33

—Teddy McIntyre también ha estado aquí —dijo Neal cuando Francesca le habló de la invitación de Henrietta Chapman—. Me ha preguntado si me gustaría ocuparme del Bunyip mientras se halla de visita con su hija en Bunbury. Tu padre ha sido muy generoso al dejarme su camarote, pero ya hace demasiado tiempo que duerme en el suelo, así que he aceptado.

—Me parece muy bien, Neal. Ya le dije a Henrietta que probablemente rechazarías la oferta, y ella lo entendió.

—Aprecio su invitación, pero prefiero quedarme en el río. Lo entiendes, ¿verdad, Francesca?

Francesca recordó que Neal ya le había dicho en una ocasión que jamás podría llevar una vida convencional en una casa, y que no podía imaginarse casado y con hijos.

—Sí, Neal. Lo entiendo. Ya me dijiste que no estabas hecho para una vida así.

De pronto, Neal se mostró inseguro.

—¿Vienes conmigo? —preguntó.

—¿Tú quieres que venga? —preguntó ella, con un ligero temblor en la voz.

—Sí. Pero no sé si tú quieres. Al fin y al cabo, solo estamos casados para proteger a tu padre. —Neal se sentía incómodo porque Francesca no sabía toda la verdad.

Al ver que no contestaba, continuó:

—Tengo que contarte algo.

Francesca sintió que se le aceleraba el corazón. Esperaba que Neal le dijera que ya no era necesario continuar con su falso matrimonio, ahora que Silas ya no representaba una amenaza, A pesar de que el matrimonio no fuera legal, ella se sentía su esposa, y no podía imaginar una vida sin él.

—¿El qué? —preguntó ella en voz baja.

—Tiene que ver con nuestra boda… —contestó Neal, pero en aquel momento le interrumpió Joe, que llamó a Francesca desde la cubierta.

—Neal nos ha dicho que le ha prometido a Teddy McIntyre que se ocuparía del Bunyip —dijo Joe—. Por eso Ned y yo hemos pensado ir a Goolwa. Así Elizabeth podrá ver un poco más del río. Además, creo que todos necesitamos una pausa para recuperarnos. ¿Te parece bien, mi niña?

—Claro, papá. Es una idea fantástica. —Como su padre creía que estaba realmente casada con Neal, dio por supuesto que iría con Neal al Bunyip. Francesca miró su rostro feliz, despreocupado, y no tuvo valor de contarle la verdad. Hacía mucho tiempo que no lo veía sonreír—. ¿Pero cómo vas a manejar el Marylou con el brazo rígido, papá?

—Elizabeth llevará el timón —contestó, y sonrió a Lizzie. Francesca vio que a Lizzie le entusiasmaba la idea.

—Tal vez debería sacarse la licencia de capitán, Lizzie —propuso ella.

—Yo también lo había pensado —dijo Joe.

Lizzie los miró asombrada.

—¿De verdad me creéis capaz?

—Por supuesto —contestó Joe.

—Puede hacer lo que quiera, Lizzie, solo tiene que proponérselo —dijo Francesca, pero se le notaba la decepción por no haber conseguido ella la licencia de capitán.

Lizzie notó el desánimo en la voz de Francesca. Supuso que a Frannie no le gustaba que ocupara su lugar en el Marylou. Eso acabó de convencerla de que Francesca jamás toleraría una relación entre Joe y ella.

Francesca miró a su padre.

—Entonces voy a recoger mis cosas, seguro que estáis ansiosos por iros.

Joe también advirtió que a Francesca le ocurría algo. Lo atribuyó a que les echaría de menos, a él y a Ned, pero ahora era una mujer casada y se debía a Neal.

—No hay prisa, mi niña, pero seguro que a tu reciente marido le encantará que estéis a solas.

Francesca se sonrojó, no solo porque su padre daba por supuesto que ella y Neal disfrutarían de tener un poco de intimidad. Pensó qué haría si Neal no la llevaba con ella.

—Papá, Ned y Lizzie se van a Goolwa —le dijo Francesca a Neal cuando volvió al camarote—. Da por supuesto que me voy contigo al Bunyip.

—Era de esperar —comentó Neal. En realidad debería tener mala conciencia por engañar a Joe, pero en el fondo a quien engañaba por encima de todo era a Francesca. Era el momento de decir la verdad.

—Por desgracia no era el momento adecuado para confesarle a mi padre que nuestra boda fue una farsa —dijo Francesca.

—De eso quería hablarte —repuso Neal.

El miedo se apoderó de Francesca.

—Podríamos dejarlo para después, Neal. Papá está ansioso por levar el ancla, así que antes tengo que recoger mis cosas.

Tardó casi una hora en recoger, luego Joe y Ned amarraron junto al Bunyip, que estaba anclado a la altura del poste de tensión 297.

