella tarde de verano se habían ido amortiguando y la atmósfera resplandecía en tonos azulados. Era difícil enfocar la mirada, así que Sally simplemente mantenía los ojos muy abiertos en dirección al jardín, sin mirar nada en concreto, con los brazos fuertemente cruzados sobre su pecho y perdida en sus propios pensamientos. Sin embargo, pudo ver cómo el capitán salía del taller y cruzaba el jardín para entrar en la casa. No quería dejar su encantamiento y no movió ni un músculo cuando Ben se acercó a ella dejando solamente unos pocos centímetros de separación entre los dos. Sally, aún sin moverse, podía sentir un escalofrío que escalaba desde su espalda hasta la parte superior de su nuca.

—¿Has estado aquí todo este rato? —dijo Ben, mientras se acercaba un poco más, y Sally sentía el espacio entre los dos de forma más palpable que si se estuvieran tocando.

—¿De qué estabais hablando? —Sally se volvió para mirar a Ben y al hacerlo se dio cuenta de que su rostro, algo ladeado, se encontraba mucho más cerca de lo que había pensado.

—Ya sabes, de nuestras cosas. Su nuevo paisaje del puerto para la casa del gobernador está quedando muy bien, tiene cierto aire a Canaletto, ¿no crees? Además, le he estado recomendando un libro que he leído. Lo acaban de publicar en Nueva York y un amigo me lo envió pensando que me gustaría. Y así es. Lo he leído un par de veces. Se lo quería recomendar a Theodore, le conseguiré una copia. Lo único que me ha respondido tu padre es que no sabía que los americanos también escribieran libros. —Ben se rio brevemente de una forma casi infantil, pero Sally se mantuvo cerca, aún sin separarse de él.

—¿Cómo se llama? —la pregunta fue todo lo que Sally se limitó a decir.

—Moby Dick.

¿Moby Dick? ¿Qué clase de título es ese?

—Es el nombre de una ballena.

—¿Una ballena?

—Es una gran novela que trata sobre la persecución de una ballena por parte de un ballenero.

—¿Has estado todo este rato hablando con mi padre sobre un libro que habla de una ballena? —Sally intentó decir esto en un tono casual, pero en cada palabra se podía notar su decepción.

—Bueno, el libro describe principalmente una alegoría… —empezó a hablar Ben, pero fue interrumpido por la mano de Sally, que se posó levemente sobre su pecho.

—Dime, Ben…, nosotros… —Sally no sabía cómo continuar, esperaba que él dijera alguna cosa o hiciera un gesto, pero el capitán se limitó a mirarla con un rostro casi totalmente inexpresivo.

—Nosotros… —Ben apretó sus labios hasta que estos simplemente mostraban una línea fina—. Nosotros… mira, Sally, yo no he prometido nunca nada, te tengo a ti y a tu padre en gran estima. —Ahora era Ben el que miraba por la ventana, girando su cuerpo para alejarlo de ella—. Pero, de momento, no puedo ofrecerte nada más.

—¿Nada más? Yo solamente quiero que reconozcas que hay algo. Estoy cansada de esperar. —Ahora era la desesperación lo que Sally intentaba ocultar.

—Sally, ahora no es el mejor momento, créeme. —Ben caminó hacia el otro lado de la sala; se notaba que estaba cansado, ya que, al caminar, su cojera se percibía más—. En América, antes de venir a Hong Kong, estuve prometido y no salió bien. Hay tantas cosas… ahora mismo no serías feliz conmigo, Sally, y tu felicidad, lo creas o no, es muy importante para mí. Eres tan hermosa cuando eres feliz —anunció Ben sin romanticismo.

—Si eso es cierto, ¿no es pues más fácil hacer algo al respecto? —preguntó llena de impotencia.

—Sally, ya estoy haciendo algo al respecto, todo lo que puedo hacer por ahora… —Ben miró a Sally y anunció—: Estoy pensando en pedir un traslado.

—¿Un traslado? —Sally no podía creer que hacía solo un par de minutos los dos se hubieran encontrado uno tan cerca del otro—. Bueno, yo podría ir contigo, ¿no? —se aventuró ella sabiendo que estaba rompiendo el decoro. Ben la miró y ahora parecía sinceramente enojado.

