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Aunque Zora quería mantener en secreto su compromiso, pronto todo el barco bullía con las noticias sobre el inesperado enlace.

—Los dos queríamos algo de intimidad, y para estar solos necesitábamos decírselo a mi madre —explicó Zora a Sally mientras acababan su desayuno—. Le dije que no quería hacerlo público porque antes queríamos la bendición de mi padre y esto no sucedería hasta que llegáramos a Singapur. Pero mi madre me respondió que, como no sabemos si mi padre aún está vivo, ella misma nos daría el consentimiento. Sé que mi madre obraba con las mejores intenciones, pero yo habría deseado hacer las cosas de otra manera.

—No te preocupes, estoy segura de que tu padre podrá dar su bendición —dijo Sally deseando tener razón.

—Esperemos que así sea —respondió Zora con evidente preocupación—. Mi madre ya ha empezado a preparar la boda y nos casaremos en cuanto lleguemos a Singapur. Está planeado que el Lady Mary amarre dos días allí y mi madre ya ha organizado un banquete a bordo del barco después de la ceremonia. Aunque no comparto sus ansias por tenerlo todo tan controlado, debo decir que espero que nos podamos casar tan pronto lleguemos a Singapur, de esta forma tú, querida Sally, podrás asistir a la boda. Después de todo, has sido una gran defensora de nuestro amor, y, si no hubiera sido por tu consejo, yo no habría bajado la guardia acercándome a George. En cuanto quité la barrera que había impuesto yo misma entre él y yo, me di cuenta de que lo amo con toda mi alma, y todo es gracias a ti, mi querida amiga. George dice que estará en deuda contigo para el resto de su vida —añadió Zora con una amplia sonrisa.

—Me encantaría decir que esto es todo gracias a mí… Pero no es el caso, querida Zora —dijo Sally, a quien los ojos se le habían humedecido—. Yo solo ayudé a acelerar un poco tu respuesta, pero estoy segura de que, con o sin mi ayuda, los dos hubierais acabado comprometidos.

—De todas formas, ambos te estaremos eternamente agradecidos, has sido nuestro ángel de la guarda. Además, soy consciente del gran precio que has pagado por tu posicionamiento en este asunto —insistió Zora, a quien Sally le había comentado, sin entrar en detalles, sus conversaciones con Mary Ann y su cambio de actitud desde entonces.

—No te preocupes, estoy segura de que Mary Ann lo entenderá.

—No lo sé, Sally —dijo Zora moviendo la cabeza—, creo que Mary Ann actuaría de la misma forma aunque no le hubieras herido el orgullo con el asunto de George.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sally.

—Hay gente que se molesta cuando alguien, aparte de ellos, destaca socialmente —dijo Zora, sonriendo dulcemente.

—Pero si yo no destaco… —empezó Sally tímidamente.

—Eso es lo que tú te crees, pero tu belleza… —aclaró Zora.

—¡Zora, Zora! Mamá quiere que vayas enseguida para probarte los vestidos que está pensando en arreglar para tu boda. Hay un sastre de Liverpool a bordo y le quiere encargar a él las modificaciones —interrumpió Sylvia, quien había llegado corriendo y estaba casi sin aliento. Zora se marchó de la mano de su hermana dejando a Sally algo perpleja. Tanto su padre como Zora habían entendido este asunto como un tema de rivalidad. Pero Sally pensaba de forma diferente; nunca había querido contradecir a Mary Ann, ni tenía la intención de convertirse en su enemiga.

Sin embargo, Sally no tenía tiempo para pensar en Mary Ann. Con los preparativos de la boda, Sally, Zora y las demás Whitman estaban continuamente ocupadas. Theodore estaba acabando sus encargos y su colección de acuarelas estaba casi completa. Sally le había ayudado a hacer retoques, a acabar algunos fondos y a elegir la selección final. Así que, aunque el calor en el barco era casi insoportable y el cansancio del viaje se incrementaba cada día, el ajetreo y la promesa de una llegada inminente hacían el trayecto más llevadero.

