34

—¿Por qué no se lo ha dicho a Francesca? —preguntó Henrietta, en tono de reproche.

—Me daba miedo su reacción —confesó Neal—. Aunque me diera la oportunidad de hablar con ella, probablemente la he perdido para siempre.

—Debería prepararse para algo así —contestó Henrietta, que no quería que saliera airoso tan fácilmente. A menudo los hombres eran los peores enemigos de sí mismos, como bien sabía ella.

—¡Por favor, dígame dónde está Francesca! —suplicó Neal.

Al poco tiempo estaba corriendo hacia la estación. Ya oía el pitido de la locomotora de vapor, lista para partir hacia Melbourne, y sintió un nudo en la garganta. Cuando llegó a la estación, el revisor estaba comprobando el billete del último pasajero que subía. Neal apartó a la gente a un lado y subió de un salto a un vagón.

—¡Eh! —gritó el revisor, que salió tras él—. ¿Dónde está su billete?

Neal siguió atravesando los vagones adicionales en busca de Francesca. Vio que un segundo revisor corría por el andén, le observaba por la ventana y le gritaba algo, pero Neal no le hizo caso. No iba a permitir que el tren se fuera con Francesca.

Cuando llegó a la puerta del último compartimento, vio a Francesca acurrucada y llorando en un asiento de un rincón. Corrió hacia ella, pero oyó los pasos del revisor por detrás.

Cuando Francesca vio a Neal, abrió los ojos de par en par.

—¡Déjame en paz! —le gritó, furiosa. Los demás pasajeros se volvieron hacia ella, asombrados.

Neal la cogió en brazos sin vacilar y corrió con ella hasta el final del tren, donde saltó a los raíles para no caer en las garras del revisor en el andén.

—¿Qué estás haciendo? —dijo Francesca, fuera de sí—. ¡Bájame ahora mismo!

El revisor, que había seguido a Neal por el tren, miró hacia fuera por la puerta abierta del compartimento.

—¿Va todo bien, señorita?

—Se dice «señora» —contestó Neal con un grito—. Es mi esposa.

—No, no lo soy —repuso Francesca—. ¿No ve que me están raptando? —le gritó al revisor, furiosa porque Neal se la hubiera llevado sin más—. ¡Llame a la policía!

—Francesca, por favor, escúchame solo cinco minutos —suplicó Neal—. Si luego sigues queriendo dejarme, mañana puedes subir al tren sin que yo te lo impida. Por favor.

Francesca miró al revisor, que sacudía la cabeza al comprender que se trataba de una discusión de pareja.

—Tenemos que irnos —dijo, tras echar un vistazo al reloj de bolsillo—. ¿Aún quiere que llame a la policía?

Francesca sacudió la cabeza, y Neal suspiró aliviado.

—Da igual lo que digas, nada hará cambiar mi decisión —dijo ella, mientras luchaba por contener las lágrimas—. Solo conseguirás retrasar lo inevitable.

—Tal vez tengas razón —contestó Neal, que la bajó al suelo mientras el tren partía. En aquel momento les cayó un aguacero encima. Neal se quitó el abrigo de Teddy, se lo puso a Francesca sobre los hombros y la colocó en el andén de enfrente. Cuando él estuvo también acomodado, le agarró la mano, y se fueron corriendo hacia el paseo marítimo. Francesca supuso que Neal quería ponerse a cubierto en algún lugar para hablar, de modo que se quedó completamente atónita cuando se acercaron al burdel y Neal abrió la puerta de entrada.

—¡No voy a entrar! —exclamó—. ¡Nunca! ¿Te has vuelto loco?

Sin decir nada, Neal la acercó a la puerta de entrada y llamó.

—Por el amor de Dios, Neal —dijo Francesca, que intentaba contener las lágrimas de rabia—. Suéltame. —Intentó apartar la mano, pero él la tenía bien sujeta.

—Confía en mí, Francesca. No tengo intención de humillarte.

—Estar aquí ya es lo bastante denigrante —escupió Francesca, cuando de pronto se abrió la puerta.

La sonrisa en el rostro de la mujer que estaba en la puerta se desvaneció al ver a Francesca, y se cerró el camisón.

