Mientras Francesca asistía al proceso judicial, Neal recogía madera en la orilla, cerca del lugar donde estaba anclado el Bunyip. Francesca le había explicado que Regina ahora necesitaba todo el apoyo posible, y Neal se había mostrado comprensivo, pero no había tenido fuerzas para participar en el proceso. Por suerte, solo le habían solicitado una declaración jurada por escrito.
Pese a que no iba a hacer ningún viaje, Neal debía abastecerse de madera para encender la caldera y que hubiera suficiente agua caliente para bañarse. Además, así se distraía y no pensaba en el destino de Monty o en que había intentado matarlo.
En la orilla había multitud de árboles caídos y ramas gruesas que Neal llevaba al barco para cortarlas allí, o las cortaba allí mismo y luego las llevaba a bordo. Estaba buscando con la vista otra rama gruesa cuando de pronto avistó un cuerpo inerte en la orilla. En un primer momento supuso que se trataba de un borracho o una víctima de asesinato, pero cuando aguzó la vista vio a Jock McCree.
—Jock —dijo, y lo sacudió por los hombros. Estaba muy sucio, pero no presentaba heridas visibles. Neal llegó a la conclusión de que tal vez hubiera fallecido por una enfermedad mortal, hasta que vio la botella vacía a su lado.
Hacía muchos años que se sabía que Jock era un borracho. No tenía un alojamiento fijo ni parientes. A menudo importunaba a la gente para pedir dinero o comida, pero Neal se había mostrado indulgente con él. Jock sabía contar anécdotas divertidas porque había tenido una vida llena de cambios y aventuras, o por lo menos eso decía. Si uno decidía creerle, de joven había hecho fortuna dos veces en los yacimientos de oro y la había perdido, que es una hazaña considerable que pocos consiguen. Afirmaba que la primera fortuna la había perdido en el juego y las mujeres, y la segunda por lo visto se la robaron. La mayoría de la gente consideraba que Jock era un fanfarrón con una imaginación extraordinaria porque siempre adornaba sus historias, y cuanto más borracho estaba, más exageraba.
Al ver que no reaccionaba a las sacudidas, Neal se preocupó mucho. Puso a Jock boca arriba y le colocó la mano en el pecho para sentirle el pulso.
—Jock —dijo, con insistencia.
—No grites tanto —protestó de pronto el viejo vagabundo, con su marcado acento escocés—. Estoy de resaca.
Neal soltó un suspiro de alivio.
—Me has dado un susto de muerte, Jock. Vamos, levántate —dijo.
—Eh, ¿qué haces, compañero? —dijo Jock, enojado, y rechazó la mano de Neal, que se asustó al sentir las manos del viejo como témpanos de hielo. Vio que a Jock le salían los dedos de los pies por los agujeros de los calcetines y los zapatos
—Déjame en paz —gruñó Jock, que volvió a recostarse.
Vestía un traje raído y mugriento. Debajo de la chaqueta llevaba una camisa con el cuello deshilachado y un suéter agujereado. A Neal le parecía un milagro que Jock no hubiera cogido una pulmonía, pues por la noche podía hacer mucho frío.
—Vamos, Jock, parece que necesitas un té caliente y algo de comer.
Jock lanzó varios improperios que Neal no se tomó personalmente. En cambio, lo arrastró por las piernas. El anciano gemía como si se le partieran los huesos rígidos.
—Apestas, Jock —dijo Neal—. ¿Cuándo fue la última vez que te bañaste?
—Chico, el río está helado —replicó Jock.
—Aj —exclamó Neal cuando de nuevo le llegó su aliento.
—Yo también tengo sentimientos, ¿sabes, compañero? —exclamó Jock, irritado.
—Pero por lo visto ya no tienes olfato —replicó Neal.
Jock se encogió de hombros.
—No conozco a ninguna señora a la que pueda impresionar. Al contrario que tú.
—En tu caso ya está bien, y yo ya he encontrado a la mujer de mi vida.
