5

—¡Por fin hemos llegado! —se emocionó Sally ante Mary Ann—. ¡No me puedo creer que ya estemos aquí!

La joven tuvo que reprimir las ganas de dar un abrazo a la distante Miss Lockhart.

—Sí, siento una satisfacción grandiosa al estar aquí de nuevo. Victoria es como mi segundo hogar y espero que lo sea para ti también —dijo Mary Ann, manteniendo un tono formal—. Seguramente nos veremos en algunos de los eventos y fiestas que se organizan, y, por supuesto, espero ser invitada a ver tu nuevo hogar en la colonia. Por cierto, me alegro de que te encuentres mejor, no es bueno llegar a un nuevo destino sintiéndote débil.

Dicho esto, Mary Ann se dirigió al acceso a los camarotes sin esperar a oír la respuesta de Sally, quien, de todas formas, le agradeció la cortesía. En cubierta se encontraban ahora un buen grupo de pasajeros que se habían levantado para admirar la grandiosa escena ofrecida por el puerto de Victoria. Desde este momento, el barco bullía con expectación y preparativos. Sin darse cuenta, el Lady Mary Wood había llegado al muelle.

El calor era asfixiante, pero desde que llegaron a puerto llovía sin parar. Habían llegado en plena época del monzón.

Sally siguió a su padre en todos sus movimientos, mientras este daba órdenes a los sobrecargos, quienes se despedían de los demás pasajeros o quedaban con algunos para visitarse. Aunque tardaron buena parte del día, todo pasó tan rápido que Sally se encontró, como por arte de magia, instalada en un faetón llevado por un conductor irlandés. El carruaje era seguido por un carro que llevaba todos sus baúles. Su padre había alquilado una casa y los dos se dirigían directamente a su nuevo hogar en la calle Aberdeen.

La ciudad se esparcía desde el puerto montaña arriba, cubriendo casi toda la falda de la majestuosa cordillera. Theodore había estado haciendo preguntas al conductor, quien le explicó que la parte central de la ciudad se extendía por la bahía del puerto de Victoria, en la costa norte de la isla. La ciudad se dividía en cuatro wans o distritos. La colonia se conformaba, principalmente, por los distritos Central y el Western, los cuales se encontraban al oeste de Queen’s Road, una de las primeras carreteras construidas por los británicos que hacía a su vez de arteria principal de la colonia. Al este de esta misma avenida, se encontraba la parte conocida como Wan Chai, «la ensenada», donde antiguamente habían vivido los pescadores nativos de la isla y ahora era una zona residencial para chinos que trabajaban en Victoria o en los muelles de la zona donde se construían y reparaban barcos.

Victoria era esencialmente una nueva colonia con edificios construidos siguiendo el gusto europeo. La mayoría eran casas de ciudad, con balcones y sin jardines delanteros. Las fachadas eran elegantes, con frisos y columnas diseñadas según el estilo imperio, y todas tenían contraventanas de lamas evidentemente creadas para proporcionar sombra a los interiores. El enyesado de las fachadas de la mayoría de los edificios aún se veía nuevo, lo que otorgaba a la ciudad un cierto aire de escenificación teatral.

—Si no fuera por los nativos de Hong Kong que vemos por las calles, podría ser cualquier ciudad europea. ¿No crees, padre? —dijo Sally.

—En efecto, querida Salomé —respondió Theodore, distraído por los cientos de escenas que se sucedían a su alrededor, mientras se abría paso por las abarrotadas calles—, parece que estemos en Nápoles, solo que es más limpia y no hay italianos. —Sally se rio de la ocurrencia de su padre.

Pero tenía razón, había algo familiar entre este alboroto, algo que recordaba a algunas ciudades mediterráneas. Había gente vendiendo a gritos, campesinos con sombreros cónicos cargando una especie de balanzas con frutas desconocidas que se aguantaban sobre sus hombros, niños jugando, hombres discutiendo, mujeres occidentales paseándose bajo sus parasoles… Muchos de los hombres chinos iban con el pecho descubierto, y otros llevaban una especie de camisolas largas hasta las rodillas. Pero todos tenían el pelo enredado en largas trenzas que salían de la nuca, mientras la parte delantera de la cabeza quedaba rapada, si bien la gran mayoría se cubría con sombreros en forma de cuencos.

El Western Central aún era una parte relativamente pequeña de la ciudad. Después de ascender por lo que parecía una carretera principal, que corría paralela al puerto, doblaron una esquina hacia una calle más estrecha que subía en dirección a la montaña.

—Esta es su calle, Mister Evans. Su casa, Aberdeen Hill, está colina arriba, pero esto es aún el centro de la colonia —dijo el conductor.

