PRÓLOGO

Echuca, 1866

Un agudo pitido anunció la llegada del tren de Melbourne al bullicioso puerto de Echuca, a orillas del río Murray, que constituía la frontera entre Victoria y Nueva Gales del Sur. Mientras la chimenea de la locomotora escupía una nube de vapor que se perdía en la espesura de los eucaliptos, que se erigían junto al río, en la otra orilla, en Nueva Gales del Sur, las cacatúas salían revoloteando entre gritos de protesta de las ramas de los árboles, sus remansos de paz.

El andén se encontraba junto al muelle de tres plantas, bordeado de eucaliptos, una construcción horrible de cuatrocientos metros de largo y más de seis de alto. Había mucho trajín. Los trabajadores del puerto, robustos pendencieros con la cara marcada por las cicatrices y la debilidad provocadas por el ron y las peleas a puñetazos, estaban ocupados en descargar madera, tabaco, harina, té, vino, aguardiente y trigo de los cerca de cincuenta vapores de rueda anclados en el muelle, o cargando los barcos con lana, tejidos y herramientas. Eran las cuatro de la tarde, faltaba poco para el final de la jornada, y muchos empleados lanzaban miradas anhelantes al hotel Star, junto al paseo marítimo, donde se encontraba el bar más próximo de los más de veinte de la ciudad.

Algunos barcos de vapor partieron del atracadero rumbo al oeste, hacia Wentworth, donde confluían los ríos Murray y Darling. Las pacas de lana de los vagones de mercancías al final del tren debían ser transportadas en vapor de ruedas hasta la desembocadura del Murray, y desde allí eran transbordadas a buques cargueros que luego navegaban hacia los mercados de Londres. Los esquiladores también necesitaban los barcos de vapor para pasar a la orilla opuesta, donde se hallaba una de las múltiples estaciones situadas junto al río, a lo largo de sus más de veinticinco mil setecientos kilómetros desde la fuente en las Montañas Nevadas hasta Goolwa, donde el Murray desemboca en el Pacífico.

Joe y Mary Callaghan formaban parte del pasaje del tren. Habían ido a Echuca a adquirir un vapor de ruedas que habían encargado construir un año antes. Una vez descargados del tren sus baúles de viaje y con las maletas en la mano, se dispusieron a abrirse paso como podían entre el hervidero de gente que abarrotaba el andén, mientras los trabajadores se preparaban para descargar las mercancías de los vagones traseros. Era la primera vez que Mary estaba en Echuca. Joe, en cambio, ya había ido el año anterior para depositar una fianza y comentar los planos de construcción de la embarcación. Su última visita había sido un mes antes para concretar los últimos detalles con Ezra Pickering, el constructor naval.

Tras la dura época en los yacimientos de oro, la visión de aquellos personajes groseros y andrajosos del muelle ya no impresionaba a Mary, que tampoco se inmutaba ante las prostitutas que se pavoneaban por el paseo a la espera de clientes. Durante los últimos dos años Mary se había hartado de ver escenas parecidas. Estaba contenta con su nueva vida, el ambiente apacible del río y por dormir en una cama como Dios manda, sin que la despertara todas las mañanas el ruido de las palas y los gruñidos de aquellos hombres trasnochados.

La última vez que Joe había estado en Echuca llovía, pero ahora el sol brillaba sobre la tranquila superficie del agua verdosa del río, aunque soplaba un viento fuerte. En lo más profundo de su corazón, Joe esperaba que fuese una buena señal.

Era el día más emocionante en las vidas de Joe y Mary Callaghan, y el final de una pesadilla en los yacimientos de oro de Bendigo que había durado dos años. Durante los primeros seis meses durmieron en una carpa pequeña y remendada, y caminaron a menudo con el lodo hasta los tobillos en busca de oro aluvial junto con los demás excavadores, entre los que se había extendido la disentería y la fiebre del oro. Cuando empezó a quedar claro que tardarían mucho más de lo previsto en topar con un filón, Mary y Joe construyeron una cabaña con restos de madera y entarimados fijos. No obstante, su vida era un suplicio, sobre todo para Mary, que en invierno pasaba un frío terrible y en verano sufría con el calor abrasador. Le parecía que su vida giraba en torno a tres cubos: uno lleno de agua potable, otro para lavarse ella y hacer la colada y el tercero para usarlo de retrete. Todos los días, mientras Joe trabajaba hasta la extenuación en los yacimientos, Mary se ocupaba del fuego y los tres cubos, que no paraba de vaciar y llenar, vaciar y llenar, una y otra vez, hasta que creía haberse vuelto idiota. De no haber tenido el objetivo de adquirir un vapor de ruedas, no habría aguantado ni tres semanas allí.

Antes de partir hacia Bendigo, Joe estuvo trabajando en el puerto de Melbourne tres años. Cuando la estrategia de bloqueo del sindicato le superó, aceptó un puesto en el cercano hotel Governor Hindmarsh, pese al mísero sueldo. Cuando ya hubo aprendido todo lo necesario para dirigir un hotel, buscó junto con Mary otro establecimiento que le ofreciera mejores posibilidades de promoción laboral. El elegido fue el hotel Overland Corner, en el embarcadero de Cobdogla, cerca de la ciudad de Barmera, en Australia Meridional. Ya cuando se edificaba el hotel, que también hacía las veces de parada de la diligencia en el trayecto entre Adelaide y Wentworth, aparecieron los primeros europeos por la zona. Cuando a su predecesor, Bill Thompson, le ofrecieron la dirección de un hotel en la ciudad, Joe se convirtió en el nuevo gerente. Como su esposa se había negado a mudarse «al bosque», Thompson aceptó el nuevo puesto sin dudar. Sin embargo, Mary discrepaba en eso con la señora Thompson: la perspectiva de vivir cerca del río le hacía tanta ilusión como a Joe.

El hotel Overland Corner estaba construido con piedra caliza. Las paredes tenían medio metro de grosor —el aislamiento perfecto para el seco calor veraniego— y los suelos eran de madera de eucalipto. El día que Mary y Joe Callaghan entraron en el edificio se habían reunido allí casi trescientas mujeres aborígenes para ver a «la compañera blanca» de Joe. Por aquel entonces una mujer blanca era una imagen muy rara y exótica en la zona, y a Mary le irritaba que se montara semejante escándalo alrededor de ella. Además, enseguida advirtió que ser una especie de celebridad también tenía sus inconvenientes, sobre todo cuando las tareas domésticas quedaban sin hacer porque las mujeres de los aborígenes no paraban de llamarla desde la puerta de servicio que daba a la cocina para tocarle el cabello y acariciar su ropa. La región en la que se hallaba el hotel estaba habitada desde hacía miles de años por aborígenes. Levantaron allí sus poblados, construyeron precarios cobertizos y vivían de lo que les daba el río. Al llegar los europeos, las poblaciones autóctonas empezaron a comerciar con el valioso ocre que extraían de las rocas en las inmediaciones. Mary lo utilizaba para embellecer la chimenea del hotel tiñéndola de rojo.

Cuando Joe asumió la dirección del hotel Overland Corner ya existía el gran cargadero de madera cerca de la ribera, donde se alimentaban las hambrientas calderas de los barcos de vapor atracados. Además, había un campamento para los pastores, que antes de continuar hacia Adelaide podían dejar pacer a las vacas o las ovejas en la suculenta orilla. Poco después de que estuviera terminado, el hotel se convirtió en una estación intermedia para la diligencia que cubría el trayecto entre Wentworth y Australia Meridional. Al ver la cantidad creciente de vapores de ruedas en el Murray, Joe se percató de que los negocios de los propietarios de embarcaciones estaban prosperando, y él quería ser partícipe de ello.

Decidió ahorrar para comprar su propio barco. A sabiendas de que con el modesto sueldo de director de un pequeño hotel jamás lograría su objetivo, optó por probar suerte en los yacimientos de oro. A Mary le resultaba muy difícil aquella arriesgada empresa, pero después de tres años en el hotel ya estaba harta de pastores y esquiladores borrachos.

