—Francesca, ¿dónde te habías metido? —preguntó Joe, que se encontraba en la cubierta del Marylou, empapado. Ned, que estaba a su lado, tenía el mismo aspecto.
—Enseguida te lo explico, papá. ¿Qué os ha pasado a vosotros dos? —repuso Francesca.
—Hemos tenido que volver a nado desde el muelle —contestó Joe, al que le temblaba todo el cuerpo.
—Voy a cambiarme —dijo Ned, que no dejaba de tiritar.
—Papá, tú también deberías hacerlo antes de que te resfríes —dijo Francesca, y los envió a los dos a los camarotes.
Cuando Joe y Ned aparecieron de nuevo con ropa seca, Francesca y Lizzie habían preparado una jarra de té.
—He escondido las cosas mojadas por si acaso —anunció Joe—. Solo por si el agente de policía nos hace una visita.
—Explicadnos cómo os ha ido —rogó Francesca, mientras les servía té.
—Mike Finnion y sus hombres han vuelto del bar antes de lo previsto. Por eso hemos tenido que saltar por la borda, para que no nos cogieran.
—Oh, papá. —Francesca pensó en lo que podría haber ocurrido.
Ned se echó a reír.
—Estaban en el muelle, hablando a voces, y no se han enterado de que justo detrás de ellos se estaba hundiendo el barco.
—¿Pero cómo han podido no enterarse? —preguntó Lizzie, asombrada.
Joe sacudió la cabeza entre risas.
—Es increíble, ¿verdad? Han estado todo el tiempo de espaldas al agua. Para cuando se han dado cuenta ya era demasiado tarde. —Se puso serio y miró a Francesca—. ¿Dónde has estado esta tarde? —preguntó de nuevo. No le gustaba que caminara sola en la oscuridad.
—En el hotel Bridge.
Joe arrugó la frente.
—Tenía que ir, papá —se apresuró a decir Francesca antes de que le leyera la cartilla—. Era la ocasión perfecta.
—Tienes que explicármelo con más detalle.
Pese a que Francesca odiaba con toda su alma mentir a su padre, era necesario ocultarle la dolorosa verdad, así que ya se había inventado una excusa.
—Ayer por la mañana oí por casualidad en la panadería una conversación entre dos señoras. Decían que esta tarde Silas esperaba visita.
—¿Visita?
—Una mujer, papá. Pensé que si le sorprendía con esa mujer podía anular el compromiso sin que me pudiera reprochar haber faltado a mi palabra. No te había contado nada porque no quería preocuparte.
—Pues habría tenido motivos, Frannie. Era demasiado arriesgado.
—Pero ha funcionado, papá.
—¿Le has sorprendido con las manos en la masa?
—Sí. Justo cuando estaba besando a esa mujer. —Francesca aún no había asimilado que fuera Regina quien estaba con él. No sabía cómo interpretarlo—. He anulado el compromiso.
—Me quitas un gran peso de encima, Francesca. Y como tú eres la engañada, tenemos todo el derecho a indignarnos.
—Dudo que a Silas le importe quién sea el engañado —comentó Ned—. Ya está furioso por lo del puente flotante, y ahora además ha perdido el Curlew… y a Francesca. Me temo que estará fuera de sí.
—Tienes razón. —Joe frunció el entrecejo—. O recibe su dinero… o el Marylou. De lo contrario, jamás nos dejará en paz.
Francesca pensó en el dinero que Regina le había prometido. Llegaría en cuestión de unos días, de modo que tenía que ganar tiempo.
—Tal vez deberíamos desaparecer de Echuca durante unos días, papá —propuso—. Lo atribuirán a mi tristeza después de descubrir que mi prometido me engaña con otra.
—Ned proponía hacer una excursión el Campaspe para pescar…
—Buena idea.
—¡Deberíamos prenderle fuego al hotel Bridge! —exclamó Lizzie de repente, con una vehemencia que no le habían conocido nunca.
—No podemos hacerlo, Elizabeth —la tranquilizó Joe. Comprendía su desilusión. Probablemente con el incendio del hotel Bridge mitigaría su dolor, pero también se pondría al mismo nivel que Silas, por no hablar de que era muy peligroso.