El 1 de agosto, el Lady Mary avistó la costa de Ceilán. Muchos de los pasajeros no habían estado nunca en Asia y se esperaba la llegada al puerto de Galle con expectación. Para la gran mayoría, cualquier enclave al este de Suez representaba un mundo desconocido, lleno de un exotismo mágico. En la cubierta, Theodore y Sally se cogieron del brazo mientras el barco llegaba a puerto; ambos se emocionaron ante la visión de Ceilán, una isla verde y exuberante.

—¡Mira, Salomé! —exclamó Theodore, y, señalando una construcción en la línea de la costa, añadió—: ese es el fuerte de Galle, construido por los portugueses y los holandeses, quienes establecieron sus colonias antes que nosotros. ¡Estamos delante de una de las islas más importantes de Asia, la puerta entre la India y el sudeste asiático!

Sally se dio cuenta entonces de que este viaje representaba para su padre una aventura probablemente anhelada desde su juventud. Nunca antes se había planteado si Theodore habría querido explorar estos nuevos territorios fuera de Europa y que, tal vez, fue por ella que no lo había hecho con anterioridad. Ceilán, según les había explicado James, un burgher, un nativo de Ceilán de origen síngalo-holandés que trabajaba como sobrecargo en el Lady Mary, era una isla que había albergado a europeos, árabes, chinos y culturas índicas. Uno de los primeros enclaves del budismo, religión de la cual Sally había oído hablar en su infancia.

Sally observó a su padre, cuya jovial exaltación resaltaba —por su contradicción— el ya omnipresente cansancio de su rostro. No se había quejado durante esta segunda travesía, pero Sally había podido observar cómo se deterioraba lentamente: necesitaba el bastón y sus manos temblaban cada vez más cuando cogía el pincel. Esto la aterrorizaba, ya que sabía que la vida de su padre estaba fuertemente entrelazada con la de su arte; para él, pintar era tan natural como respirar. Pronto se consoló pensando que la corta estancia en Ceilán y Singapur lo ayudarían a descansar y que, según lo planeado, el Lady Mary llegaría al puerto de Victoria en poco más de tres meses.

En el puerto de Galle les esperaba una sorpresa imprevista. Después de semanas sin saber nada sobre el estado del padre de Zora, una carta dirigida a Mistress Whitman le fue entregada en cuanto llegaron a puerto. La misiva estaba enviada desde Singapur y anunciaba que Mister Whitman, aunque aún convaleciente, estaba fuera de peligro. Estas noticias fueron recibidas con entusiasmo por los pasajeros del buque y con una alegría infinita por su familia. Zora —quien siempre había mostrado una fortaleza llena de estoicismo— lloró durante horas, mientras Sally la consolaba, llevada por lo que parecían profundas emociones largamente contenidas.

Estas noticias hicieron aún más dulces los preparativos para la boda. Mientras que otros pasajeros descansaban a la sombra de los jardines o visitaban lugares como el fuerte de Galle, Sally acompañaba a las Whitman a comprar cosas necesarias para la boda y el ajuar de Zora. Guiadas por James, las damas compraron telas, cuberterías, té de Assam, canela y otros productos de la zona.

Sally era arrastrada con las demás chicas por mercados y tiendas. Cuando tenía un momento de paz entre tanto ajetreo, se acordaba de que se encontraba en un mundo de ensueño. Entonces se detenía y respiraba el aire cargado de aromas de té y especias. Seguidamente los demás sentidos se unían. El oído, por ejemplo, recogía los sonidos de lenguas nunca antes escuchadas: el tamil, lleno de una musicalidad contagiosa, y el síngalo, elegante y apasionado. Las telas y las decoraciones de la ropa eran de colores tan vivos que ni tan solo el tafetán más elegante traído de París se les podía comparar. Los hombres, con su mirada intensa, asustaban a Sally, pero algunas de las mujeres eran de las más hermosas que jamás había visto.

