28

Regina estaba esperando en el porche cuando amarró el Ofelia. Cuando Francesca cruzó los prados que separaban la casa del río, Regina acudió a su encuentro. Francesca sentía una ligera desazón, no solo porque Regina fuera su madre biológica, sino también porque revivió la escena en que Silas besaba a Regina.

—Gracias por venir —dijo Regina. Miró hacia el Ofelia, que se había adentrado de nuevo en el río—. Me sorprende que Neal Mason te haya traído hasta aquí.

Francesca respiró hondo.

—Ahora Neal es mi marido —contestó. No sabía por qué, pero la invadió un desasosiego extraño al hacerle esa confesión a Regina. Obviamente, no le iba a contar que el matrimonio no era real.

Regina puso cara de desconcierto.

—No lo sabía… —Enseguida pensó en Monty. Ahora entendía por qué se encontraba en ese estado de desesperación.

—Neal y yo nos casamos la semana pasada.

—Pero ha sido bastante repentino.

—Sí. Hace unos días me encontré por casualidad a Silas, y me amenazó indirectamente con amargarle la vida a mi padre si no me casaba con él. Por lo visto a Silas no le importa que lo haya sorprendido… —Francesca no fue capaz de seguir hablando.

Los ojos azules de Regina adquirieron un brillo encolerizado.

—Silas es un desgraciado.

Francesca la miró extrañada. No sabía cómo interpretar el hecho de que Silas hubiera besado a Regina.

Regina le leyó el pensamiento.

—La actriz que había contratado, Silvia Beaumont, no apareció, así que no me quedó más remedio que interpretar su papel. Por otro lado, no sabía si se habría presentado otra oportunidad de atrapar a Silas con las manos en la masa. No tiene un pelo de tonto.

—Me imaginaba algo así, pero no estaba segura.

—¿No habrás pensado en serio que tenía ganas de besar a ese monstruo?

Francesca se encogió de hombros.

—Bueno, tuviste un lío con él…

—De eso hace ya mucho tiempo, y por aquel entonces Silas era muy distinto.

Francesca asintió. No podía negar que tenía que darle las gracias a Regina porque así ella había podido romper su compromiso.

—Aprecio mucho tu sacrificio.

Aquellas palabras significaron para Regina más de lo que habría imaginado.

—Es obvio que tú también has hecho sacrificios, como casarte con Neal.

—Eso es otra cosa.

—¿Ah, sí? —Regina advirtió la expresión forzada en los ojos de Francesca—. ¿Quieres a Neal?

—Sí —afirmó Francesca—, pero a veces el amor por sí solo no es suficiente para que funcione una pareja.

—Entremos en casa —dijo Regina.

Al cabo de tres horas Francesca y Regina estaban caminando despacio hacia el atracadero.

—La comida estaba deliciosa, Regina. Muchas gracias —dijo Francesca, mientras se acercaban a la orilla, con Amos Compton delante portando una linterna en la mano, ya que había anochecido. Amos, que a la luz del día ya tenía una expresión terrorífica, a oscuras aún tenía un aspecto más horrible, pero Regina insistió en que las acompañara. Por suerte últimamente en aquel tramo no había ovejas ni vacas pastando, pero aun así tenían que ir con cuidado con los regalos de los canguros.

—De verdad que no hacía falta que me acompañaras hasta la orilla —dijo Francesca—. No me importaba ir sola.

—Después de cenar me sienta bien un pequeño paseo para hacer la digestión —contestó Regina.

Francesca sabía que Regina no lo hacía por desvelo de madre. Estaba un poco más reservada de lo normal. De todos modos había sido una velada curiosa. Justo tras su llegada a Derby Downs, Francesca tuvo la sensación de que Regina tramaba algo. Había intentado sacar el tema, pero sin éxito.

¿Para qué la había invitado Regina?

