Francesca no había podido conciliar el sueño en toda la noche, y había llorado hasta que ya no le quedaron lágrimas. Luego se despertó y se quedó mirando la pared del camarote, sin parar de pensar en Neal. Pensó en lo bonito que habría sido estar en sus brazos, y agradeció a Dios la noche en que pudo demostrarle a Neal su amor.
Por la mañana, Joe había bajado a tierra, donde observó que la policía preguntaba a los capitanes y marineros en el muelle. Él mismo había hablado con dos agentes que estaban examinando el lugar del accidente río arriba. Además, buscaban restos en el río para encontrar pruebas de que el barco que había explotado se trataba realmente del Ofelia. Enseguida apareció una prueba: una placa metálica grabada con el nombre del barco. Sin duda habría una investigación judicial sobre la muerte de Neal, y aún quedaba por esclarecer la causa del accidente.
—¿Has visto a Silas, Joe? —preguntó John Henry, que también volvía de hablar con los agentes.
—Que se vaya al cuerno ese desgraciado —contestó Joe, enojado.
—Comprendo muy bien tu rabia, pero te alegrará saber que la policía tiene una orden de detención contra él. Supongo que tiene que ver con la malversación de fondos de la que Silas es responsable, y con las provisiones ilegales de alcohol de su molino.
—Entonces le deseo mucha suerte a la policía con la búsqueda —contestó Joe.
—Ya están en ello. Nadie sabe dónde se ha metido Silas.
—¿Crees que ese canalla se ha largado?
—Eso parece.
—Sí, sería propio de semejante cobarde —dijo Joe, que al mismo tiempo se sentía aliviado. Tal vez por fin Silas dejaría en paz a Francesca.
—¿Cómo está tu niña? —preguntó John Henry.
—Está conmocionada. ¿Cómo puede haber ocurrido algo así?
John Henry sacudió la cabeza.
—Cuando la caldera salta por los aires, no tiene por qué explotar todo el barco enseguida. Yo tengo una sospecha rápida y sombría.
—¿Y cuál es? —preguntó Joe.
—Por ejemplo, alguien podría haber preparado la madera con explosivos. No sería la primera vez.
Joe palideció. De pronto pensó que Silas podría haber planeado la muerte de Neal por celos.
—Dios mío —exclamó. No paraba de darle vueltas al comentario de John Henry. Silas había desaparecido. Tal vez había abandonado la ciudad para no levantar sospechas—. Disculpa, John. Tengo que hablar urgentemente con la policía.
Los agentes llevaron a Joe ante el juez para que le explicara sus sospechas.
—No será fácil probar sus acusaciones, señor Callaghan, sobre todo mientras no encontremos al señor Hepburn —dijo el juez.
Joe le había explicado su sospecha de que Silas estaba detrás del incidente en el astillero de Ezra Pickering y el de Dolan O’Shaunnessey.
—Necesitamos pruebas, señor Callaghan. No podemos abrir un sumario o ni siquiera formular una acusación si solo nos podemos apoyar en rumores y teorías.
—Entonces consiga esas malditas pruebas de una vez —replicó Joe, al que se le acababa la paciencia.
El Riverine Herald informó en una sección especial de la muerte de Neal y la explosión del Ofelia. Joe lo guardó bajo llave, preocupado por Francesca, que no había salido de su camarote desde que Regina la había llevado. No comía nada y apenas dormía. Solo lloraba.
Hacia mediodía llegó el coche con el cadáver de Frederick a Derby Downs. Regina estaba paralizada del dolor y la pena, y Monty no le servía de apoyo. Mientras ella se ocupaba del entierro y recibía a las visitas que acudían a darle el pésame, Monty seguía atrincherado en su dormitorio pensando en Francesca. La noche que entró en el salón, donde se encontraba el féretro abierto, se sobresaltó y se quedó mirando a su difunto padre.