—No, Sally, tú no puedes venir conmigo. —El capitán fue tajante—: Hay cosas de mí que tú no conoces, que tú no entiendes. —Ben parecía que hablara más consigo mismo que con la chica—. No es tu culpa, en ocasiones yo soy mi peor enemigo…

—Ben, cualquier secreto que tengas, cualquier cosa que sea lo que haya pasado o está pasando… Yo estaré a tu lado. —La chica era consciente de que mientras decía esto estaba abriendo el camino para sincerarse del todo—. Yo te conozco, Ben; aunque no lo sepa todo, te conozco bien y soy capaz de amarte. Sé que eres un testarudo y a veces un verdadero incordio y, por Dios, ¡te gusta un poco demasiado recibir la atención de otras mujeres! —Su voz se iba quebrando y sentía que con cada palabra que decía alejaba más y más al capitán de ella, pero aun así no podía parar. Se acercó a Ben, que se apoyaba en una de las mesas del comedor, y se arrodilló delante de él, con sus manos en las rodillas del joven, y hubiera jurado por un momento que él había hecho un ligero movimiento de cabeza para besarla, deteniéndose inmediatamente después—. Yo no te dejaré de querer.

—Sally, no lo entiendes, siento todo esto, pero yo… —dijo Ben, mirando al suelo. El capitán parecía derrotado. Sally quería correr, abrazarlo, volverlo a besar como aquella noche antes del baile. Pero en ese momento simplemente esperó, observando cómo el orgulloso militar buscaba las palabras adecuadas—. Yo no te amo.

Después de esto, mientras tomaba su mano, Ben le dijo que lo sentía, que seguramente no se trasladaría, que era solo una idea. Sally no dijo nada más y se despidió escuetamente, sin lágrimas. Había una cena en casa de los Low dentro de dos noches y se verían allí. Siempre serían buenos amigos, siempre sería su Sally.

Después de que Ben se marchara, la joven se quedó de pie largo rato, pensando que, si se movía, la escena que acababa de suceder ante ella llegaría a ser parte del pasado y, por tanto, estaría grabada en piedra sin que nada más pudiera pasar. Nunca antes había tenido ganas de aprehender un momento con tanta fuerza, para no dejarlo escapar. Mientras retuviera ese momento, siempre cabía la posibilidad de que algo sucediera, de que Ben volviera a la habitación y le dijera que se había equivocado, que nada de lo que había dicho era cierto. Pero lo único que sucedió realmente fue que la habitación se llenó de oscuridad. Sally dio una última ojeada al estudio de su padre. Las luces del taller estaban ahora encendidas y la chica pudo distinguir la figura, ligeramente encorvada del viejo pintor, con una mano alzada sobre un lienzo. Sally no tuvo más remedio que aceptar su derrota e ir a decirle a Cox —quien seguramente se había pasado todo el tiempo escuchando detrás de la puerta— que no se encontraba bien y que quería acostarse pronto y sin cenar, y si sería tan amable de decírselo a Evans. Sally pensó que el insomnio se apoderaría una vez más de ella, pero en cuanto se estiró en la cama pudo sentir cómo la vencía el cansancio y se abandonó con gusto al olvido proporcionado por el sueño.

Estaba delante del mar, en el puerto de Victoria, y se podían divisar junks, vapores y veleros. El mar se veía blanco y de un azul oscuro que contrarrestaba con el verde de las colinas. Aunque no había nubes en el cielo, el mar tenía el color intenso propio de una tormenta. Paseaba por el puerto cuando se percató de que el mar estaba reculando. En un principio observó divertida cómo en el fondo del puerto, la arena, las algas y algunos peces muertos quedaban al descubierto. El puerto se estaba desnudando y eso no podía ser bueno. Lo que pareció algo divertido en un principio, pronto se convirtió en un espectáculo de dimensiones bíblicas. En el horizonte, una gran ola se levantaba; era tan alta como el pico de Victoria y los grandes barcos eran ahora pequeñas manchas en su cresta. El miedo la paralizó, no podía correr porque toda su atención se concentraba en ese bello y terrorífico espectáculo: en unos pocos segundos la ola llegaría hacia donde estaba, arrasando a su paso la colonia, aplastando la ciudad colina arriba. Hasta ese momento ella había estado sola en el muelle, pero ahora podía oír el griterío de mucha gente que, como ella, había visto lo que estaba sucediendo, y gritaban y corrían despavoridos. Alguien cogió la mano de Sally instándola a correr y en ese momento se despertó.

Sabía que estaba despierta, sabía que se encontraba en su habitación, que no había ninguna ola gigantesca, pero aún estaba asustada y aún podía oír los gritos. Se incorporó en su cama empapada de sudor y respiró profundamente para tranquilizarse. Ya no estaba soñando, pero aún podía oír las voces. Eran reales, chillidos en cantonés que venían de la calle. También oía el ladrido de sus perros. Sally se tranquilizó: seguramente eran marineros borrachos discutiendo. Sally se volvió a tender en la cama intentando calmar la sensación de pánico y vértigo que le había dejado aquel sueño, sin embargo era difícil concentrarse porque todavía oía la disputa en la calle. No solo discutían con más violencia, también reconocía la voz de Mistress Kwong.