La conversación había girado en torno a Joe principalmente, y el alivio que sentía por no tener deudas con Silas, así como sobre la boda de Francesca, de la que Regina se alegró mucho porque por fin Monty tendría que abandonar sus esperanzas. Al mismo tiempo esperaba que Neal no le rompiera el corazón a Francesca. Al fin y al cabo, la fama precedía a Neal Mason.

—Tomaros un tiempo, tú y Neal —le aconsejó Regina—. Primero tenéis que acostumbraros el uno al otro. Seguro que a Neal, como eterno soltero, le cuesta tener a alguien cerca de repente. —Se aclaró la voz—. Seguro que necesita un tiempo para aceptar que pierde libertad con el matrimonio.

Francesca sabía que Regina se refería a la fama de faldero de Neal. Recordó su visita al burdel en su noche de bodas, y sintió que se sonrojaba solo de pensarlo, y se apresuró a cambiar de tema.

—En cuanto a Monty… he intentado dejarle claro que no podemos tener una relación. Se lo he dicho con toda la delicadeza posible, pero le ha afectado mucho. A decir verdad, me preocupa. ¿Qué impresión te da últimamente?

—Pues no muy buena —replicó Regina, cuya mirada se perdió de nuevo en la lejanía—, pero no te preocupes, ya se le pasará. De eso ya me ocuparé yo. —Le quitó importancia al estado actual de Monty intencionadamente, por si acaso tenía pensado cometer una locura y ella tenía que cubrirlo. Su hijo le daba verdadero pánico. Hacía días que no se dejaba ver por casa, y cuando aparecía estaba ausente y mostraba una actitud inquietante. Sabía por Amos que el caballo de Monty, un elegante purasangre, estaba completamente descuidado. Cuando Regina se convenció por sí misma del deplorable estado del animal, insistió en darle a Monty otro caballo para que el mozo de cuadra pudiera ocuparse del purasangre.

La inquietud de Regina se acentuó cuando descubrió que Monty había desatendido completamente sus obligaciones en los negocios, lo que a su vez hacía que se preguntara en qué empleaba el tiempo cuando no estaba en casa. Frederick también se había dado cuenta. Cuando le comunicó, asombrado, la continua ausencia de Monty, Regina le engañó diciendo que Monty estaba muy ocupado abriendo nuevos campos de negocio.

Era una suerte que Frederick se hubiera ido con un amigo a una subasta de ganado en Shepparton y tuviera previsto pasar unos días fuera. En realidad Monty debía acompañarle, pero Regina se inventó de nuevo una excusa para él. En su fuero interno esperaba que Monty olvidara pronto a Francesca y regresara la normalidad a su vida, antes de que hiciera una locura, llevado por la ira y la desesperación, de la que se arrepintiera durante el resto de su vida…

Mientras las dos mujeres esperaban a Neal en la orilla, los silencios entre ellas cada vez se prolongaban más.

—Neal aparecerá en cualquier momento —dijo Francesca finalmente—. No es necesario que esperes, Regina.

—No, no, me gusta quedarme aquí contigo, al aire fresco —contestó Regina. Normalmente evitaba el río de noche porque tenía un aspecto siniestro, pero sobre todo porque le evocaba unos recuerdos con Francesca que prefería olvidar.

—¿Y qué hace Monty en Ballarat? —preguntó Francesca.

—¿Perdona? —preguntó Regina, extrañada.

—En tu nota decía que se había ido a Ballarat. —Francesca tuvo de nuevo la sensación de que Regina estaba distraída.

—Ah, sí, es verdad. Está… ha ido por asuntos de negocios. Mañana regresa.

A Francesca le daba la impresión de que Regina mentía, de modo que se preguntó de nuevo qué estaba tramando. Había algo raro, pero su instinto le dijo que se mantuviera al margen.

Justo entonces oyó el ruido de las ruedas de paletas y el rumor del motor de un barco. Ella, Regina y Amos miraron hacia el río, donde apareció la imponente silueta negra de un vapor que salía del recodo.