—Nos volveremos a ver en unas semanas —dijo Joe, a modo de despedida—. Tenemos que irnos mientras haya luz.

Al cabo de unos minutos, Francesca y Neal se estaban despidiendo de ellos.

—Ya está —dijo Neal—. Ahora estamos solos. —Le daba la impresión de que Francesca se sentía incómoda, pero lo atribuyó a su separación de Joe, Ned y Lizzie.

—Sí, —contestó Francesca, que de pronto se sentía cohibida—. ¿Tienes hambre? Puedo preparar algo.

Neal no tenía hambre, ni siquiera apetito, pero se contuvo.

—Teddy dijo que en la despensa había un poco de pan y queso, y también vino —respondió—. Será suficiente para hoy, ¿no? Mañana podríamos ir a comprar.

—A mí me parece bien —dijo Francesca, que entró con Neal en el camarote delantero. Ella tampoco tenía hambre. En cambio, tenía una ligera sensación de mareo en el estómago, igual que su noche de bodas.

El Bunyip era más grande que el Marylou y estaba mejor equipado. Mientras recogían, Neal le explicó a Francesca que Teddy y su mujer Mavis habían criado a tres niños a bordo, pero Mavis falleció unos años antes, los niños se habían hecho mayores y tenían su propia familia. Teddy, que ya superaba los sesenta años, pasaba más tiempo de visita con sus hijos que navegando por el río. Pero durante sus últimas ausencias le habían desvalijado el barco, así que Teddy quería dejar el Bunyip en buenas manos durante sus ausencias. Como Teddy sabía que Neal había perdido su barco, le ofreció dejarle el Bunyip durante las épocas en que él estuviera ausente, una oferta que Neal aceptó encantado. No sabía cuándo le iban a pagar el dinero del seguro, así que no podía encargar un barco nuevo.

Mientras Francesca colocaba sus cosas, oía a Neal en la cocina. Cuando volvió al camarote delantero, había encendido velas, preparado pan y queso y estaba sirviendo vino en dos vasos.

—Me gustaría agradecerte que me hayas cuidado tan bien durante las últimas semanas —dijo, y le ofreció a Francesca uno de los vasos—. Seguro que no he sido un paciente fácil…

—Bueno, has tenido que soportar dolores fuertes —contestó Francesca, nerviosa—. Además, sé lo duro que ha sido para ti estar encerrado en un camarote durante semanas.

—Lo peor ha sido tener que renunciar a ti por las noches —dijo Neal—. Aunque pasáramos poco tiempo juntos en el Ofelia, no paro de pensar en ello.

—A mí me pasa lo mismo —confesó Francesca, y bebió un sorbo de vino. Le sorprendían las palabras de Neal, esperaba que le diera puerta.

Neal le agarró la cara con las manos.

—Cuando estaba en el callejón, en el fango, lo que más miedo me daba era no volver a verte. —Le acarició con ternura los labios suaves y gruesos con los pulgares—. Y no volver a besar jamás tus labios… —Estrechó a Francesca entre sus brazos y le dio un beso apasionado. Cuando la soltó, dijo en voz baja—: Te deseo.

A Francesca le temblaron las rodillas de deseo, igual de intenso que el de Neal.

Poco después estaban en la cama del camarote. Neal desnudó a Francesca con cuidado. Mientras le desabrochaba los botones con dedos hábiles y la iba desvistiendo poco a poco, le besaba la piel desnuda, y cada roce hacía que ella se estremeciera.

—No había deseado nunca tanto a una mujer como a ti, Francesca —le susurró al oído—. Te quiero.

—Yo también te quiero —murmuro ella—. Más de lo que te imaginas…

Se amaron durante toda la noche, y de madrugada se quedaron dormidos, exhaustos. Cuando Francesca se despertó con la luz del sol que entraba en el camarote, Neal ya no estaba a su lado. Lanzó una mirada al reloj y comprobó, extrañada, que era casi mediodía. Se levantó enseguida. Encontró a Neal en la cubierta, contemplando el río que brillaba bajo la luz del sol. No se había peinado ni afeitado, parecía dormido, pero Francesca solo podía pensar en sus besos apasionados, y suspiró, satisfecha. Si todos los días eran tan perfectos como aquel, ella sería feliz el resto de su vida.

—Hace una mañana espléndida —dijo, con ternura.

Neal se volvió y la miró, sonriente. Llevaba un camisón, y tenía el cabello oscuro desmelenado, pero a él le seguía pareciendo preciosa.

—Sí, hace una mañana maravillosa —contestó él, y sonrió con picardía al verle el brillo en los ojos azules. Francesca recordó su primer encuentro, cuando tiró al agua al trabajador del puerto. Neal sonrió de la misma manera aquella vez, y ella sintió el mismo nudo en el estómago.

