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Las olas del Atlántico lamían con fervor el casco del barco mientras este avanzaba con pesadez en un mar marrón azulado, rumbo a Vigo. El océano se hacía aún más omnipresente gracias al cielo bajo y embotado propio del mar del Canal. El capitán había anunciado que durante los siguientes dos días habría marejada y una posible borrasca. Se recomendó a todos los pasajeros que se mantuvieran alejados de la cubierta e intentaran lidiar de la mejor manera con el mareo habitual de los primeros días a bordo. Los Evans tenían una tradición particular para evitar las náuseas: tumbarse en su litera hasta que el cuerpo se acostumbrara al movimiento.

—Cierra los ojos e imagina que eres parte del océano, que te balanceas con él —decía siempre Theodore a Sally.

De esta forma, la chica se dejaba llevar por el movimiento del barco. Al principio, sentía vértigo al imaginar que se encontraban flotando sobre un abismo de agua, pero pronto esto la reconfortaba. Los barcos como el Lady Mary podían ser muy ruidosos: la tripulación que iba arriba y abajo, los pasajeros, el ajetreo de las cocinas… Así que el sonido del mar resultaba un buen contraste ante el caos y la claustrofobia de a bordo.

Pero, tendida en su cama, Sally no podía evitar sentirse algo inquieta. Todo había sucedido tan deprisa que no había tenido mucho tiempo para pensar en los detalles de este nuevo proyecto. Ahora que se encontraban rumbo a Asia, toda esta idea parecía una locura. ¿Y si Miss Field tenía razón y su padre era demasiado mayor para un viaje tan largo? ¿Y si la sociedad de Victoria no los aceptaba? ¿Encontraría un esposo? Las preguntas se amontonaban en su cabeza y el hecho de saber que tendría que esperar semanas a bordo y de viaje por tierra para obtener una respuesta la agobiaba un poco. Ahora que estaban en marcha todo parecía mucho más complicado de lo que su padre le había hecho creer un mes antes, en el estudio de la casa familiar en Bristol.

Los Evans viajaban en camarotes de primera, pero no en los más lujosos. El espacio de un camarote se dividía en cuatro pequeños compartimentos que contenían dos literas, un espejo, un orinal y un pequeño armario donde poder dejar los enseres personales. Todas las otras pertenencias estaban guardadas en baúles situados en espacios designados en los pasillos o en las bodegas. Los camarotes eran tan estrechos que las mujeres tenían que ir con cuidado de no rasgar o ensuciar sus preciosos vestidos, y hacían falta días, tal vez semanas, para acostumbrarse a dormir cómodamente. Las pequeñas camas —más bien parecidas a nichos de madera— forzaban a uno a yacer en posiciones imposibles. Pero aunque estos camarotes no presentaban las condiciones más idóneas, eran mucho más cómodos y lujosos que las zonas destinadas a los viajeros de tercera. Los que tenían suerte podían dormir en literas distribuidas en filas sin ninguna separación o intimidad. Otros no habían podido pagar un billete con cama y debían hacerse un espacio en los pasillos, durmiendo sentados o semiechados. Estos tenían poco más que hacer que esperar con resignación hasta llegar a su destino, rezando para no coger alguna enfermedad o ser mordidos por una rata. Sally había visto de reojo las condiciones en las que estas familias viajaban y tenía que reprimir seriamente la tentación de invitarlos a pasar la travesía en las zonas más lujosas. Mientras que los camarotes de popa eran más espaciosos, la zona de proa —separada de popa por las cocinas y los accesos a máquinas— se convertía en una ciudad en miniatura. La pequeña despensa hacía a la vez de taberna; allí los hombres pasaban el tiempo y abundaba el estraperlo y el intercambio de favores. De todo esto Sally solo intuía algunas cosas y otras, en cambio, las podía leer abiertamente en los anuncios que se colgaban por el barco. Gente que buscaba algo o tenía algo que podía interesar a otra, gente ofreciendo trabajo en el lugar de destino y otros que anunciaban servicios de lo más variopintos. Sin embargo, en los camarotes de primera, la vida social era mucho más calmada, regida por las mismas normas de etiqueta que eran comunes en las salas de té y los salones de baile de tierra firme.