—Ese debe de ser Neal —dijo Francesca, aunque le extrañó que no hubiera luz a bordo ni sonara el toque de corneta que habían acordado.

—Muy bien —comentó Regina, que se cruzó de brazos. Se sentía incómoda, estaba deseando volver a casa.

Francesca advirtió el alivio en la voz de Regina. Era obvio que se alegraba de deshacerse de su hija, lo que incrementó su curiosidad por el motivo de la invitación.

¿Qué pretendía Regina con aquella invitación?

Observaron en silencio cómo se acercaba el barco. Cuando Francesca reconoció el Ofelia, se le aceleró el corazón y no pudo evitar una sonrisa. A pesar de que Neal no la quisiera de la misma manera que ella, en ese momento no le importaba. Un día quería ser su esposa de verdad, y por dentro esperaba que Neal también lo sintiera así con el tiempo.

Mientras dejaba vagar la mirada por el Ofelia, que aún estaba a unos cincuenta metros, ocurrió. Un enorme resplandor iluminó la noche, y una violenta explosión hizo temblar la tierra bajo sus pies. Los tres se lanzaron al suelo por instinto. El cielo nocturno se iluminó cuando una bola de fuego amarilla llameó entre las aureolas de color naranja y rojo. La caseta del timonel, los guardarruedas y la cubierta superior del barco estallaron en mil fragmentos minúsculos que cayeron en forma de lluvia sobre el agua y en la orilla. El estruendo atronador ahogó los gritos de las mujeres, que se taparon la cara.

Al cabo de unos segundos, Francesca se incorporó.

—¡Neal! —gritó, al tiempo que se tapaba los oídos con las manos, que se habían quedado casi sordos. Corrió un par de pasos por la orilla y cayó de nuevo al suelo.

Amos Compton ayudó a Regina a levantarse.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella, impresionada—. ¡Dios mío!

Francesca se arrodilló en el suelo y se puso a gritar, mientras el casco del Ofelia, que con la detonación se había partido por la mitad, se hundía en el torrente oscuro y turbio del Murray. En la superficie del agua solo se veían algunos trozos del barco ardiendo, que poco después se apagaron o fueron arrastrados por la corriente. Con todo el cuerpo tembloroso, Francesca los miró, con los ojos bañados en lágrimas.

—¡Neal! —gritó, desesperada, mientras avanzaba por la orilla a gatas. No había señales de vida. Neal había desaparecido.

Claude Mauston llevó a Regina y Francesca a la ciudad con el coche. Tras aquella desgracia, Francesca no se podía mover, de modo que Amos la llevó a la casa, donde Regina sirvió dos copas de coñac. Ahora, en el coche, Francesca sollozaba en voz baja, y Regina no sabía cómo consolarla, sobre todo porque tenía la terrible sospecha de que Monty era el responsable de la explosión del Ofelia. Antes de subir al coche, Regina le ordenó a Amos que retuviera a Monty si aparecía por la granja, y que no lo perdiera de vista bajo ningún concepto.

Cuando el coche se detuvo en el paseo marítimo, se había congregado un tumulto en el muelle. La noticia de la explosión corrió como la pólvora gracias a los vagabundos y los habitantes de la ciudad, que habían instalado su campamento cerca del lugar de la tragedia.

Joe y Ned estaban muertos de miedo, pues no sabían dónde estaba el Ofelia, con Neal y Francesca. Cuando Joe vio a Francesca y el estado en que se encontraba, no entendió nada.

Francesca estaba demasiado conmocionada para contarle a su padre lo que había ocurrido, de modo que tuvo que explicárselo Regina.

—Anoche Frannie vino a cenar a Derby Downs, y Neal quería recogerla al terminar. Mientras estábamos esperando en la orilla, apareció el Ofelia. Al cabo de unos instantes… saltó por los aires.