—¿Me estás tomando el pelo, compañero? Un tipo guapo como tú siempre tiene varios pasteles en el horno.
—Eso ya pasó. Ahora estoy casado.
—¿Casado?
—Exacto. Con la chica más preciosa del mundo.
Cuando Neal llegó a bordo del Bunyip, puso a hervir té.
—Aquí hay mucha agua caliente, puedes darte un baño en cuanto hayas comido algo —dijo.
Jock levantó la barbilla sin afeitar.
—También podría afeitarme un poquito —dijo.
Neal casi sonrió ante su torpe insinuación.
—Puedes utilizar mi navaja de afeitar.
Tras servir dos tazas de té, Neal cortó dos rebanadas de pan gruesas y un buen trozo de queso y se dispuso a disfrutar del agua caliente en la bañera.
—¿No tendrás por casualidad un chorrito de ron para el té, compañero? —le gritó Jock.
—No —contestó Neal—. Tienes que bebértelo así, pero te sentará bien.
Jock murmuró una maldición, pero le dio un sorbo, agradecido, al té caliente. Neal había visto que Jock se había abalanzado sobre el pan y el queso, como si no se hubiera metido nada en el estómago durante días.
Cuando la bañera estuvo llena, Neal lo llamó.
—Deja la ropa en el suelo —dijo—. Te dejaré algo limpio para ponerte cuando estés listo.
Mientras Neal rebuscaba en su ropa y en algunas bolsas de ropa vieja que Teddy le había dejado, oyó que Jock suspiraba de placer al deslizar su cuerpo congelado en el agua caliente.
Neal sonrió, satisfecho porque el viejo pudiera calentar sus huesos maltrechos. Sacó una camisa, unos pantalones, una de sus chaquetas y un suéter de Teddy.
—¿Qué pie calzas? —le gritó a Jock.
—Ni idea, compañero —repuso Jock—. Tengo unos pies muy pequeñitos, pero si tus zapatos me van grandes puedo meterles papel de periódico.
Neal sacudió la cabeza. Volvió a entrar en el baño y levantó del suelo con la punta de los dedos la ropa desgastada de Jock para dejarla caer en una bolsa.
—Espera, compañero —dijo Jock. Agarró la chaqueta y vació los bolsillos.
—¿Estas son tus cosas de valor, Jock? —preguntó Neal, divertido.
—Son mis amuletos, compañero —contestó Jock—. Sin ellos hace tiempo que sería hombre muerto.
—¿Y qué tipo de amuletos son? —preguntó Neal, sorprendido de que un anciano llevara encima tantos talismanes.
Jock le enseñó una maloliente pata de liebre y un objeto verde cubierto de mugre. Neal arrugó la nariz, asqueado, y le preguntó a Jock qué le pasaba con el objeto verde, que parecía un broche. Jock lo sumergió un momento en el agua para quitarle la suciedad. Cuando Neal observó con más atención el broche, se le desencajó el rostro.
—¿Dónde lo has encontrado, Jock? —preguntó, asombrado.
—No lo he encontrado, compañero —repuso Jock, sorprendido ante la reacción de Neal.
—¿Te lo ha dado alguien?
—No lo he robado, si es lo que estás pensando. Me ha protegido de morir ahogado —dijo Jock, y recordó que el dueño anterior no había tenido tanta suerte.
—Más vale que me expliques cómo ha llegado hasta ti —dijo Neal.
La sala de audiencias en la que tenía lugar el proceso contra Monty estaba abarrotada. Toda la comunidad forcejeaba por conseguir un sitio, y los que no lo habían conseguido esperaban fuera la sentencia. Muchos vieron, atónitos, que Francesca estaba sentada junto a Regina; también Joe, acompañado por Lizzie y Ned.