Al día siguiente por la mañana, Joe se fue a buscar a Neal a primera hora para contarle sus planes. Neal ya había oído que el Curlew se había hundido.
—Por lo visto Silas quiere enviar a un buzo para que averigüe por qué se ha hundido el barco.
—¿Puedes informarte en el muelle? —le pidió Joe.
—Claro. Vendré por la tarde con mi barco. Evitaré el Campaspe por si acaso Silas me envía a uno de sus espías, así no le pongo sobre vuestra pista. El Ofelia lo amarraré en el Murray y luego iré a pie entre los arbustos —explicó.
Joe, Ned y Lizzie pasaron el resto de la mañana pescando en el Campaspe desde el barco, mientras Francesca se ocupaba de las tareas domésticas. A pesar de que hacía bastante calor, hizo la colada y finalmente limpió los camarotes. Por la tarde se retiró, cansada, a reposar.
Cuando, al cabo de un rato, Francesca volvió a cubierta, se encontró a Joe y Ned en la popa echando una cabezada, mientras las cañas de pescar tiraban desde el agua. Se habían colocado los sombreros sobre la cara para ahuyentar a las molestas moscas, y entre las sillas había una botella de ron vacía en el suelo. Solo los ronquidos irregulares de Ned o algunos graznidos ocasionales rompían el silencio. Francesca sonrió al contemplar la pacífica escena. El sol se desplazaba sobre las copas de los árboles, y las libélulas zumbaban por encima de la tranquila superficie del agua. Casi daba la impresión de que no había preocupaciones en este mundo, pero la realidad era bien distinta.
Por la tarde tenían previsto discutir las acciones a seguir para complicarle la vida a Silas Hepburn. Ya habían acordado que su viñedo era un buen objetivo, pero tenían que concebir un plan más elaborado.
Francesca estaba pensando dónde estaba Lizzie cuando, de pronto, vio a Neal entre los árboles y el corazón le dio un salto de alegría.
—Hola, Neal —le saludó—. Pareces contento, ¿has averiguado algo?
Joe y Ned se despertaron al oír su voz.
—Sí, traigo novedades interesantes —respondió Neal—. Como cabía esperar, Silas se ha desesperado al ver el Curlew en el fondo del río, y, después de que el buzo le comunicara que había un gran agujero en el casco, piensa, por supuesto, que hay gato encerrado. Después del ataque al puente flotante ha llegado a la conclusión evidente de que alguien se la tiene jurada. Joe, ocupas un lugar prominente en su lista de sospechosos, aunque también se le han ocurrido algunos más con los que está enemistado.
—Tendrá una lista kilométrica —dijo Joe.
—Exacto. Además, Silas tiene otros disgustos añadidos. Por lo visto le han acusado de haber desfalcado dinero público que estaba destinado a construir un nuevo puesto de policía y una casa consistorial. John Henry me ha contado que alguien le ha hecho llegar al juez de forma anónima una cantidad abrumadora de pruebas.
—¿Quién puede haber sido? —se preguntó Ned.
Francesca tenía una ligera idea, pero se guardó la información.
—Si Silas, como presidente de la comisión encargada del reparto del dinero, ha desviado una parte y la ha utilizado para renovar el hotel Steampacket, está perdido. Esta mañana ya le ha interrogado el juez para saber dónde está el dinero que falta. No paran de correr rumores por toda la ciudad.
Joe y Ned sonrieron.
—Está en un atolladero —continuó Neal—. Y como el astillero de Ezra está cerrado gracias a su amable ayuda y Ezra es el mejor constructor naval de la zona, ahora tiene que encontrar a un hombre que le construya un nuevo pontón.
—A eso lo llamo yo justicia —dijo Joe.
—Ahora viene lo mejor —continuó Neal—. Tras el primer ataque al puente flotante hace unos días, la junta planificadora del consistorio ha aprovechado la ocasión para sacar a la luz viejos planes de construir un puente sobre el río, que quedaron frustrados por el veto de Silas y que ahora cuentan con un gran apoyo por parte de los ciudadanos, sobre todo de los ganaderos. Tras los reiterados ataques al pontón, ahora corre el rumor de que los Radcliffe están dispuestos a ceder un terreno para acelerar el proyecto. La mayoría de comerciantes lo apoyan porque así se puede fomentar el comercio entre Echuca y Moama.