A pesar de que Monty y Frederick eran muy distintos, habían tenido una relación muy próxima. Como hijo único, Monty había gozado de toda la atención de sus padres, pero Frederick había sido para él más que un padre: era su amigo. Hacía tiempo que Frederick había aceptado con resignación que Monty tenía otros intereses que atrapar toros con el lazo o participar en el pastoreo, pero no importaba. Frederick se conformaba con que su hijo se hubiera convertido en una persona decente de la que poder sentirse orgulloso.
Mientras Monty contemplaba el rostro apacible de su padre, visualizó recuerdos de momentos felices, y se apoderó de él una sensación de tristeza, seguida de un dolor profundo. Era como si le hubieran dado una bofetada que lo hubiera sacado de su estado de trance y de pronto se diera cuenta de lo que había hecho.
—¡Dios mío! —gritó, y se dejó caer sobre las rodillas.
Regina entró enseguida en el salón. Estaba esperando en el vestíbulo para que Monty pudiera despedirse a solas de su padre.
—Monty… —Se acercó a él y lo agarró por los brazos.
—Madre, ¿qué he hecho? —le dijo entre sollozos en el hombro.
—Todo irá bien —le dijo a modo de consuelo. Estaba dispuesta a hacer todo lo que estuviera en su mano para proteger a su hijo, como siempre había hecho.
Ya había caído la noche cuando Lizzie y Joe llegaron a la cubierta del Marylou, donde él se sentó en una silla. Ned ya estaba en su camarote. A pesar de que Joe, como todos los demás, estaba exhausto, deshecho, no podía pegar ojo. Solo conseguía dormitar.
Joe le había contado a Lizzie que Silas había desaparecido sin dejar rastro. Ella esperaba que no regresara jamás, pues era la primera vez que se sentía libre en muchos años.
—¿Cómo está mi niña? —preguntó Joe.
Lizzie sacudió la cabeza.
—Me gustaría ayudarla, pero no sé qué hacer —contestó ella—. No sé qué más decirle.
—Nadie lo sabe, Elizabeth. —Joe apoyó la cabeza en las manos—. Me siento tan impotente… soy su padre, pero simplemente no consigo mitigar su dolor.
Lizzie comprendía su desilusión. Joe quería proteger a su hija, pero en una situación como aquella nadie en este mundo podía ayudarle.
—¡Si tuviera a Silas delante, le retorcería el cuello! —exclamó Joe—. Me causaría un gran placer… pero, por desgracia, eso no nos devolvería a Neal. Era un tipo honrado. Podría haber tenido hijos con Francesca. Tenían toda la vida por delante…
Lizzie se acercó más a Joe y se colocó a su lado. Sintió un deseo irrefrenable de consolarlo, pero no sabía cómo se lo iba a tomar. No estaba acostumbrada a mostrar compasión, pero Joe estaba tan afectado que le rompía el corazón.
Tendió la mano y le acarició el pelo, vacilante. Su reacción la dejó perpleja: se dio la vuelta, la estrechó entre sus brazos y apoyó la cabeza en su cuerpo. Lizzie lo miró y notó que estaba llorando. Ella le acarició la espalda con ternura para aliviar su pena. Para ella era muy raro que un hombre la abrazara sin intenciones sexuales. Era raro y maravilloso al mismo tiempo.
Al cabo de unos minutos Joe recobró la compostura.
—No se imagina lo contento que estoy de que esté aquí, Elizabeth —dijo.
Lizzie se emocionó. Nunca había sentido que alguien la necesitara.
—Pero si no he hecho nada —contestó ella, y bajó la cabeza.
—No tiene ni idea de que es usted una persona extraordinaria, ¿verdad? —dijo Joe.
Lizzie no supo qué contestar. Tenía ganas de decir que no era ella, sino Joe el que era una persona extraordinaria, y que nunca había conocido a nadie como él, pero no le salieron las palabras.
—En momentos como este somos conscientes de lo valiosa que es la vida. He perdido muchos años con Frannie por haberla enviado al internado. Ojalá no lo hubiera hecho.