Al cabo de hora y media en la que tomaron declaración a los testigos, el juez Richter Gleeson ordenó una breve pausa. El abogado defensor de Monty había conseguido permiso para que Regina y Francesca pudieran hablar unos minutos con Monty antes de que subiera al estrado. Varios testigos habían declarado ya, entre ellos Sol Baxter, trabajador temporal en una mina, al que Monty había comprado por un buen importe una barra de dinamita. Harry Marshall había declarado que Monty lo contrató para darle los trayectos entre Echuca y Moama. Tres granjeros coincidieron en declarar que Monty había estado merodeando por sus terrenos, cerca de la orilla. Los tres indicaron que Monty había estado observando el Ofelia, pero William Randall, el abogado de Monty, protestó porque solo eran suposiciones.
Además, seis miembros de la comunidad fueron llamados al estrado para declarar sobre la conducta de Monty durante los días previos a la explosión. Dos eran arrendatarios de tiendas propiedad de los Radcliffe. Declararon que Monty no acudió a las reuniones de negocios y que saltaba a la vista que tenía grandes preocupaciones personales. El abogado Randall protestó de nuevo porque se trataba de meras conjeturas.
Luego, varios clientes habituales del hotel informaron de la extraña conducta de Monty: exagerado consumo de alcohol, agresividad, carácter antojadizo. A algunos les costaba declarar en contra de Monty, pues era querido y gozaba de un gran respeto. No obstante, parecía que Monty podía renunciar a toda esperanza de obtener comprensión por parte del juez.
Francesca también figuraba en la lista de testigos, pero había alegado tener intereses en la causa, por lo que su declaración no sería de ayuda para la lectura de las conclusiones fiscales. La acusación renunció a ella porque Monty no negó los cargos que se le imputaban. Al contrario, confesó haber actuado movido por los celos para ahorrarle a Francesca el martirio de un interrogatorio judicial, aunque su abogado le aconsejó que no lo hiciera. Cuando llevaron a Monty, esposado de pies y manos, a una antesala, Regina ya no pudo contenerse más.
—Voy a contarle al juez que Francesca es mi hija y que te oculté la verdad —le dijo a Monty—. Si el juez tiene en cuenta las circunstancias, tal vez sea más benévolo. Le diré a William que me llame como testigo.
—No es necesario, madre —repuso Monty, abatido.
—Claro que sí, y voy a hacerlo —contestó Regina—. No puedo asistir al proceso de brazos cruzados, sin ayudarte.
—He cometido una atrocidad, madre, y no permitiré que pagues por ello… o el padre de Francesca. Ella decidió ocultarle a Joe que eres su madre biológica, y debemos respetarlo.
—Pero no a costa tuya, Monty —dijo Regina, desesperada—. Lanzó una mirada suplicante a Francesca.
Pese a que Francesca tenía muy en cuenta el estado anímico de su padre, la muerte de Monty era un precio mucho más alto.
—Te salvará la vida, Monty. Le diré la verdad a mi padre —le comunicó Francesca—. No mereces ser ahorcado por un acto irreflexivo.
—Agradezco tu generosidad, Francesca, pero he pensado mucho en lo que hice. No sé qué me ocurrió. Era como si me hubiera transformado en otra persona. Pero no puedo eludir la responsabilidad de mis actos. No tenéis que pagar por mi imprudencia. Yo ya he aceptado mi destino, de modo que os ruego que me dejéis hacer lo correcto, con dignidad.
—No, Monty, no quiero perderte —exclamó Regina, que se dejó caer sobre las rodillas, llorando.
Francesca advirtió que la fachada que tanto le había costado mantener a Monty se venía abajo al ver cómo sufría su madre. Miró a un rincón para no perder la compostura. Vio con claridad que intentaba conservar las fuerzas por ella, pero Francesca vio que la horca le daba pánico. Seguía llevando esposas, pero se inclinó y ayudó a Regina a levantarse.