—Entonces el ataque al pontón ha sido por el bien de la comunidad —comentó Joe, satisfecho—. Eso es aún mejor.
—Silas va preguntando si alguien sabe dónde estás, Joe —dijo Neal.
—Probablemente quiere su dinero o el Marylou, sobre todo ahora que ha perdido el Curlew. Eso le brindaría la oportunidad de mantener la dignidad. —Joe miró alrededor—. Por cierto, ¿dónde está Lizzie? —Seguro que le encantaría oír el lío en el que se había metido Silas.
—No lo sé, papá —contestó Francesca—. Estaba a punto de ir a buscarla cuando ha llegado Neal. —Buscó con la mirada en la orilla.
—Pensaba que estaba en el camarote contigo —dijo Joe.
—No, no estaba en el camarote. Creía que estaba con vosotros en la cubierta —respondió Francesca. Había dormido como mínimo dos horas, de modo que había pasado un rato desde que habían visto a Lizzie por última vez.
—La última vez la he visto en la cocina, se estaba haciendo un té —dijo Ned—. Poco antes de quedarnos dormidos.
—¿Dónde se habrá metido? —De repente Francesca tuvo una idea horrible—. No habrá… no habrá ido a la ciudad a… —Lizzie llevaba escrita en el rostro la desilusión al ver que los demás no aprobaban la idea de prenderle fuego al hotel Bridge. Aun así, a nadie se le había ocurrido que pudiera llevar a cabo su descabellada idea sin su aprobación—. Papá… ¿no se atreverá Lizzie a incendiar el hotel?
Joe sintió un miedo repentino por Lizzie.
—Iré a pie hasta la ciudad siguiendo el Campaspe —dijo Francesca. Era el camino más corto que seguramente había seguido Lizzie porque en aquel tramo no había peligro de ser visto.
—No, Francesca, iré yo —repuso Joe.
—Tú te quedas aquí, Joe. Yo acompañaré a Francesca —añadió Neal—. De todos modos necesitamos una linterna. En menos de una hora oscurecerá.
—Tienes que quedarte, papá, por si vuelve —dijo Francesca. Tenía la vaga esperanza de que Lizzie solo hubiera ido a dar un paseo o que, en caso de que realmente tuviera la intención de provocar el incendio, hubiera entrado en razón y estuviera de regreso al Marylou.
—Id con cuidado —avisó Ned.
—Tal vez deberíamos encender la caldera y acercarnos a la ciudad —dijo Joe—. Así no tenéis que hacer todo el camino de vuelta a oscuras.
—No, no pasa nada, papá. Tardaríamos varias horas en calentar la caldera. Para entonces ya deberíamos estar de vuelta.
Joe rezó en silencio para que tuviera razón.
Poco después, Neal y Francesca seguían el curso del Campaspe en dirección a la ciudad. No era, ni mucho menos, tan ancho como el Murray, y pasaba por el final de High Street. Los dos ríos eran primordiales para Echuca, sobre todo el Murray, pero cuando sufrían una crecida la ciudad quedaba inundada. Durante los últimos cien años había ocurrido varias veces, pero era más frecuente que los ríos se secaran durante las épocas de sequía.
—¿En serio crees que Lizzie es capaz de prenderle fuego al hotel Bridge? —preguntó Neal, mientras avanzaban con cuidado por la orilla. Oscureció con rapidez, y Neal encendió la linterna. Aun así, debían mantener los ojos bien abiertos por las ratoneras, las culebras y las madrigueras de wombats.
—Sí, quiere venganza, ¿y quién puede reprochárselo, después de que Silas estuviera a punto de matarla? Pero está cegada y no ve las consecuencias, podría morir gente inocente. Además corre el peligro de que Silas la descubra. Tenemos que encontrar a Lizzie sin falta, antes de que haga una tontería o de que Silas la coja.
Ned le rodeó los hombros con el brazo y Francesca se arrimó a él, agradecida por el gesto de consuelo.
—Estoy muy contenta de que me acompañes —dijo ella.
—No podía permitir que fueras sola —respondió Neal.
