Desde la cubierta del Lady Mary Wood, Sally Evans observaba como el muelle se empequeñecía en la distancia. Entre la bruma y las velas de los barcos que poblaban el río, se vislumbraba el caos de los edificios de la capital británica. El paisaje era sobrecogedor y la cualidad onírica propia de las mañanas de la ciudad solo hacía que engrandecerlo, con lo cual creaba el perfecto escenario para un adiós.
Sally no pudo evitar sonreír al ver como algunos de los pasajeros aún movían sus manos, despidiéndose de familiares ya perdidos en la lejanía. Algunos lloraban, otros reían y la mayoría exhibía en sus rostros un poco disimulado miedo. El tipo de temor lleno de esperanza que solo se siente cuando uno deja todo lo familiar y se embarca hacia lo desconocido. Para muchos, este era el primer viaje fuera de su ciudad, y, para la gran mayoría, la primera vez que subían a un barco.
Sally era una excepción. Aun sin tener la fortuna de recordar la primera vez que había pisado la cubierta de un barco, en aquel momento experimentaba la misma clase de emoción que la recorría al comenzar cada viaje. Una sensación punzante en la boca del estómago que crecía a medida que el buque se alejaba del puerto, llevado por la corriente del Támesis. Esa mañana en particular, el dolor era mayor, provocado por la magnitud sin precedentes de la aventura que estaba a punto de comenzar.
Hacía solo un mes que el padre de Sally, el pintor Theodore Evans, había entrado en el estudio de la casa familiar en Bristol, anunciando así el próximo destino para el dúo formado por padre e hija:
—¡Salomé! —Theodore exclamó el nombre de su hija con su tono habitual, entre imperativo y distraído—. ¿Sabes que Hong Kong significa «puerto fragante» en cantonés? El mismo nombre en mandarín sería pronunciado Xiang Gang, como siangang, más o menos.
Sally cerró el libro que estaba leyendo y observó como su padre se acercaba a la ventana salediza donde ella se encontraba sentada. La hija del pintor conocía muy bien ese tono y sabía que su padre le estaba dando vueltas a algo y ella tendría que esperar pacientemente a que los pensamientos se ordenaran en su mente y formaran una idea o un discurso coherente. Su padre se detuvo a su lado, sin alejar la mirada de la ventana, y, con rostro pensativo, añadió:
—La nueva colonia presenta un caso interesante, hija —continuó el pintor—. Gracias a que los chinos perdieron la guerra hace unos años, ahora tenemos más libertad para comerciar. Además, se está desarrollando una metrópolis en el puerto de Victoria, en la isla de Hong Kong.
Sally había oído hablar de la nueva colonia y de la guerra sobre el opio, pero se preguntaba por qué su padre estaba ahora hablándole del tema. Conociéndolo, esto podía significar cualquier cosa, desde que había decidido pintar un cuadro conmemorativo de la creación de la colonia a que invertiría en la exportación del té chino.
—Sí, padre, recuerdo haberte oído hablar de Hong Kong y de la guerra sino-británica, desde luego un asunto… —La entrada de la ama de llaves con el té interrumpió a Sally.
—¡Té! Gracias, querida Miss Field, es un perfecto complemento para nuestra conversación —dijo Theodore, quien, sin mirar a Miss Field, se sentó en la pequeña butaca situada delante de su hija y esperó pacientemente mientras Sally y la anciana recogían los libros que se amontonaban en la mesita auxiliar que había entre ambos. Algunos de los libros eran bastante pesados y Sally no reparó en mirar intensamente a su padre en forma de reproche hasta que este reaccionó—. Oh, Miss Field, qué cabeza la mía, ¡déjeme que la ayude!
Theodore se apresuró a recoger la bandeja con el té y las pastas que la criada había depositado temporalmente en la mesa central del estudio. Miss Field le dio un «gracias» contenido, pero en realidad esta era una de las tantas ocasiones en las que el amo la ofendía con su falta de modales. No le importaba que el amo la ayudara apartando un libro, pero esto de llevar la bandeja él mismo era ridículo. Sally puso sus ojos en blanco, pero no pudo evitar sonreír. No sabía qué era más divertido, si la indignación de la sirvienta o el ridículo espectáculo de su padre aguantando la bandeja con el té y las pastas. Al menos esta vez Theodore dejó que Miss Field les sirviera el té ella misma.
—Bien, bien, como decía, Miss Field, usted ha llegado justo a tiempo para oír las nuevas noticias que tengo para Sally.