—Neal, pensaba que eras… —Se mordió la lengua—. Esta noche no ha pasado nada —continuó—. ¿Qué haces aquí?

—Hola, Bridie. Es mi mujer, Francesca —la presentó.

Bridie se dio cuenta de que Francesca se sentía incómoda, pero hacía mucho tiempo que le daba igual lo que pensaran de ella los demás.

—Buenas noches —dijo ella, con un fuerte acento irlandés. Miró a Neal con la frente arrugada—. ¿Queréis pasar? —preguntó, sin pensar en por qué Neal había llevado a su esposa.

—Sí. ¿Gwendolyn está despierta?

—Creo que sí —contestó Bridie, y se apartó a un lado.

Francesca intentó soltarse de nuevo.

—¡No quiero conocer a tu amante! —masculló, pero Neal se limitó a agarrarla con más fuerza y la hizo entrar en la casa, mientras Bridie los observaba con aire de desaprobación. Neal empujó a Francesca por un pasillo mal iluminado, donde el olor a perfume barato lo impregnaba todo. Por las puertas abiertas a lo largo del pasillo echó un vistazo a las habitaciones oscuras y las mujeres apenas vestidas, y se le sonrojaron las mejillas de la vergüenza. Justo entonces salieron al aire libre por la puerta de atrás, bajo la lluvia, y se dirigieron a un pequeño edificio contiguo. Neal llamó a la puerta.

—Soy yo, Gwendolyn —dijo, mientras se subía el cuello de la camisa porque le estaba entrando agua.

—No puedo creer que me obligues a conocer a tu amante —dijo Francesca—. Pensaba que te conocía, pero por lo visto eres un perfecto desconocido, de lo contrario no me tratarías con tanta crueldad.

Neal giró la cabeza y la miró. Pese a la oscuridad, Francesca vio la expresión afligida en su rostro. Ya no entendía nada.

Entonces se abrió la puerta.

—Neal —dijo una voz aniñada. Francesca esperaba ver a otra persona en la habitación, ya que la voz no encajaba con la mujer a la que Neal estaba abrazando. Francesca sintió ganas de dar media vuelta y echar a correr, pero Neal la detuvo.

—¿Podemos pasar, Gwennie? —preguntó—. Está lloviendo a cántaros.

Gwennie soltó una risita y los dejó pasar. Neal arrastró a Francesca adentro y cerró la puerta. Llevaba la camisa completamente empapada, y estaba tiritando, pero Francesca estaba centrada en su entorno. Irritada, miró una colección de muñecos y apenas se dio cuenta de que Neal le estaba poniendo un vestido a la chica que les había abierto la puerta en camisón. Parecía una habitación infantil. Francesca pensó enseguida que tal vez la mujer que les había abierto la puerta tenía un hijo en común con Neal, aunque no era de esa clase, por mucho que quisiera aparentarlo. Ella era alta, llevaba el pelo rubio recogido en la nuca, y llevaba gafas con los cristales gruesos. Tenía el rostro inexpresivo, pero en sus ojos azules había un destello de ilusión.

—Gwendolyn, ya te he explicado que me he casado con una mujer llamada Francesca —dijo Neal, despacio y con claridad.

—Sí —contestó Gwen, que jugueteaba nerviosa con los dedos mientras no paraba de mover las piernas.

—Hoy la he traído conmigo para que os conozcáis —continuó Neal—. Esta es Francesca, mi esposa.

Francesca se quedó atónita al ver que Neal hablaba tan despacio y con frases tan sencillas. Pensó si Gwendolyn era sorda y le leía los labios.

Gwendolyn apenas miró a Francesca.

—¿Me has traído un regalo, Neal? —preguntó.

—Hoy ya has recibido un regalo mío. ¿No vas a saludar a Francesca?

Gwen lanzó a Francesca una mirada asustadiza antes de lanzársele al cuello y abrazarla con tanta fuerza que a Francesca le costaba respirar.

—Con suavidad, Gwennie —le recordó Neal, que veía el desconcierto de Francesca.

Cuando finalmente Gwendolyn la soltó, Neal miró a Francesca.

—Gwendolyn es mi hermana —dijo en voz baja.

Francesca no lo entendía.