Por suerte, la familia que compartía camarote con Sally y Theodore parecía muy amable. Viajaba una madre sola, Mary Whitman, con sus dos hijas adolescentes. La pequeña Sylvia tenía trece años y Zora, la mayor, era de la misma edad que Sally. Las dos familias se habían presentado brevemente cuando se encontraron en los camarotes antes de zarpar. Mistress Whitman estaba gravemente agitada porque, tal y como anunció a los Evans, esta era la primera vez que se subían a un barco. Como los compartimentos eran tan pequeños, todo el mundo dejaba las puertas abiertas; de esta forma, Sally pudo ver el equipaje de esas mujeres y el desequilibrio con el que habían empaquetado sus pertenencias, propio de aquellos que viajan por primera vez: por un lado tenían maletas repletas de vestidos y, por otro, no sabían que era mucho mejor si uno se traía cojines y mantas de casa para hacer la litera lo más cómoda posible. Mientras Sally estaba ya instalada, acostada y concentrada en el vaivén del barco, las mujeres Whitman aún estaban preparando sus compartimentos.

—¡Pensaba que el barco proporcionaría ropa de cama más cómoda que estas mantas! —dijo Mistress Whitman con un tono de lamento.

—Madre —respondió Miss Zora Whitman con un suspiro—, ya te dije que las estancias de primera de un barco no son las habitaciones de una mansión.

Pero la madre siguió lamentándose y amenazando con ir a hablar con el capitán. Sally siempre traía mucha ropa de cama y ofreció unas mantas, sábanas y cojines a sus nuevas compañeras.

—¡Dios la bendiga, Miss Evans! —exclamó la madre al ver los nuevos bienes que su vecina le había entregado—. Esto va a cambiar las cosas.

—No hay de qué, Mistress Whitman. De todas formas, mi padre y yo siempre acabamos dando ropa de cama a las familias que viajan en tercera.

—¡Oh, qué manera de desperdiciar unas ropas de tanta calidad! Pues hemos estado de suerte, nosotros le daremos un mejor uso. Gracias Miss Evans —afirmó Mistress Whitman satisfecha.

Sally observó que Zora se mantenía callada y algo rezagada en comparación con su madre y su hermana, quienes se movían de un lado para otro desempaquetando y distribuyendo sus enseres. Zora se había tomado su tiempo para abrir una maleta llena de libros, les había echado un vistazo con cariño y después había cerrado la tapa y guardado el maletín debajo de su litera.

—¿Le gusta leer Miss Whitman? —se aventuró a preguntar Sally con una sonrisa.

—Sí —dijo Zora, echando una mirada tímida a su maletín. Sally esperó en vano a que Zora continuara, pero esta se limitó a sentarse en su cama a doblar unos pañuelos y Sally decidió que intentaría reiniciar esta conversación más tarde.

El capitán les había anunciado que si las condiciones mejoraban se serviría una cena inaugural en honor a la travesía. Sally pensó que esta sería una buena ocasión para intentar una nueva aproximación a su compañera de camarote. El viaje duraba semanas y Sally sabía que, tarde o temprano, ella y esta chica tan tímida acabarían siendo amigas. Era prometedora la forma en la que Zora Whitman había empaquetado sus preciados libros, y, además, a Sally le gustaba la callada, casi irónica, tranquilidad con la que lidiaba con su madre y su hermana. Mientras que Sally era bastante alta, Zora era muy pequeñita, pero poseía una belleza amable y algo atípica, con un rostro ovalado y unos ojos grandes que le daban un aspecto dulce e inteligente. En su timidez, Sally vio a un ser afín, porque —aunque sus maneras eran más abiertas y decididas— sabía muy bien lo que era sentirse continuamente incómoda en situaciones sociales. Sally valoraba la amistad por encima de todo y, contrariamente a lo que Miss Field pensaba, sí que había tenido el placer de entablar amistad con chicas de su edad.

