Silas había pasado la mitad de la noche dando vueltas en su habitación, sin parar de pensar en la fiesta de unas horas antes. La aparición de Lizzie lo había dejado boquiabierto, y tampoco fue de gran ayuda su lamentable intento de vestirse de señora respetable. Desde que le propinó aquella paliza, había vuelto tres veces al burdel. Las otras chicas le aseguraron que había desaparecido sin dejar rastro, y, por su gesto de preocupación, Silas no vio motivos para no creerlas. Esperaba que Lizzie se hubiera largado de la ciudad después de sorprenderla con el brazalete de Regina.
Era obvio que se había equivocado.
Además, le intrigaba que Joe la llamara «Elizabeth» y por qué ese cabeza hueca irlandés se había enfadado tanto cuando la llamó fulana. Solo podía haber una explicación: Lizzie había estado escondida en el Marylou, con Joe y Francesca. Solo de pensarlo a Silas le hervía la sangre de la rabia.
El comportamiento de Regina lo tenía desconcertado. ¿Y si echaba de menos lo que hubo entre ellos una vez? ¿Era posible que, después de tantos años, se hubiera dado cuenta de que había sido un error terminar su relación? Silas se sintió halagado al pensarlo, pues Regina seguía siendo una mujer de una belleza extraordinaria y atractiva, pero estaba resuelto a sellar su matrimonio con Francesca lo antes posible.
Aún quedaba Neal Mason. Silas ya había dispuesto todo lo necesario para ocuparse de él. Esbozó una sonrisa solo de pensarlo.
Cuando se dirigía al Marylou al día siguiente por la mañana, se encontró a Ned en la proa. Era obvio que estaba buscando algo.
—Quiero hablar con Joe, ahora mismo —gruñó Silas.
Ned comprendió por el tono arrogante que Silas buscaba guerra.
—No está disponible —contestó él, pero Joe ya había oído a Silas y salió a la cubierta.
—¿Qué quiere? —preguntó, malhumorado. Se había pasado casi toda la noche jurándole a Lizzie que no le importaba lo que pensara Silas de él y apenas había dormido, así que aún se alegraba menos de la visita.
Silas estaba demasiado furioso para guardar las formas.
—¿La fulana de Lizzie está a bordo de vuestro barco?
Joe levantó el puño de rabia. ¡Más le valía que Lizzie no hubiera oído a ese desgraciado! Después de tanta humillación, se sentía tan insignificante que estuvo a punto de regresar al burdel. Joe tuvo que convencerla durante horas para impedir que volviera a vender su cuerpo.
—¡No es asunto suyo! —le gritó a Silas—. Y anoche ya le dije que no volviera a llamar fulana a Elizabeth.
—¡Elizabeth, claro! Por mucho que la llame Elizabeth en vez de Lizzie, eso no la convierte en una persona decente. No quiero que mi prometida conviva con una mujer así en un espacio tan reducido. Si sigue alojando a una prostituta, yo insistiré en que Francesca ocupe una habitación en el hotel Bridge.
—Mi hija se queda donde está. Además, nadie me va a decir a quién puedo alojar en mi barco. Y en cuanto a la «decencia»… no creo que precisamente un antiguo preso que se ha hecho rico a costa de los demás pueda mirar a los demás con desprecio.
Silas se quedó sin habla. Nadie se había atrevido jamás a mencionarle su pasado. Le habría gustado gritar que, por muy exconvicto que fuera, en breve se casaría con Francesca, pero se mordió la lengua. Decidió ir al despacho de su notario y apremiarle para que le preparara la documentación del divorcio.
—Me he ganado mi respeto, Joe Callaghan, y tengo todo el derecho a despreciar a los demás. Además, parece que me preocupa más la reputación de Francesca que a usted.
Joe estaba rojo, a punto de saltar a tierra, pero Ned lo retuvo.
—¿Cómo se atreve, sapo repugnante? Salga de mi vista o que Dios le proteja…
—Déjalo, Joe —lo calmó Ned, que seguía sujetándole. Joe se soltó y se fue a la popa antes de perder los estribos y no poder reprimirse.
—¿Dónde está Francesca? —le preguntó Silas a Ned.
—Está haciendo unos recados —repuso Ned, al que le costaba contener la ira.
Silas hizo un gesto de desconfianza.
—¿Sí, tan pronto?
Ned no contestó y se metió en la sala de máquinas, ya que tenía instrucciones de supervisar la presión de la caldera.
Silas estaba que echaba chispas cuando regresó al hotel. Se juró solemnemente hacerles pagar semejante insolencia.
Entretanto, Joe llamó a la puerta del camarote de Francesca, y abrió Lizzie. Por la expresión de su rostro, entendió que había oído la conversación con Silas.