—Por el amor de Dios —exclamó Joe, que abrazó a Francesca.

—Deberíamos crear un grupo de búsqueda —propuso Ned, que tenía la vaga esperanza de que Neal siguiera con vida. Pero Regina sacudió la cabeza, afligida. Ned comprendió y se llevó a Francesca a su camarote.

—Es imposible que Neal haya sobrevivido —dijo Regina a Joe cuando Francesca ya no les podía oír—. No queda nada del barco…

A bordo del Marylou, Lizzie intentó consolar a Francesca, pero estaba totalmente conmocionada. Se tumbó en la cama, llorando, mientras Lizzie se colocaba junto a la escotilla para oír lo que decían fuera. Algunos hombres propusieron ir al lugar de la tragedia para encontrar una prueba de por qué el Ofelia había explotado, y otros argumentaban que no tenía sentido hacerlo antes del amanecer. Lizzie oyó que mucha gente lamentaba la pérdida de un hombre tan bueno como Neal Mason, y pensó en la pobre Gwendolyn. Alguien tenía que darle la triste noticia a la chica.

¿Y si Francesca sabía de la existencia de Gwendolyn? Lizzie sacudió la cabeza. ¿Qué importancia tenía, ahora que Neal había fallecido?

—Llévame lo antes posible a casa, Claude —ordenó Regina cuando volvió a subir al coche. Cuando Francesca se fue al Marylou, quiso irse cuanto antes a Derby Downs. Completamente alterada, le costaba mantener la compostura. La velada que habían pasado juntas con Francesca había sido idea de Monty, que le había pedido a Regina que invitara a Francesca a cenar. Incluso había insistido y le había prometido darle una explicación más tarde. Aun así, Regina intuyó que algo iba mal, y estuvo toda la noche muy inquieta. Había aceptado solo porque le preocupaba mucho el estado anímico de Monty de los últimos días. Maldecía su ingenuidad ahora que veía que Monty cargaría con la muerte de Neal en la conciencia.

Monty incluso había insinuado que quería hacer las paces con Neal Mason para poner punto final a su relación con Francesca, pero sonaba poco creíble viendo su comportamiento forzado. Sin embargo, Regina jamás habría pensado que Monty tenía algo tan horrible en la cabeza, sobre todo porque había dado algunas muestras de interés por Clara. Además, como todo auténtico caballero, Monty detestaba la violencia. Tal vez su amor por Francesca lo había llevado al extremo. A Regina se le encogió aún más el corazón al pensarlo.

Cuando llegaron a la mansión, Amos apareció en la entrada.

—El señor Montgomery está en casa, señora —dijo.

Regina se sintió tan aliviada que estuvieron a punto de fallarle las piernas cuando bajó temblando del coche.

Amos le ofreció el brazo.

—Ha llegado poco después de que se fuera usted, señora.

—Gracias a Dios. —Cuando Regina vio con sus propios ojos que el barco de vapor estallaba por los aires, por un momento tuvo la terrible idea de que Monty podía haber cogido el Ofelia y tomado a Neal como rehén a bordo. Como Monty no era un experto en barcos, Regina temía que hubiera provocado la explosión de la máquina de vapor sin proponérselo.

Regina encontró a Monty en el salón. Su lamentable aspecto provocaba escalofríos. Era obvio que hacía días que ni se afeitaba ni se lavaba, parecía un vagabundo. Extrañada, vio que tenía la ropa mojada. El primer impulso de Regina fue preguntarle por qué, ya que no contaba con eso, pero de pronto ya no estaba segura de querer saberlo. Le asustaba el peso que había perdido en poco tiempo, no podía creer que aquel fuera su hijo. Parecía un extraño, y se comportaba como tal.

—¿Qué has hecho? —preguntó Regina al ver que Monty se empeñaba en no hacer caso de su presencia.

Monty no contestó. Regina advirtió que se miraba las manos con los ojos vidriosos, entrecruzadas sobre la mesa. Se preguntó si estaba borracho, pero pensó que aún sería peor preguntárselo.