Durante algunas de las primaveras anteriores —cuando Sally tenía quince y dieciséis años—, los Evans habían alquilado una casa cerca de la ciudad francesa de Cognac. Algunos amigos de Theodore tenían casas en aquella zona y se encontraban para cazar, comer y conversar. Así se creaba un entorno social compuesto por unas cuantas familias amigas, y, de esta forma, Sally pudo pasar tiempo con las hijas de estas. Aunque las otras chicas se conocían desde la infancia, acogieron a Sally con los brazos abiertos. Todas tenían en común unas inclinaciones intelectuales poco usuales, si bien excepcionales. El grupo estaba formado por Cataline, Anne, Caroline y Blanche, todas ellas francesas. Como a la totalidad de las chicas adolescentes, les gustaba pasar tiempo juntas, tomar un refresco y pasear por los prados que había cerca de sus casas. Las amigas de Sally habían encontrado unas piedras calcáreas que se encontraban debajo de unos sauces en los jardines que la familia de Blanche, los Durand, tenían alquilada. Estos bancos improvisados proporcionaban una forma idónea para sentarse y las chicas se refugiaban allí a conversar y a compartir secretos. Todas pertenecían a familias intelectuales y artísticas: Anne era estudiosa y aplicada y tocaba el piano con gran habilidad. Blanche defendía apasionadamente la lucha de clases y estaba maravillada con un manifiesto que un tal Marx acababa de publicar en Londres. Y, mientras que Caroline leía todos los libros que tenía a su alcance, Cataline había desarrollado su gusto por la lógica científica y ayudaba a su padre, un investigador centrado en el estudio de la vida de los microorganismos. Sally, por su parte, había aprendido el oficio de pintor a base de observar o ayudando a su padre mientras pintaba.

Así fue pues como, por primera vez, Sally creó un grupo de amistades donde se sintió entre iguales. Rodeada de estas chicas apasionadas e inteligentes, Sally se olvidaba de las rarezas de su padre y de la continua sensación de desarraigo que la perseguía desde su infancia.

Al empezar el verano de su dieciséis cumpleaños, Sally tuvo que marcharse a Venecia y desde entonces mantuvieron el contacto por correspondencia. Pero las cartas no proporcionaban el mismo nivel de intimidad y las chicas se fueron distanciando. Blanche estaba con su familia en Cuba, donde había abogado por el derecho de los cubanos y pronto se iba a casar con un criollo. Cataline se encontraba completamente centrada en sus experimentos y Caroline estaba intentando conseguir una plaza como estudiante de letras en la Sorbona.

Con todas sus amigas en diferentes puntos del planeta, Sally solo había tenido tiempo de escribir una última carta explicándoles que se marchaba de nuevo. En la carta les decía que, si querían escribirle durante los dos meses que se encontraría viajando, podían enviar las cartas a la parroquia de Victoria, en Hong Kong, y, con suerte, allí guardarían la correspondencia hasta su llegada. Pero Sally sabía que sería muy difícil que las cartas llegaran antes que ellos. La gran mayoría de la correspondencia a Hong Kong era enviada, precisamente, en el mismo barco que les llevaba ahora a ellos, el Lady Mary Wood. Podrían pasar meses antes de recibir una carta y eso le provocaba una sensación de terrible desazón. Durante un mes, Sally tuvo que organizar el viaje sumida en las explicaciones grandilocuentes de su padre y las miradas desaprobadoras de Miss Field y hubiera dado cualquier cosa para poder discutir este cambio de vida con sus amigas. Seguramente ellas la hubieran animado a aprovechar al máximo esta aventura sin detenerse a pensar en el matrimonio y sin dejarse llevar por las dudas. Sin embargo, ellas tenían familias adineradas que las apoyaban en sus proyectos y Sally solo tenía a Theodore.

Cuando Sally se vestía para asistir a la cena, se arrepintió de no haber pedido a su padre que emplearan una criada. En el barco había damas y caballeros que sin duda tendrían influencia en la sociedad de Hong Kong y Sally quería causar una buena impresión; debía aparecer elegante pero no demasiado ansiosa por lucirse. Por tanto, su elección para la primera noche a bordo fue un sencillo vestido de tafetán azul, con cuello de pico y con algo de encaje en el escote y en las mangas. La moda del momento dictaba llevar primero múltiples capas de enaguas y volantes. Además, el peso se hacía insoportable y vestirse en el estrecho espacio que proporcionaba el camarote requería una gran habilidad y mucha paciencia. Por esta razón Theodore se había ido para dejar que Sally se preparara juntamente con las mujeres Whitman y la ayuda de una de las criadas de la tripulación. Sylvia tenía una habilidad natural con el pelo y ayudó a Sally a rehacerse el moño, con la raya en medio y sus tirabuzones cayendo a los lados.

—¡Oh, cómo envidio estos tirabuzones naturales que tiene usted, Miss Evans, pequeños y definidos! —decía Sylvia mientras recolocaba las últimas mechas de pelo sueltas.

—No sabe lo que dice, Miss Whitman, tener un pelo rizado y sensible a la humedad puede ser un verdadero incordio —le respondió Sally con una sonrisa.