Zora la acompañaba en estos momentos de maravilla y las dos jóvenes se olvidaban de Mistress Whitman y de sus interminables planes para la boda. Las dos señalaban con entusiasmo lo que les llamaba la atención, intentaban mirarlo todo con intensidad para así poder conservar ese paraíso en su memoria.

Por su parte, Theodore recorrió solo la ciudad. El lugar estaba lleno de exhuberancia y se convirtió en una fuente de inspiración para el viejo pintor. Al reencontrarse en el barco, padre e hija compartieron anécdotas y Theodore le enseñó lleno de entusiasmo los dibujos que había hecho del mercado, del puerto y del gentío.

Después de una parada de cuatro días en Galle, el Lady Mary zarpó en dirección a Singapur. Tardarían unos ocho días en llegar a este nuevo destino, Singapur, y Sally y Zora intentaron aprovechar al máximo sus últimos días juntas.

—Debe de ser difícil imaginarse el resto del viaje sin Miss Whitman —le comentó a Sally Mistress Elliott un atardecer, mientras paseaban por la cubierta.

—Sí, en efecto —dijo con una leve sonrisa—. Pero cuando pienso en que Zora podrá finalmente ver a su padre y casarse con George, mi tristeza disminuye.

—Bueno, querida, ya sé que la amistad de una mujer casada con un párroco no es lo mismo para una joven en edad de socializar, pero deseo que sepas que puedes contar conmigo como amiga ahora y cuando lleguemos a Victoria.

Sally agradeció sinceramente estas palabras, aunque no representaban la alternativa social más atractiva. Mistress Elliott se había mantenido siempre algo al margen del grupo social creado por Mary Ann y las otras chicas. Era evidente que la esposa del párroco no se sentía cómoda con Miss Lockhart; sus continuas referencias a los bailes y los cotilleos sobre la colonia hongkonesa desagradaban a la joven misionera. Mistress Elliott estaba totalmente dedicada a sus labores de buena cristiana y, aunque Sally admiraba su dedicación, una relación con ella no aportaría los contactos sociales que ansiaba tener en la isla.

Pocos días más tarde, el Lady Mary llegó a Singapur. Tan pronto como atracó en el puerto, una calesa esperaba a las Whitman para llevarlas a ver a su padre. Aunque era un momento privado para la familia, Zora pidió a Sally que las acompañara. La chica esperó en la salita de la casa de los Whitman mientras estos se reencontraban en la estancia interior de la casa. Cuando acabaron de llorar, reír y ponerse al día, Mister Whitman fue llevado al salón para conocer a la joven que había acompañado a su mujer y sus hijas en su primer viaje transatlántico. Mister Whitman era un hombre afable y que emanaba una fortaleza extraordinaria, a pesar de estar aún convaleciente y parecer extremadamente débil. Después de hablar con él, Sally llegó a la conclusión de que Mister Whitman podría llegar a ser una buena amistad para su padre, ya que le recordaba un poco a su viejo amigo Sir Hampton.

Los dos días siguientes pasaron rápidamente. Sally casi no pudo ver nada de la ciudad, excepto unas pocas vistas robadas desde el barco o la calesa. Toda su energía se concentró en ayudar a su amiga a prepararse para la boda. Mister Whitman utilizó sus contactos para pedir un certificado de matrimonio en el registro civil de la colonia. La ceremonia y las celebraciones fueron sencillas y acabaron justo antes de la noche anterior a que el Lady Mary abandonara el puerto de Singapur. La despedida fue rápida y llena de emoción, aunque las dos amigas se resistían a pensar que esta sería la última vez que se vieran. Barcos como el Lady Mary Wood conectaban las colonias británicas de Calcuta hasta Shanghái, pasando por Singapur, y habría muchas oportunidades de verse en un futuro próximo.

—Me siento extraña, padre, como si no pudiera creer que estemos a punto de llegar a nuestro destino —dijo Sally a Theodore la mañana que el Lady Mary abandonó el puerto de Singapur.