—Ya veo… Bueno, nosotros somos de Bristol, así que estamos acostumbrados a las calles empinadas. Parece un buen sitio para vivir, ¿no es así, Salomé? —Sally asintió, aunque ella odiaba las cuestas. En su mente había imaginado una ciudad convenientemente llana.

—¿Aberdeen Hill? ¡Qué nombre tan extraño para una casa! —comentó Sally.

—Sí que es un buen sitio, señor —dijo el conductor mientras dejaba ir las riendas y señalaba la calle con un brazo libre—. Como puede ver aquí, esta zona es más tranquila que Queen’s Road, la carretera por la que veníamos, y, además, aquí no viven chinos, solo viven ingleses.

—¿Solo ingleses? Eso es una verdadera desgracia —lamentó Theodore. El conductor asintió ligeramente con la cabeza, ocultando, solo a medias, su empatía con el comentario sarcástico. Después de todo era irlandés.

—Ya estamos llegando; su casa es esa de ahí. Es algo más antigua que el resto de las casas en esta calle; por lo que he oído decir, no fue construida para un hombre de la Compañía, sino para un Country Trader, usted ya sabe, uno de esos comerciantes independientes. Creo que es por eso que es algo diferente a las demás.

Normalmente, un conductor de carruaje no hablaría con tanta libertad con un señor de la categoría de Mister Evans, pero Theodore tenía una habilidad natural para hacer que la gente, de todas las clases, se sintiera cómoda. Padre e hija agradecieron la información y observaron en silencio cómo llegaban a una entrada para carruajes que daba a un pequeño jardín delantero separado de la calle por un muro pintado de blanco. Al entrar se encontraron ante una casa de dos plantas de un estilo colonial pero sencillo. La parte derecha de la mansión se apoyaba sobre el muro que separaba la casa de la propiedad adyacente. Alrededor del lado izquierdo, el jardín seguía hacia la parte posterior de la casa. Había grandes árboles que daban sombra, y parecía como si el edificio se hubiera construido respetando su lugar natural.

En cuanto salieron del carruaje, se encontraron con los criados esperando bajo la lluvia. Un hombre mayor gordinflón les dio la bienvenida diciendo que su nombre era Stephen Cox y que era el mayordomo de Aberdeen Hill.

—Solo tenemos dos criadas inglesas más, Mistress Mary Black, la doncella, y ella es Mistress Charlotte Bean, la cocinera —dijo Mister Cox—. Y estos son los criados chinos —añadió señalando a una mujer mayor, una chica adolescente y dos niños que no podían tener más de diez años—. Los niños son coolies y pertenecen a Mister Williams; son jovencitos, pero pueden hacer todo tipo de trabajos. —Sally los miró, y, sin saber si entendían inglés, sonrió y saludó. Todos miraban al suelo, y la única que le devolvió el saludo fue la mujer mayor, quien había permanecido en todo momento con un gesto grave y orgulloso. Sus ojos se clavaron en los de Sally y mantuvieron la mirada. Sentía que la anciana la estudiaba y, al no saber qué hacer, bajó la mirada, y justo en ese instante la joven vio algo que la dejó estupefacta; los pies de la criada eran extremadamente pequeños. Aunque era una mujer adulta, sus pies parecían ser los de una niña de tres años, pero a la vez estaban hinchados.

—Miss Evans, veo que ha visto los pies de Mistress Kwong —indicó Mister Cox—. Son pies vendados, una práctica china realmente bárbara. Ella es lo que aquí en las colonias llamamos una amah, una criada. Pero es vieja y esos muñones no la dejan ir muy lejos; no la empleamos nosotros, venía con la casa y es útil porque habla inglés, pero, si no la quieren, la podemos echar.

—No hace falta despedir a la pobre mujer —declaró Theodore mientras caminaba hacia el interior de la casa—. ¿Estás de acuerdo, Salomé?

—Por supuesto, no, no la echaremos —confirmó Sally haciendo un gran esfuerzo para dejar de mirar los pies deformados de Mistress Kwong.

Mientras los críos descargaban todas las pertenencias del carro y las llevaban dentro de la casa, Sally y Theodore recorrieron su interior guiados por Mister Cox. Al entrar, uno se encontraba con una sala de estar a la derecha, después de esto había un salón que daba al patio trasero a través de un porche rodeado por una hermosa baranda. Las cocinas y despensas estaban en la parte izquierda de la casa con salida al jardín posterior. Al subir las escaleras, había otro saloncito conectado a una alcoba, los aposentos de Sally. En la misma planta había una salita interior —que podía ser utilizada por las visitas— y, en la parte posterior, el dormitorio de Theodore. Este daba a un balcón con vistas al jardín y estaba totalmente enmoquetado. Las dos habitaciones principales tenían unos pequeños compartimentos para el aseo y el baño.