Aun así, la vida en los yacimientos resultó ser un infierno. Los robos, las reyertas e incluso los asesinatos estaban a la orden del día. Todas las tardes los soldados llevaban a cabo el ritual de reunir y moler a palos a los camorristas y beodos fuera del asentamiento de los buscadores de oro, y Mary temblaba cada vez como una hoja y rogaba que se produjera un milagro.

Al cabo de un año estaba en las últimas, y amenazó a Joe con abandonarlo. Sin embargo, ese mismo día encontraron lo que buscaban. Descubrieron una pepita de oro considerable que les dio la posibilidad de dar una paga y señal para el anhelado vapor de ruedas, que, pasado casi un año que a ellos les pareció una eternidad, estaba listo. El barco de vapor no era ni especialmente grande ni algo extraordinario, pero era su primer hogar de verdad. Su felicidad habría sido completa de haberse cumplido también su deseo de tener un hijo, pero, tras quince años de matrimonio, los Callaghan habían dado por perdida la esperanza de tener niños.

De todos modos, en aquel momento Joe vio la oportunidad de independizarse profesionalmente. El transporte de madera desde los bosques de Barmah hasta los astilleros les brindaba la posibilidad, a él y a Mary, de lograr un mínimo bienestar, sobre todo en las prósperas ciudades cercanas al río, donde cada vez había más aserraderos. Joe, como sus padres, era originario del condado de Donegal, en Irlanda. Su familia se había mudado a Inglaterra cuando él tenía solo dos años, de modo que había pasado su infancia junto al Támesis, por el que navegaba su padre, capitán de una chalana, hasta que en 1848 murió de una pulmonía.

Cuando Joe tuvo edad suficiente, entró por amor en la marina mercante. Una vez conseguido el título de capitán, regresó a Inglaterra y se lo hizo saber a Mary. Tras la boda, que tuvo lugar en 1851, la pareja emigró a Australia. Sin embargo, Joe no había perdido la pasión por los barcos. No es que quisiera hacerse de nuevo a la mar —eso habría significado volver a separarse de Mary durante un período prolongado—, pero el río Murray ejercía una atracción mágica en él.

Así, a su llegada a Echuca para hacerse con su vapor de ruedas, le parecía estar regresando al único lugar donde su corazón y su alma se sentían felices.

Aquella noche Joe y Mary se alojaron en el hotel Bridge, que se encontraba a un tiro de piedra de la estación de ferrocarril y pertenecía a Silas Hepburn, fundador de Echuca y el hombre más poderoso de la ciudad. Joe se había enterado de que también eran de su propiedad muchos comercios de High Street, así como grandes extensiones de tierra en los alrededores de la ciudad, de modo que estaba ansioso por conocer a ese hombre tan evidentemente capaz y afortunado.

Mary consideraba que no podían permitirse un hotel tan lujoso, donde la pernoctación costaba cinco libras, el triple que en una pensión. No obstante, Joe la convenció de que, después de haber vivido durante dos años en una mugrienta tienda de campaña y una tosca cabaña, se había ganado una cama blanda y caliente.

El hotel Bridge estaba cerca del puerto, donde los carros se encontraban dispuestos en fila para cruzar el Murray por un puente flotante que también pertenecía a Silas Hepburn. El hotel era un edificio de dos plantas de ladrillo rojo con un porche blanqueado y un balcón que se aguantaba sobre pilotes de madera. Dos alas laterales de una sola planta se extendían entre High Street y el paseo. El bar era uno de los puntos de encuentro preferidos de los ganaderos.

El día de su llegada, Joe y Mary conocieron mientras cenaban a Silas Hepburn y su esposa Brontë, que les pareció una mujer alegre y solícita. Sin embargo, Silas Hepburn apenas abrió la boca, saltaba a la vista que era una persona arrogante, egoísta y codiciosa. A Joe le dio la impresión de que Silas le estaba tanteando para cerciorarse de que no le hiciera competencia con su futuro negocio. Cuando Joe le explicó que era propietario y capitán de un nuevo vapor con ruedas, Silas le dio la enhorabuena y le ofreció su generosa ayuda en forma de «préstamo», en caso de que surgiera la necesidad. A Joe le dio mala espina: los prestamistas como Silas Hepburn siempre le habían parecido sospechosos.

La última vez que estuvo en la ciudad, un mes antes, Joe había contratado a un hombre llamado Ned Guilford y había quedado con él en el hotel la tarde de su llegada a la ciudad con su esposa. Mary sabía muy bien que Joe sentía debilidad por las personas que habían tomado el mal camino en la vida, y no porque fuera un ingenuo, sino más bien porque sentía compasión hacia todo aquel al que le había tocado una vida difícil. Por eso Mary no se sorprendió la primera vez que le habló de Ned.

Joe, que no estaba familiarizado con la navegación fluvial, decidió contratar a un marinero que conociera el río y los vapores de ruedas. Estaba en el puerto, donde anunció que buscaba un marinero competente, cuando se fijó en un grupo de trabajadores que vociferaban alrededor de un hombre que intentaba levantar las ruedas delanteras de un carro de bueyes lleno de carga. Aquel hombre era Ned. Parecía haber superado la cincuentena, pero seguía en forma para su edad, y de hecho consiguió levantar del suelo las ruedas del eje delantero. Al principio Joe lo tomó por un borracho fanfarrón, pero enseguida se percató de que Ned tenía un aire desesperado y melancólico, y que los demás se burlaban de sus esfuerzos. Antes de que se lastimara, Joe se acercó y le preguntó si quería trabajar para él de marinero, una oferta que Ned aceptó con una evidente sensación de alivio y agradecimiento. Concertaron una cita en el hotel para comentar los detalles.

Sin embargo, Ned Guilford no apareció a la hora convenida ni dejó una nota a la señora Hepburn, que supervisaba al personal del hotel. Joe se llevó una desilusión: estaba seguro de que Ned no lo iba a dejar en la estacada.

—Quizá se haya retrasado por algo —le dijo a Mary al día siguiente por la mañana cuando regresaban de comprar las provisiones que había que llevar al barco, entre ellas alimentos básicos para la despensa, además de la mantelería y la vajilla.

—O alguien le ha hecho una oferta mejor —replicó Mary.

—Sí, pero por desgracia no podemos seguir esperando —dijo Joe. No podían permitirse más noches en el hotel, y no solo por la habitación: en Echuca todo era el triple de caro que en los yacimientos de oro.

Antes de partir Joe dejó una nota a Brontë Hepburn: en caso de que apareciera Ned, debía presentarse en la orilla del río, en las inmediaciones del astillero.

Joe y Mary alquilaron un coche de caballos y, con sus baúles de viaje, las maletas y las provisiones, se dirigieron al astillero. Durante el trayecto junto al río, admiraron los vapores de rueda de palas de todos los tamaños y formas y pasaron por el puente propiedad de Silas Hepburn, según les explicó el cochero. Había cientos de ovejas amontonadas en él, a la espera de ser transportadas de Nueva Gales del Sur a Victoria.

—Reses de matadero para los buscadores de oro hambrientos —comentó el cochero.

—¿A cuánto asciende la tasa de transporte que pide el señor Hepburn a los pastores? —preguntó Joe.

—Con las ovejas depende de la cantidad. Para las reses bovinas son entre tres y seis peniques por animal, y en el caso de los caballos, seis peniques.

—Más les valdría cruzar a nado a la otra orilla —dijo Joe, escandalizado ante semejante usura.

—Bueno, eso también cuesta dinero. En ese caso Silas Hepburn exige un penique por animal por la preparación de barqueros experimentados que los guían. Los barqueros aseguran conocer todas las corrientes y bajos fondos, y explican muchas barbaridades para convencer a los ganaderos escépticos. Los ganaderos saben que les toman el pelo, pero no pueden correr ningún riesgo.