—¡Tu hermana! —Era lo último que esperaba.

—Sí. Vive aquí. ¿No es cierto, Gwennie? —dijo Neal.

—Sí, vivo aquí.

—Gwennie cocina y limpia para las chicas —explicó Neal.

—Sé hacer sopa de patatas y de cebolla —dijo Gwennie—. ¿Te gusta la sopa?

—Eh… sí —tartamudeó Francesca. Poco a poco empezó a comprender que Gwendolyn tenía una discapacidad mental.

—También limpio el suelo —anunció Gwendolyn con orgullo—. Las chicas son mis amigas. Son buenas conmigo.

—Ahora tenemos que irnos, Gwennie —dijo Neal—. Estamos empapados de la lluvia y tenemos que cambiarnos para no resfriarnos. Pero nos veremos mañana. ¿Cierras la puerta?

—Sí, Neal, hasta mañana. —Sonrió como una niña—. Hasta pronto, Fran-ces-ca. ¿Mañana también vendrás? Entonces te enseñaré mis muñecos.

—Sí —contestó Francesca, sonriente, y salió de la habitación con Neal, aún tan sorprendida que no sabía qué pensar ni qué decir.

Entretanto había oscurecido del todo, pero había dejado de llover. Neal estuvo escuchando hasta que Gwendolyn pasó el pestillo del cerrojo por dentro antes de llevar a Francesca a una salida trasera que solo se podía abrir por dentro. La puerta se cerró con pesadez tras ellos. Agarró del brazo a Francesca y se encaminaron de regreso al Bunyip.

—Siento no haberte hablado de Gwendolyn antes —dijo Neal—. Estaba siempre esperando el momento adecuado, pero a decir verdad… no hacía más que eludirlo. Gwendolyn es el motivo de mis frecuentes visitas al burdel, el único motivo. Sé que tengo cierta fama con las mujeres, pero no me he acostado con ninguna de las chicas. Si no me crees, puedes preguntárselo tú misma, o a Lizzie.

—¿Por qué me has ocultado la verdad, Neal? Podrías haberme ahorrado mucho sufrimiento.

—Ya lo sé, pero al principio pensé que yo no te importaba y que no era necesario tener consideración contigo. Pero cuando surgió algo serio entre nosotros, tendrías que haberlo sabido. Perdóname. Tendría que haberte hablado de Gwendolyn.

—¿Te avergüenzas de ella?

—No. Quiero a Gwennie con todo mi corazón, pero a veces la gente puede ser cruel.

—¿Por qué vive en el burdel? —Francesca lo consideraba el lugar más inapropiado para alguien como Gwendolyn.

Neal puso cara de turbación.

—Mi madre murió hace once años, y mi padre poco después. Por aquel entonces yo acababa de comprar el Ofelia y tenía un montón de deudas. Tenía que trabajar hasta bien entrada la noche para devolver el préstamo. Quería que Gwendolyn viviera a bordo conmigo, pero aún era muy joven y le daba pánico el agua. Ahora ya tiene veintitantos años, pero los médicos dicen que mentalmente está en el nivel de una persona de doce años. Gwennie no comprende las medidas de seguridad de un barco, y como evita el agua, no hay manera de que aprenda a nadar. Aunque hubiera conseguido de alguna manera llevarla al barco, habría tenido miedo todo el tiempo de que cayera por la borda o de que le pasara algo y no poder cumplir con mi trabajo. Así que intenté encontrarle un trabajo y alojamiento en la ciudad, pero nadie quería contratarla.

—¿Y los familiares? ¿No tenéis un tío, o una tía?

—En Australia no tenemos parientes. Tengo algunos tíos en Inglaterra e Irlanda, pero nunca obtuve respuesta.

—¿Y cómo acabó viviendo en la parte trasera del burdel?