Miss Field solo se limitó a levantar una ceja como signo de sorpresa. No obstante, Sally podía leer en el rostro de la criada una contenida expectación. Había solo dos noticias que Miss Field quería oír: que o bien Theodore había decidido dejar de vagar por el mundo con su pobre hija para instalarse permanentemente en Bristol donde sería, finalmente, presentada en sociedad, o que Sally ya tenía un pretendiente acorde con su rango y que pronto pasaría por el altar.
Theodore era un caso bastante habitual entre los bretones. Poseía una inclinación natural por la aventura, la misma que había llevado a tantos de sus compatriotas a explorar nuevas fronteras y, eventualmente, a conquistar gran parte del mundo conocido. Esto le hacía ser un hombre amante de la cultura inglesa, pero odiaba permanecer en su país por mucho tiempo. No soportaba la humedad, la lluvia constante y, en particular, estar rodeado solo de otros compatriotas. Aunque creía firmemente que ser pintor había sido una inclinación inevitable de su personalidad, convertirse en retratista y paisajista fue una elección consciente. Trabajar en este género había permitido que padre e hija pasaran gran parte de sus vidas viajando alrededor de Europa, sobre todo por Francia e Italia. En estos viajes, Theodore se dedicaba a retratar a miembros de la aristocracia y de la burguesía adinerada que se encontraban siguiendo los periplos del Grand Tour. Este consistía en un viaje que jóvenes británicos emprendían para conocer la cuna de la civilización occidental. La cultura clásica y la renacentista eran los principales objetivos para estos cazadores de cultura y melancolía. Era entre estos viajeros, y con vistas a algunos de los edificios y ruinas más emblemáticos de Europa, donde Sally había pasado gran parte de su infancia. Mientras otras niñas pasaban los días sentadas en sillas acolchadas aprendiendo a leer o a dibujar en manos de una institutriz, Sally aprendía francés en París y latín en Roma.
Por esta razón, desde que Sally había perdido a su madre a la corta edad de cuatro años, Miss Field se había autoerigido en cuidadora y protectora de la pequeña. Nunca había aprobado la forma de vivir bohemia de Theodore, pero este era ya un adulto y si quería desperdiciar su vida con arte, viajes y un matrimonio con una mujer extranjera cuyo origen nadie de la buena sociedad de Bristol podía establecer, allá él. Pero la pequeña no había tenido ningún poder, ni responsabilidad, sobre las decisiones de su padre, y si Miss Field no se ocupaba de intentar que la cría tuviera un futuro estable, el cabeza de chorlito de su padre nunca lo haría. Aún recordaba cuando había conocido a Sally; su madre acababa de morir y la niña llegaba, por primera vez en su vida, a Gran Bretaña, triste, desorientada… y despeinada, ya que su padre no se había ocupado de encontrarle una institutriz —o como mínimo una niñera— y la pequeña presentaba el aspecto trágicamente descuidado que solo la falta de una mano femenina podía otorgar a una criatura. Entonces la vieja se prometió que la cría nunca más aparecería en público con la pinta de una gitanilla, y, además, la protegería de las sandeces de su padre. Pero Miss Field siempre se encontraba con obstáculos en su misión para proteger a la pequeña Sally. Theodore se la llevaba con él y solo la veía unas pocas semanas al año, y en ese corto espacio de tiempo intentaba hacer lo que podía para restablecer los modales propios de una dama a una niña que siempre estaba rodeada de ruinas e intelectuales. A veces Sally volvía con un acento extraño después de pasarse meses hablando francés, castellano o italiano. Otras había adquirido la costumbre de opinar sobre cuestiones que solo concernían a sus mayores, o peor aún, a los hombres. A pesar de estas influencias nefastas, Salomé Evans, la pequeña Sally, se había convertido en una joven que podía pasar por elegante y refinada si reprimía su alocada educación. Pero nada de esto serviría si no era propiamente presentada en sociedad, y, por tanto, solo se conocía de ella lo que se hablaba de su padre.
Sally ya no era una niña y había empezado a compartir las ansias de su protectora criada. Aunque Miss Field era una feroz guardiana de las etiquetas, los largos años al frente de la casa de los Evans le otorgaban libertad para hablar con cierta franqueza. Así que fue Miss Field quien recordó a Theodore que Sally necesitaba vestidos nuevos o que no podía salir sola a jugar a los Downs sin la compañía de una de las jóvenes criadas. Con los años, las opiniones de la vieja Miss Field mostraron a Sally que había un mundo más allá de las pinturas y los viajes. Una realidad con reglas que había que seguir, particularmente si quería encontrar un marido apropiado.
—Esta chica nunca va a encontrar a un hombre que la quiera como esposa, y mucho menos a una familia política que desee unir su nombre al de los Evans —se lamentaba la criada no hacía mucho en la cocina.