—Quizá Lizzie ha vuelto al burdel. Se lo ha insinuado a mi padre. Pensaba que la había convencido de no hacerlo, pero no tiene la autoestima muy fuerte.
Al mencionar el burdel, recordó que Neal lo visitaba con regularidad y se deshizo de su abrazo. Tenía ganas de preguntarle por qué pasaba tanto tiempo allí, pero no fue capaz.
Neal se preguntó qué debía de pensar Francesca, pues le había visto varias veces entrar y salir del burdel. Estuvo a punto de hablarle de Gwendolyn, pero no le pareció el momento adecuado.
Silas daba vueltas inquieto en su habitación. Había cancelado su partida de cartas porque no podía concentrarse. Estaba al borde del ataque de nervios, necesitaba calmarse para no perder los estribos. Alguien iba a por él, y estaba decidido a averiguar quién era. Ese desgraciado desearía no haber nacido, de eso se encargaría él.
Silas volvió a darle vueltas a Joe Callaghan. Era su principal sospechoso, aunque no era propio de Joe recurrir a tretas como hundir el Curlew. Apretando los dientes, Silas tuvo que convencerse de que Joe siempre había sido un hombre honrado. Además, amaba los barcos de vapor. También podía ser una revancha por el hecho de que Francesca le hubiera sorprendido besando a otra mujer, pero era bastante improbable, porque antes de eso ya se habían producido los dos ataques al pontón. Silas desvió sus pensamientos hacia Lizzie, pero estaba seguro de que no estaba en situación de hundir el Curlew o sabotear el puente flotante. Para eso necesitaba ayuda, y entonces fue a parar de nuevo a Joe.
Silas salió al balcón justo en el momento en que empezaba a llover. Pensó en su molino y se preguntó si lo más sensato sería poner un vigilante durante la noche. Se jugaba mucho si el molino era el siguiente afectado, mucho más de lo que cualquiera pensaría.
Lizzie estaba delante de la panadería de High Street bajo la marquesina, contemplando el hotel Bridge. Había estado escondida hasta el anochecer, pero llovía a cántaros y el aire era helado. Observó cómo paraba un coche delante del hotel y bajaba una familia: la madre, el padre y tres niños de distintas edades. El más pequeño, una niña, iba cogida a la falda de su madre. Al cabo de un momento la madre la tomó en brazos y le dio un beso en la mejilla antes de correr a ponerse a cubierto. El mayor, un chico, ayudó a su padre con las maletas. De camino a la entrada del hotel el padre le dio un cariñoso abrazo a su hijo. Aquella imagen armoniosa le encogió el corazón a Lizzie. Le encantaría ser madre…
Le empezaron a correr lágrimas por las mejillas. Pensó en las desgracias que sufriría aquella familia si quemaba el hotel. La mera idea de ser responsable de una desgracia que afectara a aquellos tres niños le provocó un temblor en todo el cuerpo.
No, antes muerta que hacer realidad sus planes.
—Maldito seas, Silas —dijo en voz baja, y recorrió entre sollozos la calle desierta, bajo la lluvia. Avanzaba despacio y sin rumbo. Tal vez debería irse lejos para superar su desesperación.
Antes de darse cuenta, Lizzie había llegado al final de High Street, donde se encontraba el molino, un poco apartado de la calle. Bajo la lluvia plomiza tenía un aspecto fantasmagórico. El molino, propiedad de Silas, le hizo evocar recuerdos horribles sobre el hombre que más detestaba en el mundo.
Lizzie, clavada en el suelo y con el corazón acelerado, mirando el molino, recordó fragmentos de frases de cuando Silas alardeaba de sus prácticas empresariales. En su desesperación, le pasaban por la cabeza palabras inconexas cuyo significado no comprendió entonces pero que ahora parecían cobrar sentido. Cuando iba bebido, Silas desvariaba sobre el molino, y a menudo insinuaba que sus paredes ocultaban secretos. Lizzie había aprendido a base de golpes a no hacer preguntas, pero no tenía más remedio que escuchar. Como entonces no entendía las insinuaciones de Silas, casi había olvidado aquellas historias. Cada vez tenía más la impresión de que pasaba algo extraño con el molino, pero no entendía qué podía tener de especial un molino de cereales. Además, siempre que estaba borracho Silas decía tonterías. De pronto se sintió más animada.