—Maggie y el resto de las chicas nos vieron varias veces por la ciudad cuando intentaba conseguirle un trabajo. Al final se acercaron a mí. A pesar de que algunas desprecian a las chicas, son cariñosas y amables, y tienen un gran corazón, como Lizzie. Le ofrecieron a Gwendolyn el cuarto trasero y prometieron ocuparse de ella. Como contraprestación, Gwennie hace las tareas domésticas. Como es propensa a la tos ferina, me tranquilizó saber que las chicas la cuidarían. Todo esto suena bastante extraño, lo sé, pero hasta ahora ha funcionado de maravilla. Las chicas duermen durante la mayor parte del día, y a Gwennie le gusta limpiar para ellas y cocinarles platos sencillos. Es un poco lenta, pero se dedica en cuerpo y alma, y Maggie tiene cuidado de que los hombres la dejen en paz. En cuanto anochece, se retira a su habitación y cierra la puerta. Es difícil que le pase algo, pero aun así siempre que le hago una visita le recuerdo que pase el pestillo de la puerta, por si un borracho se equivoca y llega hasta ella.

—Neal, perdona que te haya malinterpretado completamente —dijo Francesca. Se avergonzaba de sí misma.

—No es culpa tuya. Hasta hora no le había presentado a nadie a Gwendolyn. Al fin y al cabo, es responsabilidad mía, y eso asusta a algunas mujeres. Gwen también es el motivo por el que nunca he querido casarme ni tener hijos. Mi padre siempre me advirtió de que yo también podía tener un hijo discapacitado, aunque los médicos discrepan en ese aspecto. Quiero a Gwennie con todo mi corazón, Francesca, pero he vivido lo que han tenido que pasar mis padres. Gwennie es demasiado confiada, y a veces muy impetuosa en su necesidad de cariño, como sin duda habrás notado. No se le puede quitar el ojo de encima ni un segundo porque es ingenua como una niña. Nació cuando mi madre ya no contaba con tener otro hijo, y por aquel entonces mi padre ya estaba aquejado por su enfermedad. Aunque suene cruel, creo que Gwennie fue el motivo por el que ambos fallecieron tan pronto.

—No hay motivo para deducir de ellos que tendrás un hijo como Gwendolyn, Neal, pero, aunque así fuera, también lo querrías. Igual que yo.

Neal se quedó quieto y estrechó a Francesca entre sus brazos.

—De verdad que no sé qué he hecho para merecerte —dijo, emocionado—. No sabes cómo te quiero.

Francesca vio que Neal tenía los nervios destrozados. Los acontecimientos del día los habían afectado mucho a los dos. Se quedaron abrazados durante unos momentos.

—Ya que estoy confesando todos mis pecados —dijo Neal—, debo decirte algo más. Se trata de nuestra boda.

—Sé que es falsa, Neal, pero, por favor, no me digas que quieres anularla —contestó Francesca, de nuevo con lágrimas en los ojos—. Siento haber desconfiado de ti, pero no soportaría separarme de ti ahora.

Neal sacudió la cabeza.

—No me refiero a eso —dijo. Él tampoco quería perder a Frannie, bajo ningún concepto, pero tenía que poner de una vez por todas las cartas sobre la mesa—. Me gustaría que no hubiera más mentiras entre nosotros.

Francesca parpadeó, con las pestañas húmedas por las lágrimas. No tenía ni idea de lo que Neal quería decirle.

—Ya sabes que estuve en Moama para pedirle a un amigo que fingiera ser el cura en nuestro enlace.

Ella asintió.

—Bueno, pues no pude localizar a mi amigo. Me dijeron que se había ido a los yacimientos de oro.

—No entiendo… —dijo Francesca, asombrada—. ¿Entonces Jefferson Morris es otro amigo tuyo? ¿O un actor? —Había oído que en Moama había una compañía de teatro.

Neal le cogió la mano izquierda y contempló la alianza, que brillaba en la oscuridad. Pensó en cómo se había sentido cuando hizo los votos matrimoniales y le puso el anillo a Francesca. Había sido uno de los momentos más emotivos de su vida. Pese a que siempre había rechazado la idea de casarse, no esperaba enamorarse de una mujer como Francesca, y pronunció cada palabra desde el fondo de su alma.

—Jefferson Morris es un cura de verdad —dijo. Lanzó una mirada inquisitiva a Francesca—. Somos marido y mujer legítimos.

Francesca se quedó boquiabierta.

—¿Estamos casados de verdad?

Neal asintió. Esperaba un estallido de ira, se lo merecía.

