Cuando Francesca se despertó a la mañana siguiente, observó a Lizzie, que dormía plácidamente a su lado. Los cardenales se habían desvanecido y las heridas se le habían curado. Tenía el rostro relajado como nunca le había visto. Por primera vez Francesca pensó que Lizzie podría llevar una vida normal, sentía que no era demasiado tarde si Lizzie reunía el valor necesario. Pese a no poder quedarse en Echuca, ya que Silas convertiría su vida en un infierno y siempre le recordaría su pasado, Francesca tenía la esperanza de que Lizzie pudiera iniciar una nueva vida en otro lugar, después de ver que existe la oportunidad y de comprender por sí misma que fuera del burdel había personas en las que podía confiar. Solo necesitaba un poco de suerte y la ocasión adecuada.
De pronto Francesca fue consciente de que la máquina de vapor estaba en funcionamiento, y saltó de la cama.
—¿Adónde vamos? —le preguntó a su padre, que se encontraba en la caseta del timonel. Ned estaba abajo, alimentando la caldera de madera.
—Regresamos a Echuca —contestó Joe, escueto, evitando la mirada de su hija.
A Francesca le dio miedo el tono de voz, y rezó para sus adentros para que no se hubiera precipitado.
—No puede ser, papá, tenemos que esperar un poco más. —Dudaba de que Regina ya hubiera conseguido encargarle a su notario que le hiciera llegar a Joe su dinero.
—Escucha, Francesca, nos lo hemos pasado muy bien a costa de Silas, pero tengo que enfrentarme a lo inevitable. Me he retrasado con los pagos de las cuotas…
—Seguro que se nos ocurrirá algo, papá.
Joe sacudió la cabeza, en sus ojos se reflejaba la tristeza.
—Sé que estás convencida, mi niña, pero no tiene sentido seguir esperando un milagro porque no lo habrá.
Francesca sintió ganas de gritar que quedaba poco para que llegara ese momento, pero sabía que entonces Joe querría conocer toda la verdad y tendría que explicarle el doloroso descubrimiento de que Regina era su madre biológica y Silas el padre. Ya sufría ella bastante por eso. Además, Joe no aceptaría jamás el dinero de Regina, era demasiado orgulloso. Le urgía ganar algo de tiempo.
—¿Por qué tantas prisas, papá? No hay motivo para entregarle el Marylou a Silas lo antes posible.
Joe torció el gesto. Francesca notó que la terrible certeza de perder definitivamente el Marylou le rompía el corazón. Cuanto más lo aplazara, mayor sería su dolor.
—Lo siento, mi niña. Mantendremos el rumbo. No voy a perseguir a Silas, pero tampoco quiero seguir escondiéndome como un cobarde.
Francesca sabía que Silas les confiscaría el Marylou ese mismo día y jamás volvería a soltarlo si no ocurría un milagro y Joe le entregaba el dinero, y menos ahora que el compromiso se había anulado.
Cuando amarraron en el puerto de Echuca, Francesca dijo que quería ir un momento a la oficina de correos a ver si había llegado algo para ella. Era el momento de recoger el sobre que esperaba. Tenía que confirmarlo antes de que Silas viera el Marylou en el muelle.
A pesar de que Francesca solo se ausentó unos minutos, le pareció una eternidad. De regreso no vio ni rastro de Silas. Varios marineros le habían confirmado a Joe que Silas había preguntado por él en el muelle. Algunos trabajadores del puerto habían visto que el Marylou estaba amarrado en el Campaspe, pero por suerte todos eran amigos de Joe. Ninguno trabajaba a las órdenes de Silas Hepburn.
—Tengo una carta para ti, papá —dijo Francesca, sin aliento de haber ido a la carrera. El remitente era una notaría de Moama, ella conocía el contenido del sobre, pero intentó fingir en la medida de lo posible. Cuando el empleado de correos le entregó la carta, sintió que se le paraba el corazón del alivio.
Joe cogió la carta, echó un vistazo al remitente y la dejó caer sin prestarle atención.
—¿De quién es la carta, papá? —preguntó Francesca, que intentaba conservar la calma.
—De una notaría, seguro que del notario de Silas. Tendría que haber imaginado que no perdería el tiempo para recuperar su dinero.