Francesca y Neal estaban bajo la marquesina de la panadería mirando el hotel Bridge, igual que Lizzie más de media hora antes.
—No la veo por ninguna parte —dijo Neal. Todo estaba desierto—. Pero es una suerte que esté lloviendo a cántaros. La lluvia impedirá que pueda llevar a cabo su descabellado plan de prenderle fuego.
—¿Dónde puede haberse escondido? —pensó Francesca—. Vamos a mirar detrás del hotel.
Estaban a punto de cruzar la calle cuando de pronto vieron salir a Silas del hotel. Bajo la luz de la lámpara de la entrada abrió un paraguas.
—¿Adónde va con este tiempo? —preguntó Neal, después de esconderse rápidamente en la sombra de la entrada de la panadería.
—Ni idea —contestó Francesca, inquieta.
Silas se dirigió hacia High Street.
—Dios mío —dijo Francesca—. ¡Si Lizzie está en la parte trasera del hotel, la descubrirá!
Neal y Francesca recorrieron sigilosos High Street y siguieron a Silas, que iba por la otra acera. Mantenían la distancia para poder refugiarse rápidamente en la entrada oscura de una tienda o en uno de los estrechos callejones si se daba la vuelta. Silas avanzaba despacio y cabizbajo, con el cuello del abrigo subido, mientras la lluvia caía a chorros del paraguas.
—¿Adónde va? —le preguntó Francesca a Neal.
—Ni idea —contestó Neal—. Probablemente solo quiere ir a controlar sus negocios.
—¿Tiene alguno por aquí cerca?
—Una tienda de muebles, la tienda de comestibles y el molino al final de la calle.
Silas se detuvo delante de la tienda de muebles, que estaba completamente a oscuras. Le dio una sacudida a la puerta para asegurarse de que estaba cerrada. Había encontrado en Michael Bromley un buen encargado, y la tienda daba buenos beneficios regularmente, pero aquella no era su mayor preocupación.
—Parece que realmente está haciendo una ronda de inspección. La tienda de comestibles está un poco más allá en nuestra acera —dijo Neal—. Será mejor que salgamos de la calle. —Agarró a Francesca de la mano y la llevó por un callejón a la parte posterior del edificio para continuar siguiendo a Silas junto a la orilla del Campaspe.
Lizzie rompió un cristal y entró en el pequeño despacho adyacente al molino. Miró alrededor sin saber muy bien qué buscaba y descubrió la preciosa caja de caudales que contenía unos chelines. Se metió las monedas en el bolsillo. De pronto sintió una gran satisfacción por llevarse el dinero de Silas sin dar un servicio a cambio. Saboreó aquella sensación con toda su alma. A continuación recogió la documentación del escritorio, cogió la carpeta del cajón y lo tiró todo al suelo.
—Ahora todos tus secretos se quedarán en nada, Silas —murmuró, y encendió una cerilla. Sonriendo, la dejó caer en el papel, que enseguida prendió. Luego agarró la silla del despacho y la colocó encima del foco del incendio. En un santiamén estaba en llamas. Lizzie contempló por unos momentos su obra, fascinada, hasta que el humo y el calor la devolvieron a la realidad. Volvió a salir por la ventana y bajó por High Street sin darse cuenta de que Silas se acercaba a ella en la oscuridad.
Cuando Lizzie estaba a unos cincuenta metros del molino se dio la vuelta. Bajo la luz mortecina y la lluvia solo veía un resplandor rojizo a través de la ventana del despacho. El fuego se propagó enseguida y Lizzie sonrió de nuevo, satisfecha consigo misma.
Acto seguido los malos recuerdos acabaron con su entusiasmo. Rememoró las frecuentes palizas de Silas. Pensó en los motes despectivos que le aplicaba, y cómo le había arrebatado su autoestima. La había forzado y escupido, utilizado y maltratado. Ahora se lo haría pagar con la misma moneda, como se había propuesto. Con el incendio del molino pondría fin al sufrimiento que le había causado Silas Hepburn. No sabía lo que le deparaba el futuro, si es que tenía un futuro, pero sabía con toda certeza que Silas no volvería a hacerle nada. Esa época había pasado.