Se levantó lentamente de la cama y se acercó a la ventana algo molesta por el escándalo. Debido a la oscuridad, le costó unos segundos distinguir lo que pasaba en el patio delantero. Pudo ver a Mistress Kwong gritando algo en dirección a la puerta; en una mano tenía una lámpara de aceite encendida y la otra la tenía extendida escondiendo algo. Los niños y Yi Mei Ji estaban detrás de ella, los perros, corriendo alrededor de todos los miembros del grupo, los cuales parecían estar de espaldas a la casa y mirando hacia la portalada de la calle. No solo había gritos, también había golpes, golpes secos en la madera. Dos sombras emergieron por encima de la portalada y ágilmente saltaron y se dirigieron directamente a Mistress Kwong, quien se encontraba aún con los brazos extendidos, gritando a los hombres, pero estos la empujaron y no pudo mantener el equilibrio. Uno de los niños corrió hacia la casa gritando algo parecido a «¡Si fu!, ¡Miss Evans!», tres figuras más saltaron por encima de la portalada: todos eran hombres.

Todo esto solo duró unos segundos, los pocos que Sally tardó en entender lo que estaba sucediendo, y reaccionó: en camisón y descalza corrió hacia el otro lado de la casa, donde se encontraba el dormitorio de su padre. Los gritos, los pasos y el ruido a cristal roto retumbaban por toda la planta baja, pero Sally no se detuvo, no miró a los lados, solo intentó correr con su mirada fija en la puerta del dormitorio de su padre. Esta estaba abierta, entró y se encontró a oscuras, en una habitación, vacía, la cama aún hecha. Su padre no estaba en la habitación. ¿Dónde estaba su padre? ¿Dónde podía estar su padre a esas horas de la noche? Una idea cruzó su mente como un relámpago; tal vez no estaba tan entrada la noche como parecía, y, si su padre no estaba en su habitación, solo había otro sitio donde podía estar. Sally esprintó hacia uno de los ventanales del dormitorio y miró hacia fuera. En el jardín trasero, dos de los hombres desconocidos se dirigían al taller donde, aún iluminado, se podía divisar una sombra: tenía que ser su padre. Unos pocos segundos más y tal vez su padre tendría tiempo de esconderse antes de que los hombres entraran en el taller… «¡Esconderse!», pensó Sally, esto era lo que Ben le había recomendado. Tenía ganas de gritar, de avisar a su padre, pero seguramente él no la oiría y una fuerte sensación, guiada por su instinto, la instaba a estar en silencio. En ese mismo momento oyó unos pasos en la escalera. Los hombres estaban subiendo, y ella calculó el instante en el que aquellos hombres llegarían al dormitorio de su padre. Tenía que encontrar un escondite cuanto antes: ¿la cama? Era alta, pero tenía un listón de madera a los lados que dejaba muy poco espacio. ¿Las cortinas? Eran finas y no tardarían en verla. ¿El aseo? Este sería el primer sitio donde mirarían y no recordaba que hubiera nada con lo que pudiera atrancar la puerta. No sabía qué hacer, pero cuando vio que dos figuras llegaban al rellano del primer piso se abalanzó al suelo y se metió debajo de la cama. Era, en efecto, estrecha, y se dio un fuerte golpe en el coxis al arrastrarse, pero, por suerte, parecía ser que los hombres fueron primero a su habitación y Sally ganó unos segundos para adentrarse en las entrañas de la cama, calmarse y empezar a pensar qué podía hacer si los hombres la descubrían. Si no subían todos al cuarto, tal vez podría defenderse antes de que la atacaran y así, con algo de suerte, tendría ciertas posibilidades antes de que llegara la policía, si llegaba. Pensó que al lado de la butaca que había en una esquina habría uno de los bastones del pintor, eso podría ayudarla a defenderse. La otra opción sería la jarra de agua del aseo, pero esta se encontraba lejos, junto a la puerta. Mientras pensaba en esto, intentaba no respirar profundamente, pero sentía que el ritmo de su pecho y el del corazón golpeaban fuertemente contra los listones de madera del suelo. Pronto se dio cuenta de que no tenía más remedio que dominarse o la descubrirían. Dos voces masculinas se hacían más nítidas, se acercaban a la habitación. Entraron un par de hombres y rápidamente empezaron a buscar. Sally pudo distinguir cómo uno daba órdenes al otro y, tras lo que parecieron unos largos minutos de búsqueda en la habitación, los dos se pararon en seco, comentando algo justo delante de donde Sally se encontraba escondida. Ella veía sus pies. Los dos llevaban unas zapatillas negras, calzado típico chino, pero uno de ellos tenía una cicatriz en el dorso del pie. Parecía una quemadura, una mancha de piel arrugada y oscura. Sally estaba totalmente en tensión y era como si se le hubiera cortado la respiración; toda su atención estaba anclada en la cicatriz, en el pie.