Joe confirmó su primera impresión de que Silas Hepburn era un ambicioso hombre de negocios, y así se lo dijo al cochero.

—Sí, para ser un antiguo preso de Port Arthur ha progresado mucho —contestó el cochero, que soltó una carcajada al ver el rostro de perplejidad de Joe y Mary.

Cuando Joe vio el vapor de ruedas en la dársena del astillero, gritó:

—¡Es ese!

Aunque no fuera precisamente el barco más grande del río, llamaba la atención por sus amplios guardarruedas, inclinados y arqueados hacia arriba, para proteger las ruedas de paletas, una idea que se les ocurrió a Joe y Ezra mientras elaboraban los planos de construcción.

—¿Estás seguro de que este es nuestro barco de vapor? —preguntó Mary.

Joe se limitó a asentir, sonriente.

Mary se dejó contagiar por el entusiasmo de su marido.

—Estoy impaciente por subir a bordo.

Joe se apresuró a descargar su equipaje y las provisiones del coche de caballos. Tras pagar al cochero y cuando este se hubo marchado, Joe dejó las maletas en la orilla del río, agarró del brazo a su esposa y dijo:

—Ven, vamos a ver nuestro nuevo hogar.

¡Llevaba tanto tiempo esperando ese día! El cielo estaba nublado, parecía que iba a llover, pero ni siquiera un intenso aguacero habría logrado empañar la alegría de Joe.

Mary se detuvo.

—¿Vamos a subir a bordo así, sin más? —preguntó, insegura—. ¿No deberíamos recoger primero el permiso?

Joe se echó a reír. Mary sentía un respeto innato por las autoridades, y la vida en los yacimientos había reforzado sus miedos. Sabía que su mujer tardaría un tiempo en olvidar las vivencias de los dos últimos años y recuperar la confianza en sí misma.

Mary era algo rolliza y le llegaba a Joe a la altura del hombro. Tenía el cabello castaño y rizado, y siempre lo llevaba recogido. Los rasgos de la cara eran más bien corrientes, pero Joe se había enamorado del calor de sus ojos y su dulce sonrisa, que siempre le hacía sentirse mejor.

—No necesitamos ningún permiso para subir a bordo, Mary. Es nuestro barco.

Cuando llegaron a la escalera de cámara apareció Ezra Pickering, el constructor naval, con una libreta y un lápiz. Era un hombre tranquilo y formal que, al igual que Joe, sentía una pasión irrefrenable por los barcos. Según explicó a Joe, construyó su primer vapor con restos de madera y hierro de un carro de caballos que estaba para el arrastre. A Joe le causó una gran impresión el gusto por el detalle de Ezra, así como el evidente orgullo que sentía por su trabajo. Las embarcaciones se terminaban en la orilla, un poco escarpada, para poder botarlas en el agua deslizándolas. Ezra estaba controlando si los trabajadores habían seguido sus últimas indicaciones. No era una persona que dejara cabos sueltos al azar.

—Buenos días, Joe —le saludó—. Suban a bordo. —Estrechó la mano que le tendía Joe y a continuación saludó también a Mary.

Una vez a bordo, Joe se volvió hacia su mujer.

—Bienvenida a bordo del Marylou, cariño.

Mary contuvo la respiración y miró a su marido con los ojos abiertos de par en par.

—¿Has… llamado Marylou a nuestro barco?

—Sí, en tu honor. ¡Por mi Mary Louise! —Joe le rodeó los hombros con el brazo—. Ven y míralo tú misma.

La llevó a la proa, se volvió en dirección a la caseta del timonel y tiró de una jarcia en la que había sujeto un pedazo de tela. El retal cayó revoloteando y, bajo la ventana de la caseta del timonel, apareció en letras grandes: P. S. Marylou.

Mary estaba al borde de las lágrimas de la emoción.

—Oh, Joe, siempre has sido bueno para las sorpresas.

Ezra Pickering se acercó a ellos.

—Me gustaría ponerle al corriente un poco de las características del Marylou —anunció, henchido de orgullo—. Ha sido diseñado para soportar una carga de cincuenta y ocho toneladas. Tiene veintitrés metros de eslora y cinco metros y medio de ancho. El calado es de setenta centímetros…

—¿Eso qué significa? —preguntó Mary.

—Puede navegar en aguas de menos de un metro de profundidad porque tiene el casco plano —le aclaró Joe—. Pero casi siempre el río es mucho más profundo.

—Ah. —Mary tuvo una sensación desagradable. Le daban miedo las aguas profundas y no sabía nadar, como la mayoría de los recién llegados a Australia, pero Joe había olvidado hablarle de la profundidad del río con delicadeza—. ¿Entonces hay aguas poco profundas? —le preguntó a Ezra.

—Sí —contestó el constructor—. Hay que tener cuidado con los bancos de arena, las zonas poco profundas y los troncos que flotan en el agua. Y en verano se secan algunos tramos del río. Pero he dejado mapas en la caseta del timonel. —Lanzó una mirada seria a Joe—. Le sugiero que estudie esas cartas náuticas a conciencia. No obstante, en caso de necesidad, el barco está equipado con un torno de cable a vapor, como quedamos. —Se dio la vuelta con la intención de enseñar a Mary los tres camarotes, pero le llamó la atención la sala de máquinas, que se encontraba en medio del barco y estaba rodeada por una barandilla. Llamaba la atención una placa en el motor de vapor: «Marshall e hijos, Gainsborough, Inglaterra».

—Mira, Joe, la máquina viene de nuestro país —comentó Mary.

—Es una máquina de vapor de treinta y seis caballos —dijo Ezra, entusiasmado—. Llegó hace dos meses. En la orilla hay una tonelada de madera, que debería ser suficiente para empezar, pero necesitarán ayuda para cortarla y cargarla. Habían contratado a un marinero, ¿verdad?

Joe frunció el entrecejo y lanzó una mirada inquieta a su esposa.

—Sí, debería reunirse con nosotros aquí.

—Bien —replicó Ezra—. La caldera tardará varias horas en calentarse lo suficiente para poder zarpar. Les sugiero que hoy naveguen río abajo hasta el delta del Campaspe y luego vuelvan. Si tienen problemas o preguntas, podemos comentarlos.

Joe volvió a mirar el reloj. Aún era temprano, pero si Ned no aparecía pronto tendría que buscarse un sustituto, y rápido.

Los Callaghan estaban inspeccionando los camarotes cuando Ezra les anunció que había alguien en la orilla del río que quería hablar con Joe.

—Seguro que es vuestro marinero —añadió cuando Joe y Mary aparecieron en la escalera de cámara, desde donde vieron a un hombre.

—¿Quién es? —preguntó Mary. Le parecía imposible que aquel desconocido fuera su marinero. Parecía bastante mayor de lo que esperaba.

—Es Ned Guilford —contestó Joe. También a él le pareció mayor de lo que recordaba, pero en ese momento le vino a la cabeza lo agradecido que se había mostrado Ned al ver que alguien le ofrecía trabajo, por eso le extrañaba tanto que no apareciera. Mary percibió el alivio en la voz de su marido, pero ella seguía teniendo sus dudas. Joe necesitaba un hombre fuerte y capaz. Esperaba que por una vez hiciera caso al sentido común y no a su corazón, pero al ver a Ned tuvo sus dudas.

Ned esperaba al otro lado de la escalera, con el sombrero en la mano. Cuando Joe se acercó a él se dio cuenta de que tenía el rostro enrojecido y caliente. Se preguntó de dónde venía y si habría ido a pie hasta el astillero, cargado con su enorme petate.

—Señor Callaghan —dijo entre jadeos—. Disculpe que llegue tan tarde. Tuve trabajo durante unos días en el bosque de Barmah, y… necesitaba el dinero. Perdone que no haya podido venir antes…

Joe no estaba enfadado, al contrario, se alegraba de ver a Ned.

