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El estoque era diestramente dirigido contra ella, que, algo incómoda, se desplazó hacia la derecha sin saber si ese era el movimiento que tenía que hacer para romper correctamente, pero en ese momento había parecido una buena idea y, en efecto, se había librado de probar la derrota bajo la espada del conde. En cuanto se sintió segura, y en cuestión de milésimas de segundo, retornó a su posición de guardia; sin embargo, tenía la sensación de que su oponente atacaría de nuevo sin piedad. Y así fue: primero realizó un desplazamiento hacia delante, una marcha magistral; levantó la punta del pie derecho, manteniendo el talón en contacto con el suelo a fin de hacer contrapeso sobre el pie izquierdo. Seguidamente adelantó el pie retrasado, manteniendo las piernas flexionadas. En todo momento el tirador mantuvo una excelente posición de guardia. Ella sabía que debía estar preparada para un contraataque, pero no supo qué hacer aparte de seguir «rompiendo». En un momento se hizo evidente que él ya no iba a desplazarse más, y, sin previo aviso, el conde pasó al ataque, primero con una línea —un ataque básico—, y antes de que ella pudiese decidir si se trataba de un simple movimiento para mantener la distancia o un ataque en toda regla, el experto tirador atacó con un movimiento de fondo dirigido directamente a su pecho.

—¡Tocada! —exclamó el conde con satisfacción—. Te he dicho mil veces que debes mantener una mejor posición de guardia. ¡Y tus pies! Tienes que practicar más, ¡aún levantas demasiado el pie derecho!

—Pero es que es muy difícil —se lamentó Sally—. Y no es justo, nunca voy a hacerlo bien: llevo vestido y eso hace que mis movimientos sean mucho más lentos.

—Bueno, eso y el hecho de que solo tienes diez años —replicó el conde con una sonrisa sardónica.

—¡Ocho, tengo ocho años! —gritó Sally, y sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.

El conde abandonó su actitud orgullosa e imponente y se acercó a la niña para consolarla.

—De acuerdo —dijo ella—, pero ¿no podría al menos usar un florete en lugar de la espada? ¡Son más ligeros!

Eresia! Mai! —fue todo lo que el conde se dignó contestar, para luego añadir en tono más amable—: No pasa nada, tenemos todo un verano para practicar y para que te acostumbres al peso de la espada… ¿qué te parece, pequeña?

La niña se secó las lágrimas y asintió. Sin embargo, no estaba muy convencida de que pudiera mejorar tan rápido, sus movimientos eran lentos y al cabo de poco la espada con la que practicaba se hacía terriblemente pesada. Aun así, le encantaba la sensación de poder que sentía cuando sostenía el arma. Miraba su pequeña mano aguantando el metal, rodeada por la guarnición, y se sentía especial. A su corta edad era ya consciente de que pocas niñas habían tenido la oportunidad de aprender el noble arte de la esgrima y eso mismo hacía sus prácticas con el conde aún más especiales.

Pero no eran las manos o las espadas lo que más fascinaba a Sally del combate, sino los rápidos movimientos de pies y las piernas. El conde era un viejo amigo de su padre y lo había invitado a pasar los meses de verano en su palazzo —más que un palacio, Sally recordaba aquello como una mansión fortificada con urgente necesidad de ser reformada—. Theodore pintaba unos retratos para el conde y ayudaba en la restauración de un fresco del salón principal. El aristócrata tenía mucho tiempo libre y, cuando no practicaba esgrima o ajedrez con Theodore, había decidido enseñar esgrima de estilo italiano a la pequeña. Sally, a su vez, se pasaba la mayor parte del tiempo jugando sola por los soleados jardines del palazzo.

Sally se sentaba en un muro de piedra que separaba la terraza de la mansión con el resto de los jardines y miraba cómo el conde y su padre practicaban juntos. La mayor parte del tiempo se lo pasaban discutiendo sobre las normas a seguir —ya que ambos caballeros eran iniciados en escuelas de esgrima diferentes—, pero, cuando se dejaban llevar por la competitividad y la testosterona, eran capaces de luchar durante horas hasta que los dos acababan sudando y riendo. Sally simplemente observaba la manera en que los dos hombres atacaban o contraatacaban, marchaban o rompían. Como llevados por una coreografía secreta, mantenían con su contrincante una hermosa danza llena de espacio y tensión. Sally recordaba vivamente los pies dando pasos estudiados y mesurados y como, con cada movimiento, levantaban algo del polvo dorado de la tierra del jardín.