—Bueno, pues ahora se la ve preciosa, Miss Evans. ¿O puedo llamarla Salomé? —inquirió Sylvia mientras acababa los últimos retoques y añadía un pequeño lazo de satén al pelo.

—Llámame Sally; todo el mundo excepto mi padre me llama así —respondió echando un vistazo en el espejo para comprobar el gran trabajo que Sylvia había hecho con su melena.

—¿Lo oyes, madre? ¡Miss Evans dice que la llamemos Sally! ¡Qué nombre tan gracioso! Mucho menos serio que Salomé… ¿eso es bíblico, no? —decía Sylvia mientras revoloteaba nerviosa por el camarote—. ¡No puedo esperar para conocer a todos los otros pasajeros! Seguro que son gente muy distinguida y nos lo pasaremos muy bien.

Sally había visto algunos de los otros pasajeros de primera en la cubierta. Había una pareja mayor formada por Lord y Lady Soulton, unas cuantas familias más y Mary Ann Lockhart con sus padres, de quien pronto se comentó en el barco que era una reputada belleza.

—¡Oh! ¡Y nosotros también conocemos a George Stream, un chico tan y tan majo! —dijo Mistress Whitman—. Trabaja para la British East India Company en Singapur, con mi marido Cedric Whitman. Pobre George, tuvo que dejar la colonia y venir a Londres para arreglar unos asuntos familiares, pero ahora tiene que volver a Singapur con urgencia, probablemente para sustituir al pobre Cedric —al decir esto último, Mistress Whitman empezó a sollozar incontrolablemente. Sylvia intentó consolarla, pero esta también empezó a llorar.

Sally no supo qué hacer y miró a Zora para buscar una respuesta a esta repentina muestra de dolor. La chica, que hasta ahora había estado leyendo sentada en su litera —y ni siquiera se había cambiado para la cena—, sacó a Sally de sus dudas:

—Hace unas dos semanas recibimos una carta que nos informaba de que nuestro padre había enfermado, algo parecido a la malaria, y que está muy grave. Esta es la razón por la que las tres vamos a Singapur, para cuidar de él…

—¡Sí! Yo nunca quise ir a estas tierras salvajes por miedo a que nos cogiera una enfermedad o nos mataran los indígenas —añadió Mistress Whitman entre sollozos—. Por eso nos quedamos en Inglaterra, pensando que el pobre Cedric, que es fuerte como un roble, estaría bien, y mira… ¡Ay, Miss Evans! La desgracia persigue a esta familia…

Sally dio sus más sentidas muestras de empatía a sus nuevas amigas, sin poderse creer que hasta hacía un momento habían estado completamente centradas en sus vestidos y peinados.

—Estoy segura de que si se sienten indispuestas para ir a la cena, el capitán y el resto de los comensales lo entenderán —informó Sally, intentando así calmar a Mistress Whitman. Pero esta dejó de llorar casi inmediatamente para responder que eso sería una falta de cortesía y que lo mejor que podían hacer era intentar disfrutar de las pocas oportunidades de divertimento que este horrible viaje les proporcionaba.

—Vosotras podéis ir si queréis, pero yo no voy a ir, madre —anunció Zora, sin quitar la vista del libro que estaba leyendo, a lo que su hermana respondió poniendo los ojos en blanco y su madre, con rostro de indignación.

—¡Zora, tú vas a ir también! ¡A ver si además de tener que contar las penurias que estamos pasando tendré que dar explicaciones de por qué mi hija no quiere asistir a una cena!

Zora parecía que fuera a añadir algo, pero cambió de opinión y, con lo que pareció un solo movimiento, cerró el libro, se quitó el sombrero y se puso un sencillo chal de seda sobre los hombros.

—Muy bien, madre, ya estoy preparada para la cena. —Y su madre respondió simplemente moviendo la cabeza en signo de aprobación. Parecía satisfecha de haber ganado esta batalla e ignoró el desaire de su hija.

Sally se alegró de que la chica fuera a la cena y, al salir del camarote, le ofreció su brazo. Zora, aunque sorprendida, aceptó esta muestra de amistad con una sonrisa leve pero cálida.