—Ahora ya estás aquí, Ned. Bienvenido a bordo del Marylou.

Joe le presentó a su esposa y a Ezra Pickering.

—¿Conoce las máquinas de vapor, señor Guilford? —preguntó Ezra.

Ned miró a Joe y se sonrojó. Empezó a darle vueltas al sombrero en la mano, nervioso. Incluso Mary se compadeció de él.

—Yo… bueno, sí, no… sé un poco de todo… en realidad soy leñador, pero… aprendo rápido… —Ned se había quedado tan pálido que Joe temía que se desmayara en cualquier momento.

Las pobladas cejas de Ezra estaban tan fruncidas que parecían una oruga peluda sobre sus ojos profundos. Miró a Joe por encima de sus gafas bifocales.

—Debería haber contratado a alguien que estuviera familiarizado con las máquinas de vapor, señor Callaghan.

—Yo tampoco he navegado nunca en aguas fluviales y tengo mucho que aprender, igual que Ned. Pero juntos seguro que lo conseguiremos —contestó Joe, confiado—. Nos tomaremos unos días para conocer el barco y el río. —Joe lanzó una mirada a Ned, que tenía una expresión de absoluto desconcierto—. Ned es fuerte, así que no tardaremos mucho en cargar la madera, ¿verdad, Ned?

Ned no podía creer lo que estaba oyendo. Como había dicho el constructor, había sido un error contratarle, así que ya contaba con que lo despidieran.

—Sí… sí, señor —murmuró.

Ezra se volvió hacia Joe.

—Según tengo entendido, ha pasado algún tiempo desde que navegaba en el mar. Pondré a su disposición uno de mis hombres, que le explicará las funciones básicas del motor y las bombas en cuanto esté cargada la madera para que usted y su… marinero puedan empezar a manejarse en el Marylou. Ha sido un placer hacer negocios con usted, señor Callaghan. Le deseo mucha suerte en el futuro. —Miró de nuevo a Ned, como si temiera por Joe.

—Ha hecho un gran trabajo con el Marylou, señor Pickering —dijo Joe—. Excelente. —Le encantaba el olor de la madera recién barnizada, y disfrutaba como un enano de volver a sentir por fin bajo los pies aquellos tablones.

Cuando Joe estuvo de visita por última vez en la ciudad, el Marylou ya estaba en la ribera. Le hizo una inspección básica y acordó con Ezra los últimos detalles en cuanto a la pintura, la lubricación y la disposición de algunas piezas de la máquina. Ahora estaba muy orgulloso de ser el propietario de una embarcación tan magnífica. De hecho, era incluso el momento que más satisfacción sentía de su vida, aparte del día en que se casó con Mary.

—Siempre es una alegría que mis clientes queden contentos —contestó Ezra. Mientras Joe y Ned se dirigían a la orilla para abordar el montón de madera, Ezra se volvió hacia Mary—. ¿Le parece bien que le enseñe la bodega?

—¿La bodega?

—La cocina del barco, pero puede llamarla como quiera —le explicó Ezra con una sonrisa.

Mary sonrió al pensar en una flamante cocina propia. Sus ollas y utensilios de cocina estaban guardados en el baúl de viaje. Después de dos años lavando oro, se alegraba de no volver a tener las manos como si se ganara la vida moldeando adobe.

Mientras seguía a Ezra hacia la cocina, la invadió una sensación de optimismo que, dadas las circunstancias, no era del todo lógica. Habían invertido en el barco todos sus ahorros, y no sabían exactamente en qué aventura se estaban embarcando. No tenía ni idea de los precios de la leña, ni mucho menos de los gastos de mantenimiento del barco. Aun así, Mary se sentía llena de esperanza porque por fin tenían un techo, un sitio al que poder llamar hogar.

En la escalera de cámara Joe se dio cuenta de que Ned cojeaba un poco.

—¿Todo bien, Ned? —le preguntó.

—Todo en orden, señor Callaghan.

Sin embargo, Joe tenía la impresión de que Ned apretaba los dientes. Parecía que algo no fuera bien.

—Llámame Joe, Ned. Al fin y al cabo a partir de ahora conviviremos y trabajaremos en un espacio reducido. Podemos dejarnos de formalidades.

Ned asintió, pero le pareció percibir cierta compasión en la voz de Joe. Intentó convencerse de que eran imaginaciones suyas, pero no lo logró, de modo que mantuvo la mirada baja, como si no pudiera mirar a Joe a los ojos.

A Joe le asaltaron las primeras dudas: no sabía si se había precipitado al contratar a Ned, a fin de cuentas era un desconocido. Se acordó de los hombres que había conocido en los yacimientos. Muchos tenían un pasado dudoso, y tenía la ligera sospecha de que también podía ser el caso de Ned. Además, necesitaba un marinero con experiencia, y no solo por la máquina de vapor. Habría sido de gran ayuda tener a bordo a un hombre avezado en la navegación fluvial. Por un instante se preguntó si tendría que contratar a otro ayudante, pero enseguida descartó la idea. No podía permitírselo. Por otro lado, tampoco tenía valor para decirle a Ned que lo había pensado mejor y no podía contratarle. Tendría que sacar el máximo provecho de su colaboración y aprender rápido.

—Por favor, dile a Mary que esta noche dormiré en la orilla —dijo Ned—. Tengo un saco de dormir y me gusta pasar la noche al raso. No quiero causarte molestias a ti y a tu esposa.

Joe lo miró perplejo. Quería ofrecerle un camarote, pero le pareció más sensato pedir opinión antes a Mary. Sin embargo, no tuvo necesidad de decir nada: Ned ya lo había entendido.

—Te agradezco mucho este trabajo, Joe —dijo, al tiempo que ponía un pie delante de otro, con lo que pareció aliviarse una pierna—. A mi edad no es fácil conseguir un puesto, pero soy fuerte y me mantengo en forma. No te decepcionaré. Si te sirve de ayuda, puedes darme un plazo de prueba de un mes.

Las dudas de Joe se disiparon. Siempre ocurría lo mismo con Ned: aprovechaba la oportunidad para demostrar su valía.

—Te he contratado, Ned, y mantendré mi palabra. —No obstante, Joe presentía que le ocultaba algo—. Todo el mundo merece su oportunidad —añadió—. Me gustaría que todo fuera bien en mi barco, quiero ofrecerle a Mary la vida que se merece. Es lo único que me importa, ¿lo entiendes, Ned?

Ned asintió.

—No te arrepentirás de haberme contratado, Joe, te lo juro.

Joe asintió y observó las gotas de sudor en el rostro de Ned.

—¿Has venido a pie hasta aquí?

—No, Barmah está a más de sesenta kilómetros. He venido en un vapor hasta Moama y de allí he cruzado a la otra orilla en el transbordador de Silas Hepburn, con un rebaño de ovejas.

—Hemos pasado por allí —comentó Joe.

—Sí, he visto el coche de caballos y te he reconocido —contestó Ned—. Enseguida he pensado que ibais de camino al astillero.

—¿Entonces has venido corriendo con el equipaje desde el embarcadero? —preguntó Joe—. Eso es más de kilómetro y medio.

Ned asintió. Le sonaron las tripas, pero lo que le traía de cabeza eran los dolores en el pie. Para él el trayecto había sido como si fueran quince kilómetros. Se tocaba el pie mientras intentaba meterlo en la bota.

—¿Quieres beber algo antes de terminar?

Ned se quitó la chaqueta y se arremangó las mangas de la camisa.

—No, gracias… aunque esta mañana hace mucho calor —añadió; se secó el sudor de la frente y agarró el hacha.

Joe no tenía tanto calor, así que supuso que algo le pasaba, pero no quería presionarlo con preguntas. Solo quería una cosa: que todo fuera como la seda.

Mientras él se quitaba también la chaqueta, dijo:

—Voy a cargar a bordo los baúles de viaje y las provisiones para que Mary pueda instalarse. Luego te echaré una mano.