—Tengo que volver a la sala, madre. Por favor, no te culpes por lo que he hecho. Soy un hombre adulto, el único responsable de mis actos. Pero estoy contento de que padre no tuviera que vivir mi deshonra. Te lo ruego, piensa siempre en los buenos tiempos que hemos pasado, y no olvides que te quiero. —Hizo un amago de sonreír, pero tenía los ojos bañados en lágrimas y le temblaban los labios. Miró a Francesca—. Que te vaya bien, mi hermana pequeña —susurró.
—Oh, Monty —dijo Francesca, y le dio un abrazo—. Te quiero.
—Yo también te quiero —contestó él en voz baja—. Por favor… —Tuvo que luchar consigo mismo antes de seguir hablando—. Cuida de Regina, te necesitará. —Miró un instante a su madre—. Y prometedme estar siempre juntas.
Mientras el vigilante volvía a llevar a Monty a la sala, Regina rompió a llorar en el hombro de Francesca.
Cuando llamaron a Monty al estrado, dio una descripción breve y sobria de sus actos según el protocolo. Regina y Francesca se emocionaron al ver que mostraba tanta valentía, y al mismo tiempo les preocupaba que estuviera dispuesto a aceptar su condena, sin intentar ablandar al juez. Si no hubiera tenido a su hija al lado, Regina tal vez habría contado la verdad a gritos. Fran intentaba consolarla, pero también estaba como paralizada por el miedo.
Monty declaró con dignidad y calma al juez que los celos lo convirtieron en otra persona sin sentido común. Describió cómo planeó el ataque al Ofelia. Luego explicó que no tenía nada personal contra Neal Mason, al contrario, lo consideraba un hombre honrado. Confesó que solo se trataba de Francesca. Dijo que ya en su primer encuentro sintió que tenían un vínculo especial, pero que no pudo aceptar que no surgiera una relación amorosa de allí. Omitió el hecho de que entretanto se había enterado de que eran hermanos.
—He cometido una injusticia horrible, y un hombre a muerto por mis actos —dijo—. En el caso de Neal Mason habría sido una persona inocente, pero resultó ser un ladrón, y ahora todos sabemos que ese ladrón era Silas Hepburn. Asumo toda la responsabilidad de su muerte. Aunque no pretendo ganarme las simpatías del juez, solicito que se tenga en cuenta que hasta este crimen siempre he sido un hombre de fama intachable, que gozaba de un gran prestigio y respeto en la comunidad. —Las siguientes palabras fueron muy difíciles de pronunciar—: No me gustaría que mi madre quedara aislada por mi culpa, y espero que el juez sea clemente.
—Abandone el estrado, señor Radcliffe —le ordenó el juez Gleeson cuando finalizó su declaración.
Monty fue conducido de nuevo hasta su abogado. El humillante trayecto por el suelo de madera de la sala fue muy lento por las esposas. El tintineo y el ruido metálico era lo único que se oía en el silencio tenso que se había producido en la sala.
—¿Tiene algo que añadir a la declaración de su cliente, señor Randall? —preguntó el juez Gleeson.
William Randall se levantó.
—Su Señoría, dado que mi cliente no asesinó a Silas Hepburn premeditadamente, solicito al jurado que retire la acusación de homicidio. —Con un poco de suerte, Monty solo se enfrentaría a una larga condena en prisión, pero no a la soga.
—Tendré en cuenta su solicitud, señor Randall.
A continuación, el juez se retiró diez minutos a su despacho. A todo el mundo le parecieron los diez minutos más largos de la historia de la humanidad.
—No soporto más la espera —dijo Regina en el momento en que el juez regresaba y los ujieres rogaban que los presentes se pusieran en pie.
Cuando el juez hubo ocupado su sitio, los presentes también volvieron a sentarse. Francesca apretaba la mano de Regina para animarla.
—Por favor, ¿puede pedirle a su cliente que se levante?
—Sí, su Señoría. —William se volvió hacia Monty, que obedeció, blanco como la pared y con una expresión resignada en el rostro.