—Recuerda que por más que estudies esgrima debes conocerte a ti misma y a tu contrincante —dijo un día el conde a Sally—, como en la vida, siempre puede haber un último movimiento sorpresa para el que no estabas preparada. Ahora enséñame de nuevo cómo te pones en guardia.

Los días anteriores al baile fueron vividos con gran expectación. Sally no podía pensar en otra cosa que en la fiesta, los vestidos y en danzar con el capitán Wright. Después de recibir la invitación, quedaba aún una semana para el evento y Sally había visto casi cada día a sus nuevos amigos. Eran como unos parientes lejanos reencontrados y Benjamin Wright, una deliciosa coincidencia.

—Deberías ponerte algún vestido de color verde o azul… ambos colores son muy adecuados con tu tonalidad de piel —le recomendó Mistress Dunn una tarde—, pero de cualquier forma estarás muy hermosa, querida Sally. Todo el mundo hablará de tu primer baile; de hecho, ya está en boca de todos en Hong Kong la llegada de la deliciosa hija del pintor. Creo que estás despertando una gran expectación, querida.

—¿Yo? —exclamó Sally genuinamente sorprendida—. Dudo que nadie esté hablando de mí…

—¡Oh! Pequeña Sally, debes aprender que en estas colonias se habla mucho y de todo el mundo, ¡y no siempre bien! —se rio Mistress Dunn con buen humor—. No te lo comentaría si no confiara en que eres mucho más sensata que la mayoría de las chicas de tu edad y no se te subirá la fama a la cabeza.

—Bueno… Tengo un hermoso vestido de gala y es de color verde, ¿está segura que no será demasiado? —preguntó Sally poco convencida.

—Me puedes enseñar tus vestidos y decidimos —sonrió Mistress Dunn.

Sally se sentía muy afortunada al poder confiar a su nueva amiga esta clase de dudas. Le gustaba cómo Mistress Dunn pasaba fácilmente de los temas más interesantes y profundos a conversaciones sobre moda o bailes. La chica pensó que, tal vez, así hubiera sido la relación con su madre si aún estuviera viva.

—Por cierto, Sally, tengo una sorpresa para ti. Espera aquí mientras voy a buscarla —exclamó Mistress Dunn, que abandonó la habitación a toda prisa. Sally se quedó a solas en el saloncito donde las dos estaban tomando el té.

Esta era una de las partes más privadas de la casa y Sally aprovechó la espera para estirar las piernas y dar una vuelta por la habitación. La estancia era utilizada como salón y despacho para la pareja y tenía unos sofás tapizados de estilo francés y un secreter con cartas y sellos; uno de ellos parecía un bonito objeto decorado hecho con jade. En las paredes, había cuadros con paisajes ingleses y un curioso pergamino mostrando un paisaje de montañas entre la niebla. Sally sabía que era una obra china por la forma en que el dibujo de las montañas y sus árboles parecían surgir del blanco de fondo, que representaba la casi siempre constante neblina del paisaje chino. La composición era armoniosa: en tercer plano se alzaba una montaña escarpada y en segundo plano había un conjunto de colinas que llevaban a la otra más alta y daban sombra a lo que se adivinaba que era una pequeña aldea. En esta zona se divisaban árboles de diferentes tipos y un camino que subía desde el río, el cual dividía las colinas del primer plano donde se encontraba una orilla del río y lo que se podía adivinar que eran los tejados de unas casas. Todo estaba teñido de un tímido verde y ocre y la niebla no solo decoraba el paisaje, sino que cumplía la función de separar los elementos del paisaje y dar profundidad a una composición que, de otra manera, no seguía las normas clásicas de perspectiva encontradas en los paisajes occidentales. Sally no había visto nunca una obra de este tipo que no fuera en una porcelana o una mala reproducción. La chica pensó que esta era de las pinturas más evocadoras que jamás había visto. Al acercarse al pergamino pudo ver, aparte de escritura en caracteres chinos, unos símbolos rojos que se encontraban en la parte superior derecha —debajo del escrito— y otro en la parte inferior izquierda. Sally había visto esta estampa antes, en la carta de Sir Hampton. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que tal vez Sir Hampton no era el único que estampaba símbolos chinos en sus cartas; casi corriendo, se dirigió al secreter de los Dunn y tomó en sus manos el sello de jade. Al girarlo pudo ver el timbre que estaba manchado de tinta roja y mostraba, en el reverso, símbolos parecidos a los de la carta y la pintura colgada en esta misma habitación. Por primera vez se dio cuenta de que no eran dibujos abstractos, sino, más bien, caracteres estilizados. ¿Por qué los Dunn y Sir Hampton sellaban con caracteres chinos? Pero Sally no tuvo mucho tiempo para preguntarse esto, ya que oyó la voz de Mistress Dunn llegando a la puerta. Sally dejó rápidamente el sello de nuevo en el secreter a tiempo de que su amiga entrara en la habitación con una amplia crinolina en sus manos.