El salón principal estaba exquisitamente decorado para la ocasión. Las velas, manteles y cubertería de plata le daban un aspecto solemne propio de una mansión georgiana. Solo el vaivén del barco y la estrechez de las mesas recordaban a sus pasajeros que se encontraban en ultramar. Los comensales se distribuyeron siguiendo una estricta jerarquía, con el capitán, Lord, Lady Soulton y los primeros oficiales en una mesa y el resto distribuidos en dos mesas más. En total viajaban unos cincuenta pasajeros en primera, juntamente con el capitán, el doctor y cinco oficiales de tripulación. En su mesa, Sally pudo distinguir a la joven Mary Ann Lockhart, así como a unas cuantas familias más. De complexión delgada pero suave, la palidez propia de una dama, mejillas sonrosadas, boca pequeña en forma de corazón y unos rizos rubios perfectos, la chica cumplía todos los requisitos para ser considerada una belleza. Todas las miradas estaban puestas en esta joven de modales refinados que lucía un atuendo más apropiado para un salón de baile que para una cena. Sally no pudo evitar fijarse en que, contrariamente al resto de las damas presentes, Miss Lockhart llevaba un vestido con crinolina en lugar de las fastidiosas y pesadas capas de enaguas. La crinolina era una de las prendas más envidiadas del momento y algunas pioneras habían empezado a llevar esta estructura metálica de aros que mantenían las faldas perfectamente volumizadas. Sally no puedo evitar sentirse algo celosa del atuendo de Miss Lockhart, pero no tardó en cambiar de opinión cuando vio los problemas que esta tenía para sentarse en las sillas alargadas —más bien parecían bancos— del salón. Aun así, Miss Lockhart no pareció incomodarse y siguió hablando con sus padres y otros asistentes a la cena en un tono animado, mientras intentaba encontrar una forma de sentarse sin caerse de espaldas.

—¡Oh! Yo me he traído a mi propia criada… ¡la pobre! ¡Ha estado mareada todo el tiempo y casi no podía ayudarme! Si no se acostumbra a esto, tendré que ir a ver si hay alguna moza de las bodegas donde viajan los inmigrantes que pueda ser empleada como ayudante de cámara. Espero que haya alguna persona a quien pueda utilizar, pero en estos barcos nunca se sabe.

Sally ya había pensado en emplear a alguien que pudiera ayudarla con estos quehaceres y había visto un par de chicas que ya habían colgado su anuncio ofreciendo ayuda, pero prefirió no decir nada. Miss Lockhart, por su parte, continuaba entreteniendo a los invitados con sus explicaciones:

—¡Oh! ¡Victoria es un lugar tan agradable! ¿Verdad, padre y madre? —Los padres asintieron sin decir mucho—. Papá estuvo el año pasado como miembro del comité de selección y ahora volvemos porque acaba de ser nombrado superintendente. ¿No es así, padre? No podíamos esperar a volver a Hong Kong. Aunque aún es una ciudad en construcción, posee una sociedad de lo más variado, con unas cuantas familias muy bien avenidas. Siempre se están organizando picnics y bailes donde van todos los jóvenes de la colonia; bueno, excepto algunos, como los misioneros, que tienen otros asuntos en mente…

Al oír esto, Sally vio cómo la pareja sentada al lado de su padre se movía y parecía sentirse incómoda. Por la manera en la que el hombre iba vestido, se deducía que era un pastor de la Iglesia anglicana. Sally y Theodore estaban sentados junto a ellos y uno de los sobrecargos hizo las presentaciones. Se trataba de Mister y Mistress Elliott, un pastor de una parroquia en Somerset y su esposa, los cuales se habían casado dos años atrás y tenían un bebé de un año que habían tenido que dejar con los padres de Mister Elliott. La pareja había cedido las responsabilidades de su parroquia para ayudar en el nuevo orfanato para niñas ciegas que se había abierto en Victoria. Parecían muy amables y Theodore charlaba con ellos, interesados por la labor caritativa que se estaba desarrollando en la isla.

Junto a Mistress Whitman había un joven con el que esta hablaba animadamente. Sally dedujo que debía de tratarse de George Stream, un joven que trabajaba bajo el mando Mister Whitman. El muchacho exhibía una gran sonrisa mientras hablaba con vehemencia de sus andanzas en Singapur. Sally se unió discretamente a la conversación y no pudo evitar fijarse en que Mister Stream hablaba directamente con Mistress Whitman, pero, en ocasiones, miraba de reojo a Zora, quien se mantenía callada y escuchando atentamente. A la escena se había añadido otra persona: Miss Lockhart había dejado de lado sus detalladas explicaciones sobre la vida social de Hong Kong para observar, desde su posición en el centro de la mesa, a Mister Stream. George era soltero y Miss Lockhart, Zora y Sally eran las únicas jóvenes en edad casadera. Era inevitable, pues —pensó Sally—, que Mary Ann Lockhart observara al joven descaradamente. Sally no era tan lanzada como Miss Lockhart, así que se mantenía interesada en la conversación de sus vecinos a la espera de ser presentada por conocidos comunes. Como mandaba la etiqueta, era cortesía ser introducido; sin embargo, Mistress Whitman parecía tan ensimismada por la conversación con el joven George Stream que se había olvidado de presentar a Sally. Zora parecía querer interrumpir la charla para poder así introducir a su nueva amiga, pero no encontraba el momento adecuado para hacerlo.