—He preparado un poco de pan con queso por si tienes hambre —dijo, y la abrazó.

—Sí, tengo un hambre de lobos —contestó, y se acurrucó contra él. Él la rodeó con sus brazos fuertes, y ella suspiró de gusto.

—Tengo una sorpresa para ti —le dijo él al oído.

—¿Una sorpresa? ¿Cuál?

—En el barco hay una bañera con sitio para los dos.

A Francesca se le iluminaron los ojos.

—¿Y dónde está?

—En el baño.

—¿Hay un baño a bordo?

—Sí. Hace dos horas que he empezado a calentar agua para la bañera. ¿Qué te parece si la probamos ahora?

—¿A qué estamos esperando? —contestó Francesca.

Ya era por la tarde cuando Neal y Francesca se encaminaron hacia la ciudad.

—¿Vienes conmigo a la panadería? —preguntó Francesca.

—No, entretanto voy a comprar carne —respondió Neal.

—¿Quedamos delante de la carnicería?

—No —se apresuró a contestar Neal—. No sé cuánto tardaré. Mejor nos vemos en el Bunyip.

Estaba decidido a tener una conversación seria con Francesca ese mismo día. Le habría gustado hacerlo ya el día antes, pero no quiso echar a perder su primera noche juntos en semanas. Aunque fuera egoísta y cobarde por su parte, por lo menos tendría ese bonito recuerdo si ella le mandaba a paseo.

Después de comprar dos hogazas de pan recién horneadas y verduras estofadas, Francesca emprendió el camino de regreso al Bunyip. Decidió tomar el camino a través del puerto. En el muelle la detuvo un momento John Henry. Se había enterado de que Joe se había ido a Goolwa, y quería saber dónde se alojaba Francesca. Ella le explicó, contenta, que vivía temporalmente en el Bunyip, cuando de pronto miró de casualidad hacia el burdel.

Se quedó petrificada. ¿Sus ojos le estaban fallando? ¿Era Neal el que atravesaba la puerta? Observó incrédula cómo llamaba a la puerta y enseguida desaparecía en el interior, rodeando la cintura de una mujer con el brazo.

A Francesca se le aceleró el corazón, y empezó a sentir calor y mareos. ¿Cómo podía Neal amarla durante toda la noche y al día siguiente irse con una prostituta? ¿Cómo podía pisotear algo tan precioso como su amor? Intentó convencerse de que solo quería agradecerle a las chicas que le hubieran salvado, pero sabía que ya lo había hecho hacía tiempo.

Francesca murmuró una excusa y emprendió el camino de regreso a la ciudad. Le corrían lágrimas por el rostro, de modo que avanzaba a ciegas. Apenas se dio cuenta de que John Henry le gritaba algo por detrás mientras se dirigía presuroso al mercado.

Una vez allí, Francesca no sabía qué dirección tomar. Le habría gustado ir corriendo a buscar a su padre y a Ned, pero ambos estaban fuera. Se había quedado completamente sola. Cuando posó la mirada en el hotel Bridge, se acordó de Henrietta. Aunque el hotel estaba cerrado, la puerta de entrada estaba abierta. Bañada en lágrimas, Francesca entró en el vestíbulo, y al poco tiempo apareció Henrietta.

—¡Francesca! ¿Qué ha pasado? —preguntó, consternada.

Francesca solo podía sacudir la cabeza. Dejó caer las compras en el suelo. Henrietta, que suponía que algo terrible había sucedido, se llevó a Francesca arriba, a una de las habitaciones.

—Siéntese —dijo, y le ofreció un pañuelo grande—. ¿Le ha pasado algo a su padre?

Francesca no pronunciaba palabra. Sollozando, hundió la cabeza en las manos. Henrietta comprendió que Francesca tenía problemas con su marido, pero no quería importunarla y no hizo preguntas.

—Voy a preparar un té caliente. Usted se queda aquí sentada —dijo—. Puede quedarse todo el tiempo que quiera. Póngase cómoda.

Poco a poco, Henrietta consiguió calmar a Francesca.

—No entiendo a los hombres —soltó Francesca con tristeza.

—No es la única —repuso Henrietta—. Pero a veces las cosas no son tan horribles cuando uno consigue pensar con serenidad. —Henrietta supuso que solo se trataba de una absurda discusión de pareja. Al fin y al cabo, Francesca aún era joven e inexperta.

—Tengo que irme de aquí —dijo Francesca.

—Pero ¿por qué? Quédese un tiempo en el hotel —dijo Henrietta—. Si quiere estar a solas, nadie tiene por qué saberlo.

—No, Henrietta. Esta noche me voy en tren a Melbourne.

—¿No se está precipitando, Francesca? Primero debería reflexionar con calma. No sé qué ha pasado entre usted y su marido, pero si la ha herido con un comentario poco delicado, seguro que se disculpa.