—¡Mira, Sally! Pensaba que no podías ir al baile sin llevar el complemento adecuado —exclamó Mistress Dunn mostrando con orgullo su regalo.

—¡Oh, gracias, Mistress Dunn! Esto es justo lo que necesitaba —exclamó Sally.

—Perdona que haya tardado… He estado buscando estas joyas, que tal vez querrías ponerte para el baile. —Mistress Dunn le mostró un bonito collar con rubís de la India.

Sally agradeció de todo corazón las atenciones de Mistress Dunn.

—Mistress Dunn, hace unos días que quería preguntarle algo: ¿usted conoció a mi madre? —preguntó Sally tímidamente, y su corazón empezó a latir bastante rápido.

Cuando Sally era más joven, jamás había pensado en preguntar una cosa así a ninguno de los amigos de su padre, pero ahora que había conocido a esta mujer inteligente y divertida sintió que, por primera vez, recibiría alguna de las respuestas que había estado esperando durante tanto tiempo. Mistress Dunn la miró intensamente durante unos segundos, aunque no parecía sorprendida por la pregunta de la muchacha.

—Sí, conocí a tu madre, aunque solo brevemente, por lo que no podría decir que nos conocimos bien —Mistress Dunn alargó el brazo y tomó la mano de Sally—. Tu madre era una mujer valiente e inteligente y muy hermosa, aunque creo que ya debes de estar al tanto de ese detalle. Tu padre estaba profundamente enamorado de ella. Él era un alocado y tu madre, aunque era mucho más joven, tenía una gran fuerza de voluntad que lo compensaba. Solo había alguien a quien ella quería más que a tu padre, y esa persona eras tú, Sally. Recuerdo cómo te llevaba a todos sitios colgada de su cintura, como una gitana decía ella, sin importarle en nada el decoro. Aún puedo oír cómo decía tu nombre con su acento. Todas las sílabas pronunciadas con la misma tonalidad, de forma profunda, sin mezclar sonidos, como hacemos en inglés. Sí, tu madre tenía los pies en la tierra, pero era tan apasionada como tú, querida, el tipo de mujer que no pasa desapercibida; a veces, incluso, para su propia desgracia. —Al decir esto Mistress Dunn hizo un gesto con la mano que indicaba a Sally que no debía hacer más preguntas—. Creo que el resto te lo tiene que explicar tu padre, querida.

Sally sintió que no podría articular ninguna palabra o empezaría a llorar y apretó la mano de Mistress Dunn en signo de agradecimiento. Casi todo lo que su amiga le había dicho, ella, de alguna manera, lo sabía, pero había algo importante en esas palabras, y esta era la confirmación de la existencia de su madre, quien parecía solo vivir en los vagos e inocuos recuerdos de Sally o en la constante tristeza de su padre. El haber oído hablar de ella a otra persona durante tantos años era lo que la joven necesitaba; una constatación de que su madre había vivido y no solo había sido un fantasma olvidado por todos. Se la imaginó, sin saber por qué, descalza, paseándola encima de su cadera y diciendo su nombre con un marcado acento español: «Salomé, Salomé.»

Aquella misma noche comieron todos juntos acompañados de Mister Turner, un periodista del diario Friend of China conocido por los Dunn. El periodista era un hombre de mediana edad que hubiera tenido cierto atractivo si no hubiera sido por su disposición nerviosa, el pelo adornado con caspa y una barriga incipiente.

—Bueno, todos esperamos el poder ver a dos jóvenes como vosotros bailando en la fiesta —dijo el doctor Dunn antes de guiñar un ojo en dirección a Sally y Ben y tomar otro sorbo de su vino.