Lizzie sabía que Mary había perdido la vida de forma inesperada, y probablemente la muerte de Neal le recordó lo rápido que se puede perder a un ser querido.
—Aún le quedan muchos años para vivir junto con Francesca, Joe. No debería hacerse reproches.
—¿Qué pasará con usted, Elizabeth?
—¿Conmigo?
—Se quedará con nosotros, ¿no?
A Lizzie se le aceleró el corazón.
—Sí… si soy bienvenida.
Joe asintió, pero parecía demasiado cansado para pensar con claridad.
—Vaya a acostarse, Joe —dijo Lizzie, al ver que no podía tomar en serio sus palabras en aquellas circunstancias—. Si no puede dormir, descanse un poco por lo menos. Tiene que recuperarse.
Cuando Joe se hubo retirado un poco más tarde, Lizzie bajó a escondidas del barco y se dirigió al burdel. Mientras Silas siguiera desaparecido, se sentía segura en la calle. Seguro que las chicas sabrían decirle qué contaban los periódicos. De hecho, solo Maggie sabía leer, pero seguro que no sabía cómo decírselo a Gwendolyn y se alegraría de contar con el apoyo de Lizzie. Era lo mínimo que podía hacer por Neal.
Lizzie comprobó, sorprendida, que la puerta de entrada estaba cerrada, de modo que tuvo que llamar.
—Lárguese, hemos cerrado. —Oyó la voz de Maggie.
—Soy yo, Lizzie —contestó ella.
Cuando Maggie apenas había abierto la puerta, Lizzie la agarró y la metió en la casa, para cerrar de un portazo enseguida.
—¿Quieres que te descubra Silas? —dijo.
—No pasa nada, Maggie —contestó Lizzie—. Me han dicho que ha desaparecido sin dejar rastro.
—¿Silas, desaparecer sin dejar rastro? ¡Anda ya!
—La policía tiene una orden de detención contra él. Seguro que se ha esfumado por eso. ¿Por qué está la puerta cerrada, Maggie? ¿Y por qué nadie enciende la luz?
—La contraventana está cerrada provisionalmente.
—Ya lo veo, pero ¿por qué?
Intrigadas al oír voces, aparecieron en escena Bridie y Mitzi, que llevaba una vela en la mano.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Lizzie—. ¿Dónde está Lori? ¿Está bien?
—Está en el cuarto de atrás —contestó Maggie, que espiaba por la cortina descolorida para cerciorarse de que nadie hubiera seguido a Lizzie.
Lizzie estaba extrañada ante tanto secretismo.
—Id atrás con Lizzie —dijo Maggie en voz baja.
—¿Está bien Gwendolyn, Maggie?
—Por el amor de Dios, Lizzie, para de hacer tantas preguntas. Gwendolyn está durmiendo, así que ve con Bridie ahí detrás —contestó Maggie, que la apremió a avanzar con sus gruesos brazos. Maggie era la mayor, el ama de llaves, por así decirlo. Era bajita y rolliza, con unos pechos enormes. Gracias a su atractivo maternal hacía que muchos hombres le confiaran sus secretos más oscuros.
Lizzie, sorprendida, siguió a Bridie por el estrecho pasillo, al fondo del cual brillaba una luz. Cuando llegó al cuarto trasero comprobó que había alguien en la cama, un hombre al que le salían los pies de la cama de Bridie. No era extraño ver a un hombre en el burdel, pero ese pobre tipo estaba en un estado deplorable, a juzgar por el rostro hinchado y magullado.
—¿Quién es, qué le ha ocurrido? —preguntó Lizzie.
—Míralo tú misma —susurró Bridie.
El tono despertó la curiosidad de Lizzie. Se acercó a la cama, levantó la lámpara y se inclinó hacia el rostro de aquel hombre. Cuando lo reconoció, se quedó sin aliento y estuvo a punto de dejar caer la lámpara. Bridie la cogió.