—Oh, perdona Sally, había olvidado que no os conocíais —exclamó finalmente Mistress Whitman—. Este es George Stream, el joven del que te había hablado antes de la cena. Él se va a hacer cargo del puesto de nuestro pobre Mister Whitman cuando él… —La buena mujer no pudo acabar, al reprimir un sollozo.

—No voy a sustituir a Mister Whitman, sino que voy a intentar ayudar en lo que pueda. Es un placer trabajar con él, y usted no se preocupe, Mistress Whitman, no sabremos realmente el estado de su esposo hasta que lleguemos a Singapur —intentó consolarla George.

—¡Pero si faltan semanas para llegar! —continuó Sylvia, quien se unió a su madre en sus lloros.

—Quién sabe, tal vez papá se habrá recuperado para entonces —interrumpió Zora para calmar los ánimos, consciente de que la escena estaba llamando la atención de otros asistentes a la cena.

—Tiene razón, lo mejor que pueden hacer ahora es tratar de rezar para que su marido se recupere —añadió Mistress Elliott, quien no había podido evitar oírles.

—Mister Evans, he oído que es usted un reputado pintor —interrumpió una voz desde el centro de la mesa. El tono de Miss Lockhart era firme y todo el mundo a su alrededor se quedó en silencio.

—Sí, en efecto, soy pintor Miss… —respondió Theodore en espera de que Mary Ann Lockhart le proporcionara un nombre.

—Lockhart, Mary Ann Cynthia Lockhart, Mister Evans —dijo la chica moviendo ligeramente la cabeza de un lado a otro—. Se lo pregunto porque este es un viaje largo y va a ser algo tedioso, y estaba pensando que sería una verdadera maravilla si usted pudiera pintarme un retrato, tal vez con un fondo marino. ¿No es así, madre? ¿No sería maravilloso? —Y, sin esperar la respuesta de Theodore, añadió—: ¡Tendríamos que empezar mañana mismo!

Ahora el resto de la mesa estaba en silencio esperando una respuesta de Theodore, quien parecía más bien divertido por la insolencia de la joven.

—Oh, Miss Lockhart, me encantaría tener el honor de plasmar su belleza en uno de mis lienzos, pero debo decirle que el capitán Cooper ya había reservado mis servicios. Además, no solo voy a retratarlo a él, sino que también tengo un encargo de la ilustre compañía dueña de este vapor para pintar una serie de acuarelas para ilustrar el periplo del Lady Mary Wood.

—¡Oh, qué lástima! No obstante, estoy segura de que el capitán puede esperarse unos días a que usted acabe mi retrato, ¿no es así? ¿A usted, capitán, no le importa, verdad?

El capitán Cooper, un hombre alto y de aspecto respetable pero afable, dijo que no le importaba ser retratado después de que Theodore acabara el retrato de Miss Lockhart. Theodore no podía decir mucho al respecto sin arriesgarse a parecer maleducado, así que, para gran satisfacción de la dama, se decidió que al día siguiente se empezaría la pintura. Poco después, Theodore se vio asediado por Lord y Lady Soulton para que los retratara a ellos también. Sally indicó tímidamente que su padre no debía cansarse más de lo debido en un viaje tan largo como este, pero todo parecía decidido y nada pudo hacer para evitar al pintor estos nuevos encargos.

La cena transcurrió sin más incidentes ni sollozos y Sally se sintió satisfecha al poder comprobar que el Lady Mary Wood llevaba un grupo de gente tan amable. Era una lástima, tal vez, que el único soltero con edad casadera no solo vivía en Singapur, sino que parecía tener un secreto interés por la tímida Zora. Con la excepción de Sally, nadie más pareció percatarse de las miradas que George dedicaba a esa joven muchacha. Si estaba al tanto de su admirador, no se podía saber con certeza, pero ella se mantenía serena y contenida cuando este hablaba con ella. Los dos presentaban un tierno contraste y Sally no tardó en alimentar la idea de que entre su nueva amiga y el joven había la posibilidad de un prometedor romance.