—Bueno, supongo que es algo normal; después de todo, nunca antes habíamos llegado tan lejos. Pero piensa que este es solo el principio de la aventura —respondió Theodore guiñando un ojo a su hija.

—¿El principio? ¡Pues me siento completamente agotada! —dijo Sally amargamente—. Si me disculpas, me voy a retirar al camarote a descansar. Por favor, llámame si necesitas de mi ayuda.

Fingiendo fatiga, Sally pasó el resto del trayecto escondida en el camarote. De esta forma no tenía que ver a Mary Ann ni al resto de los pasajeros y se podía abandonar a una especie de letargia. Las horas pasaban lentamente, y, sin mucho más que hacer que estar acostada, Sally pensaba en la nueva vida que la esperaba y en cómo echaba de menos la serena presencia de Zora. Cuando intentaba dejar de darle vueltas a la cabeza, cerraba los ojos y se volvía a concentrar en el vaivén del barco. Pero el vaivén ya no la reconfortaba y aquella vieja sensación de vértigo la invadía de nuevo.

La noche del 12 de agosto, el capitán anunció que, con toda seguridad, llegarían al puerto de Victoria por la mañana, y Sally se vio forzada a abandonar su estado de intencionada laxitud para preparar las maletas. Después de pasar semanas en el mismo camarote, le parecía increíble ver que pronto podrían disfrutar de las comodidades de una casa. El ajetreo de dejarlo todo preparado, tanto para ella como para Theodore, hizo que el último día pasara rápidamente. Aun así, le fue totalmente imposible dormir aquella noche. Así que, cuando despuntaron las primeras luces del alba, ya estaba vestida, y, en cuanto se avistó tierra, subió corriendo a la cubierta.

El barco estaba rodeado de una bruma húmeda y espesa. Sally se sintió decepcionada por la inexistente visibilidad y dudó de si realmente estaban llegando a puerto. Hasta que, como surgido de la nada, un barco se materializó al lado del Lady Mary Wood. Parecía que los dos barcos iban a chocar, pero, lejos de asustarse, Sally simplemente quedó totalmente hipnotizada por la belleza del velero. Había visto estos barcos tradicionales chinos desde lejos en Singapur o en escenas chinescas de libros o cuadros, pero nada se podía comparar con este hermoso espectáculo. El navío tenía unas velas listonadas de un bermellón anaranjado que daban un aspecto elegante y misterioso y, aunque no soplaba apenas viento, el barco se movía de forma ágil. Mientras las dos naves viraban una ante la otra, Sally se encontró frente a frente con los marineros del barco chino, que se habían detenido en sus quehaceres para observar silenciosamente el Lady Mary Wood. Muchos de los marineros se encontraban descamisados y sucios, tenían la tez morena y unos cuerpos enjutos y musculosos. La mayoría se mostraban gravemente serios y solo unos pocos señalaban la chimenea central del buque de vapor. Sally se sintió inclinada a saludar, pero estaba totalmente abrumada por el encuentro.

—Es un junk, un barco de juncos chino. —Sally oyó la voz familiar de Mary Ann a sus espaldas, y, cuando se volvió, pudo observar a la muchacha vestida elegantemente en tonos crema—. Y eso de ahí es el llamado Tai Ping Shan —añadió Mary Ann señalando a popa una montaña verde que se levantaba majestuosa. Marcaba el punto más saliente del puerto Victoria, y ahora que el junk había pasado y se alejaba por estribor, Sally pudo ver cómo la niebla se había disipado ligeramente y se empezaban a distinguir más embarcaciones. Pronto, también la orografía de la península de Kowloon por un lado y la bahía de Victoria, la costa norte de la isla, por el otro, fueron tomando relieve contra el blanco que invadía la atmósfera. A medida que se adentraban en la zona, más barcos emergían ante sus ojos; en solo unos instantes, pudo descubrir cientos de ellos. No quedaba ninguna duda: habían llegado a Hong Kong.