—Anulé el compromiso anteayer, no creo que la carta sea de Silas, sobre todo porque ya tiene suficientes preocupaciones. —Francesca se sirvió una taza de té con una serenidad fingida—. Solo hay una manera de averiguarlo, papá. Ábrela. —Sintió un nudo en la garganta; no paraba de mirar hacia el muelle, temía que Silas se presentara en cualquier momento con el pagaré de su padre en la mano.
Joe suspiró. Tenía claro que no serviría de nada no abrir la carta. Si no entregaba el Marylou a Silas, este solicitaría una orden de detención contra él. Agarró de nuevo la carta, la abrió y leyó por encima las líneas. Francesca vio de reojo cómo le cambiaba la expresión de la cara y volvía a leer la carta para desentrañar el sentido del texto.
—Pero… no puede ser —dijo, perplejo, y se dejó caer sobre el banco.
—¿Qué pasa, papá? ¿Ocurre algo?
—No te lo vas a creer…
—¿Qué pasa, Joe? —inquirió también Ned. Supuso que Silas quería llevarlo a los tribunales.
—Alguien me ha dado dinero… mucho dinero —aclaró Joe.
A Ned se le iluminó la cara.
—¿Cuánto es?
Francesca vio el alivio que transmitían los dos. Sabía que a Ned le preocupaba tanto como a Joe, aunque no lo exteriorizara. Como su padre, era una persona con un buen corazón, decente. Se consideraba afortunada de contar con ambos en su vida.
—Léela en voz alta, mi niña —dijo Joe, al tiempo que le entregaba la carta.
Francesca advirtió que le temblaban las manos. Leyó por encima el texto.
—Un primo tuyo, un tal John Devaney, te ha incluido en su testamento como heredero. Te ha dejado… ¡mil trescientas libras! —Francesca gritó de la emoción y se lanzó al cuello de su padre.
—Podría tratarse de un error, mi niña. No conozco a ningún John Devaney —dijo Joe.
—Pero si tú me explicaste que no conoces a gran parte de tu familia de Irlanda, papá.
—Es verdad. ¿Pero por qué iba a dejar tanto dinero un primo al que nunca he conocido?
—Ni idea, puede ser por muchos motivos. Pero vas a aceptar la herencia, ¿verdad?
—No creo —respondió Joe—. Algunas cosas son demasiado bonitas para ser verdad. Tal vez ha habido un malentendido y haya otro Joe Callaghan.
Francesca y Regina habían inventado una historia creíble para que Joe no desconfiara. Volvió a mirar la carta.
—Dudo mucho que exista otro Joseph Quinlan Callaghan que además haya nacido el mismo día que tú, papá. Esas cosas las verifican los notarios. Es su obligación.
—Creo que tienes razón. —Desconcertado, Joe sacudía la cabeza. Ni en sus mejores sueños habría imaginado que le ocurriera semejante milagro. Era increíble.
—Aquí dice que puedes recoger ahora mismo el dinero en la notaría de William Crown de Marsh Street, en Moama. ¿A qué estamos esperando, papá?
Joe estaba completamente atónito.
—Por primera vez en la vida creo en los milagros. —Miró a Ned y a Francesca—. ¿Sabéis qué significa esto? No hay necesidad de entregar el Marylou. —El rostro se le iluminó con una sonrisa, y Francesca estaba al borde de las lágrimas de felicidad. Tenía la impresión de que Joe y Ned también tenían los ojos empañados. Jamás olvidaría aquel momento.
—Joe —le llamó en ese momento John Henry, que se encontraba en la proa del Syrett y estaba anclado al lado—. Se acerca Silas Hepburn.
Mientras Francesca estaba en la oficina de correos, Joe le había contado a John Henry por qué había aceptado el compromiso entre Francesca y Silas. Una vez anulado, no quería seguir ocultándoles la verdad a sus amigos. No podía permitir que siguieran creyendo que se había vendido.
—Desde el principio me sonó extraño —le contestó John Henry—. Al fin y al cabo, siempre habías odiado a Silas. ¿No estarás detrás de la repentina mala racha de Silas?
—Todo el mundo recoge lo que siembra —respondió Joe, y John soltó una carcajada.
—Larguémonos de aquí enseguida —dijo Joe ahora, y subió a la caseta del timonel mientras Ned saltaba al muelle para soltar las cuerdas del amarre.