Cuando Sally volvió a su camarote, la invadió rápidamente un cansancio infinito. Tenía la sensación de que llevaban en el barco días, incluso semanas, pero tan solo estaban al final de la primera jornada. Estaba tan agotada que ni siquiera le importaba la estrechez de su nueva cama ni los fuertes olores que ya inundaban el barco. Sally pensó que no se sentía tan asustada como al empezar el viaje. Ella y su padre habían emprendido dicha aventura con esperanzas de una vida llena de satisfacciones, mientras que Zora se había visto forzada a iniciar una travesía llena de dolor e incertidumbre. Como los Elliott, quienes habían dejado a su bebé en Inglaterra para llevar a cabo sus misiones cristianas, y, con toda certeza, entre los inmigrantes que se encontraban al otro lado del barco también habría muchas historias igualmente tristes. Sally tomó la determinación de no dejar que las dudas la avasallaran y se prometió dedicar sus energías a dos asuntos de máxima importancia. Por un lado, debía ayudar a su padre; sabía que este viaje le agotaría y las exigencias de los encargos surgidos durante la cena no ayudaban en absoluto. Por el otro, estaba convencida de que el asunto entre Zora y George necesitaba un empujón. Zora era demasiado tímida y, si Sally no intervenía, George pensaría que su atracción era simplemente unilateral. Pero, para poder hablar con la muchacha de este tema, Sally tenía primero que ganarse su confianza y debía hacerlo rápidamente, antes de que Mary Ann Lockhart decidiera que las atenciones de Stream tenían que ser dedicadas enteramente a ella.

A la mañana siguiente, Sally se despertó lentamente sintiendo que sus músculos y todo su cuerpo estaban entumecidos. Su mente, sin embargo, empezó a llenarse rápidamente de pensamientos e ideas relacionados con todas las decisiones que había tomado la noche anterior. Cuando finalmente se pudo levantar y empezó a vestirse, ya sabía todo lo que haría durante el día. Primero iría a hablar con uno de los oficiales que llevaban los servicios del barco para preguntar si podía entrevistar a las mujeres que ya habían ofrecido sus servicios como criadas o doncellas de cámara. Y fue al salir del camarote cuando se dio cuenta de que el resto de los pasajeros llevaba tiempo en pie. Todo el mundo parecía ajetreado y Sally se percató de que pronto se serviría el almuerzo. Su primera parada sería la oficina de administración del buque. Para llegar ahí tenía que pasar por el salón donde la cena del día anterior había tenido lugar; una sala que ahora también estaba llena de gente y sus ojos tardaron un tiempo en ajustarse a la escena en el centro de la cual se encontraba Mary Ann Lockhart. La muchacha estaba posando para su padre, quien, sentado, hacía un esbozo, sin importarle el grupo de curiosos. La muchacha llevaba un vestido blanco de satén complementado con un gran cinturón rosado y un collar de perlas. Posaba lánguidamente, forzando la mirada, llena de la afectada melancolía habitual en los retratos femeninos. En una mano sostenía un abanico, mientras que el otro brazo se apoyaba graciosamente en una mesita en la que se mostraba, cual naturaleza muerta, una cesta de frutas y un espejo de plata.

—¡Es una joven tan elegante y está manteniendo esta postura de forma tan envidiable! —dijo alguien en el grupo, mientras todo el mundo alrededor asentía.

Sally no tenía más remedio que admitir que Mary Ann poseía gracia y algo que ella envidiaba sinceramente: una gran seguridad en sí misma. Aunque las dos chicas no parecían tener mucho en común y ni siquiera habían sido presentadas formalmente, Sally sentía algo de ansiedad cuando pensaba en si Miss Lockhart la aceptaría en su círculo de amistades. Después de todo, la muchacha era la única persona que conocía que había sido introducida en la buena sociedad de Victoria. Mary Ann sería clave para ser invitada a los eventos sociales de los que hablaba tan apasionadamente la noche anterior. Tampoco se le escapaba el hecho de que tanto ella como Zora se beneficiarían de una relación con una joven tan sociable y popular. Aunque Sally admiraba las cualidades de Miss Lockhart, no se le escapaba que parecía algo pagada de sí misma y, por como Theodore había organizado la escena para el retrato, a él tampoco. El pintor, sin importarle la naturaleza del encargo, siempre dejaba pintado un comentario o guiño sobre la personalidad del retratado. A veces esta persona era consciente de los símbolos que Theodore escogía, pero al ver que su padre había colocado frutas y un espejo no pudo evitar pensar que Mary Ann Lockhart no tenía ni idea de que parte de su carácter se estaba retratando. Sally se acercó a su padre y observó el esbozo:

—Buenos días, padre. ¿Has pasado buena noche?