—En la parte de arriba del edificio hay dos cisternas que conectan con los baños, incluso tienen sus propios desagües que llevan el agua del baño directamente a las cloacas de la calle. El desván de la casa es un buen espacio para guardar los trastos —indicó Mister Cox—. Tanto yo como las otras criadas vivimos a unas pocas calles de aquí, así que vendremos cada mañana y nos iremos por la noche. Se hace así porque, hasta ahora, esta casa se alquilaba para visitas cortas. Si ustedes desean más criados, o que algunos de nosotros nos quedemos en la casa permanentemente, eso también se puede organizar. De todas formas, los criados chinos viven aquí, aunque, claro está, en una caseta al lado del pequeño establo; allí, en la entrada de la calle, donde no molestan a nadie. También hay una pequeña calesa y un poni para que puedan moverse por la colonia. Hay una pequeña caseta de verano al otro lado del jardín. Se puede ver desde la habitación de Mister Evans. Está a la sombra de los árboles y es mucho más fresca que la casa principal.

—¡Perfecto! Ese será mi taller —exclamó Theodore—. ¿Qué te parece nuestro nuevo hogar, pequeña?

—Es acogedor, parece fresco y la decoración es sencilla pero elegante —dijo Sally pasando la mano por encima de un sofá de muelles cubierto por lo que parecía cuero marroquí—. Me gusta.

Padre e hija se miraron satisfechos. Era un hogar de lo más confortable y, aun sin ser la mejor casa donde habían vivido, emanaba algo especial y prometedor de ella.

—Bien, supongo que están cansados por el viaje —dijo Mister Cox—. He pedido a la señora Bean que disponga algo de cena. Creo que les ha guisado un delicioso roast beef con verduras al horno. Pueden tomar un té después y, si lo desean, les podemos preparar un baño para cuando acaben. Además, antes de que se me olvide, mañana vendrá el amo de Aberdeen Hill, Mister Williams, para presentarse y confirmar con ustedes que todo está bien.

—Muy eficiente, Mister Cox, creo que los dos agradeceremos un buen baño. Han pasado semanas desde la última vez que pudimos asearnos con propiedad —anunció Theodore haciendo ruborizar así a su hija—. De todas formas, mi baño lo pueden preparar un poco más tarde… Al acabar la cena y después de una copita de coñac, no se preocupe si no tenemos, he traído el mío de Bristol, iré a la casa de verano a llevar mis pinturas y materiales para empezar a preparar el taller. Y ahora que ha mencionado usted comida, creo que no puedo esperar… ¿Roast beef y verduras? ¿Baños y moquetas? ¿Lluvia? ¡Esto más bien parece Londres! ¡Tantas semanas en un barco para acabar comiendo roast beef! ¿Qué te parece, Salomé?

Theodore dejó la pregunta en el aire mientras bajaba las escaleras rápidamente para dirigirse al comedor donde la señora Black ya estaba preparada para servir la cena. Los Evans engulleron en silencio y, tan pronto como acabaron, Sally, quien aún tenía la ropa mojada por la lluvia, indicó en qué baúl se encontraba su ropa de cama y sus camisones, y se retiró a su baño. La señora Black y la señora Kwong la ayudaron a desvestirse y, al entrar en la bañera, una sensación de alivio y extenuación recorrió su cuerpo dejándola sin fuerzas. Entre las dos criadas le pusieron el camisón y la acompañaron hasta la cama. Cuando volvió a abrir los ojos, la luz del día brillaba en la habitación.

—¡Han tenido tanta suerte con esta casa! —dijo Mistress Dunn después de dar un largo sorbo a su té Darjeeling—. Mister Evans, Theodore, deje que le tutee. ¡Después de todo, hace siglos que nos conocemos! Theodore, esta ha sido una elección perfecta tanto para ti como para Sally.

Habían pasado tres días y, aparte de Mister Williams, esta era la primera visita que los Evans recibían en su nuevo hogar. El doctor y Mistress Dunn parecían ser viejos conocidos de su padre, pero, a excepción de su mención en la carta de Sir Hampton, Sally nunca antes había oído hablar de ellos o de su presencia en la colonia.

—Y tú, Sally… ¡Cómo has crecido! —añadió Mistress Dunn con una sonrisa amplia y amistosa—. ¡Oh, querida! La última vez que te vimos eras una florecilla. ¿Tres o cuatro años, tal vez? ¿Tú no te acuerdas de nosotros, verdad? Y seguro que el genio distraído que es tu padre no se ha dignado bajar de su olimpo para explicarte nada.