—¿Va todo bien, Elizabeth? —preguntó.
—Nunca me había protegido nadie de esa manera —contestó, con la voz quebrada—. Pero Silas tiene razón. Por mucho que me llame Elizabeth, eso no cambia lo que soy.
—Sí, eso está solo en sus manos. Silas hunde a los demás para sentirse mejor. ¡Dele la vuelta a la tortilla, Elizabeth! Al fin y al cabo es un exconvicto y sigue siendo un estafador, y usted en cambio es una persona respetable, no lo olvide nunca.
—Pero no me gustaría causarle molestias. Silas es imprevisible. —Se tocó la cara sin querer. Aunque las cicatrices espirituales fueran permanentes, las físicas estaban prácticamente curadas. De pronto Lizzie tomó conciencia de sus gestos y abrió los ojos, asustada.
Joe la miró extrañado.
—¿Es que fue ese sinvergüenza el que le hizo eso, Elizabeth?
Lizzie no sabía cómo reaccionar. Sacudió la cabeza, pero no podía negar la evidencia.
—Fue él, ¿verdad? —preguntó Joe—. ¡Silas es el cerdo que le hizo eso!
Lizzie dejó caer la cabeza.
—¡Lo mataré!
En la sala de máquinas, Ned oyó los gritos de Joe y subió a ver qué ocurría.
—No haga ninguna locura, Joseph —le suplicó Lizzie—. Al fin y al cabo está en juego el Marylou.
—Eso no tiene nada que ver. Ese tipo estuvo a punto de matarla. ¡Ese cobarde inútil es pura escoria!
—¿Qué está pasando? —preguntó Ned.
—Silas Hepburn es el desgraciado que maltrató a Elizabeth —exclamó Joe, hecho una furia.
Francesca, que acababa de subir a bordo, también oyó a su padre.
—¿Qué pasa, papá? —Miró a Lizzie porque había oído el nombre de Silas.
De pronto Joe fue consciente de que Francesca se había comprometido con el hombre que había maltratado a Lizzie.
—Vas a romper tu compromiso con ese cerdo hoy mismo —ordenó Joe—. Fue él quien le dio una paliza a Lizzie hasta dejarla medio muerta. —Joe no paraba de caminar de aquí para allá, blasfemando.
Francesca, que nunca había visto a su padre tan fuera de sí, miró a Lizzie.
—Lo siento —susurró ella.
Joe se quedó estupefacto al ver que Francesca había sabido todo el tiempo que Silas había maltratado a Lizzie. Aun así, había aceptado el compromiso para que Joe pudiera conservar el Marylou. No paraba de renegar para sus adentros. Por una parte no le gustaba que Francesca hubiera corrido semejante riesgo, pero por otra sabía que lo había hecho por él. Su coraje y capacidad de sacrificio lo conmovieron.
—No pasa nada, Lizzie —dijo Francesca, que le puso una mano sobre el hombro. De todos modos tenía intención de romper su compromiso al día siguiente. Habían urdido un plan con Regina para sorprender a Silas con otra mujer. Para ello Regina contrataría a una actriz que tenía que poner a Silas en una situación comprometida, de modo que era muy importante respetar los tiempos.
Francesca quería ocultarle el plan a su padre porque si lo supiera insistiría en acompañarla, sobre todo ahora que sabía que Silas era el desgraciado que había maltratado a Lizzie. Además, Francesca quería comprobar antes hasta qué punto se implicaba Regina.
—Vayamos río arriba —propuso Ned.
La rabia no dejaba a Joe pensar con claridad.
—Deberíamos desaparecer un rato, así que vayamos a pescar —dijo Ned, que sabía que la pesca siempre tenía un efecto calmante en Joe.
—Sí, deberíamos largarnos —admitió Joe—. ¡Pero antes le diré a Silas personalmente que el compromiso queda aplazado!
—Eso puede esperar a que regresemos, papá —lo calmó Francesca.
—Ya, claro. Lo haré por ti.
—¿Informo a Neal de que zarpamos? —preguntó Ned.
—Los domingos le gusta tener su tiempo libre, déjale dormir. Ya lo veremos cuando regresemos.
Navegaron hasta la desembocadura del río Goulborn, donde echaron el ancla. El paisaje era imponente. Numerosos árboles hacían sombra en la vega del río. Había muchísimos peces porque algunas especies tenían su lugar de desove en la desembocadura, en las aguas poco profundas. Pese al resentimiento, Joe no podía escapar al efecto apaciguador del paisaje.
—Tal vez deberíamos quedarnos aquí un día más —propuso Joe cuando el sol vespertino empezó a proyectar su sombra sobre el paisaje. Francesca se estremeció. ¡Tenían que volver a Echuca al día siguiente para poder llevar a cabo su plan con Regina!