Al caer la tarde, Joe estaba eufórico con el Marylou en una zona de la orilla que en sus mapas venía indicada como Boora Boora. En la confluencia de los ríos Murray y Campaspe, Joe no quiso pararse ni volver, de modo que le encargó al capitán de otro vapor de ruedas que le dijera a Ezra Pickering que habían continuado su camino, por si acaso el constructor pensaba que el Marylou estaba en apuros.

Cuando Ned hubo amarrado el barco a los árboles de la orilla, apagó el motor. Aunque en aquel primer viaje inaugural no había tenido grandes contratiempos, no había sido una tarde sin sobresaltos. Joe guiaba el barco desde la sala del timonel, mientras Ned se ocupaba en la sala de calderas de que no se extinguiera el fuego. Tuvieron problemas de coordinación porque Ned no estaba seguro de si navegaban hacia delante o hacia atrás, después de que Joe realizara algunas maniobras de giro involuntarias porque se equivocaba a menudo con la palanca de control. Joe se detuvo en la margen derecha del río mientras seguía con el mapa delante de los ojos para evitar las rocas, los bancos de arena y los árboles colgantes que estaban indicados en los mapas. Además, tenía que acordarse de si debía accionar el pito una, dos o tres veces cuando cambiaba de rumbo o se acercaba al recodo de un río que no se veía, así que no era de extrañar que estuviera a punto de aterrar dos veces. Sin embargo, a medida que el día se acercaba a su fin, Joe se iba adaptando poco a poco al Marylou, y Ned también se había familiarizado un poco con la máquina de vapor.

Echaron el ancla en un sitio donde, según el mapa, había un lugar para cargar madera. Normalmente el comercio de maderas se basaba en la confianza. La madera caída se apilaba en el siguiente atracadero, y si un barco amarraba para cargar leña y en ese momento no había nadie, se dejaba el dinero. A pesar de que viajaban a poca velocidad y Joe había hecho todo lo posible por mantenerse al margen del tráfico fluvial, por lo visto la caldera consumía una cantidad enorme de madera. A Ned le admiraba la rapidez con que se agotaba una tonelada de troncos, y Joe no salía de su asombro porque su experiencia durante años con barcos de vapor en la marina mercante en las fronteras había sido muy distinta.

A mediodía Mary había alimentado a aquellos dos hombres con pan, queso y té, que también estaban previstos para cenar porque no tenía nada más a bordo. No obstante, cuando apenas habían amarrado, Ned saltó a tierra con su petate y se preparó un lecho. Poco después notaron un tentador olor a pescado asado.

Mary y Joe se acercaron a cubierta para ver de dónde procedía el olor.

—¿Queréis bacalao fresco para cenar? —es gritó Ned desde abajo, afable—. Es demasiado para mí solo.

Mientras lo decía levantó una sartén grande. No era lo bastante grande para el pez, que era enorme y le sobresalía la cabeza y la cola por los bordes. Ned tenía que sujetar la sartén con las dos manos.

—¿Has pescado tú esa buena pieza? —preguntó Joe, maravillado.

—Sí. A mano, con una cuerda —contestó Ned—. Hace mucho tiempo aprendí algunos trucos de los aborígenes, también sobre pesca y caza. Desde entonces no he vuelto a pasar hambre.

—¿Puedes enseñárselos a Joe? —propuso Mary, entusiasmada.

—Sí, claro. En cuanto el pescado esté listo, lo llevo a bordo.

Oscureció enseguida. Mary se agarró a la borda y dejó vagar la mirada por el río. Sin el brillo del sol sobre la superficie del agua parecía tenebroso e inquietante, pero pronto se acostumbraría. Desde el barco, en la orilla, se oía el canto de los grillos, y en el cielo, negro como el carbón, se alzaba la luna con su brillo plateado. El resplandor de la hoguera de Ned alumbraba su modesto campamento, y por detrás los árboles formaban una pared impenetrable de oscuridad. Joe estaba encendiendo las lámparas de aceite a bordo.

—Qué tranquilidad se respira aquí —exclamó Mary, contenta de haber dejado atrás la vida en los yacimientos de oro, donde siempre le dieron miedo las noches. Solo el sueño de una vida futura en su propio barco y el sosiego del río la habían ayudado a aguantar. Joe le rodeó la cintura con los brazos.

—Sí, hay una calma maravillosa, ¿verdad? —Estaba un poco distraído porque observaba a Ned en la orilla del río, que se acercaba al barco con la besuguera. Incluso con la tenue luz del fuego Joe vio que su cojera había empeorado, y se preguntó si lo atormentaba alguna vieja herida cuando hacía sobreesfuerzos.

Durante la cena, los Callaghan intentaron entablar conversación con Ned, siempre silencioso, pero no tuvieron mucho éxito. Mary le contó que hacía quince años que ella y Joe estaban casados y no tenían hijos, y que el Marylou era su primer hogar de verdad. Luego Joe le hizo algunas preguntas personales, pero como a Ned no le gustaba hablar de sí mismo, los Callaghan solo se enteraron de que nunca se había casado y de que después de su viaje de Cornwall a Australia continuó su camino, desde la bahía de Port Phillip hasta la punta de Cabo York, sin haber puesto pie en ningún sitio ni una sola vez. Era obvio que había tenido todos los trabajos imaginables, desde cazador de serpientes hasta empacando lana. Una vez, explicó con un amago de sonrisa, incluso le encomendaron la tarea de quitarle las pulgas del pellejo al perro de un granjero. Con aquello tocó fondo en su vida.

A Joe y Mary les dio la impresión de que había tocado fondo varias veces. Pensaron si Ned habría sido alguna vez uno de esos «invitados de la Corona», como llamaban en broma a los exconvictos, ya que más de la mitad de los habitantes de Australia eran antiguos presos. Aquella sospecha se fue consolidando al ver que Ned no mencionaba con qué barco, ni cuándo, había llegado, y ellos no querían preguntárselo directamente.

—Boora Boora es un nombre extraño, Ned. ¿Sabes qué significa? —preguntó Mary cuando terminaron el pescado y se pusieron a mojar el pan en el jugo.

—Hace unos años trabajé de ayudante en una granja con un aborigen de la tribu de los yorta-yorta, y una vez me enseñó un lugar boora circular. Si no recuerdo mal, incluso puede que estuviera en esta zona. Pero por aquel entonces lo evitaba porque me dijo que su tribu celebraba ceremonias allí. Probablemente Boora Boora es un lugar sagrado de los aborígenes.

—¿Y qué tipo de ceremonias celebraban en ese círculo boora? —inquirió Mary, que no pudo evitar pensar en imágenes horribles de sacrificios de animales y personas.

—Para ser sinceros —contestó Ned—, en aquel momento no quise saberlo, y así sigue siendo a día de hoy. Creo que es mejor mantenerse al margen de esas cosas.

Mary se quedó mirando a Joe.

—Quizá no deberíamos haber atracado aquí.

—No molestamos a nadie —replicó Joe.

—No te preocupes, Mary. No nos va a pasar nada —coincidió Ned, que se frotaba la pierna—. Voy a echarme un sueñecito.

A la luz de la lámpara, Mary y Joe vieron que tenía el rostro desencajado y estaba pálido. En la frente le brillaba una película de sudor. Poco a poco los Callaghan se fueron preocupando por él, aunque sabían que, si le sacaban el tema, Ned negaría estar enfermo.

Mary lanzó una mirada de terror a la orilla oscura. Por mucho que Ned afirmara que no podía pasar nada, no se sentía más tranquila, por no hablar de la despreocupación de su marido, pese a encontrarse cerca de un lugar de culto de los aborígenes.

—Mañana zarparemos pronto —anunció Joe—. Gracias por el pescado, Ned, estaba delicioso.

—Sí, estaba buenísimo —le dio la razón Mary—. Y todavía no puedo creer que fuera tan enorme.