—Por supuesto —respondió el capitán mostrando la mejor de sus seductoras sonrisas—. De todas formas, me siento en el deber de presentar mis más sinceras disculpas: me encanta bailar y en el pasado me habían dicho que no era un bailarín demasiado malo —agregó mirando a Sally directamente—, pero mi pierna ya no me sigue tan bien como antes y ya veremos si podré estar a la altura.

—No te preocupes, estoy seguro de que a Sally no le importará guiarte —replicó un socarrón doctor Dunn.

Sally odiaba que, entre todos, incluido el capitán Wright, la trataran como a una niña pequeña, así que se limitó a responder altivamente que no tenía ningún miedo de guiar al capitán.

—Por cierto, no sé si habéis oído que han entrado a robar en otra casa en la ciudad. Han entrado en la casa de un herrero del departamento de ingeniería y han robado y apuñalado a su esposa —informó Turner ante las exclamaciones de horror de todos.

—Eso es una verdadera desgracia. Pero… «¿otra casa?» —preguntó un sorprendido Theodore—. ¿Cuántas casas han robado hasta ahora?

—Desde la instauración de la colonia… unas cuantas, amigo mío —dijo el doctor Dunn.

—En efecto, se sabe que son piratas chinos —agregó Turner con un tono grave—, aunque solo se les llama así porque vienen por mar. También se cree que pueden haber sido enviados por el emperador, como forma sutil para mostrar su oposición al Gobierno británico en la isla.

—Sea como sea, no siempre ha habido muertes —constató Mistress Dunn—. No me entendáis mal, nunca se han tenido problemas con los habitantes autóctonos de Hong Kong. Pero han llegado a la isla muchos piratas para enriquecerse a costa de la nueva colonia. Hace una década hubo uno de los primeros robos en el Morrisonian Education Society. Todos los habitantes fueron expulsados de la casa, incluso uno de ellos fue apuñalado.

—Sí, y hace unos cinco años también robaron en la casa de James White, un comerciante de Londres —añadió Turner.

—¡Sí! Ese caso fue muy famoso porque entraron en la habitación de su sobrina mientras esta estaba en su cama, según explicó la muchacha, quien por aquel entonces tenía tu edad, Sally. Unos cincuenta hombres entraron en su dormitorio. ¡Ella tuvo que huir y correr por la calle en camisón a buscar a la guardia! Por suerte los ladrones no se pudieron llevar mucho, a excepción de las prendas de la muchacha —siguió el capitán.

—Bueno, estos piratas no se diferencian mucho de los colonos —clamó el doctor Dunn—; después de todo, la gran mayoría de ellos también ha venido por el pillaje. ¿No es así, capitán?

—En efecto, podríamos decir que yo soy un corsario avalado por Russell and Company —respondió el capitán impasible. Sally lo observó atentamente sin discernir si su comentario era dicho con algún atisbo de seriedad. Sin embargo, Turner, Theodore y el doctor Dunn parecieron encontrar la ocurrencia del capitán graciosísima, mientras Mistress Dunn ponía los ojos en blanco.

—¡No teníamos ni idea! —exclamó Sally—. Deberíamos cerrar la portalada de la calle cada noche, padre, y pedir a los criados chinos que hagan guardia. Tal vez deberíamos adquirir un par de perros.

—¡Hija! No te preocupes tanto —ordenó su padre, quien añadió inmediatamente con una gran sonrisa—. ¿Qué van a querer coger de Aberdeen Hill? Casi no tenemos nada de valor, a excepción de tus mil y un vestidos y mis inútiles pinturas.

—Tal vez deberían cancelar o posponer el baile, en señal de luto —aventuró Sally.

—¡Oh, querida! Si fuera la esposa del Plenipotenciario, lo harían sin dudar, pero solo era la pobre mujer de un herrero —sentenció Mistress Dunn.

Después de la cena, el capitán se ofreció a escoltar a los Evans hasta Aberdeen Hill. Durante todo el trayecto les dio indicaciones de cómo mejorar la seguridad de la casa. Theodore pareció hacer caso omiso de las explicaciones del capitán, mientras que Sally las escuchó atentamente.

—Si entran en su casa, intenten ocultar las posesiones más valiosas y, rápidamente, escóndanse. Si pueden, métanse en los establos o incluso en la caseta de los criados. No intenten enfrentarse a los ladrones, y, si es posible, salgan a la calle y avisen a los vecinos para que vayan a buscar a la policía.