—Nos lo encontramos en este estado en un callejón. No sabemos quién le ha hecho esto, pero quienquiera que haya sido no ha tenido en cuenta su vida. De momento nadie sabe que está aquí, y así debería seguir hasta que se haya recuperado.
Lizzie se había quedado sin habla del susto.
Joe estaba despierto, a oscuras, escuchando si Lizzie también se iba a la cama, pero cuando, pasada una hora, aún no había oído la puerta del camarote de Francesca, empezó a preocuparse, se levantó y miró en la cubierta individual y en la cocina, pero no vio ni rastro de Lizzie. Al final abrió la puerta del camarote de Francesca con la mayor discreción posible. La luz de la luna entraba por la escotilla, y solo distinguió una figura en la cama. Era Francesca. Satisfecho, comprobó que por fin se había quedado dormida del cansancio. ¿Pero dónde se había metido Lizzie?
De pronto tuvo una ocurrencia horrible. Seguro que había ido al burdel. Estuvo reflexionando sobre si solo quería hacer una visita a las chicas o si había algo más detrás. Sin duda, Lizzie se sentía segura para salir del barco, ahora que Silas había desaparecido. Sin embargo, para Joe ese tipo era capaz de cualquier cosa. También podía volver a aparecer de improviso, en cualquier lugar, en cualquier momento.
Joe se encaminó hacia el burdel, decidido a llevar a Lizzie de vuelta al barco. Sabía que no ayudaría a reforzar la autoestima de Lizzie, pero le atormentaba la idea de que pudiera creer que no le quedara más elección que volver a la prostitución. Era ya muy tarde, de modo que no había ni un alma fuera, tampoco delante del burdel, algo insólito. Con sentimientos encontrados, Joe recorrió el caminito hasta la puerta de entrada, sin sentirse muy seguro. Cuando estuvo frente al burdel le llamó la atención una nota colgada en la puerta. Le costó descifrar las palabras: «Hemos cerrado». Joe llamó, pero nada se movió en el silencio. Llamó de nuevo, esta vez con más fuerza, y una voz femenina vociferó:
—Lárguese.
—Estoy buscando a Elizabeth —dijo Joe—. ¿Está aquí?
—Aquí no hay ninguna Elizabeth —repuso Maggie, pensando que Joe era un borracho.
—Es Joseph Callaghan —le dijo Lizzie a Maggie—. Se refiere a mí. —Abrió la puerta—. ¿Qué hace aquí, Joseph?
—¿Qué hace usted aquí, Elizabeth?
—Solo quería…
—Por favor, vuelva conmigo al Marylou —la interrumpió Joe—. Pensaba que sabía lo importante que es usted para mí, y que había entendido que yo me ocuparé de usted.
Lizzie oyó a una de las chicas reírse detrás de ella.
—Ahora vuelvo, Joseph —contestó ella, profundamente emocionada de oír aquellas palabras. Luego lanzó una mirada rápida a Maggie—. Entre un momento, Joseph.
—No puede ser, Lizzie… —intervino Maggie, que echó un vistazo alrededor de Joe para cerciorarse de que nadie lo había visto llegar, antes de cerrar de nuevo la puerta.
—Pero no puedo dejar a Joseph con la incertidumbre, Maggie —dijo Lizzie—. Es un hombre decente y merece saber la verdad.
—Si nos descubren, ya podemos prepararnos, ¿lo has entendido?
—Joseph sabrá qué hacer —le aseguró Lizzie.
—¿Qué pasa, Elizabeth? —preguntó Joe, inquieto.
—Venga conmigo —contestó Lizzie, que lo llevó por el estrecho pasillo hasta el cuarto trasero. La lámpara estaba inclinada hacia abajo, de modo que la habitación estaba bastante oscura.
Joe observó desde el umbral de la puerta al hombre que yacía en la cama. Vio que estaba muy malherido.
—¿Quién es?