Cuando Silas llegó al final del muelle donde había amarrado el Marylou, estaba sin aliento. Los amigos de Joe le habían puesto trabas «imprevistas» por el camino, haciendo rodar barriles despacio delante de él o colocándole un saco de granos de café «por descuido» delante de los pies.
—¡Devuélveme ahora mismo mi barco! —les gritó Silas, enfurecido, mientras el Marylou se alejaba del muelle. Levantó un puño amenazante, pero Joe sonrió y saludó con sorna a Silas.
Cuando Francesca había encarado el barco rumbo a Moama, le gritó desde la caseta del timonel.
—Nos vemos esta tarde. —Luego hizo sonar el pito mientras Francesca llevaba el timón y el Marylou emprendía el camino a Moama.
Hacia las dos de la tarde el Marylou ya regresaba a Echuca, y Joe Callaghan era mil trescientas libras más rico después de pagar una buena comida y vino para celebrar el día. Le habían dicho que John Devaney era un primo lejano por parte de padre que toda la vida había sido un amante de los barcos. Al parecer había vivido mucho tiempo en Luisiana, junto al Misisipí, donde trabajó de marinero en vapores de ruedas. Nunca se casó, no tenía hermanas, y sus padres ya habían fallecido. En un principio quiso donar el dinero a una organización benéfica que se ocupara de antiguos marineros, pero consultó el árbol genealógico de la familia y descubrió que tenía un primo lejano que era marinero y vivía en Australia.
—El señor Devaney tenía sus peculiaridades, así que dejó escrito en su testamento que la herencia debía utilizarse exclusivamente en su barco —explicó William Crown al entregarle el cheque—. Sé que es una condición poco habitual, ¿pero sería posible?
—Ningún problema —contestó Joe—. Por cierto, ¿cómo me ha encontrado?
William Crown se quedó mirando a Joe un momento, sin entenderle.
—Supongo que en Australia no hay tantos Joe Callaghan, papá —se apresuró a decir Francesca, para no despertar sospechas.
—Eso es —confirmó William Crown—. Usted es el único, no cabe ninguna duda.
—Lamento mucho que mi primo, que en paz descanse, haya fallecido, pero debo decirle que no podía haber elegido mejor momento —dijo Joe—. ¿De qué murió? No podía ser muy mayor.
—Yo… debe disculparme, pero su notario no me informó de las circunstancias exactas —contestó William Crown, diligente—. Solo sé que sufría una enfermedad grave.
—Bueno, tampoco tiene mucha importancia, no lo conocía —dijo Joe—. De todos modos, tengo otra pregunta…
A Francesca se le paralizó el corazón.
—Necesito canjear el cheque hoy, sin falta, señor Crown.
—Aquí enfrente está el banco de New South Wales, allí le ayudarán —respondió Crown—. De hecho le están esperando.
—Es usted muy amable, señor Crown.
—No hay de qué, señor. Ha sido un placer recibirle en mi notaría.
—El placer es mío. —Joe se volvió hacia Francesca y Ned—. Cuando hayamos salido del banco propongo un brindis de despedida en honor a John Devaney antes de regresar a Echuca. Silas puede esperar por su dinero un poco más.
Ned se rió, contento, y a Francesca le empezaron a temblar las rodillas del alivio.
Cuando el Marylou amarró en Echuca más tarde, Silas ya estaba esperando en el muelle, donde se habían congregado algunos curiosos. No le sorprendió que Joe volviera, ya que era un hombre honrado y no era capaz de hacer otra cosa. Sin embargo, el que Joe le hubiera hecho esperar le hacía hervir la sangre. Aun así, su alegría por tener la posibilidad de dejar por los suelos a Joe ante el gentío que se había reunido allí se mantenía intacta.
A Joe, por su parte, tampoco le sorprendió que Silas tuviera en la mano los papeles de la deuda, pero intentó disimular su buen humor. Aguardaría con fruición a ver la escena que Silas iba a montar, básicamente sin hacerle caso.
—Buenos días, Silas —dijo, fingiendo resignación, cuando bajó a tierra.
Silas respiró hondo para prolongar el momento. Luego soltó el aire y se dirigió tanto a los curiosos como a Joe.
—Joseph Callaghan, esta gente honrada son testigos de que soy un hombre generoso, que vela por el bien de la comunidad, pero como se ha retrasado en los pagos de las cuotas del préstamo, le reclamo la garantía que ofreció de palabra, es decir, el Marylou. —En aquel momento se hizo un silencio sepulcral en el muelle. Incluso las aves permanecían calladas.