Al llegar a Aberdeen Hill, Theodore se había adormilado en la calesa y entró en la casa oscilando levemente de un lado para otro. Sally fue escoltada por el capitán y los dos se quedaron solos ante la puerta. La chica estaba extrañamente tranquila, aunque su mano tembló ligeramente cuando las manos del capitán estrecharon las suyas al decir adiós. Los dos se miraron y Sally sonrió mientras intentaba mantener la mirada clavada en él. Benjamin Wright tenía unos ojos de un azul eléctrico intenso e impenetrable, pero Sally, ahora separada de ellos por solo unos centímetros, creía poder leerlos. De repente, y de forma algo brusca, el capitán se acercó aún más a la muchacha. Ben la besó rápidamente, y Sally no sintió más que un roce en sus labios, pero tuvo tiempo de registrar la suavidad de la piel y la electricidad del contacto.

—Buenas noches, nos veremos en el baile, Sally —dijo con precipitación y subió a la calesa. Inmediatamente después desapareció por la portalada.

Sally subió a su habitación en estado de éxtasis. Únicamente una idea se repetía sin parar en su cabeza: ¡Benjamin Wright era suyo!

Sally entró de la mano de su padre en el salón principal de la mansión donde residían los Lockhart. La sala resplandecía gracias a las luces de las velas, las joyas y los vestidos de las mujeres. La música sonaba, aunque no bailaba nadie, ya que, la gran mayoría, aún se estaba presentando a los anfitriones o se dirigía a la zona donde se servía la cena. Debía de haber un centenar de personas y Sally no conocía a la inmensa mayoría. Sus nervios crecían con cada paso que la acercaba adonde se encontraba Miss Lockhart. Seguramente su vestido estaría mal colocado sobre la crinolina o, peor aún, pasado de moda, o su peinado se habría deshecho por el camino. Debía encontrar pronto un espejo para comprobarlo antes de que alguien se fijara en ella. Además, llevaban unos minutos en la imponente mansión y aún no había avistado a su capitán. Pero, antes de que pudiera encontrar a Benjamin, o un espejo, se topó cara a cara con Miss Lockhart.

—¡Oh, querida Sally! ¡Qué alegría que hayas venido! —gritó Mary Ann mientras daba un abrazo a una Sally tan sorprendida que no supo hacer otra cosa que sonreír y devolverle el abrazo—. ¡Mirad! Esta es mi querida amiga Sally, es la hija del famoso pintor Theodore Evans, de Bristol —exclamó mientras mostraba a Sally a un grupo de mujeres que se encontraban detrás de ella—. Estas son mis amigas íntimas en Hong Kong y los grandes miembros del comité organizador de este baile: Mistress Mary Abbott, esposa del presidente del Comité de Selección de la Compañía; Miss Christine Abbott, hija del presidente del Comité de Selección de la Compañía… —Así presentó Mary Ann a dos jóvenes que debían de tener la misma edad—. Y Miss Harriet Low, quien está aquí con su tío, un socio mayoritario de la firma americana Russell and Company.

Todas las jóvenes se saludaron. Sally ofreció las cortesías de rigor y, tal y como le había recomendado Mistress Dunn, elogió sus vestidos, la organización de la fiesta, la casa y su decoración.

—Hoy es una fiesta muy importante para Miss Evans —informó Mary Ann—. Este es su primer baile. ¡Hoy es su puesta de largo! —Todas las damas de alrededor dieron cuenta de la gran noticia y algunas le preguntaron cómo se sentía. Sally estaba abrumada, pero feliz de que Mary Ann no la hubiera ignorado.

—Dígame, Miss Evans —preguntó Miss Abbott—, aparte de Miss Mary Ann, ¿quiénes son sus otros conocidos en la colonia? Gente invitada a nuestro baile, espero.

Sally estaba aliviada de poder responder a esa pregunta:

—Conozco al capitán Wright, quien también trabaja para Russell and Company —dijo tímidamente Sally, esperando que nadie notara su rubor. Esta afirmación causó un gran revuelo entre las damas presentes.

—¿Conoces al capitán? —exclamó Harriet—. Bueno, es un joven muy conocido y popular.

—¡Cómo no podría ser popular, con lo apuesto que es! —interrumpió Mistress Abbott—. Creo que ha prometido un baile a Christine. ¿No es así, querida? —añadió mientras se dirigía a su hijastra.