Lizzie subió la luz mientras Joe se acercaba a la cama.
—¡Jesús, María y José! ¡Es Neal! —Era un milagro—. ¿Qué le ha pasado? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Lori y Mitzi se lo encontraron en un callejón. Parecía que lo hubiera atropellado un carro de bueyes de la paliza que le habían dado.
—Se necesita a más de un hombre para dejar así a Neal. ¡Ese hijo de perra! —Joe miró a Lizzie—. Lo siento —murmuró enseguida.
Lizzie lo observó, asombrada, pero él no se dio cuenta. Nadie se había disculpado jamás por decir palabrotas en su presencia. Nadie la había tratado nunca con tanto respeto como Joe.
En aquel momento se enamoró perdidamente de él.
Neal, que había oído voces, abrió de pronto los ojos y miró hacia la luz, parpadeando. Tenía el rostro hinchado y de color morado.
—Joe… —dijo en un susurró—. ¿Eres tú?
—Neal, pensábamos que estabas… —Por un momento a Joe le falló la voz—. Gracias a Dios que estás vivo, amigo mío.
—Eso aún no está del todo claro —contestó Neal, gimiendo de dolor—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Desde ayer —contestó Lizzie.
—No tienes ni idea de lo que se alegrará Francesca cuando te vea —comentó Joe.
—Pero no en este estado —dijo Neal, que se retorció de dolor—. Aún no me he visto en el espejo, pero estoy seguro de que debo de tener un aspecto horrible.
Joe sabía que no podía dejar que Francesca creyera durante ni un segundo más que Neal estaba muerto, por muy malherido que estuviera.
—Confía en mí, Neal. Se pondrá loca de alegría. —Se volvió hacia Lizzie—. ¿Ya lo ha examinado un médico?
—No —contestó Lizzie—. Las chicas no querían que nadie se enterara de que está aquí. Tienen miedo de las represalias… y es comprensible.
Joe miró de nuevo a Neal.
—Voy a buscar a un médico, te dará algo para el dolor.
Neal asintió, pues los dolores eran ya insoportables.
Joe se volvió de nuevo hacia Lizzie.
—Tendré cuidado de que nadie me vea mientras voy a buscar a un médico y lo traeré aquí.
—Puede utilizar la entrada trasera —contestó Lizzie—. Maggie cree que tiene el brazo roto, y tiene un gran chichón en el cogote. Estaba inconsciente cuando Mitzi y Lori lo encontraron.
—¿Cuándo y adónde fuiste cuando saliste del Ofelia, Neal? —preguntó Joe.
—¿El Ofelia? Debe de estar en la orilla. Estaba volviendo al barco cuando de repente sentí un golpe por detrás. Al principio solo vi estrellas, y luego todo se volvió negro… —dijo Neal en voz baja. Aún estaba aturdido, pero sabía con certeza dónde había dejado su barco.
Joe se dio cuenta de que alguien debió de robar el barco. ¿Pero quién? ¿Y quién estaba a bordo cuando estalló por los aires?
—Ya hablaremos más tarde de eso. Ahora voy a buscar al doctor Carmichael. En cuanto te haya curado y dé luz verde, te llevaré al Marylou.
Maggie no protestó. Pese a que le tenía mucho aprecio a Neal, le daba pánico que sus torturadores descubrieran que ella y las demás chicas le habían dado cobijo y se vengaran de ellas. Habían corrido el riesgo únicamente por Gwendolyn, y porque Neal siempre las había tratado bien. Por eso le pareció bien que Neal se fuera enseguida de aquella casa, para que pudieran abrir el negocio de nuevo.
Al cabo de media hora, el doctor Carmichael lo examinó a conciencia. No tenía heridas abiertas que coser, pero tuvo que entablillarle el brazo roto, y el médico le revisó también la vista y le preguntó por los dolores de cabeza. En cuanto a las contusiones y las costillas rotas, no podía hacer nada. Se curarían solas.