—Fue un error no contarte la verdad antes de la boda. Sé que nos unimos en un matrimonio fingido para salvar a tu padre, pero en el fondo de mi corazón sentí que nos unía algo muy especial. Creo que tú sentiste lo mismo, sobre todo la noche que nos amamos por primera vez. Después supe que quería pasar el resto de mi vida contigo. Pero me ha costado muchas noches en vela confesarte lo de Gwennie. Creo que quería esperar hasta que te acostumbraras a mí… como tu marido. —Se calló un momento—. Cualquier juez lo consideraría, si es que quieres anular el matrimonio.

—¿Anularlo? ¿Te has vuelto loco? —Francesca se le lanzó al cuello y rompió a llorar de alegría. Recordó lo emocionado que estaba Neal durante el enlace, y le dio un salto el corazón de la alegría.

—¿Eso significa que no vas a dejarme? —preguntó Neal, que la abrazó con más fuerza.

—Tú intenta deshacerte de mí.

Las dos semanas siguientes pasaron volando. Neal y Francesca disfrutaron de su intimidad a bordo del Bunyip. Fue como una luna de miel. Estuvieron en la bañera, bebieron vino y contemplaron la puesta de sol o el amanecer. A veces se formaba una bruma sobre el río que a Francesca le gustaba especialmente, de modo que le pedía a Neal que fuera con ella a la cubierta y la cogiera en brazos. Se sentía como si vivieran en su propio mundo de felicidad. De vez en cuando iba a visitar a Gwendolyn, que cada vez se alegraba más de la compañía de Francesca. Cuando los transeúntes ponían cara de asustados al ver que llamaba a la puerta del burdel, Francesca se reía en silencio.

En una excursión a la ciudad, Francesca pasó a ver un momento a Henrietta, mientras Neal intentaba que la correduría de seguros respondiera a sus reclamaciones. Francesca quería agradecerle a Henrietta haberle dicho a Neal que estaba en el tren que se dirigía a Melbourne, y para devolverle el dinero que le había prestado. Además, quería explicarle que su pelea con Neal había sido por un malentendido. Pero Henrietta le contó que Neal ya la había puesto al corriente.

—De lo contrario no le habría dicho dónde estaba usted —dijo con una sonrisa Henrietta, que se alegraba de volver a ver a Francesca contenta—. Además —añadió—, Neal es uno de los pocos hombres que merece una segunda oportunidad.

Cuando Silas fue declarado muerto oficialmente, Henrietta heredó el hotel. Se dirigió a las autoridades y obtuvo su licencia de hostelería, con la que reabrió el Steampacket y el hotel Bridge. Además, le mencionó a Francesca que había tenido una reunión con Ezra Pickering y le había ofrecido apoyo económico para reconstruir su astillero. Él había aceptado, con la condición de que ella fuera socia.

—¡Es fantástico! Ahora Neal puede encargar la construcción de su barco nuevo —dijo Francesca, ilusionada.

—Sí. Y me alegro de utilizar con sentido el dinero de Silas —dijo Henrietta—. También voy a abrir una lavandería para dar trabajo a mujeres que de otro modo acabarían en el burdel. Los hombres de los barcos se alegrarán mucho —añadió—. Y las mujeres podrían vivir por poco dinero en los cuartos traseros.

—Una idea genial —dijo Francesca. Sabía por experiencia propia el poco espacio que había en un barco de vapor, de modo que era muy práctico poder delegar la colada.

La felicidad de Francesca solo se veía turbada por el hecho de que Monty estuviera en prisión por el asesinato de Silas Hepburn y pronto fuera a ser juzgado. Por la ciudad corría el rumor de que iban a ahorcar a Monty. Se sentía obligada a hacer una visita a Regina, pero algo se lo impedía.

Al día siguiente, Francesca fue de compras por la ciudad mientras Neal ayudaba a un amigo que estaba en apuros porque el conductor de la barca de carga estaba herido. Francesca quería hacer acopio de provisiones, ya que aquel día esperaba que regresaran su padre, Ned y Lizzie, y tenía pensado prepararles un «menú de bienvenida» especial. Iba caminando despacio por High Street cuando de pronto vio a Amos Compton delante de la tienda de cebos. Decidió aprovechar la ocasión para preguntar por Regina y Monty, respiró hondo y se acercó a él.