—¡Pero es una joven tan guapa! —decía la ayudante de cocinera, Mistress Reeve, con aire soñador.
—Es hermosa, desde luego, pero es morena, de tez oscura, ese pelo rizado… Es muy… ¿cómo decirlo? ¡Exótica! Para nada una english rose, y eso no la ayudará a encontrar a un joven británico ¿Qué familia quiere tener descendientes tan… tan poco ingleses? —replicó Miss Field con un suspiro.
—Bueno, a lo mejor Mister Evans te hace caso y la presenta oficialmente en sociedad. Con un vestido elegante y sus maneras tan afables seguro que encuentra a un buen joven en Bristol, y, si no, siempre se la puede introducir en Bath —añadió esperanzada Miss Court, la joven ayudante de Miss Field.
—¡Dios te oiga! Pero ya hace años que la buena sociedad de Bristol e incluso de otras ciudades de la zona, como Bath, chismorrea sobre la vida poco apropiada de Mister Evans y esto hace que, por más que la joven Miss se vista con sus mejores vestidos parisinos… —intervino Miss Field—. El amo es un buen hombre, yo no digo que no, pero sin darse cuenta ha desprestigiado el nombre de la familia. ¡Su primo era barón y su padre era un importante miembro del Parlamento! Pero él solo ha tenido tiempo para sus pinturas y sus discusiones intelectuales y se ha olvidado de los negocios y la buena educación.
—¿Es por eso que la joven dama no tiene amigas de su edad ni recibe invitaciones a eventos sociales? —preguntó Miss Court—. Pero en el extranjero sí que debe de tener alguna amiga de su edad o familia, ¿no?
—Lo dudo mucho —respondió Miss Field pensativa—. A Mister Evans solo le gusta relacionarse con sus amigos y Miss Sally debe de haber sido presentada a unas pocas familias en el extranjero. Tal vez ha ido a unos cuantos bailes, pero ¿cómo ayuda eso en la búsqueda de esposo en su patria de origen? A las familias les gusta saber, no solo la herencia de la chica sino también su educación y sus contactos con otras familias conocidas. Decidme, si Mister Evans no se acomoda en Bristol de una vez por todas y empieza a visitar a los viejos conocidos de sus padres y hermano, que en paz descansen, ¿cómo va Miss Sally a afianzar su futuro? ¡Si su padre se sigue gastando su herencia acabará de institutriz!, o peor aún… ¡viviendo de la caridad!
Al oír esto último, las demás criadas soltaron un gritito ahogado al unísono, aunque esto solo confirmaba lo que ellas llevaban susurrando desde hacía meses. Lo que Miss Field y las criadas no sospechaban era que Sally estaba sentada en un hueco de la escalera de servicio y podía escuchar las conversaciones que se entablaban en la cocina. Esta era una costumbre que había adquirido desde pequeña —especialmente cuando su padre salía y se sentía sola— y que era realmente útil para conocer lo que sucedía más allá del estudio. Ella ya sabía que las excentricidades de su progenitor le podían traer problemas, pero en su aislamiento no se había percatado de que su situación fuera tan grave. Su infancia había sido sin duda diferente, y, tal vez —como Theodore le recordaba a menudo—, privilegiada, pero Sally ahora tenía diecisiete años y sentía que necesitaba un cambio. En los últimos años había anhelado una educación menos excéntrica y una infancia más estable, así que Theodore le había prometido que pronto llegaría el momento en el que los dos se establecerían permanentemente en una ciudad y en una manera de vivir.
—¡Hong Kong! Miss Field: ¡Sally y yo nos vamos a Hong Kong! —anunció Theodore lleno de orgullo.
Tanto Sally como su ama de llaves no pudieron evitar una exclamación de espanto. Miss Field dio gracias al cielo de que ya hubiera dejado el té con pastas en la mesa auxiliar, porque, de lo contrario, estaba segura de que se le hubiera caído, derramándolo todo sobre la cara alfombra del estudio. En cuanto a Sally, estas eran las últimas noticias que deseaba oír, así que miró tímidamente por la ventana para no dejar que su padre viera su decepción.
—Pero padre… —empezó Sally, que fue interrumpida por Miss Field.