—Se dice que en el Murray hay bacalaos del tamaño de un ser humano —dijo Ned, mientras se levantaba con dificultad.

Mary volvió a mirarle la cara desencajada del dolor, y esta vez le preguntó directamente:

—¿Estás bien, Ned?

—Sí —masculló él—. Solo es que me ha dado un pequeño calambre en el pie. Buenas noches.

—¿Por qué no duermes en un camarote? —le ofreció Mary cuando ya se iba. Sabía que se iba a preocupar por él si se quedaba solo en la orilla, y más viendo que no se encontraba bien—. Hay dos camarotes libres, no tiene sentido que duermas en la orilla. Nunca se sabe quién puede merodear por ahí. —Lanzó de nuevo una mirada al lúgubre bosque espeso y se estremeció.

—Estaré bien, Mary —contestó Ned—. Estoy acostumbrado a dormir al raso.

—Pero parece que va a llover —intervino Joe en tono sereno, que seguía sin transmitir inquietud.

—Si llueve subiré a bordo y montaré mi lecho en un lugar protegido en cubierta —dijo Ned, y se fue cojeando.

Mary y Joe lo siguieron y se apoyaron en la borda mientras él saltaba del barco a la orilla. Aunque intentaba apretar los dientes para aguantar el dolor, los Callaghan oyeron sus gritos contenidos cuando cayó sobre los pies. Luego lo observaron mientras se dirigía cojeando a su campamento.

Se miraron consternados, pero no sabían qué hacer o decir. Además, estaban vencidos por el cansancio después de aquella larga y fatigosa jornada.

Entretanto, Ned se cubrió con una manta tras apagar su hoguera ya casi extinta. El pie lo sometía a una tortura infernal, pero sabía que si se quitaba la bota no lograría recuperarse.

Al cabo de una hora seguía sin poder conciliar el sueño. Los dolores eran cada vez más intensos, y tenía frío con el fuego apagado. Sin embargo, tampoco tenía ni la energía necesaria ni las ganas para buscar leña.

Pasada otra hora, los dolores eran ya casi insoportables. Ned se incorporó y se masajeó la pierna. Se moría de ganas de quitarse la bota, pero pensó en la mañana siguiente: Joe esperaba que cortara leña y la cargara en el barco. Ned decidió no explicarle nada de sus dolores por miedo a perder el trabajo.

De pronto oyó un ruido tras él en el cañaveral: un crujido seguido de un suave sollozo. Muy cerca había una pequeña ensenada, y parecía que el ruido procedía de aquella dirección.

Ned permaneció inmóvil y aguzó los oídos. Al principio pensó que había patos anidando en la ensenada, pero eso no explicaba los tenues llantos, que parecían humanos. Al cabo de un instante todo volvió a la calma, Ned continuó con su masaje en la pierna… y volvió a oír un sonido quedo. Esta vez sonó como un grito reprimido de desesperación.

—No son imaginaciones —murmuró Ned, que decidió averiguar qué ocurría. Se levantó, gimiendo, y se dirigió a la orilla. El claro de luna plateado proyectaba un haz de luz sobre la superficie del agua, y las sombras oscuras entre los árboles colgantes cerca del lugar donde el arroyo desembocaba en el río parecían moverse un poco. Aunque Ned solo distinguía una silueta difusa, siguió observando atentamente en aquella dirección. Ahora estaba seguro de que los sollozos desesperados eran de una mujer, probablemente una aborigen. Entonces oyó un ruido, no era un chapoteo, sino más bien un movimiento en el agua. Al observar en la oscuridad, tuvo la certeza de que habían lanzado algo al agua desde la orilla, un objeto informe, no muy grande, pero sin duda demasiado pequeño para ser una barca.

Ned observó en tensión el objeto, que se acercaba al haz de luz de la luna en la superficie del agua. Cuando apareció bajo la luz, vio que se trataba de una tina pequeña tapada con un pañuelo de colores vivos, cuyas puntas caían al agua. Ned no entendía nada. Era muy poco probable que un aborigen tuviera una tina.

Mientras observaba cómo el agua arrastraba la bañerita, especuló sobre su contenido. Al cabo de un instante se quedó petrificado del susto al oír el llanto de un niño. Volvió a mirar en dirección al sitio donde había distinguido la silueta entre los árboles, pero quienquiera que fuese se había esfumado. Ned llegó a la conclusión de que habían metido al bebé en la tina intencionadamente, pero ¿por qué? ¡Era una locura!

Ned actuó por instinto. Sin prestar atención al dolor del pie, se acercó al Marylou, subió a bordo y llamó a Joe. Cuando apareció junto con Mary poco después, vio a Ned recostado sobre la borda.

—Coge una linterna —dijo Ned—. Hay algo que va a la deriva en el río. Parece una tina… y creo que hay un niño dentro.

Joe y Mary, desvelados del susto, intercambiaron una mirada de desconcierto.

—¡Daos prisa! —gritó Ned.

Sonaba tan desesperado que Joe se apresuró a encender una linterna y se colocó a su lado. Mary también observaba en la oscuridad. Al principio Ned no veía la tina porque había desaparecido del cono luminoso de la luna, de modo que pensó temeroso si ya habría volcado.

—¿Qué hace una tina con un niño dentro en el río, Ned? —Mary pensaba que se lo había imaginado.

—Me pareció oír a una mujer…

—¿Una mujer? —exclamó Mary, asustada.

—Estaba muy oscuro para reconocerla, pero parecía que le doliera algo o estuviera desesperada. Después he oído un ruido en el agua, como si hubiesen tirado una barca desde la orilla… pero no era una barca, sino una tina pequeña. No veía nada claro hasta que he oído llorar a un bebé… —Ned era consciente de que sus palabras sonaban extrañas, e inconscientemente se preguntó si realmente se había imaginado el llanto del pequeño. Parecía imposible que alguien hubiera abandonado a un niño en el río.

—¿Estás seguro de que no era un animal, Ned?

—Sé cómo suena un animal —replicó Ned, un tanto molesto. Sabía que su historia sonaba a fábula, pero le disgustaba que lo tomaran por loco.

Joe y su esposa se miraron en silencio. No sabían si debían creer a Ned. De repente el grito ahogado de un bebé rompió el silencio. Enseguida los tres se dieron la vuelta y miraron al agua.

—Dios mío —exclamó Mary, y se llevó la mano a la boca—. Es cierto que ahí fuera hay un niño.

Joe sujetó en alto la linterna, que proyectaba un haz de luz tenue pero amplio en el agua. Atónitos, los tres observaron cómo la tina con el bebé pasaba por delante del barco sin hacer ruido, empujada por la corriente. Al ver que la distancia era demasiado grande para atraparla con un palo, se apoderó de ellos una sensación de impotencia.

Cuando el bebé volvió a gemir, Mary soltó un chillido, aterrorizada.

—¡Tenemos que hacer algo! —Se volvió hacia Joe—. ¡Ese pobre niño se ahogará si la tina vuelca!

Antes de que Mary y Joe supieran lo que se proponía, Ned se arremangó la chaqueta y saltó con torpeza por encima de la borda.

El instinto de Joe fue retenerlo, pero ya estaba sumergido en las turbias aguas del río, oculto bajo la superficie del agua.

Mary paseó la mirada por la cubierta.

—¡Lleva puestas las botas, Joe! —gritó—. ¡Se va a ahogar!

Joe volvió a levantar la linterna y, junto con Mary, observaron absortos cómo Ned salía a la superficie y nadaba hasta el medio del río, con la bañerita detrás, que enseguida fue engullida por la oscuridad.

Joe llamó a Ned, pero lo único que oían era el chapoteo de los brazos y las piernas mientras perseguía la tina a nado.

Al cabo de unos segundos insoportables, Ned dijo:

—La… tengo. —La voz sonaba débil, pues se había alejado un buen trecho del Marylou.

—Es imposible que consiga volver a contracorriente con las botas puestas —le dijo Joe a Mary.