—¡Sí! Lo vimos el otro día en el salón Vixen y me prometió un baile —respondió esta, ilusionada.

—Bueno, creo que va a ser un joven muy ocupado esta noche, porque a mí me ha prometido dos —indicó Mary Ann mirando de reojo a Christine—. Para ser sincera, creo que al pobre chico le gustaría desesperadamente bailar más veces conmigo, pero debo decir que tengo otros admiradores a los que satisfacer.

Al decir esto, todas las chicas rieron. Sally intentó con todas sus fuerzas unirse al coro esperando que nadie notara la gran decepción que sentía. En los últimos días, el beso de Benjamin había sido su único pensamiento y no se había planteado que el capitán pudiera estar cortejando a otras chicas. En su precoz imaginación, el baile había sido únicamente ideado como su presentación en sociedad y el primer evento público donde se intuiría el inicio de su relación con el apuesto americano. En ningún momento había pensado que el chico había prometido el baile a otras damas. Ni siquiera sabía qué era el Vixen o qué hacía él allí. ¿Tal vez había prometido esos bailes antes del beso? Seguramente lo hizo como forma de cortesía para con sus conocidas, por amabilidad e, indudablemente, se disculparía con las damas a las que había prometido su compañía y pasaría la velada enteramente con ella. Pero hasta que no encontrara al capitán no se quedaría tranquila.

—Y dime, querida —se dirigió a ella Mary Ann—. ¿Cómo llegaste a ser conocida del capitán? ¿Quién os presentó?

—El doctor Dunn y su esposa —respondió Sally sin dejar mirar a su alrededor—. Ellos deberían estar por aquí también.

—No lo creo —dijo Mary Ann algo más seria—. He recibido, justo antes del baile, una nota de los Dunn diciéndome que Mistress Dunn no se encontraba muy bien.

—Por suerte —dijo Mary Abbott—. Son buena gente, pero un poco raros, ¿no crees?

—En efecto —coincidió Mary Ann sin dejar de mirar a Sally.

Sabía que no era el mejor momento para hablar de la relación de los Dunn con su padre, Sally pensaba en una posible excusa para dejar el grupo y encontrar a Benjamin. Ahora que sabía que Mistress Dunn no estaría en el baile —y que su padre ya estaba hablando con el padre de Mary Ann y otros miembros importantes de la colonia—, tenía que encontrar lo antes posible una forma de alejarse del grupo e ir a hablar con Ben.

Pero esto no sucedió hasta después de la cena. Sally comió rápido y de mala gana mientras intentaba parecer educada con sus nuevas conocidas y, disimuladamente, revisar una vez más la sala. Por fin pudo localizarlo, sentado en otra mesa, comiendo y enfrascado en una conversación con otros caballeros. En cuanto se acabó la comida y se sirvieron las primeras copas, se anunció el primer baile. Casi todas las mujeres con las que se había sentado ya estaban ocupadas para el primer baile. Sally se abrió paso junto a Mistress Abbott a través del gentío, y cuando finalmente logró posicionarse en un buen lugar, pudo ver las parejas que ya habían iniciado el minué. Allí pudo ver a Mary Ann, Christine, un par de jóvenes más que había conocido durante la cena y, entre todas ellas, la figura alta del capitán. Estaba bailando con una chica rubia y pequeñita. Sally se dio cuenta entonces de que el capitán Benjamin Wright no era, tal y como ella había querido pensar, suyo. Había exagerado sus intenciones detrás de un inocente beso. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero intentó con todas sus fuerzas no pestañear, porque si lo hacía las lágrimas empezarían a resbalar mejilla abajo. A punto estaba de excusarse, diciendo que el ambiente cargado la estaba mareando, cuando oyó la voz de Mistress Abbott.

—Le presento a Mister Edward Beeching —exclamó Mary Abbott por encima del rumor de la música y el gentío—. Es cirujano naval.

—Así es —dijo el médico—. Acabo de llegar a la isla, y casi me pierdo este magnífico baile. ¿Podría reservar su exquisita compañía para el próximo baile?