—Es posible que haya sufrido una fractura de cráneo, deberá cuidarse durante las próximas semanas —le dijo el médico a Joe—. Si el dolor de cabeza no desaparece, tal vez tenga que enviarlo a Melbourne.
Neal se había roto el brazo izquierdo justo por debajo del codo. Por la herida, el médico dedujo que había intentado evitar el golpe de un tronco, ya que el hueso había quedado hecho añicos. También le habían dado en la cabeza y el torso. Solo su gran musculatura había impedido que se rompiera más huesos.
—Tienes suerte de seguir vivo, Neal —dijo el médico—. Es obvio que tu cabeza tiene aguante.
—No me extraña —dijo Joe—. Siempre he dicho que era un cabezón.
—Además de cornudo, apaleado —repuso Neal. Soltó una carcajada, pero enseguida gimió de dolor.
—¿Podemos llevarlo al Marylou, doctor? —le preguntó Joe al médico.
—Llevadme mejor al Ofelia —dijo Neal.
Joe no hizo caso de su propuesta a propósito. No era el momento de contarle a Neal lo que había ocurrido con su barco.
—En este estado no puede caminar —contestó el doctor Carmichael, que aun así comprendía que Joe no quería dejar a Neal en el burdel—. Pero tengo una camilla.
Después de poner una inyección a Neal para aliviarle el dolor, colocaron con cuidado al herido en la camilla. Luego Joe y el doctor Carmichael lo llevaron al Marylou protegidos por la oscuridad. Maggie le prometió a Lizzie que le diría a Gwendolyn, que aún dormía, que se habían llevado a Neal para curarle las heridas.
De nuevo a bordo del Marylou, Joe metió a Neal en su cama. Ned, que de todos modos no podía dormir, se levantó al oír que Joe se despedía del doctor Carmichael.
—¿Qué pasa? —le preguntó, confuso.
—No te lo vas a creer, Ned, pero Lizzie ha encontrado a Neal.
Ned palideció.
—¿Está…?
—Está en un estado lamentable, pero vivo. Acabo de meterlo en mi cama.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Ned—. Francesca se pondrá loca de alegría.
—Cuando he llegado estaba dormida. Como no ha pegado ojo desde ayer, mejor dejamos que descanse y será lo primero que le digamos mañana por la mañana.
—Estoy ansioso por ver la cara que pone. ¿Pero entonces qué le ha pasado a Neal?
—Parece que alguien ha intentado matarlo —contestó Joe, muy serio.
—Dos prostitutas se lo encontraron muy malherido en un callejón —añadió Lizzie—. Se lo llevaron al burdel y lo escondieron allí.
—¿Entonces no estaba a bordo cuando explotó el Ofelia? ¿Y quién estaba allí? ¿Y por qué? —preguntó Ned, estupefacto. Nada tenía sentido.
—Neal cree que el barco sigue en la orilla. Pero no tengo ni idea de quién estaba al timón cuando el Ofelia saltó por los aires. —Joe se encogió de hombros y calló.
Joe se había puesto a dormir en el suelo, delante de su cama, para vigilar a Neal por si le necesitaba. Sin embargo, casi no pudo dormir, sobre todo porque Neal gemía de dolor con el más mínimo movimiento. Cuando Joe se levantó al amanecer, Neal por fin dormía a pierna suelta. Como Joe sabía que Neal necesitaba dormir para curarse, hizo el mínimo ruido posible. Para su sorpresa, vio a Francesca en la cubierta, desde donde observaba el río. El agua tenía un halo fantasmal que parecía reflejar el estado de ánimo de Frannie. Parecía tan triste y perdida que Joe sintió una punzada en el corazón. Sirvió dos tazas de té negro en la cocina y finalmente salió fuera con ella.
—Buenos días, mi niña —dijo, y le ofreció una taza.
Francesca la aceptó sin decir palabra. Le sorprendió que su padre empleara un tono tan despreocupado. Para ella era como si no pudiera volver a haber un buen día.