—No, señora, no me explicó nada —dijo Sally mirando a su padre intensamente como reprimenda, pero sin dejar de sonreír—. Casi nunca me explica nada…

—¡Los jóvenes siempre tienen tanta prisa por saberlo todo! —replicó el doctor Dunn, quien hasta entonces se había mantenido en silencio. Como su esposa, él también tenía unos cincuenta años, y el hombre se mantenía en buena forma. Sally pudo observar que los Dunn eran simpáticos y, como la mayoría de los amigos de su padre, eran personas de mundo, elegantes y cultivadas. Ambos estaban en Hong Kong en misión caritativa y médica, ayudando en el Seaman’s Hospital.

—¡Nos os olvidéis de cómo éramos nosotros a su edad! —exclamó Mistress Dunn—. ¡Lo queríamos saber, ver y probar todo! ¡Lo que pasa es que somos unos ancianos que cometemos el mismo error que todos los vejestorios que nos preceden: subestimar la juventud!

Todos se rieron y el doctor Dunn tuvo que admitir que, como siempre, su esposa estaba en lo cierto.

—Conocemos a tu padre, Salomé, desde que éramos jóvenes. Teníamos un grupo común de amigos y pasábamos mucho tiempo juntos, pero desde hace años que tanto yo como mi honorable esposa viajamos por el mundo y por ello habíamos perdido casi todo contacto con vosotros —siguió explicando el doctor Dunn—. Como dijo Confucio: «¿No es pues motivo de alegría? El que venga un amigo desde lugares lejanos, ¿no es pues motivo de regocijo?»

—¿Así que ustedes deben de ser también amigos de Sir Hampton? —preguntó Sally, aunque ya sabía la respuesta, mientras veía por el rabillo del ojo cómo su padre se ponía rígido en su butaca.

—Sí, así es, todos somos buenos conocidos —contestó el doctor Dunn.

Se hizo un silencio adornado solo por el sonido de los pájaros en el jardín. Mistress Dunn fue la primera que intervino:

—Por cierto, hemos invitado a nuestro amigo, el capitán Wright. Es un joven americano que ha venido de Macao y está pasando unos días en nuestra casa. Nos hemos tomado la libertad de decirle que pasara a presentarse formalmente.

—Eso animará a Salomé —declaró Theodore—. Desde que hemos llegado, mi sociable hija ha estado de un humor más bien amargo, ya que la amiguita que hizo en el barco no la ha llamado para invitarla a no sé qué baile, ni ha venido a verla.

Sally se sintió algo incómoda por el comentario de su padre. Pero sí que era cierto que se había pasado sus tres primeros días en Hong Kong preocupada por si su relación con Mary Ann —y por tanto su puerta de entrada a los mejores círculos sociales de Victoria— seguía en pie. A la mañana siguiente a su llegada, Sally le envió una carta invitándola a tomar el té en su casa y agradeciéndole su amistad durante el viaje en barco. Sally aún no había recibido una respuesta y eso la inquietaba. Además, no podía olvidar la fría despedida de Mary Ann en el barco, en la cual ni siquiera había mencionado el deseo de invitarla a su casa.

—¿Te refieres a Mary Ann Lockhart? —preguntó Mistress Dunn—. He oído que está de vuelta a la isla ahora que han ascendido a su padre y que está organizando un baile en su casa.

—Sí, así es —respondió Sally tímidamente.

—Bueno, no te preocupes, querida, estoy segura de que Miss Lockhart está muy ocupada con su regreso a la ciudad, organizando el baile, visitando viejos conocidos…

—Además, si no es este baile, siempre puedes asistir a cualquiera de los otros eventos que se organizan —agregó el doctor Dunn con benevolencia.

En este momento, el mayordomo anunció la llegada del capitán Wright. Seguidamente entró en la sala un joven alto, quien fue presentado por el doctor Dunn. El joven parecía solo unos pocos años mayor que Sally, pero se movía y hablaba con una gran seguridad y, como observó Sally, con muchas ganas de agradar. Aunque sus ojos se clavaron en los de Sally tan pronto como entró en la habitación, no se dirigió en ningún momento a la joven, sino que, usando grandes palabras, presentó un general agradecimiento por la invitación y elogió la casa. Sally encontró algo pomposo en él, pero, al mismo tiempo, emanaba también algo genuino e inocente. A pesar de rebosar confianza, se veía algo nervioso, y eso despertó la curiosidad de Sally.

—Mister Evans, el doctor Dunn me ha dicho que usted es pintor —interrogó el capitán.

—En efecto, soy pintor, o al menos a eso aspiro. Siempre he pensado que nadie es realmente un artista hasta que consigue plasmar en un lienzo aquello que ha imaginado en su mente. La obra perfecta.