—Entonces se ahogarán él y el bebé —dijo Mary, desesperada—. ¿Qué podemos hacer, Joe? —Mary no podía creer que su primera noche a bordo fuera tan horrible.

—Voy a coger una soga —decidió Joe, y se puso las botas a toda prisa.

Con la cuerda y la linterna, saltó por la borda y corrió junto al río mientras le indicaba a Ned a gritos que nadara hasta la orilla. Joe sabía que la ropa y las botas hundían a Ned en el agua, así que veía pocas posibilidades de que sobrevivieran él y el niño.

En la oscuridad Joe solo veía la cabeza de Ned y la tina a la deriva. Vio que el marinero intentaba agarrarse a un árbol caído de la orilla, que tenía las ramas extendidas como si fueran brazos que acudieran al rescate. Sin embargo, avanzaba muy despacio y se le hundió la cabeza más de una vez en el agua.

De alguna manera Ned consiguió alcanzar la frágil punta de la siguiente rama y dio un salto atrás agarrado a ella. Joe vadeó por el agua poco profunda y lanzó la soga, pero se la llevó la corriente antes de que Ned pudiera cogerla. Joe recogió la cuerda, la enrolló rápido y ató un extremo al tronco del árbol caído. Con la soga en la mano, se metió en el agua hasta la cintura y volvió a lanzarle el extremo enrollado a Ned. Cayó justo a su lado de milagro. Aun así, a oscuras Joe no veía si Ned la había agarrado.

Mary apareció con una manta en los brazos. Se quedó de pie en la orilla, junto a la linterna que Joe había dejado, y observó compungida cómo la tina amenazaba con volcar.

—¡Sácalo de ahí, Joe! —gritó, con miedo de que Ned y el niño se hundieran en el agua oscura y turbia del río.

Cuando Joe sintió el peso de Ned en la cuerda, tiró de ella con todas sus fuerzas. La tina se acercó un poco, pero no se veía ni rastro de él. De pronto, Joe vio que la mano de Ned sobresalía del agua, sujeta a un lateral de la tina. Joe nunca entendió cómo consiguió no volcar la tina. Siguió adentrándose hasta que el agua le llegó por las axilas, agarrándose a las ramas del árbol caído. Finalmente divisó a Ned y consiguió agarrarlo del hombro.

Mary tenía el corazón en un puño. Cuando vio que Joe sacaba a la orilla a Ned y la tina, sanos y salvos, le cayeron algunas lágrimas por las mejillas del alivio.

Mary envolvió en la manta primero a Ned, y luego cogió la pequeña tina con el niño. Joe ayudó a Ned a levantarse ofreciéndole los hombros de apoyo. Pese a que Ned estaba débil y había tragado mucha agua en el río, consiguió llevarlo hasta el Marylou. Una vez reunidos todos a bordo, Mary sacó al bebé de la tina, lo sujetó a la luz de la lámpara y desenvolvió con cuidado el pañuelo que lo tapaba. En realidad esperaban encontrarse con un pequeño aborigen, así que se quedaron en silencio mirando a aquel bebé de piel blanca. Era una niña pequeñísima de tan solo unas horas. El cordón umbilical estaba atado con torpeza con un trozo de hilo, y aún tenía sangre del parto.

—Pobre gusanito —dijo Mary, con lágrimas en los ojos, cuando la minúscula barbilla de la niña empezó a temblar de repente. Mary se apresuró a envolverla de nuevo en el pañuelo y, en un gesto protector, le tocó el pecho para darle calor—. ¡Qué tipo de madre lanza al río a su recién nacido!

—Voy a ver si encuentro a la mujer —dijo Joe, al tiempo que encendía otra linterna—. Quizás esté en apuros. —Pensó que posiblemente estaba siendo partícipe de una ceremonia sagrada de los aborígenes.

—¿Estás bien, Ned? —preguntó Mary cuando Joe ya se hubo ido—. ¿En qué estabas pensando para meterte en el agua con las botas? No os habéis ahogado tú y la niña de milagro.

—Tenía que aprovechar la ocasión, Mary. De no haber reaccionado, esta dulce niña seguro que se habría ahogado o habría ido a la deriva por el río durante días hasta morir de sed.

—Tienes razón, te debe la vida, pero tenemos que encontrarle leche sin falta. No sé si tu comportamiento ha sido valiente o una estupidez, pero debes de tener un ángel de la guarda, de lo contrario jamás habrías vuelto a la orilla.

—No sé si tengo un ángel de la guarda, pero seguro que sin Joe no lo habría conseguido.

De pronto Mary vio que a Ned le goteaba sangre de una de las botas.

—¡Estás herido!

Ned siguió su mirada y palideció.

—No… no es nada. He tragado un poco de agua, pero no voy a morir de eso. —Volvió a ponerse la bota para esconderla.

—Quítate la bota, Ned. Quiero ver de dónde viene la sangre.

—No es nada, Mary, de verdad. Seguramente solo es un rasguño en la pierna.

No era la primera vez que Mary tenía la sensación de que Ned ocultaba algo.

—Es demasiada sangre para un rasguño. Quítate ahora mismo la bota, Ned —repitió, en un tono que no daba lugar a réplicas.

Ned se dio por vencido, ya no tenía fuerzas para resistirse. El dolor del pie era más fuerte que antes, de modo que en el fondo no le quedaba más remedio que quitarse la bota. Le costaría el trabajo, pero no podía ser de otra manera.

Mientras Ned se quitaba despacio la bota, gimió de dolor. Sentía como si le arrancaran la carne del hueso. Fue un alivio cuando por fin se quitó el calzado y aflojó la insoportable presión, pero se asustó al ver el calcetín: estaba empapado en sangre. Cuando se lo quitó con cuidado, Mary se dio un buen susto.

—Ned… —En el empeine tenía una herida profunda y ancha—. Por el amor de Dios, ¿qué te ha pasado? —Era obvio que no podía haberse hecho la herida en el agua.

—Se rompió el mango del hacha y la hoja me golpeó en la bota. Por suerte no tocó ningún hueso.

—Sobre todo tienes suerte de conservar todos los dedos. ¿Cuándo te pasó?

—La mañana que tenía que venir a veros. Un hombre con el que había trabajado me regaló este par de botas viejas. Tardé una eternidad en meter el pie. Por eso llegué tan tarde a la cita.

Ahora entendía Mary por qué no se había quitado las botas ni para dormir.

—Tiene que haber sido un tormento —comentó Mary en voz baja.

Ned se limitó a asentir.

—¿Por qué no has dicho nada?

—Tuve mucha suerte de encontrar este trabajo. A mi edad no es tan fácil conseguir un puesto.

—Durante los próximos días no puedes llevar botas, Ned. Se te podría inflamar la herida y provocar gangrena.

La desilusión se reflejó en el rostro de Ned.

—Pero no puedo trabajar sin botas, Mary.

—Tampoco trabajarás, Ned, intentarás recuperarte. —Mary vio en sus ojos azules lo que estaba pensando—. Si es necesario, lo hará Joe, Ned.

Antes de que pudiera rechistar, apareció Joe.

—No he encontrado a nadie, pero en la arena húmeda de la orilla había huellas de zapatos, muy cerca de la pequeña ensenada. Eran muy pequeñas para ser de un hombre, y, dado que los aborígenes no llevan zapatos, es más probable que sean de una mujer. —La expresión de Joe era de desconcierto—. También había restos frescos de un parto… —De pronto dirigió la mirada hacia el pie de Ned—. Por el amor de Dios, eso tiene muy mala pinta, Ned.

Como Ned no contestaba, Mary le contó a su marido lo que había ocurrido.

—Se le rompió el mango del hacha, y la hoja atravesó la bota hasta llegar al pie —le explicó—. No podrá llevar botas durante los próximos días.

—Sí, debe de dolerte mucho, Ned, y no puedo ofrecerte ni siquiera un trago de whisky.