Lizzie levantó la cabeza y aceleró el paso. Como sin linterna estaba demasiado oscuro para volver al Marylou, pensó en pasar la noche en el burdel. Echaba de menos a las otras chicas, que sin duda se alegrarían de verla sana y salva.
Lizzie seguía caminando, presurosa, cuando de pronto sintió que una mano le tapaba la boca y la apartaba con violencia a un callejón. Intentó gritar y darse la vuelta, pero unos brazos fuertes la tenían agarrada. Pese a estar convencida de que había llegado su hora, no se arrepintió de haberle prendido fuego al molino. Era lo único en su vida que le hacía sentirse orgullosa.
—Silencio, Lizzie —le susurró al oído una voz masculina mientras seguían agarrándola. Ella escuchó, petrificada del miedo. Cerró los ojos y esperó impotente su final. Al cabo de un rato que le pareció una tortura oyó pasos muy cerca en High Street. Abrió los ojos. Pese a la oscuridad se distinguía con nitidez la silueta de Silas, así que de nuevo se le aceleró el corazón. Se volvió para liberarse y cuando giró la cabeza vio a Neal. A su lado estaba Francesca.
—Shhh —le dijeron al oído. Guardaron silencio durante unos minutos más sin que se oyera una mosca, hasta que Neal se atrevió a salir a la calle a mirar.
—No hay moros en la costa —anunció enseguida, y todos suspiraron aliviados—. ¡Larguémonos de aquí!
Silas sujetaba el paraguas delante a modo de protección, mientras la lluvia le golpeaba en la cara por el camino. A lo lejos divisó el molino. De pronto se le aceleró el pulso. Atónito, contempló el brillo rojizo de las llamas que surgían por el techo del despacho.
—¡Maldita sea! —rugió en la noche.
Mientras Lizzie, Neal y Francesca corrían por High Street, oyeron los gritos de Silas.
—¿Qué has hecho, Lizzie? —preguntó Neal. Él y Francesca habían visto las columnas de humo en el cielo. Como suponían que Lizzie tenía algo que ver, salieron corriendo para adelantar a Silas. Cuando a través de los callejones adyacentes fueron a parar de nuevo a High Street, llegaron justo a tiempo de parar a Lizzie, de lo contrario Silas habría dado directamente con ella.
—Le he… prendido fuego al molino —contestó ella, con la voz entrecortada.
—Más nos vale poner pies en polvorosa —dijo Neal.
Tardaron hora y media bajo la lluvia en volver al Marylou. Joe y Ned se sintieron aliviados al verlos entrar. Cuando se pusieron ropa seca y se recuperaron con las bebidas calientes que había preparado Ned, todo el mundo se dio cuenta de que Lizzie parecía cambiada. Por primera vez daba la impresión de que disfrutaba de la vida.
—Estamos contentos de que haya dejado en paz el hotel Bridge —dijo Francesca.
Lizzie dejó caer la cabeza.
—Estaba decidida a prenderle fuego, pero cuando estaba delante llegó una familia con niños. Eso me recordó de repente quién pernoctaba allí. Prefería morir antes que correr el riesgo de hacer daño a personas inocentes, sobre todo niños.
—Ha hecho lo correcto, Lizzie —dijo Neal.
—Gracias por haberme apartado a un callejón —contestó ella—. Probablemente me ha salvado la vida. —Solo de pensar lo que le habría hecho Silas sintió un gélido escalofrío en la espalda, pero aun así estaba convencida de que el riesgo había valido la pena. Miró a Francesca—. Es la tercera vez que me salva la vida.
Francesca le dedicó una breve sonrisa.
—Empieza a ser una costumbre.
—¿Nos explicáis qué ha pasado? —inquirió Joe.
—Le he prendido fuego al molino de cereales —contestó Lizzie.
—¿Por qué? —repuso Joe—. Sé que el molino es propiedad de Silas, pero es secundario para él.