Tanto Francesca como Regina intentaron prever la sentencia del juez Gleeson por el tono de su voz, pero Gleeson mantuvo la objetividad como un profesional. No les quedaba otra opción que esperar a la sentencia.
El juez se aclaró la garganta.
—Después de oír todas las pruebas y la declaración del acusado, he dictado sentencia para este proceso. —Miró a Monty, que estaba de pie con la cabeza gacha.
En la sala reinaba un silencio absoluto, y el juez Gleeson tenía una expresión severa.
—Montgomery Arthur Radcliffe, ha confesado haber planeado premeditadamente el asesinato de Neal Mason. Su plan provocó la muerte de Silas Hepburn, fuera premeditada o no. Por ese motivo no voy a retirar la acusación de homicidio. Ha actuado por egoísmo, y, aunque ha mostrado arrepentimiento, el juez no tiene más elección que ordenar la pena de muerte.
Regina soltó un alarido.
El juez dio unos golpes con el martillo.
—¡Silencio en la sala! —Cuando se terminó el alboroto, solo se oían los leves sollozos de Regina cuando Gleeson anunció—: Lo condeno a morir en la horca por el asesinato de Silas Hepburn.
—¡No! —gritó Regina, y se dejó caer contra Francesca, que la sujetó, mientras a ella también le corrían lágrimas por las mejillas.
Joe estaba sentado detrás de su hija. Se inclinó hacia delante y le susurró:
—Vámonos de aquí. —Aborrecía ver sufrir a Francesca; al fin y al cabo, no servía de nada ver cómo Monty veía la muerte por horca ante sus ojos cuando hubieran determinado el día de la ejecución.
Francesca sacudió la cabeza.
Mientras el juez Gleeson se disponía a abandonar la sala, de pronto se abrió la puerta trasera y apareció Neal con Jock McCree, que parecía un hombre nuevo. La chaqueta y los pantalones estaban limpios, aunque no le quedaran del todo bien; la barba mal afeitada había desaparecido, y llevaba el pelo peinado hacia atrás. Los presentes tardaron unos instantes en reconocerlo.
Como la sentencia ya había llegado a oídos de la multitud que esperaba fuera, Neal temía haber llegado demasiado tarde.
—¡Disculpe, su Señoría! —gritó, cuando el juez se disponía a levantarse—. ¡Silas Hepburn no murió en la explosión del Ofelia!
Se oyó un tumulto en la sala abarrotada.
—¡Silencio! —gritó el juez Gleeson, que volvió a dar golpes con el martillo—. Me temo que el período de presentación de pruebas ya ha terminado, señor —le dijo a Neal, visiblemente irritado—. Cualquier otra interrupción será considerada un desacato a la autoridad y castigada con la detención.
—Me llamo Neal Mason, su Señoría. Soy el hombre al que quería matar Monty Radcliffe.
—Ya sé quién es.
—Entonces seguro que coincidirá conmigo, señor, en que sería la última persona que le presentaría pruebas exculpatorias al juez. —Neal lanzó una breve mirada al rostro bañado en lágrimas de Francesca y ya no tuvo dudas de que estaba haciendo lo correcto. Para él, su felicidad lo era todo.
—¿Y eso qué significa? ¿Acaso puede probar que el señor Hepburn no se encontraba a bordo del Ofelia en el momento de la explosión? —Como en el agua y en los aledaños no se encontraron ni el cadáver ni sus restos, el juez no podía hacer caso omiso de una posible contraprueba.
—Tengo un testigo y una prueba, su Señoría —contestó Neal.
—Preséntese ante el tribunal con su testigo.
Neal se plantó con Jock delante del juez.
—Este es Jock McCree, su Señoría.
El juez observó a Jock un momento.
—No lo dirá en serio, señor Mason —contestó. Como Jock ya había estado frente al tribunal varias veces por pequeñas infracciones, como embriaguez y conducta indecorosa, el juez Gleeson lo conocía.
—Lo digo completamente en serio, su Señoría —afirmó Neal.