—Le entiendo, señor —dijo el joven capitán—; hay profesiones que son la suma del trabajo de toda una vida.

—¿Como el ejército? —preguntó Theodore en tono neutral.

—En ocasiones, diría que sí —respondió el capitán Wright—, pero no en mi caso; yo soy capitán retirado —agregó para después apretar fuertemente su angulosa mandíbula y señalar su pierna—. Esta vieja amiga ya no funciona tan bien como antes.

—Bueno, siempre hay pasiones que tienen continuidad en la vida, como por ejemplo un buen matrimonio —dijo el doctor Dunn cambiando de tema.

Sally, que se había mantenido callada, pudo notar como los ojos del capitán se habían clavado en ella de nuevo.

—Y usted, Miss Evans, ¿también siente pasión por el arte como su padre? —se interesó el joven.

Aunque el corazón de Sally dio un brinco, se mantuvo sorprendentemente calmada cuando respondió que siendo la hija de un pintor no había tenido otro remedio que el de ser una apasionada de todas las formas artísticas.

—Por supuesto —afirmó el capitán de forma algo burlona, potenciada por la musicalidad pastosa de su acento.

El chico no añadió nada más y ambos se quedaron mirándose, estudiándose y calibrando al otro como si de dos oponentes en un juego de esgrima se tratase. En un primer momento, a Sally le había parecido que el americano era tal vez «demasiado». Un «demasiado» difícil de definir: demasiado alto, demasiado rubio, demasiado fuerte, demasiado sesgado… Sally siempre había preferido a los hombres de una belleza más melancólica y de una figura más perfilada. Sin embargo, ahora que lo miraba de nuevo, Sally no tuvo más remedio que admitir que ese soldado de actitud burlona y algo prepotente era uno de los hombres más apuestos que jamás había visto.

Aunque este momento solamente duró unos segundos, Sally era consciente de que la escena era seguida por su padre y los Dunn. En un intento de desviar la atención, sugirió que su padre podría enseñar su taller y sus nuevas acuarelas a los caballeros, mientras ella y Mistress Dunn se acababan el té. Todos pensaron que era una gran idea y, tan pronto como los hombres se marcharon, Sally sintió una gran sensación de alivio e intentó no mirar a Mistress Dunn, quien la observaba detenidamente.

—Ben es un joven muy… interesante —dijo Mistress Dunn tan pronto como los hombres hubieron salido de la habitación—. Tuvo un accidente muy grave que acabó con una prometedora carrera en el ejército. Aunque no lo parezca, y sea aún muy ágil, vive con dolor constante. ¡Pobre chico!

En ese momento entró Mistress Kwong con más té para las damas y Sally agradeció sinceramente esta interrupción que facilitaría, sin duda, un cambio de tema. A pesar de sus pies deformes, la criada se movía con bastante agilidad. Su cuerpo era delgado y su piel, sin manchas, parecía la de una mujer mucho más joven. Solo las arrugas de su cara delataban que la sirvienta debía de ser una mujer anciana. Ninguna de las dos mujeres intercambió ni una palabra mientras la amah sirvió el té. Después de preguntar, en un inglés excelente, si necesitaban algo más, se retiró tan silenciosamente como había llegado.

—Parece ser que tu criada despierta cierta… incomodidad en ti, ¿no es así, querida? —observó inteligentemente Mistress Dunn.

—En efecto, así es —admitió Sally, sintiéndose culpable—. No puedo evitar la incomodidad en presencia de Mistress Kwong… sus pies hacen difícil concentrarse en otra cosa.

—Lo entiendo… —admitió Mistress Dunn algo pensativa—. El vendaje de pies es una práctica sumamente dolorosa. Para poder llegar a crear estos pies diminutos, se requieren años de agónica paciencia. Estas mujeres han sufrido esta tortura desde que eran niñas —añadió en un tono más bien imparcial.

—Eso es aberrante —afirmó Sally, quien era incapaz de imaginar cómo alguien podía hacer algo así a otro ser humano y mucho menos a una niña—. ¿Por qué?

—Bueno, los pies son una parte del cuerpo considerada… —Mistress Dunn se detuvo en busca de las palabras más adecuadas—, considerada hermosa para los hombres, y contra más pequeña y redonda, más apreciada es. Además, convierte a las mujeres en algo delicado y dependiente —dijo esto último con un deje de tristeza.

—¿De verdad? —exclamó Sally, quien no se podía imaginar cómo unos muñones de carne y hueso se podían considerar hermosos—. Eso es algo asqueroso, para nada hermoso.