—Supongo que sabes que el Ofelia ha explotado y que supuestamente Neal Mason ha perdido la vida.

Monty no parecía en absoluto sorprendido, lo que confirmó los peores temores de Regina. Se le encogió el corazón.

—Dios mío, Monty. No puedo creer que hayas sido capaz de hacer algo así… que incluso aceptes con normalidad la pérdida de una vida humana.

—Quiero a Francesca, madre —contestó, inexpresivo—. Ningún otro hombre puede tenerla.

Regina sintió ganas de gritarle que Francesca era su hermanastra. Solo la retuvo el miedo a perder a Monty para siempre.

—Disculpe, señora —les interrumpió en ese momento Amos Compton.

—¡Ahora no, Amos! —contestó Regina con brusquedad.

Amos se aclaró la voz.

—Un tal agente Watkins quiere hablar con usted, señora.

Regina se estremeció y se quedó pálida. Lo primero que se le ocurrió fue esconder a Monty.

—Dile que ahora mismo no puedo recibirle, Amos. Es muy mal momento —contestó Regina. Primero debía recobrar la compostura, y necesitaba tiempo para pensar con calma. Como Amos no atendió sus peticiones, se dio media vuelta y se le desencajó el rostro al ver al agente de la policía en la puerta.

El joven agente había oído todo lo que había dicho, y no estaba dispuesto a que lo despacharan.

—Disculpe las molestias, señora Radcliffe, pero es urgente.

—Lo dudo. Ahora mismo no recibo visitas —repuso. Le hervía la cabeza tratando de encontrar una coartada para Monty. Podía decir que el motivo de que llevara la ropa mojada era que había saltado al río para salvar a Neal. Sonaría creíble—. Acabamos de perder a un conocido, agente Watkins. La esposa del fallecido estaba invitada esta noche en Derby Downs cuando el barco de su marido explotó ante nuestras narices. Seguro que entenderá que estemos profundamente afectados.

El agente Watkins pasó por delante de Amos sin inmutarse y entró en el salón. Se sorprendió al ver el aspecto de Monty, al que solo había conocido como un hombre pulcro e impecablemente vestido.

—Me han informado del accidente del barco, señora Radcliffe, pero he venido por un asunto urgente.

Regina miró a Monty. Sintió un nudo en el estómago. Monty, en cambio, parecía ausente.

—¿De qué… se trata, entonces? —preguntó Regina, con la voz entrecortada. Instintivamente se colocó junto a su hijo y posó una mano en su hombro.

El joven agente advirtió aquel gesto protector, pero su semblante serio transmitía que había acudido a interrogar o incluso a detener a Monty.

—Tal vez sería mejor que primero tomara asiento, señora Radcliffe.

—¡No es necesario! —rugió Regina.

El agente Watkins la miró con una expresión seria. De pronto, en la casa silenciosa, Regina oyó el tictac de un reloj en la habitación contigua. En sus oídos, aquel ruido era fuerte, insoportable.

—Por desgracia, tengo que comunicarle algo desagradable —empezó el agente Watkins.

Regina estaba a punto de desmayarse. Su mundo se derrumbaba y no podía hacer nada.

—He recibido una nota del guardia de Shepparton…

—¿Shepparton? —Regina ya no entendía nada. De pronto cayó en la cuenta de que Frederick estaba en Shepparton.

—Sí. Por desgracia, debo comunicarle que hace unas horas su marido sufrió un colapso durante una subasta de ganado. Ha tenido un ataque al corazón.

Regina se dejó caer en una silla, con los ojos desorbitados, junto a Monty, que seguía mirando sin comprender.

—¿Está bien?

El agente Watkins dudó un instante.

—Por desgracia, no. Enseguida lo atendió un médico, pero ya no pudo hacer nada. Señora Radcliffe, mis condolencias…