—Muy bien. —El juez Gleeson miró al ujier—. Lleve al señor McCree al estrado y tómele el juramento.
Cuando Jock hubo prestado el juramento y el juez hubo ordenado silencio en la sala, indicó a William Randall que empezara con el interrogatorio.
Neal se inclinó un momento hacia William y le susurró algo.
—Por favor, explíquenos lo que ocurrió la noche en que explotó el Ofelia, señor McCree —empezó William.
Jock carraspeó.
—La noche de la explosión estaba en la orilla del río, disfrutando de un traguito de ron.
Se oyeron risas en la sala, y el juez hizo sonar de nuevo el martillo y lanzó a Neal una mirada que dejaba claro que le parecía una pérdida de tiempo haber llamado a Jock al estrado de los testigos.
—Vi que el señor Hepburn subía a bordo del Ofelia e incluso había soltado las velas. Lo llamé a gritos.
—¿Para qué? —preguntó William.
—Quería pedirle un pequeña limosna —contestó Jock—. Para meterme algo en el estómago, ¿comprende? —añadió, y se volvieron a oír risas—. Oí que el señor Hepburn blasfemaba, y luego salió a la cubierta. Me preguntó si sabía algo de barcos de vapor. Le dije que sí. Antes era capitán, pero de eso hace mucho tiempo.
—Vaya al grano, señor McCree —le instó el juez Gleeson con impaciencia.
Jock puso cara de afligido.
—¿Y qué cree que estoy haciendo?
—Entonces hágalo más rápido —replicó el juez.
Jock continuó.
—El señor Hepburn me pidió que me hiciera cargo del timón y fuera río arriba. Y eso hice. Durante el trayecto, el señor Hepburn me dijo que debía ir a la cubierta inferior. Me siguió, de pronto me agarró de la chaqueta y me llevó a la borda. Al principio no sabía ni qué había pasado, pero luego vi claro que me quería tirar por la borda, al río.
—¿Lo consiguió? —preguntó William.
—Casi, pero pude agarrarme a su chaqueta. Estaba fuera de sí y empezó a pegarme. Entonces, de pronto la borda se rompió, así que yo me quedé boca abajo, pero me lo llevé conmigo.
—¿Está completamente seguro?
—Sí. Ese canalla cayó al agua conmigo.
—Cuide su expresión, señor McCree —le ordenó el juez, pero a Jock no pareció impresionarlo—. ¿Y cómo puede probar que el señor Hepburn realmente cayó al agua con usted?
Jock sacó una bolsa de la chaqueta.
—Con esto, señor. —Abrió la mano y dejó un broche sobre el mostrador del juez. El juez Gleeson lo reconoció enseguida.
—¿Cómo ha llegado a sus manos? —inquirió.
—Cuando Silas intentó tirarme por la boda, me agarré a él, muerto de miedo, y debí de arrancárselo de la chaqueta. Cuando caí al agua, se me metió en la camisa. Luego, en la orilla, noté que me picaba algo.
El emblema era un trébol verde con la letra S grabada. Del prendedor colgaba un jirón de tela. Silas siempre llevaba ese broche en el reverso del traje, lo sabían todos los habitantes de la ciudad, también el juez.
—Da suerte. Estoy convencido de que me ha salvado la vida —dijo Jock.
El juez lo miró, dudoso.
—¿Se encuentra en la sala la antigua señora Hepburn? —Se volvió hacia los presentes.
Henrietta se levantó.
—Soy yo, señor. Mi nombre es Henrietta Chapman.
—¿Podría acercarse, señora? —le rogó el juez Gleeson.
Henrietta se acercó al estrado. Gleeson le enseñó el broche.
—¿Puede identificar el emblema? —le preguntó.
Henrietta lo observó.
—Sí, señor. Este broche pertenece a mi exmarido. Lo encargó en Melbourne, es una pieza única.