—Bueno, dejando de lado las implicaciones físicas para la mujer, hay que admitir que cada cultura tiene un concepto de belleza distinto. Personalmente, he tenido la gran suerte de viajar y allá donde he ido he visto de una forma u otra no solo ideas diferentes sobre lo que es bello, sino también aproximaciones distintas sobre cómo esclavizarlo.

Sally pareció entender lo que su nueva amiga le quería decir, pero aun así no creía haber visto una práctica tan bárbara en ninguno de los países a los que había ido con su padre.

—No creo que en nuestro país se haga algo tan extremo a las mujeres —dijo Sally por fin, sintiéndose en su deber de aclarar este punto.

—No tan extremo tal vez, pero sí igualmente grave de una forma más sutil… —replicó con una leve sonrisa.

Sin saber qué contestar, Sally añadió que no solo se trataba de sus pies, sino que la actitud severa y orgullosa de la criada la ponía algo nerviosa.

—Querida amiga, sospecho que Mistress Kwong no ha sido siempre una criada —respondió Mistress Dunn de forma dulce y un tanto maternal—. Los pies vendados no eran propios de campesinas o amahs. Una mujer como ella, que debía de haber sido bella, y con unos pies vendados, seguro que fue preparada para ser una esposa por la cual se pagó una gran dote. Creo que debe de haber una historia larga y triste detrás de ella si la pobre mujer no tiene familia y vive en tu casa.

—Yo no tenía ni idea… —admitió Sally avergonzada por su ignorancia.

—Por supuesto que no, y tal vez algún día sepas más sobre tu criada, pero te recomendaría que dejaras que fuera ella la que te lo contara —explicó Mistress Dunn después de dar un último sorbo a su té—. Tú eres una chica lista, Sally, y pronto aprenderás que jamás deberías pedir o preguntar a un chino acerca de algo con lo que ellos quizá no se sienten cómodos.

Esto dejó a Sally pensativa. Era la primera vez que alguien le hablaba de un sirviente en esos términos. Las dos mujeres permanecieron en silencio hasta que los hombres regresaron del taller. Todos loaron las obras de Theodore y poco después los invitados se marcharon dejando a Sally en un estado de algo parecido al aturdimiento. Jamás había conocido a una mujer con unas opiniones tan firmes y excéntricas como Mistress Dunn y, sin duda, tampoco había visto en la vida a un hombre como el capitán Benjamin Wright. De la primera había decidido que le gustaba; sobre el segundo no estaba segura, necesitaría más tiempo para poder posicionarse.

Sin embargo, en los días que siguieron Sally no pudo dejar de pensar ni en el capitán ni en el baile al que no había sido invitada. Mientras su padre trabajaba con fervor en su nuevo taller, Sally se movía por la casa lánguidamente, sintiendo un gran desasosiego. No podía leer, ni dibujar y las horas pasaban lentamente. Sentada junto a la ventana, levantaba la vista cada vez que oía una carreta o un caballo pensando que era correo o una visita. Aunque solo habían pasado unos días, la soledad de la muchacha era tan aguda como la que había experimentado en el barco. Después de la conversación con Mistress Dunn, Sally intentó tener una actitud más relajada cerca de la sirvienta, aunque esta no cambió su actitud en lo más mínimo.

—Salomé Evans —exclamó su padre una mañana—, creo que debes dejar de pensar solo en bailes y en los chicos.

—Padre, yo… —articuló Sally mientras se ruborizaba.

—¡Yo no he cultivado en ti la mayor de las cualidades de un filósofo para que te quedaras en Aberdeen Hill sin salir y sin hacer nada! —dijo Theodore de forma solemne, aunque sin perder su actitud burlona—. Dime, hija, ¿cuál es la mejor cualidad de un pensador?

Esta era una de esas ocasiones en las que no sabía si su padre estaba bromeando o poniéndola a prueba.

—¿La lógica? —aventuró Sally.

—No, hija, ¡no! —clamó su padre—. La curiosidad, cu-rio-si-dad, querida. Hace unos días que hemos llegado a esta colonia fascinante y tenemos la suerte de poder vivir puerta con puerta con la cultura que inventó la tragicómica pólvora… y tú te quedas aquí, sin hacer nada, suspirando delante de la ventana viendo caer la lluvia. ¡Y hoy ni siquiera llueve! Esta mañana he hecho enviar una nota a Mistress Dunn en tu nombre, en la cual no solo la invitas a comer, sino que expresas tu deseo de acompañarla en uno de sus paseos. Si quieres ser introducida en sociedad, tendrás que dejar de esperar como una niña a que vengan a ver tu casa de muñecas y comportarte como una dama.