Ned se había quedado sin habla. Era obvio que Joe ni siquiera se planteaba que no pudiera servirle ahora de asistente.

Joe entendió en aquel momento por qué Ned cojeaba todo el tiempo, y que había ocultado la herida por miedo a perder su trabajo.

—Mary puede vendarte el pie, Ned —dijo.

—Pero puedo cortar madera —insistió Ned, que se aferraba a un rayo de esperanza.

—Ni hablar. Yo cortaré la madera.

Ned dejó caer la cabeza.

—Tú te quedas a bordo, Ned. ¿Qué te parece si enciendes la caldera? Para eso no necesitas llevar las botas —propuso Joe, consciente de que no quería estar sentado sin hacer nada.

A Ned se le iluminó la cara, como si se hubiera quitado un enorme peso de encima.

—No tenemos prisa para cargar la leña —continuó Joe—. Además, de todos modos tenemos que hacer una parada en Echuca o Moama para entregar a la niña a las autoridades. —Miró al bebé, que observaba a Mary con una mirada atenta, insólita para su edad.

—¿Cómo pudo rechazarla su madre? —Mary sacudió la cabeza, mientras miraba a la niña a los ojos—. Los niños son sagrados… una bendición… —Había pasado años deseando tener un niño, por eso le costaba aún más entender que alguien pudiera rechazar a su propia hijita indefensa.

—El destino nos ha traído a esta pequeña —dijo Joe, en un tono solemne.

—Los caminos del Señor son inescrutables —añadió Ned con delicadeza. Tenía la sensación de que una fuerza benévola lo había llevado hasta ahí, pues había tenido mucha suerte de topar con dos personas tan generosas como Mary y Joe.

—Tienes razón, Ned —contestó Mary—. La madre ha abandonado a su hija y la ha entregado a un futuro incierto. De no haber insistido tú en dormir en la orilla, no nos habríamos enterado de que la niña iba a la deriva en el río, en una tina.

—Y si no hubieras saltado al agua para salvarla, en el momento justo, ahora seguiría ahí —añadió Joe. Miró a la niña y supo con toda certeza que se habría ahogado. Había sobrevivido gracias a una serie de coincidencias increíbles, entre ellas que hubieran atracado justo en Boora Boora.

—Siempre he pensado que no somos los únicos responsables de nuestro destino —dijo Ned, y desvió la mirada hacia Mary—. Y ahora creo que esta niña está destinada a estar con vosotros.

Mary se quedó mirando a Ned. Sus palabras la habían dejado sin habla.

—¿Quieres decir que no deberíamos entregarla a las autoridades, Ned? —preguntó Joe, que ni siquiera se lo había planteado. Le habría encantado quedarse con la niña, pero sabía que era ilegal saltarse a las autoridades.

Ned se calló. Recordó su propia infancia, quería ahorrarle a la niña semejante destino… a todos los niños.

—Si la entregáis, la expondréis a una vida que podría ser mucho peor que seguir a la deriva en el río.

Mary y Joe se quedaron mirando a Ned con incredulidad. Pese a haber pasado épocas difíciles y haber andado escasos de dinero a menudo, ambos habían disfrutado de una infancia maravillosa, protegidos en el seno de la familia. Sin embargo, no todo el mundo tenía esa suerte, y por el tono era evidente que Ned hablaba de su amarga experiencia.

Mary se sintió responsable de aquel diminuto ser por instinto, pero al cabo de un instante se le ocurrió una idea horrible.

—Tal vez la madre cambie de pronto de opinión y quiera recuperarla —dijo. Le parecía terrible que alguien pudiera arrebatarle de nuevo a la niña después de haberle cogido cariño.

—Quedan más de mil seiscientos kilómetros hasta la desembocadura del Murray en el mar —dijo Ned—. Si la corriente hubiera llevado a la pequeña hasta allí sin que volcara la tina, habría muerto de hambre, y su cadáver habría quedado a la deriva en el mar. Me da la impresión de que su madre quería deshacerse de ella y evitar que alguien la encontrara e hiciera preguntas incómodas.

Mary abrió los ojos de par en par, horrorizada, y apretó al bebé contra su pecho.

Ned soltó un suspiro. En el fondo no quería pensar mal de la madre, pero ¿cómo iba a disculparle alguien por lo que había hecho?

—No conozco las circunstancias concretas, pero una mujer que da a luz a un bebé en la orilla solitaria de un río y luego pone al niño en una tina y lo lanza al agua, espera que el niño sea descubierto en el río o que sea expulsado al mar. En todo caso, seguro que no cuenta con recuperarlo. —Parecía que Ned estuviera pensando en su propia madre, que lo dejó en la calle como una molesta cría de gato, sin malgastar ni un solo segundo en pensar en él.

Mary miró a Joe.

—¿Nos atrevemos y nos la quedamos?

Joe vio la expresión de esperanza en los ojos de su esposa. Sabía que Mary nunca sería del todo feliz sin un hijo.

—Podríamos preguntar a las autoridades si podemos adoptarla —contestó.

—No es tan fácil como pensáis —intervino Ned—. Además, entretanto mandarán a la pequeña a un orfanato y tendrá que renunciar a vuestro cariño. —Ned hablaba de nuevo por experiencia propia. Corrían tiempos difíciles, así que muy pocas parejas querían adoptar a un niño. Por eso la gente adinerada que se lo podía permitir disponía de una amplia selección.

—¿Pero qué le decimos a la gente si nos quedamos a la niña? —preguntó Mary.

Joe, que aún no se hacía a la idea de estar planteándose en serio la posibilidad de quedarse con la niña, miró a Ned, que por lo visto tenía respuestas para todo.

—¿Tú qué opinas, Ned?

—Sois nuevos en la zona, ¿verdad? —preguntó Ned.

Joe y Mary asintieron.

—Entonces solo nosotros tres sabemos que no sois los padres biológicos de la niña. —Ned miró a Mary—. Y en cuanto a la gente… has dado a luz a la niña esta noche.

—¿Pero qué ocurre con Ezra Pickering? Ha visto que no estoy embarazada, y también Silas y Brontë Hepburn.

—Estabas sentada en la mesa del hotel cuando se presentaron los Hepburn —repuso Joe—. Seguro que no se dieron cuenta de si estabas embarazada. Y durante el encuentro con Ezra llevabas puesto un abrigo ancho.

Joe y Mary desviaron la mirada hacia la niña. Era tan pequeña, tan indefensa… y necesitaba urgentemente el amor de una persona. A Mary se le había despertado completamente su instinto maternal. Cuando Joe vio la expresión de ternura en los ojos de su esposa supo que ya le había cogido cariño al bebé.

Mary, con la mirada fija en la niña, susurró:

—Alguien te ha rechazado al nacer, pero Joe y yo te querremos con todo nuestro corazón mientras vivamos.

—¿Cómo queréis llamarla? —dijo Ned, sonriente, contento de que aquel ser diminuto se hubiera ahorrado una infancia sin amor como la que él había sufrido.

Mary alzó la mirada.

—Merece un nombre especial, sobre todo después de lo que ha vivido durante sus primeras horas de vida. —Sonrió—. A mí siempre me ha gustado Francesca. Un nombre bonito para una niña bonita.

En aquel momento, como si supiera que todo iba bien, la niña estiró las piernecitas, y una salió por debajo del pañuelo. Mary descubrió una marca en el muslo.

—Mirad esto —dijo—. Tiene una marca de nacimiento. —La señaló con el dedo—. Parece una estrella minúscula. —Miró a Joe y a Ned, y su sonrisa se volvió más amplia—. Enseguida he sabido que era especial. —Acarició la naricilla de la niña y continuó—: Francesca… Estrella… Callaghan. ¿Qué tal suena?

Ned y Joe sonrieron.

—Muy bonito —dijo Ned.

—Un nombre muy adecuado para una princesa —añadió Joe—. Nuestra princesita.