Sally estaba tan aturdida que se olvidó de sus lágrimas y dijo que sí a la invitación. Pronto, dos jóvenes más pidieron la compañía de Sally y, seguidamente, fue el momento de ponerse en posición e iniciar su primer baile. Su mente estaba tan agitada que hasta que la música se inició no pudo relajarse. Sus pies se empezaron a mover ágiles y, recordando cada movimiento practicado tantas veces a solas en su habitación, decidió disfrutar de su primer e infortunado baile.

Su camino se cruzó brevemente con el de Benjamin durante este baile, giraron uno junto al otro. Sally tomó la determinación de no mostrar su tristeza, pero estaba tan enfadada que le fue imposible mostrarse amable.

—Buenas noches, Miss Evans —dijo Ben con su habitual manera seductora, mientras bailaban—. ¿Qué tal va su primer baile?

—¿Ahora ya no nos tuteamos? —dijo Sally sin responder a su pregunta.

El capitán pareció ignorar el comentario y cuando se volvieron a cruzar le indicó que Mistress Dunn se encontraba indispuesta y no había asistido al baile.

—Sí, ya me lo han comentado. Espero que nuestra amiga se encuentre mejor pronto —respondió Sally secamente.

Ninguno de los dos habló durante el resto del baile. Al finalizar, Mister Cree alabó las cualidades como bailarina de Sally y varios de los asistentes aplaudieron en señal de aprobación: Miss Evans había sido oficialmente presentada a la sociedad de la colonia.

Después de esto, Sally bailó con un animado miembro del regimiento, quien no paró de hablarle; también tuvo como compañero al hermano de Christine Abbott, Peter, y, más tarde, bailó de nuevo con Edward Beeching. Mientras giraban o intercambiaban posiciones con sus compañeros, podía entrever diferentes escenas que sucedían en torno al baile: Mary Ann susurrando al oído de Harriet mientras la miraban, su padre manteniendo conversaciones con otros caballeros y el capitán desplegando sus encantos con diversas damas. Cuando por fin se ofreció la oportunidad de un descanso, Sally estaba tan enfadada y agotada que sintió que necesitaba urgentemente aire fresco. En cuanto se libró de algunas de las presentaciones de conocidos, se excusó y salió a uno de los balcones de la mansión. Afortunadamente, el balcón estaba vacío y ya no llovía. Sally pudo respirar profundamente el aire húmedo de la noche que olía a hierba y jazmines.

—Es una bonita noche. —Sally oyó la voz del capitán y supo inmediatamente que ya no estaba sola.

—¿Una frase algo tópica, no cree, capitán Wright? —Sally sentía cómo la fuerza del enfado crecía por momentos, escalando las paredes de su estómago y su garganta.

—¿Ya no nos tuteamos? —preguntó sin sonreír. Sus ojos estaban, como la noche anterior, expresivos, pero Sally se dio cuenta de que su boca estaba fuertemente apretada. El disgusto se leía en la fina línea que eran sus labios.

—No lo sé. Dímelo tú, Benjamin. —Sally notaba cómo la fuerza había ahora salido por su boca en forma de palabras ásperas y secas—. Un día me tuteas, nos quedamos a solas, me besas, y al día siguiente descubro que has prometido bailar con medio Hong Kong y dedicas atenciones a todo el mundo. Tal vez sea joven e inexperta, pero sé de todo corazón que no deseo que jueguen conmigo.

—No estoy jugando contigo, Sally —replicó Benjamin, y Sally creyó ver dolor en la comisura de su boca—, pero las cosas no son tan sencillas como parecen. Además, tú y yo no estamos comprometidos. Cielos, Sally, esta es la primera vez que te presentas en sociedad… —exclamó, acercándose a ella.

—No me trates como a una niña. ¡Has estado flirteando conmigo todo este tiempo! —le gritó Sally llena de rabia—. Sé que te gusto, no puedes pretender que no es así… —añadió bajando la voz.

Pero el capitán no respondió. Justo en ese momento ambos se dieron cuenta de que la música había cesado y un silencio se había apoderado de la sala. Intuitivamente, los dos miraron por la ventana hacia el interior. Un gran alboroto había sucedido al silencio. En el salón no sonaba la música y el gentío parecía comentar, discutir, exclamar, interrogar, sobre una noticia recientemente anunciada. Sally y Benjamin observaron inquisitivamente el pánico en algunos rostros. Finalmente, y justo antes de desmayarse, Sally solo pudo oír unas palabras sueltas, procedentes del gentío, que formaron una frase con sentido: «El doctor Dunn y su esposa han muerto.»