Aún estupefacta por la intervención de su padre y sin tener nada que replicar, a excepción de que nunca había sido su intención la de convertirse en un filósofo, se retiró a sus aposentos para cambiarse y coger un parasol. Sin decir nada más salió a la calle, sin darse cuenta de que ni siquiera sabía adónde se dirigía, pero contenta de haber hecho el paso de abandonar su reclusión. Caminó Aberdeen Street para abajo hasta llegar a Queen’s Road y ahí caminó en dirección al puerto y, tal vez, pensó que podría comprar un nuevo parasol más a la moda que el suyo. Se dio cuenta de que el gentío la asustaba. Caminaba sola —algo a lo que no estaba habituada y que no era del todo aceptable para una jovencita de su edad— y los nuevos olores, los gritos y la falta de orientación hicieron que casi saliera corriendo para volver por donde había venido. Pero eso sería una derrota y sentía una gran necesidad de demostrar a su padre y a sí misma que era capaz de moverse por la ciudad como si fuera una experimentada dama de la sociedad. Queen’s Road estaba llena de tiendas de ultramarinos, sombrererías y otros productos. Pero no se decidía a entrar en ninguna de ellas. Sentía que todos los ojos la observaban, que los hombres chinos comentaban cosas sobre ella que no podía entender y que los occidentales la seguían con una mirada interrogativa. Aunque sabía que, probablemente, todo era solo proyecto de su imaginación, se movía con pasos rápidos e intentaba coger el parasol con seguridad, como si se dirigiera a algún sitio con gran determinación. De esta forma, si alguien la veía, no se reiría de una pobre jovencita en apuros, sino que pensaría que era una joven que debía llevar a cabo un encargo con urgencia o que llegaba tarde a una cita con una amiga. Por dentro, pensaba que todo el mundo sabía que estaba perdida y sola.

—¡Oh! Qué maravillosa coincidencia, Miss Evans —exclamó de golpe la grave voz del capitán Wright, que había aparecido detrás de una esquina y los dos casi estuvieron a punto de chocar—. ¿Dónde va usted sola y con tanta prisa?

Sally dio un brinco al ver al joven, pero pronto se recompuso y balbuceó algo sobre ir a comprar un parasol y estar muy ocupada.

—Muy bien —respondió el capitán—; la puedo acompañar a elegir un parasol, si a usted no le importa. Además, esta es una maravillosa coincidencia, ya que justamente Mistress Dunn me ha comentado que ha recibido una nota suya y que le gustaría invitarla a cenar. Hoy ha estado trabajando de voluntaria en el Seaman’s Hospital, pero ya debe de haber regresado a su casa. Podemos pasar por allí y así puede mostrar su agradecimiento.

Sally recibió la invitación con suma alegría, aunque intentó, en todo momento, mantener la compostura. Los dos se adentraron en lo que se conocía como The Praya, donde estaba el Central Market, que era un mercado en el que se vendía carne, animales, fruta y verdura. Los dos caminaron deprisa pasando entre gente trayendo y llevando productos, gritándose precios o comprando en medio del caos. Sally se mareó un poco al ver la carne, pero no quiso pararse. Todos sus esfuerzos estaban concentrados en no mancharse el bajo de sus faldas con el agua sucia, proveniente del mercado, acumulada en el pavimento de la calle.

Pasado el mercado, entraron en una pequeña tienda abarrotada de parasoles de todos los tipos y colores.

—Es una tienda que conozco, nos harán un buen precio —dijo Ben—. Creo que es mejor comprar en un mayorista chino, ¿no crees? —Sally asintió con la cabeza, sin saber qué más podía decir.

Se sentía abrumada en esta pequeña tienda repleta hasta el techo. No se podían ver las paredes y en todos los rincones había pequeñas mesas donde se acumulaban montones de parasoles. De las vigas de madera del techo también colgaban algunos, y Sally se preguntó cuántos años llevaban ahí, acumulando polvo y esperando que alguien los comprara. El pequeño local olía a incienso, tela revejida y a un tipo de madera barnizada que Sally no podía descifrar. Aunque el calor era inaguantable, a la chica le gustó esta pequeña cueva que ofrecía un curioso refugio fuera del alboroto del mercado. El amo de la tienda había estado esperando pacientemente detrás del mostrador sin agasajar a sus compradores, como muchos vendedores en Asia solían hacer. El hombre, extremadamente pequeño y delgado, parecía estar disfrutando con orgullo de la reacción que su tienda estaba provocando en la joven extranjera.

—No puedo elegir uno, si ni siquiera sé hacia dónde mirar —dijo Sally por fin.

—Creo que uno rojo te quedaría bien —se apresuró a recomendar el capitán—. En China, el rojo es el color de la buena suerte.

—Rojo, entonces —confirmó Sally, mirando al vendedor, quien se dirigió automáticamente a rebuscar todos los objetos de ese color que tenía en la tienda.