Finalmente, los hombres abandonaron la habitación y Sally oyó cómo bajaban corriendo las escaleras. Después de esto, los sonidos, los gritos, las órdenes, el miedo se fueron desvaneciendo. En unos instantes la casa se había quedado en silencio. Sally tenía que salir de su escondite, pero no sabía cuándo era el mejor momento. Poco a poco, los músculos de su cuerpo se fueron relajando; hubiera querido quedarse ahí y simplemente dormir sobre el polvo y los listones del suelo. Pero tenía que encontrar a su padre y comprobar si los demás estaban bien. Arrastrándose con más dificultad que para entrar, salió de la cama y con mucha cautela comprobó que no hubiera nadie en el pasillo o en las escaleras. La casa estaba silenciosa y parecía vacía. Al llegar a la planta baja, vio objetos rotos, cuadros movidos y un par de butacas tumbadas en el suelo. Fuera se oían ruidos que no podía distinguir: ¿eran campanas? Sally estaba sumida en un mareo que embotaba sus sentidos. El único pensamiento en su cabeza era que debía llegar al taller donde se encontraba su padre, y para eso tenía que correr pasillo abajo, cruzar el comedor y salir al patio por las puertas acristaladas. El segundo antes de decidirse a empezar a correr fue el más largo de su vida, pero en cuanto lo hizo se sintió veloz, casi invencible. Un calor lleno de excitación recorría todo su cuerpo como un relámpago, empezando por su entrepierna. Casi no notó dolor cuando un trozo de cristal se clavó en la planta de su pie descalzo. Cuando llegó a las puertas acristaladas, vio cómo unas figuras salían del taller y corrían hacía el lado izquierdo de la casa. Sally se escondió detrás de la pared del comedor para no ser vista. Cuando hubo calculado que quizá los ladrones ya se habrían marchado, sacó la cabeza por la puerta acristalada y miró hacia fuera: no había nadie. Tenía que cruzar el jardín lo más rápido posible; si llegaba al taller, estaría a salvo. De un salto abrió la puerta y salió al jardín. Casi totalmente ciega y sorda. Solo oía el latir de su corazón y su respiración y únicamente veía la puerta del taller, la luz en la ventana. Entonces, sintió que estaba atravesando el jardín porque el aire de la noche humedeció sus mejillas y notaba las piedras bajo sus pies, y también advirtió cómo el cristal se clavaba aún más profundamente, pero no le importaba, porque ya solo se encontraba a unos pocos pasos del taller.

Al entrar por la puerta, Mistress Kwong y los demás criados estaban ahí, y parecía que su padre estuviera sentado en una silla. Por primera vez quiso gritar, sentía una histeria llena de alivio.

—¡Papá, papá! —exclamó en cuanto entró en el taller. Pero había algo que no andaba bien.

Siu Wong y Siu Kang se volvieron y la miraron asustados, y con gritos imperativos la instaron a no acercarse. Mistress Kwong estaba medio arrodillada sobre su padre… Estaba haciendo algo… ¿Estaba quitándole la camisa? Yi Mei Ji estaba en una esquina sollozando. Todo estaba desordenado, el cuadro del gobernador en el suelo. Un quejido sordo los dejó a todos en un silencio súbito. Sally corrió hacia su padre, que no estaba tumbado; estaba recostado sobre la butaca, su cara estaba desencajada mirando al techo y movía su boca como un pez luchando por respirar. Su brazo izquierdo estaba rígido, lleno de tensión, y la mano extendida sobre el pecho izquierdo. Sally se abalanzó encima de él. Seguramente estaba gritándole, pero no oía su propia voz; para ella, el mundo se había quedado totalmente silencioso. Las pupilas de Theodore estaban dilatadas mirando aún hacia el techo. Al oír a Sally, al notar sus manos ansiosas moviéndolo, apretando su pecho, implorando, sus pupilas se giraron un poco, casi imperceptiblemente, para mirar a su hija. Un segundo después, Theodore Evans ya se había ido.

No había vida en sus ojos, ni en su piel. Sally miró, gritó, pero nunca había visto algo tan falto de aliento. Las plantas, los árboles, los muebles del taller, las piedras e incluso el cristal que aún tenía clavado en su pie tenían vida. Todo. Todo excepto el cuerpo de su padre.