Joe, que se imaginaba que Francesca iba a quedar impactada, esperó con paciencia a que se tomara el té para quitarle la taza de las manos y llevarla a la cubierta.
—¿Qué haces ahí, papá? —preguntó ella.
—Tengo que decirte algo, mi niña. Hay novedades fantásticas.
Francesca miró a su padre con los ojos azules abiertos de par en par. A Joe jamás le había parecido tan joven y frágil como en aquel momento.
—¿Qué ocurre? —dijo en voz baja. ¿Qué podía ser tan «fantástico», después de la muerte de Neal?
—Han encontrado a Neal. ¡Está vivo! —soltó Joe.
Por un momento Francesca se quedó mirando a su padre, incrédula. Se preguntó si estaba soñando, pues realmente había tenido ese sueño.
—¿Acabas… acabas de decir que Neal está vivo?
—No es un sueño, mi niña, créeme. —Le dio un abrazo—. Es maravilloso, ¿verdad?
Francesca, a la que le fallaban las rodillas, miró a su padre a los ojos. Advirtió la expresión de inquietud y comprendió que no le estaba contando toda la verdad.
—¿Dónde está Neal, papá? Me gustaría verlo.
Joe asintió, vacilante.
—Está aquí… a bordo, Fran. —Seguía agarrándola por los hombros, pero ella intentó desasirse—. Espera, Frannie, tiene heridas graves.
Francesca lo miró, desconcertada.
—¿Cómo de graves, papá?
—Tiene suerte de estar vivo. Y le da miedo que te impresione su aspecto. —Joe quería prepararla bien, pero luego pensó que Neal no estaba en peor estado que Lizzie cuando Francesca la llevó a bordo.
—Está vivo, papá. Es lo único que cuenta. Puedo cuidarle las heridas, lo principal es que vuelvo a tenerlo conmigo. —Empezaron a caerle lágrimas de alegría por las mejillas.
Joe asintió con una débil sonrisa y se dirigió con Francesca a su camarote.
—Neal… Neal… —dijo Francesca al verlo. Pese a estar afectada por los cardenales y las contusiones, se arrodilló junto a la cama de su padre y le cogió la mano. Tenía lágrimas en los ojos, pero sonreía.
—Francesca —susurró Neal cuando abrió los ojos. La imagen de Francesca era como un bálsamo para su alma. Todo aquel tiempo le había atormentado una sola idea: no volver a ver a Frannie si no sobrevivía. Ahora comprendía cuánto significaba para él—. Probablemente parece que me hayan triturado.
—Ya no eres el hombre apuesto con el que me casé, pero pronto volverás a serlo —contestó Francesca, con una mirada amorosa.
—Tenemos que informar a la policía de que Neal está vivo —le dijo Ned a Joe cuando se sentaron juntos en la cocina—. Otra persona perdió la vida en el Ofelia. Seguro que sus allegados lo echarán de menos.
—Me pregunto si alguien preparó la caldera con un explosivo y puso rumbo al barco sin timonel —dijo Joe—. Pero entonces seguro que no habría llegado a Derby Downs sin tomar tierra antes. Lo que significa que alguien gobernaba el Ofelia. ¿Pero quién podría ser?
—Ni idea. En todo caso deberíamos avisar a la policía —dijo Ned.
—Sí. Tal vez ellos descubran quién está detrás del intento de asesinato de Neal —dijo Joe—. Yo apuesto, como siempre, por Silas Hepburn.
—Si no hay más mercancías ni jornales, ¿dónde vamos a seguir trabajando? —preguntó Moira Smithson. Era la cocinera del hotel Bridge, que conversaba con el joven Jimmy. Él era huérfano desde que tenía catorce años, y Henrietta Chapman lo contrató poco después de casarse con Silas. Como conocía a la madre de Jimmy, se compadeció del muchacho y le cedió una habitación en el hotel, donde trabajaba de operario y botones para Silas.