—Buenos días, Amos —lo saludó. Estaba cargando sacos de avena y paja en un coche.

—Buenos días, señora Mason —contestó él.

—¿Cómo está Regina?

Amos se incorporó hasta donde le fue posible. Con la cabeza ladeada como de costumbre, respondió:

—Normal.

—Seguro que se muere de miedo por Monty —comentó Francesca.

—Sí. Ahora que ha perdido a su marido y Monty está hasta el cuello de problemas, no parece ella. Me preocupa mucho.

—¿Recibe visitas?

—No, las rechaza todas.

—Pero necesita amigos con los que hablar.

Amos asintió.

—Es verdad. Últimamente come como un pajarito, apenas duerme. Y me tiene prohibido llamar al médico. No sé qué hacer. Si no cambia algo pronto, morirá de pena.

Francesca tomó una decisión.

—¿Vuelve ahora a Derby Downs?

Amos asintió de nuevo.

—No me gusta ausentarme durante mucho tiempo de la casa. Si hay algo, Mabel me avisa.

—¿Puedo ir con usted, Amos? No sé si puedo arreglar algo, pero tal vez a Regina le ayude hablar con alguien.

Amos sabía que Francesca ocupaba un lugar especial en el corazón de Regina. Aunque no conociera el motivo, comprendía que solo Francesca podía penetrar en el interior de Regina.

—Claro —contestó—. Pero no se lleve una desilusión cuando se niegue a recibirla.

—Pase —dijo Amos, cuando se detuvo frente a la casa, donde reinaba un silencio sepulcral—. Llevaré el coche detrás, a los establos.

Francesca empujó la puerta de entrada y llamó a Regina, pero no obtuvo respuesta. En la casa hacía un frío extraño y reinaba el silencio como en un mausoleo. Fue hasta el salón, donde las cortinas estaban corridas. Justo entonces salió Mabel de la cocina. Le sorprendió ver a Francesca.

—Hola, Mabel. ¿Por qué están las cortinas corridas?

—La señora Radcliffe no me deja abrirlas.

Francesca se inquietó más.

—¿Está abajo?

—No, en su habitación, pero no recibe visitas.

—Ya me lo ha dicho Amos. ¿Podría decirle igualmente que estoy aquí? —le pidió Francesca.

Mabel puso cara de afligida.

—Se lo diré, pero dudo que baje.

—Tal vez debería subir sin más contemplaciones. ¿O está durmiendo?

Mabel sacudió la cabeza. Las profundas arrugas de preocupación que tenía grabadas en el rostro hacían que pareciera agotada. Saltaba a la vista que la situación le parecía tan grave como a Amos.

—No ha pegado ojo desde que detuvieron a Monty —dijo Mabel—. Se pasa toda la noche dando vueltas, en vela. A uno se le cae el alma a los pies. —Se le hizo un nudo en la garganta y se dio la vuelta para ocultar sus lágrimas ante Francesca.

Poco después Francesca llamó a la puerta del dormitorio de Regina, pero ella no reaccionó. Volvió a llamar, esta vez con más fuerza.

—¿Qué pasa, Mabel? —preguntó, con la voz quebrada.

Francesca abrió la puerta un poco y asomó la cabeza.

—Soy yo, madre —dijo. Acto seguido se llevó la mano a la boca. No tenía intención de llamar «madre» a Regina, se le había escapado—. Francesca —añadió, y entró con la esperanza de que Regina no hubiera oído la palabra «madre».

—Pasa —contestó Regina, que estaba sentada en la cama.

Cuando Francesca se acercó a la cama vio impactada que Regina había adelgazado mucho. Parecía diez años mayor. Llevaba un camisón y encima una bata completamente deshilachada. El pelo, que siempre llevaba peinado con cuidado, le colgaba desgreñado y sin peinar hasta los hombros. La Regina que Francesca había conocido al principio no se parecía en nada a aquella mujer.

Francesca se acomodó en una silla junto a la cama. Regina apartó la mirada de ella y volvió a mirar por la ventana, ensimismada. Todas las cortinas estaban corridas, excepto una que le permitía ver un poco del cielo. Francesca vio que Regina había llorado desconsolada. Tenía los ojos rojos e hinchados.