—Ya entiendo —contestó Joe, que dejó caer la cabeza. Comprendió lo dura que habría sido la situación de no haber tenido el dinero de Silas en el bolsillo—. ¿Y cuánto le debo exactamente, Silas?
—Con los intereses la suma asciende a… —Silas consultó la documentación que tenía en la mano por un instante, aunque se sabía de memoria el importe, hasta el último penique— novecientas catorce libras.
—¡Novecientas catorce libras! —repitió Joe—. Es mucho dinero. —Hasta entonces le había devuelto ciento cincuenta libras, a sabiendas de que solo era una gota en el océano, puesto que Silas cada vez subía más los intereses—. Los intereses que cobra son elevadísimos, y aun así despacha en sus establecimientos aguardientes aguados.
El comentario fue recibido con sonoras carcajadas, pero a Silas no le hizo ninguna gracia.
—Eso es mentira —replicó Silas, furioso.
Joe advirtió el brillo frío en los ojos de Silas. Siempre tuvo la sensación de que había más calidez en los ojos de un pez muerto.
—Conocía las condiciones cuando firmó el pagaré —dijo Silas—. Si en aquel momento sabía que jamás podría devolver el préstamo, ¿por qué lo aceptó? Soy un hombre generoso, pero no una sociedad de beneficencia.
—Tiene razón, Silas. —Joe miró a la cara por un instante a los hombres que habían formado un corro alrededor de él y Silas, y percibió miradas de compasión. Todos habían pasado por malas épocas, y la mayoría le tenían el mismo cariño a sus barcos que Joe al Marylou. Sabía que alguno que otro incluso le ofrecería su apoyo si pudiera.
—Le exijo que desalojen el barco ahora mismo —dijo Silas, satisfecho.
—No —repuso Joe—. No se quedará con el Marylou, por encima de mi cadáver.
—¿Tengo que llamar al agente? —preguntó Silas. Su venganza sería aún más placentera si viera que Joe era despojado de su barco.
Joe le aguantó la mirada con frialdad, al tiempo que esbozaba una sonrisa. Silas estaba visiblemente molesto.
Entonces vio que Joe se tocaba el bolsillo y sacaba un fajo de billetes. Conteniendo la respiración, él y los hombres allí reunidos observaron cómo Joe contaba novecientos catorce billetes de una libra.
—Aquí tiene —dijo, y le colocó el dinero en la mano a Silas—. Ahora estamos en paz. —Sacó un chelín, lo lanzó al aire y después lo metió en el bolsillo de la camisa de Silas—. Esto de propina.
Los espectadores se echaron a reír.
Mientras Silas miraba consternado el dinero que tenía en la mano, Joe le arrancó el pagaré de la otra, lo rompió en trocitos, los lanzó al aire y cayeron como si fueran confeti sobre el río. Sintió un enorme alivio y satisfacción al ver que el Marylou volvía a ser suyo, y esperaba que en esos momentos Mary le estuviera sonriendo desde el cielo.
A Silas se le había petrificado el rostro.
—¿De dónde ha sacado tanto dinero? —exclamó, aturdido. Pensó si Joe habría encontrado el dinero en el molino.
—Digámoslo así: la suerte se ha puesto de mi lado —dijo Joe.
—¡Lo ha robado del molino! —exclamó Silas—. ¡Me ha robado mi dinero y luego le ha prendido fuego al molino!
Joe comprendió que Lizzie tenía razón. Era obvio que Silas guardaba su dinero y objetos de valor en el molino. La situación le provocó una sonrisa, pues ya era el colmo.
—A decir verdad, me lo ha dado un primo lejano. Acabo de venir de Moama, del notario. Pero lamento que se haya quemado dinero en su molino. Eso sí que es mala suerte.
La consternación de Silas se transformó en ira al ver que el público aplaudía a Joe exaltado.
—Sé que usted ha hundido el Curlew… y el pontón… y que ha provocado el incendio en el molino. No crea que se saldrá con la suya, Callaghan. No descansaré hasta verlo entre rejas.
Joe fingió asombrarse ante el comentario de Joe.
—Había oído hablar de su terrible mala racha —contestó, y tuvo que reprimir una sonrisa al oír las risas contenidas de los presentes—. Lamento en lo más profundo que sospeche precisamente de mí de destruir intencionadamente sus propiedades.