Con la ayuda del capitán eligió un bonito parasol de seda roja con peonías pintadas a mano. Avergonzada, Sally se dio cuenta de que no llevaba dinero y el capitán insistió en regatear en chino y pagar él mismo el parasol. Sally vivió toda la transacción con el placer propio del neófito; esta era la primera vez que compraba en Hong Kong y también era el primer regalo que recibía de un hombre. Después, los dos se dirigieron a casa de los Dunn en Wellington Street. Durante todo el tiempo, mantuvieron una animada conversación; era evidente que el americano quería mostrar a la joven sus amplios conocimientos sobre la ciudad y la cultura china: indicándole en qué fecha se había construido un edificio o el nombre de una fruta al pasar por el lado de una tienda. Sally le habló sobre el viaje en barco y le relató algo sobre sus orígenes hispano-ingleses, Bristol y sobre sus estancias en Europa. El capitán Wright le explicó que trabajaba para una compañía americana llamada Russel and Company, especializada en comerciar con seda, té, porcelana y, en menor medida, opio.

—Es una hong, una casa comercial; yo soy una especie de tai-pan de la empresa.

—¿Qué es un tai-pan? —preguntó Sally.

Tai-pan significa «clase alta». Son los comerciantes que tratan directamente con los proveedores chinos. Yo trabajo para el jefe de operaciones y soy de gran valor por mis conocimientos de mandarín y cantonés —continuó sin dejar de mirar a Sally para comprobar cuán impresionada estaba—, pero, para ser sincero, aún no me puedo considerar uno de ellos. He empezado trabajando en Macao, hago muchos viajes a Cantón y creo que tarde o temprano me van a pedir que me establezca permanentemente en Hong Kong.

No podía creer lo fácil y amistosa que transcurría la conversación con el capitán y lo cómoda que se sentía a su lado. Aun así, durante todo el tiempo que estuvo con él a solas —y por primera vez en su vida—, su corazón no dejó de latir fuertemente y un calorcillo extraño y nervioso le recorría el cuerpo, desde sus mejillas a las piernas, pasando por la boca del estómago.

Sally pudo observar que, aunque no se podía ver ninguna diferencia si no se sabía, sí que había algo diferente en la manera de caminar del capitán. Era un caminar algo forzado, con una cadera ligeramente metida para dentro y con las manos a ambos lados impulsando cada paso. Sally se acordó entonces de las palabras de Mistress Dunn de que el capitán vivía con dolor constante.

Cuando llegaron a la casa de los Dunn, se encontraron con que Mistress Dunn acababa de volver del hospital, y con gran alegría invitó a Sally a quedarse a cenar.

—Ahora mismo podemos enviar a uno de los mozos a que vayan a buscar a tu padre. Aún es muy pronto y si tu cocinera no tiene la cena preparada os podéis quedar a cenar los dos. ¿Qué te parece, querida? —Mistress Dunn organizó todo en un segundo.

Sally se sentía exultante pensando en una velada en casa de su nueva amiga y acompañada por el capitán. Empezaron tomando un té y la charla siguió animadamente. Más tarde llegaron Mister Dunn y su padre y cenaron todos juntos.

Para ser una pareja de misioneros, la casa de los Dunn era imponente. El salón donde cenaron tenía unas grandes cristaleras que daban a un jardín interior y la decoración, de estilo georgiano, exaltaba una elegancia algo pasada de moda pero sin dejar de ser señorial. La cena transcurrió hasta tarde y Sally no recordaba habérselo pasado tan bien en mucho tiempo. Por primera vez no echaba de menos a sus amigas del viejo continente o a Zora. En todo momento sintió que el capitán le dirigía sus atenciones de forma abierta y sincera. Nunca antes había flirteado con nadie, pero empezaba a pensar que no se le daba nada mal.

De vuelta a Aberdeen Hill, no podía parar de pensar en la cena. Repasaba mentalmente todo lo que se había dicho, revisaba sus réplicas, se volvía a reír interiormente con algunas de las ocurrencias dichas, rememoraba las miradas que el capitán Wright le había dedicado… La noche era calurosa y tranquila y de los jardines emanaba un fuerte olor a jazmín. Sally se sentía agradecida por todo y notaba que algo había cambiado en su interior. Ya no esperaría a que alguien fuera a jugar con ella y su casa de muñecas, se dijo mientras cogía el brazo de su padre, quien dormitaba sobre el banco de la calesa. Al llegar a casa, un adormilado Mister Cox les esperaba diciendo que esa tarde habían recibido una nota. Estaba escrita en un bonito papel, firmado por la rúbrica grandilocuente de Miss Mary Ann Lockhart, que invitaba a los Evans a su próximo baile.