—¿Cómo estás? —preguntó Francesca con ternura.

—Normal —contestó Regina—. ¿Y cómo te va a ti?

A Francesca le sorprendió la pregunta.

—Me va bien. —Casi tenía mala conciencia por ser feliz.

Regina la observó por un instante y advirtió la expresión de enamorada en el rostro de Francesca. Sin preguntar, ya sabía que Frannie y Neal habían solucionado todos los problemas que los atormentaban, y Francesca estaba aún más guapa, lo que le recordó de nuevo el dolor de su hijo.

—¿Qué te trae por aquí?

—Me preocupo por ti.

Regina estaba emocionada.

—Ojalá fuera a mí a quien llevaran a la horca, en vez de a mi hijo —dijo, y le asomaron lágrimas a los ojos.

—Pero no puedes cambiarte por Monty, Regina. Además, no eres responsable de sus actos.

—Claro que sí. Si le hubiera dicho que eras mi hija, no se habría puesto celoso de tu relación con Neal.

Francesca sabía que Regina decía la verdad, pero recordaba las palabras de Ned. Por muy celoso que estuviera Monty, no había justificación para atentar contra Neal.

—¿Él te culpa?

—No. Dice que acepta su destino, pero yo sé que está aterrorizado. —Hablaba con más energía—. Y yo también. La idea de verlo ahorcado es superior a mis fuerzas. ¡Es tan injusto, Francesca! Ni siquiera Silas mereció la muerte, y eso que era un canalla despiadado, mientras que Monty siempre ha sido un hombre honrado.

—Si su abogado defensor le explica las circunstancias exactas al juez, puede que este actúe con más clemencia.

—Silas no tenía carácter, pero era apreciado en la comunidad. Con el tiempo hizo algunos amigos influyentes, entre ellos el juez Gleeson. Si lleva él el proceso contra Monty, le dará un escarmiento, estoy segura. Si Frederick siguiera vivo, sabría qué hacer. Era muy respetado, y con razón. Lo echo mucho de menos. Cada vez que bajo a la planta inferior oigo su silla de ruedas —dijo Regina, que se tapó los oídos con las manos—. Ese ruido no cesa nunca…

Francesca sintió una profunda compasión. Se levantó, se sentó en la cama y abrazó a Regina, que dejó correr las lágrimas con libertad sobre su hombro.

Por primera vez, Francesca se sintió hija suya.

—Tengo que regresar a la ciudad —anunció Francesca al cabo de un rato.

Regina asintió y le secó la cara, bañada en lágrimas, con un pañuelo arrugado. Francesca vio que le costaba dejarla marchar, pero tenía que irse. No quería que Neal se enterara de su visita a Regina, no lo entendería.

—Rezaré por Monty —dijo Francesca, y se volvió hacia la puerta.

Regina asintió, agotada, y se sumió de nuevo en su depresión. Aquella mujer, antes tan orgullosa y fuerte, ahora estaba hecha un despojo.

—No merezco que me llames «madre» —dijo Regina en voz baja. Francesca se detuvo delante de la puerta y se dio la vuelta. Era obvio que Regina la había oído llamarla «madre». Miró por las puertas abiertas del balcón hacia el cielo nublado—. Y tampoco merezco un hijo como Monty.

A Francesca le asaltó el miedo de que pudiera hacer una tontería. Miró hacia el balcón y se imaginó a Regina saltando por él.

—Has cometido errores, Regina, pero todo el mundo se equivoca. Yo te he perdonado, y Monty también lo hará, si no lo ha hecho ya.

—Preferiría que estuviera furioso conmigo, pero nada más lejos. Incluso me dijo que le habría gustado tener una hermana, y que cree que Frederick me habría perdonado. Eso solo empeora la situación, porque, de no haber dudado del amor de mi marido, mi hijo ahora no estaría amenazado con la horca.

—Por desgracia no podemos retroceder en el tiempo —dijo Francesca en voz baja.

—No, no podemos —admitió Regina—. Si fuera así, habría hecho las cosas de forma muy distinta.