—No lo sé, Moira. Me preocupa mucho el señor Hepburn. Seguro que le ha pasado algo, de lo contrario no habría desaparecido sin dejar rastro. —Jimmy pensó en la última vez que vio a Silas, y en la explosión del Ofelia. Estaba seguro de que Mike Finnion iba a bordo. Incluso había ido a buscarle, en vano.
—Seguro que Silas está disfrutando con alguna mujerzuela —comentó Moira—. De todos modos, me voy a casa. Si realmente aparece Silas, dile de mi parte que antes de volver a meterme en la cocina quiero recibir mi sueldo.
—¿Entonces no vas a participar en la reunión? —preguntó Jimmy.
—No. En casa me espera una montaña de ropa sucia y los trapos. Ya me contarás después cómo ha ido la reunión.
A mediodía, después de rechazar a multitud de clientes enfadados, el personal del hotel celebró una reunión en el comedor. También había acudido el personal del hotel Steampacket. Sin embargo, nadie pudo explicar la desaparición de Silas.
—Probablemente tendremos que cerrar el hotel hasta que tengamos más detalles —dijo Frank Millstrom, el camarero del bar.
Miró los rostros afectados, pues el cierre del hotel significaba para todos quedarse sin trabajo, y por tanto también sin el salario del que dependían, ya que la mayoría tenía una familia que mantener.
—¿Has avisado a la policía de que el señor Hepburn ha desaparecido, Jimmy? —preguntó Flo White. Era una de las chicas de la limpieza del Bridge, igual que Carmel y Dolcie Bird. Como el restaurante estaba cerrado, las camareras ni siquiera habían aparecido.
—¿Yo? —contestó Jimmy.
—Fuiste el último que lo vio con vida —repuso Frank.
Jimmy lo miró desconcertado.
—¿Cómo iba yo a saberlo?
—Resulta que sé que tenías que hacer un encargo para el señor Hepburn.
Jimmy no le había contado a nadie que aquella tarde estaba haciendo un encargo para Silas, por eso le sorprendió que Frank lo supiera. Frank siempre estaba enterado de todo, y seguro que ya se lo había explicado al resto del personal.
En aquel momento entró en el salón el notario de Silas, Conrad Emerick, y con su aparición salvó a Jimmy. El personal enmudeció cuando Conrad pidió que le prestaran atención.
—¿La policía ya está informada de la desaparición del señor Hepburn? —inquirió.
Al recibir una respuesta negativa, se ofreció a hacerlo él.
—Si el señor Hepburn ha sido víctima de un crimen, los dos hoteles pasarán a ser propiedad de su exesposa, la señora Henrietta. Como sin duda todos saben, el señor Hepburn se había divorciado de Henrietta, pero no debería sorprenderles que aún no hubiera modificado su testamento.
El personal intercambió miradas de estupor. Henrietta era muy querida, al contrario que Silas, ¿pero seguiría llevando los hoteles o los vendería?
—¿Y qué hacemos mientras tanto? —preguntó Frank Millstrom.
—Puedo nombrar temporalmente un director, si encontramos a alguien en tan poco tiempo. De lo contrario, tendremos que cerrar el hotel —contestó Conrad—. En primer lugar deberíamos depositar todos los fondos en metálico en la caja fuerte del señor Hepburn. Luego iré a la policía y denunciaré su desaparición.
—La policía ya vino a por Silas —dijo Frank—. Como sin duda ya sabe, hay una orden de detención contra él, de modo que la policía sospecha que está escondido.
—Me parece muy poco probable. Silas tiene en esta ciudad demasiadas obligaciones comerciales como para que se le ocurra una idea tan absurda.
—Deberías prestar declaración en la policía —dijo Frank, dirigiéndose a Jimmy.
Conrad Emerick lo miró con severidad.
—¿Tienes algo que contarnos, muchacho? —preguntó con dureza.
—No —contestó Jimmy, atemorizado—. De verdad, no sé nada.