—Muchas gracias, señora. Puede regresar a su sitio. —El juez se volvió de nuevo a Jock—. ¿Sabe lo que le ocurrió al señor Hepburn cuando cayó al agua?
—Le oí pedir ayuda a gritos, pero no tenía intención de salvarlo después de haber querido matarme. —Jock puso cara de consternación—. Pero ahora no tendré problemas por eso, ¿verdad compañero?
—No, señor McCree. Y, por favor, no me llame compañero.
—Perdone, comp… eh, señor.
—¿Tiene motivos para declarar que el señor Hepburn se ahogó?
—A mí ya me costó Dios y ayuda llegar a la orilla, no sé nadar. Y el agua estaba helada.
—Silas tampoco sabía nadar —intervino Henrietta. Pensó que el juez dudaba de la declaración de Jock McCree.
El juez Gleeson arrugó la frente. El abogado defensor se acercó a él y le dijo algo en voz baja, pero Jock no lo oyó. El abogado hizo saber al tribunal que unos días antes se había descubierto un cadáver en Morgan. Por lo visto llevaba mucho tiempo en el agua. Aún no había sido identificado, pero se trataba de un hombre de entre cuarenta y cuarenta y cinco años. El juez comprendió enseguida que la descripción encajaba a la perfección con Silas Hepburn.
—Por lo tanto, solicito que sea desestimada la acusación de homicidio —dijo William Randall.
—Se acepta la petición —anunció el juez Gleeson, que obviamente deseaba tener otra opción.
Regina gritó de alegría. Monty hundió la barbilla en el pecho. Cerró los ojos, soltó aire, aliviado, y luego miró a su madre.
Joe le dio un golpecito en el hombro a Francesca. Ella se dio la vuelta y le dedicó una tímida sonrisa, pero él vio lo duros que le habían resultado los acontecimientos del día.
—¡Silencio! —gritó el juez—. El proceso será sobreseído cuando la señorita Chapman identifique el cadáver que habrá ido río abajo. Además, se mantendrá la acusación por daños materiales…
—Disculpe la interrupción, su Señoría —dijo Neal en voz alta—. Me gustaría retirar mi denuncia contra el señor Radcliffe por daños materiales.
—¿Está usted seguro, señor Mason?
—Sí, su Señoría.
Monty miró a Neal desconcertado. El juez dio por anulados todos los cargos contra él y lo dejó en libertad.
Francesca se tiró al cuello de Neal.
—Oh, Neal, te quiero —dijo.
Regina fue corriendo hasta su hijo y lo abrazó en cuanto el agente le quitó las esposas de las manos y los pies. Lloraba sin freno de felicidad.
Monty enseguida se vio rodeado por un tumulto de reporteros, pero se abrió camino hasta Neal, que estaba abrazado a Francesca.
—Le debo la vida —dijo.
—A fin de cuentas, no podía dejar que lo ahorcaran por algo de lo que no es responsable —contestó Neal.
—¿Pero por qué ha retirado la denuncia por daños materiales? Sea como fuere, hice saltar su barco por los aires.
Neal lo sabía muy bien.
—Mi misión en esta vida consiste en hacer feliz a mi esposa —replicó, y lanzó una mirada profunda a los ojos azules de Francesca.
—Aunque tal vez no me crea, les deseo toda la felicidad del mundo —dijo Monty.
—Neal sabe que eres mi hermano —intervino Francesca.
Monty asintió.
—Está bien. Tal vez usted no lo sepa, Neal, pero después de retirar la denuncia, su seguro se negará a pagar, sobre todo si no se lo ordena una autoridad superior. Por eso quiero que sepa que yo correré con los gastos del barco nuevo. Será la embarcación más bonita de todo el río, la mejor, se lo prometo. Siempre estaré en deuda con usted. —Miró a Francesca—. Es usted un hombre afortunado, Neal, pero se lo merece de verdad. Sé que las palabras se las lleva el viento, pero me arrepentiré toda la vida de lo que hice.