Francesca rompió a llorar de nuevo.

—Si solo fuera eso…

—¿Quiere hablar de ello?

—He visto que entraba en el burdel, Henrietta. No hay disculpa para eso. No se lo podré perdonar nunca. Se ha acabado todo entre nosotros.

Henrietta no sabía cómo reaccionar. Se acordó de Silas, que por entonces también frecuentaba el burdel. Ella tampoco pudo sobreponerse a eso, que acabó en la separación, de modo que comprendía el enfado y el dolor de Francesca.

—¿En Melbourne hay un servicio de atención a mujeres?

Francesca sacudió la cabeza.

—¿Dónde quiere alojarse?

Francesca parpadeó y se secó las lágrimas.

—Podría ir al centro de mujeres de Barnaby Street del que me habló. También podría ganarme la vida allí. En cuanto pueda arreglármelas sola, me buscaré un trabajo y un alojamiento. —De pronto Francesca fue consciente de que no tenía dinero—. ¿Podría… podría prestarme dinero para el billete, Henrietta?

—Por supuesto, cariño.

—En cuanto pueda le devolveré el dinero. Tiene mi palabra.

Cuando Neal regresó al Bunyip, pensó que Francesca le estaba esperando allí, pero no estaba. Al principio solo se inquietó un poco, pero al ver que oscurecía y seguía sin llegar, empezó a preocuparse de verdad. Se puso un abrigo de Teddy y salió a buscarla. Después de rastrear la ciudad, bajó al muelle y preguntó a los capitanes. Los maquinistas del Eliza Jane le contaron que por la tarde Francesca había estado hablando con John Henry. Acto seguido Neal fue de visita al Syrett.

—He oído que hoy has estado charlando con Francesca —le dijo Neal a John Henry.

—Sí, esta tarde he hablado un momento con ella —contestó John, que observó a Neal, intrigado.

—¿Qué pasa? —preguntó Neal.

—No me gusta meterme en los asuntos de los demás, Neal, pero ¿por qué merodeas por el burdel, teniendo una esposa tan joven y guapa?

Neal no sabía qué contestar.

—Mientras charlábamos, Francesca ha visto por casualidad que llamabas a la puerta de Maggie esta tarde. Se ha quedado destrozada.

—Maldita sea —exclamó Neal en voz baja. Estaba furioso consigo mismo por no habérselo contado antes a Francesca—. ¿Y adónde ha ido?

—En dirección al mercado.

Al cabo de unos minutos, Neal estaba en el mercado, donde intentó averiguar qué dirección había tomado Francesca. Entonces posó la mirada en el hotel Bridge, y enseguida recordó la oferta de Henrietta. Como la puerta de entrada estaba cerrada, llamó a la puerta con fuerza.

—¿Quién es? —preguntó una voz femenina.

—Neal Mason. Estoy buscando a mi esposa Francesca.

—No está aquí —contestó Henrietta.

Neal percibió el tono de desdén y comprendió que Francesca había estado allí.

—Por favor, abra —suplicó.

—No puedo —repuso Henrietta.

—¡Por favor, señora Hepburn!

Se abrió la puerta y Henrietta se lo quedó mirando.

—Ya no me llamo así —espetó—. Me llamo Henrietta Chapman.

—Disculpe, señorita Chapman. Por favor, dígame dónde se ha metido Francesca, si lo sabe. Ha habido un malentendido entre nosotros.

—¿Así lo llama usted? —dijo Henrietta, que cruzó los brazos y apretó los labios.

—Sí. —Neal estaba visiblemente incómodo—. Sé que me ha visto delante del burdel, pero lo que sin duda se imagina no es cierto.

Henrietta levantó las cejas en un gesto escéptico.

—Quiero a Francesca —dijo Neal—. Es la mujer de mi vida.

Henrietta no contestó. Se limitó a observar a Neal con una mirada gélida. Debía admitir que Neal era un hombre muy atractivo, y que hacían una pareja encantadora. Lástima que él lo hubiera estropeado todo. Pero era culpa suya.

—Conozco todas las excusas de los hombres para su lujuria, señor Mason. Será mejor que se invente algo mejor para ablandarme.

Neal comprendió que no iba a ser fácil hacer que Henrietta le revelara dónde se encontraba Francesca. Solo le quedaba una opción.

—¿Sabe dónde está mi esposa, señorita Chapman?

—Puede ser —contestó Henrietta, desafiante.

—¿Puedo entrar?

Henrietta no se movió del sitio.

—Concédame solo cinco minutos de su tiempo. Así salvaré mi matrimonio y ayudaré a mi esposa a recuperar el equilibrio.

—¿Está usted seguro, señor Mason?

—Tan seguro como del aire que respiro.