—A mí no me hace gracia —replicó Silas, encolerizado.
—Muchos de mis colegas son testigos de que los últimos días he estado anclado delante de la laguna Sheepwash, pescando. —Joe sabía que sus compañeros le apoyarían.
—Sí, es cierto —gritó John Henry—. Yo vi a Joe y el Marylou en la laguna.
—Yo también —dijo Aidan Fitzpatrick. Algunos hombres más murmuraron comentarios de aprobación.
—Usted y su maldito atajo de irlandeses, por supuesto se mantienen unidos —dijo Silas entre dientes—. Aun así, sé que fue usted, Callaghan, aunque no pueda probarlo.
Joe avanzó un paso hacia él y bajó la voz.
—Y yo sé que usted prendió fuego al astillero de Ezra Pickering y que además fue el responsable del accidente de Dolan O’Shaunnessey, pero tampoco puedo probarlo.
—Aún no he acabado con usted, Joe Callaghan —gruñó Silas.
—No olvide que tiene más que perder que yo —le advirtió Joe.
Silas miró a Francesca, que estaba en la cubierta.
—Yo no estaría tan seguro, Joe.
Joe se dio la vuelta y miró a su hija. Cuando se volvió de nuevo hacia Silas le lanzó una mirada de odio.
—Si le toca un solo pelo a mi niña le retorceré el cuello con mis propias manos, Silas.
—Si no me avanzo yo, Joe —dijo Neal. Estaba detrás de Silas y había oído la amenaza.
Silas se volvió hacia Neal un momento con los labios apretados; luego volvió a mirar a Joe.
—¡Ya me ocuparé de que no volváis a tener trabajo en esta zona!
—¿Lo habéis oído? —gritó Joe—. Silas acaba de decir que Neal y yo no volveremos a encontrar trabajo en esta zona. Tal vez alguien debería recordarle a Silas que en esta ciudad hay más de veinte tabernas que no le pertenecen y a las que podríamos ir igual que a sus tugurios.
—Exacto —murmuraron varios hombres.
Silas miró a Joe a la cara. Sabía que tenía muchos amigos en Echuca, así que debía andarse con cuidado.
—Dado que he heredado una cantidad considerable, ya no dependo del trabajo, Silas. Tal vez me presente candidato a la alcaldía o construya mi propio hotel. También puedo comprar un terreno y producir vino. Se abren multitud de posibilidades cuando uno tiene mucho dinero.
Joe exageraba a propósito con su riqueza reciente para enojar a Silas y saborear su ira. Sabía que la mejor manera de provocar a Silas era amenazarlo con hacerle la competencia en sus negocios o, aún mejor, presentarse candidato a un puesto público. Solo la idea de que Silas necesitara la aprobación de Joe para cualquier autorización pública debía de sentarle como una puñalada. Además, Silas contaba con toda la gente que tenía viñedos en la zona, y esperaba obtener pingües beneficios con el próspero negocio del vino durante los próximos años.
—De todos modos, reflexionaré con calma sobre mi futuro y entretanto me contentaré con transportar a pasajeros al otro lado del río mientras no esté construido el nuevo puente.
Joe miró a Silas, que tenía ganas de saltarle a la yugular, y ya no pudo reprimir la sonrisa. Había sido un día genial.
Silas, que estaba a punto de explotar, dio media vuelta y se abrió paso entre la multitud. No quería perder los estribos delante de sus conciudadanos, pero en cuanto estuviera solo daría rienda suelta a su ira ciega.
—Tenga cuidado con el dinero —le gritó Joe con sorna por detrás. De nuevo se oyó una estruendosa carcajada. Silas estaba tan furioso que se encontraba al borde del colapso. Sentía fuertes dolores en el pecho y las piernas apenas le aguantaban cuando llegó al hotel Bridge.
Lizzie lo había observado todo por la escotilla del camarote, y no pudo evitar una sonrisa. Aunque no había oído cada una de las palabras que habían intercambiado aquellos dos hombres, era obvio que Joe había sacado completamente de quicio a Silas. Un momento realmente memorable.
Su sonrisa se desvaneció al instante al recordar el carácter vengativo de Silas. Joe y Neal tendrían que andarse con cuidado, aunque Lizzie temía por Francesca. Silas no iba a renunciar a ella sin más…