—Mister Evans, permítame la libertad de preguntarle si se trata de una broma —dijo la mujer guardando toda la compostura que pudo, aunque su cara se iba enrojeciendo—. ¡Pensaba que ambos se establecerían permanentemente en Bristol! Este es su hogar, usted se está haciendo mayor para aventurarse en viajes tan largos y Miss Sally está llegando a una edad en la que debe ser presentada en sociedad cuanto antes y comprometerse…
—¡Tonterías, Miss Field! Sally aún es muy joven y yo aún puedo ver mucho mundo. Además, no nos vamos a explorar la jungla, una colonia británica presenta las mismas comodidades que la fría Inglaterra, sin olvidar que puedes encontrar los mismos pretendientes fastidiosos aquí o allí. —Y entonces, dirigiéndose a Sally, añadió—: No te preocupes, hijita, esta aventura será la definitiva. Si no nos gusta, te aseguro que volveremos; además —dijo guiñando un ojo a su hija—, tengo toda la intención de presentarte en sociedad en Hong Kong, donde encontrarás a gente mucho más elegante y cosmopolita que la que puedes encontrar en una ciudad de provincias.
—¿De verdad, padre? —exclamó Sally, alejando por fin la mirada de la ventana y dirigiéndose directamente a su padre—. Hemos hablado de esto muchas veces: tengo en gran estima todos los viajes que hemos hecho juntos, pero me estoy formando como una mujer adulta y como tal tengo necesidades que cubrir, como la de formar una familia.
—¿Eso es un poco dramático, no crees, hija? —se rio Theodore—. Pero no te preocupes, tus deseos son órdenes, y tengo el presentimiento de que Hong Kong será un lugar perfecto para que nos podamos establecer. ¿Tiene algo que añadir Miss Field?
Miss Field, quien había escuchado pacientemente, no confiaba en que este nuevo destino fuera el más apropiada para su protegida, pero no podía olvidar su posición como criada e iniciar una discusión con su amo. Mientras este admitiera que tenía obligaciones que cumplir para con su hija, no podía añadir nada más. Su silencio fue acogido como una aprobación y esto dio rienda suelta a las explicaciones de Theodore sobre sus planes. Poco a poco Sally fue cambiando su escepticismo inicial por entusiasmo: Hong Kong era la ciudad donde sus deseos tal vez se cumplirían. Una nueva colonia con un futuro brillante podía ser el lugar donde padre e hija encontraran un nuevo hogar. Las promesas comerciales de la ciudad portuaria creaban un entorno propicio para que Theodore pudiera encontrar un espacio donde llevar a cabo no solo su pasión por la pintura, sino, tal vez, hacer algunas inversiones o incluso conseguir un puesto digno dentro de «la Compañía». Sally, a su vez, podría ser introducida en sociedad y, como las habladurías sobre su padre no habían llegado a la sociedad colonial, le sería más fácil encontrar a alguien que se quisiera casar con ella o que, incluso, la amara.
—Sabes, Salomé —dijo Theodore de repente, devolviendo la atención de la chica a la cubierta del barco—, este es un buque de vapor de ruedas de paleta construido hace solo ocho años. ¡Creo que tu tío Isambard estaría contento de saber que viajamos en uno de estos! Este prodigio de la ingeniería pesa unas 556 toneladas y tiene una fuerza de 250 caballos. P&O estableció en el 45 su primer servicio postal regular. Fue el primero en tener un contrato de este tipo con la Corona.
Sally quería contestar a su padre que ya le había dado esta misma información hacía dos semanas, cuando preparaban el equipaje, pero simplemente asintió con la cabeza y sonrió complacientemente. Muchas veces se había burlado de su falta de memoria, pero con el paso del tiempo se había dado cuenta de que no servía de nada. Theodore era un experto en ignorar comentarios de este tipo y a menudo continuaba sus discursos sin importarle el aburrimiento que estos producían.
Sally detuvo entonces su mirada en una pareja joven y muy elegante. Mientras él mostraba una sonrisa satisfecha y una gran seguridad en sí mismo, ella miraba a su marido con una gran admiración. Seguramente él había conseguido un puesto respetable en una de las colonias trabajando para la Corona o en algún negocio de exportación, quién sabe, pensó Sally mientras suspiraba.
Theodore añadió algo inteligible mientras se alejaba en dirección a una de las puertas que llevaba al interior del barco. Sally observó con preocupación a su padre, que desaparecía bajo la cubierta. En los últimos años había envejecido rápidamente; cada vez estaba más débil y distraído… Sally entonces se agarró con fuerza a la barandilla del barco e inhaló profundamente el aire de la mañana, tan fresco, ahora que se alejaban de la capital, que podía oler el salitre del mar. Olvidó por un momento a su padre y pensó que, con casi toda certeza, esta sería la última vez que se despediría de esta ciudad y de este río. Con los ojos aún cerrados, imaginó el nuevo destino como la promesa de un hogar a las puertas de una de las civilizaciones más conocidas y sin embargo misteriosas: la más antigua que existía.