—Se trae algo entre manos con el molino —contestó Lizzie—. Cuando Silas se emborrachaba solía hablar de él. Sé que una vez dijo que a nadie se le ocurriría atacar un molino, así que era el mejor sitio para guardar objetos de valor. En aquel momento pensé que no decía más que tonterías, pero al mismo tiempo oía su risa burlona. Quién sabe, tal vez tenga escondido allí dinero o papeles importantes.
—Será mejor que nos vayamos ahora mismo —dijo Joe—. Antes de que nos cojan con las manos en la masa.
Los demás estuvieron de acuerdo.
Silas se encolerizó al ver que el fuego ya se había extendido hasta el molino. Intentó entrar, pero el interior se había convertido en un infierno de llamas infranqueable. Poco después llegaron por fin los camiones de bomberos, pero las llamas ya habían destruido completamente el despacho, igual que el suelo de madera, la escalera y el entresuelo en el interior del molino. Solo quedaba la torre quemada y ennegrecida por el humo. Silas desahogó toda su ira con los bomberos e incluso se puso violento. Intentaron calmarlo diciéndole que nadie había muerto en el incendio, pero aun así tuvieron que sujetarle. Lo metieron en un coche contra su voluntad y lo llevaron al hospital de la ciudad, donde le administraron calmantes a la fuerza. Cuando ya se había ido, los bomberos oyeron desconcertados varias detonaciones en el sótano. Cuando consiguieron extinguir del todo el incendio, todo parecía indicar que en el sótano había un almacén clandestino de alcohol, donde además estaban los restos de sacos de lino, que por lo visto estaban llenos de fajos de dinero. Los sacos estaban ocultos en una grieta de la pared, pero la mayor parte del contenido se había carbonizado, así que no se podía apreciar con exactitud cuánto dinero tenía Silas ahí. Como era ilegal almacenar alcohol sin licencia, los bomberos tenían la obligación de comunicar su hallazgo a la policía.
Dos horas después de su ingreso en el hospital, Silas pidió el alta voluntaria y se encaminó al hotel Bridge para emborracharse. En poco tiempo la mezcla de alcohol y calmantes hizo su efecto, pero aun así, haciendo eses, consiguió ir hasta el burdel. Si encontraba allí a Lizzie, acabaría con ella. Se puso a abrir puertas y a romper cristales. Hizo tal ruido que un vecino avisó a la policía, que lo detuvo al poco tiempo.
Silas pasó la noche en el calabozo. Al día siguiente por la mañana tenía un aspecto lamentable y estaba más deprimido que nunca.
—No me explico qué le ocurrió anoche, señor Hepburn —comentó el agente Walters cuando lo liberó—. Si continúa alterando el orden público tendré que encerrarle treinta días. De todos modos el juez ya no tiene una imagen muy positiva de usted después de que se le acusara de varios delitos graves, así que le aconsejo que mantenga la compostura de ahora en adelante. Además, le espera una investigación: se han encontrado indicios de provisiones de alcohol ilegales en su molino. Así que le ruego que esté a nuestra disponibilidad hoy para tomarle declaración.
Silas se quedó mirando al agente.
—¡Primero pierdo mi puente flotante, luego mi mejor barco de vapor acaba en el fondo del río, y ahora han quemado el molino, y vosotros, idiotas, no tenéis nada mejor que hacer que ocuparos de mis provisiones de aguardiente! ¿Por qué no cogen a esos dementes que no paran de atacar mis propiedades? ¡No tienen que interrogarme a mí, sino a Joe Callaghan!
—¿Por qué precisamente Joe Callaghan? ¿Tiene pruebas de que esté detrás de los ataques al molino y al barco?
—No. Su obligación es aportar esas pruebas.
Con esas palabras, Silas volvió al hotel Bridge poco antes de perder los estribos.
—Esos idiotas no tienen ni idea de lo que he perdido —murmuró para sus adentros, mientras destrozaba el mobiliario de su habitación. Volvió a pensar sin querer en Joe—. Estoy seguro de que esa rata es la causa de mi desgracia —exclamó—. Te voy a quitar todo lo que tienes, Callaghan, ahora y durante los próximos diez años. En primer lugar me haré con el Marylou… ¡y no creas que he renunciado a Francesca! Estás muy equivocado. Te juro por Dios que vas a pagar por todo lo que me has hecho.