Neal sabía que lo decía de corazón, y le ofreció la mano a Monty, que se esforzaba por contener las lágrimas de la emoción. Luego le estrechó la mano.
—Yo también se lo agradezco de todo corazón, Neal —intervino Regina, que apoyó una mano sobre los dos hombres—. Vámonos a casa, hijo. —Agarró a Monty del brazo, y juntos abandonaron la sala de audiencias.
Francesca los miró, sonriente.
—Los dos han cometido errores, Neal, pero en el fondo tienen buen corazón. Merecen una segunda oportunidad.
—De no haber pensado en tu generosidad, tal vez habría reaccionado mal y no habría traído a Jock, Francesca.
—Pero lo has hecho, Neal. Tienes un gran corazón. Mira el ejemplo de tu hermana. Tras la muerte de vuestros padres sacrificaste tu felicidad por estar ahí para ella.
Neal contempló el rostro sonriente de Francesca, y el corazón le explotó de amor.
—Me gustaría invitarte a una cena muy especial esta noche, señora Mason —dijo.
—Eso suena muy misterioso, pero, a decir verdad, prefiero un baño en la bañera. Espero que haya suficiente agua caliente a bordo.
Neal recordó el caos que Jock había dejado en el baño y en la cantidad de agua caliente que había consumido. Además, acababa de sacar la ropa apestosa de Jock del barco.
—¿Estás enfadada, Francesca? —preguntó.
—¿De dónde lo has sacado? —el tono compungido la sorprendió.
Neal miró a Jock.
—Hace unas horas me he encontrado a Jock en la orilla. Olía peor que un pescado podrido…
Francesca arrugó la frente.
—Neal, no habrás…
Él asintió, en silencio.
Francesca hizo una mueca, pero enseguida volvió a sonreír.
—Tienes suerte de que esté de tan buen humor.
Joe, Ned, Lizzie y Henrietta se acercaron a ellos. Todos llevaban el alivio reflejado en el rostro.
—¿Podría reservarnos esta noche una mesa en el comedor del hotel Bridge, Henrietta? —preguntó Francesca.
—Por supuesto. ¿Solo para usted y Neal?
—No. —Francesca contó mentalmente—. Para seis personas en total.
—Muy bien. Les prepararé un vino especial.
Neal la miró confuso.
—¿Por qué para seis personas?
—Tú y yo… Ned… papá y Lizzie, que tiene que celebrar su compromiso… y Jock.
—¡Jock!
—Sí. Creo que estamos en deuda con él.
Neal sonrió.
—¿De verdad sabes lo mucho que te quiero? —dijo.
—Sí, hoy lo has demostrado —contestó Francesca—. Hoy también podríamos brindar por vuestra futura boda —les dijo a continuación a Joe y Lizzie, cuando salían todos juntos del juzgado.
—Aún quedan unas horas hasta entonces —dijo Joe—. Podríamos ir a pescar con el Marylou mientras tanto.
—Solo piensas en pescar, papá —le tomó el pelo Francesca—. Me pregunto si Lizzie ya está harta de ti.
—Me gusta la pesca tanto como a Joseph —dijo Lizzie.
—A mí también —dijo el viejo Jock—. Siempre y cuando haya una botellita de ron a bordo.
Ned soltó una carcajada.
—Creo que podremos arreglarlo.
Mientras todos se encaminaban hacia el muelle, Francesca se agarró del brazo de Neal, se puso de puntillas y le dio un beso.
—Será mejor que aleje a mi marido de vosotros —les dijo a los demás—. De lo contrario se le contagiará vuestro entusiasmo por la pesca.
—Ya lo hemos entendido… —respondió Joe, entre risas, y se fue con los demás.
—Tienes que hacer lo que puedas para que no piense en pescar —dijo Neal con picardía.
—Se me ocurre algo —contestó Francesca en voz baja—. Vamos a pasar solos las próximas horas en el Bunyip.
Neal sonrió.
—Muy buena idea.