—Oh, buenos días, Salomé. He dormido perfectamente, en efecto. A pesar de las incomodidades, debería decir. ¿Qué te parece la escenificación que he hecho para este retrato? —añadió con una sonrisa.

—Muy adecuada, padre —respondió su hija con una expresión cómplice.

—Deduzco que esta debe de ser su hija, Mister Evans —interrumpió Mary Ann Lockhart, deshaciendo su posado para acercarse a Sally.

Las dos damas se presentaron formalmente.

—Estoy muy emocionada ante la perspectiva de tener una nueva amiga en este barco que también se dirige a Hong Kong —dijo con una sonrisa amable—. Nos quedan unas cuantas semanas para que le pueda explicar todos los secretos de la sociedad de la colonia. Estoy segura de que vamos a ser grandes amigas.

—Gracias, Miss Lockhart —respondió Sally con una ligera inclinación—, tengo muchas ganas de oír todos sus relatos sobre Hong Kong. Será un honor ser su amiga.

—Bien, bien, qué deliciosa nueva amistad, Salomé —añadió Theodore mientras indicaba a Mary Ann Lockhart que volviera a su posición—. Hija, si pudieras ser tan amable de ayudar a tu anciano padre e ir a buscar mi otra caja de carboncillos…

Sally respondió a su padre que ahora mismo se los traería y se dirigió a su camarote satisfecha de la nueva amistad que había iniciado. Cuando llegó al compartimento de su padre, se encontró con el desorden habitual que este siempre dejaba a su paso. La cama estaba llena de ropa y la litera de arriba era utilizada como estantería donde se acumulaban lienzos, cajas y libros. Sally suspiró y empezó a buscar la caja roja donde su padre guardaba sus carboncillos nuevos. Cuando la encontró, fue a alcanzarla con la mano y, sin poder evitarlo, cayeron un par de libros y una caja de madera. Se agachó para recoger las cosas y vio que el cofrecito se había abierto al caer y una hoja escrita yacía ahora en el suelo. Al cogerla, vio que estaba sellada con una especie de anagrama rojo que de algún modo le resultaba familiar. La carta era escueta y fue inevitable para Sally empezar a leerla:

Mi viejo amigo Theodore,

Espero que tanto usted como la pequeña Salomé se encuentren bien y con buena salud. Tal y como hemos intercambiado en nuestra previa correspondencia, estamos decididos a que su próximo destino sea la isla de Hong Kong. Ya sabe que unos importantes asuntos requieren de su inmediata asistencia, asuntos en los que todos nosotros estaremos agradecidos de su intervención. Nuestros viejos amigos, el doctor Dunn y su esposa, ya se encuentran en la isla desde hace un tiempo. Estamos seguros de que este nuevo destino será de gran agrado tanto para usted como para nuestra querida Sally.

Para cualquier consulta o respuesta, le pediría que se dirigiera a esta misma dirección en San Francisco, la cual es, en lo presente y espero que para una larga temporada, mi hogar principal.

«Deja a un hombre decidir firmemente lo que no hará, y será libre para decidir lo que vigorosamente tiene que hacer.»

Atentamente,

Sir WILLIAM HAMPTON

La carta había sido escrita hacía cinco meses y la dirección indicaba que se había enviado desde la ciudad estadounidense de San Francisco. Sally estaba tan sorprendida, que, olvidándose de sus modales, la leyó tres veces más. Temblando, abrió la caja en busca de más cartas dirigidas por o para Sir Hampton, pero no encontró más que correspondencia que nada tenía que ver con este asunto. Olvidando los carboncillos y a su padre, quien la estaba esperando, se sentó en la cama repasando mentalmente el contenido de la carta, pero al final solo una pregunta volvía una y otra vez a su agitada cabeza: ¿Qué era lo que su padre no le había explicado sobre este viaje a Hong Kong?