Lizzie llevaba todo el día muy callada. Después de cenar lubina y un excelente bacalao se fue a la popa a escuchar el canto de los martines pescadores en los árboles.
—Siento mucho el acceso de ira de esta mañana, Elizabeth —se disculpó Joe—. Normalmente no me comporto así delante de una dama.
—No pasa nada, Joseph —dijo Lizzie—. Silas tiene facilidad para sacar de quicio a la gente.
—Es obvio que a usted no le ocurre —dijo Joe—. Si yo fuera mujer y me hubiera hecho lo que a usted, lo habría matado hace tiempo.
Lizzie no le dijo que lo había pensado varias veces.
—Sí, su fortaleza es admirable —dijo Francesca—. Está claro que no tiene sed de venganza.
—Claro que sí —repuso Lizzie—. Siempre pienso en cómo podría vengarme de Silas.
—¿Y cómo lo haría? —preguntó Ned, esperanzado.
—Sí, cuéntenoslo, Elizabeth —insistió Joe, al que por lo visto le gustó la idea de jugarle una mala pasada a Silas.
Lizzie entendió que los dos hombres no la estaban juzgando, así que contestó con sinceridad.
—Ya he hecho realidad uno de mis planes —dijo—. Pero por desgracia no ha tenido mucho efecto.
Joe abrió los ojos de par en par al comprender a qué se refería.
—¿Usted cortó las cuerdas del pontón, verdad?
Lizzie asintió.
—Tendría que haber soltado algunos pernos y separado los tablones —dijo Ned—. Así se habría desmoronado y habría quedado definitivamente inutilizable para Silas.
—Lo pensaré la próxima vez —contestó en broma. Solo el hecho de cortar las cuerdas ya le había provocado dolores insoportables.
—Yo le ayudaré —dijo Joe—. Me gustaría ver hundido a ese desgraciado por todo el daño que le ha hecho a usted y a otras personas. Pagará caro el haberse quitado de en medio a Ezra y Dolan, no hay nadie en las inmediaciones que le construya un pontón nuevo si le hundimos el suyo. El único inconveniente es que perjudicará a los granjeros que quieran llevar a su ganado al otro lado del río.
—El ganado sabe nadar —repuso Ned—. Así era antes de que existiera el puente de Silas.
—Es cierto. Y a los granjeros no les costaría nada.
—También había pensado en prenderle fuego en secreto al hotel Bridge —intervino Lizzie. Hacía mucho tiempo que no podía quitarse la idea de la cabeza—. Silas siempre alardea de que el restaurante le da muchos beneficios, así que pensé que si en la cocina hubiera un incendio lo lamentaría mucho. No lo dejaría en la ruina, pero odia perder dinero. A su juicio, el dinero significa poder.
—Eso es muy peligroso, Lizzie —replicó Francesca—. En un incendio en el hotel Bridge podrían salir malheridas personas inocentes, o incluso morir.
—Francesca tiene razón —la apoyó Joe—. Olvídelo, Lizzie. Se me ocurre algo mejor. ¿Qué barco de los que posee Silas es su mayor orgullo?
—El Curlew —contestó Lizzie.
—Eso creo yo también. Además, se hizo con ese barco con las mismas artimañas con las que ahora pretende quedarse el Marylou si no pago mis deudas —dijo Joe con amargura.
Francesca estuvo a punto de decir que Regina iba a encargarse de ello. Habían urdido juntas un plan que Regina llevaría a buen puerto, pero tardaría varios días. Una maniobra de distracción para Silas podría serles de gran ayuda.
—Entonces hundamos el Curlew —dijo, con resolución.
—Justo lo que estaba pensando —coincidió Joe.
—No será muy difícil —dijo Ned—. Solo tenemos que hacer un agujero en el casco y se irá solo a pique.
—Silas no se merece otra cosa —dijo Joe—. Él no dudaría en hacer lo mismo. De hecho estoy seguro de que lo ha hecho más de una vez.
—Pero enseguida sospechará de nosotros, sobre todo si rompo el compromiso —intervino Francesca. Pensaba en su padre, quería evitar que Joe tuviera problemas con la ley.
—Habrá testigos más que suficientes que nos darán una coartada —dijo Ned.
—Cierto —le apoyó Joe—. Puede que Silas tenga a mucha gente detrás, pero las personas como él también se crean muchos enemigos. Dadas las circunstancias, nos serán de gran utilidad.
Francesca desvió la mirada hacia Lizzie.
—Usted tiene mucha información sobre Silas, ¿verdad?
—Por supuesto. Con los años me he ido enterando de algunos de sus negocios, también de los sucios —contestó—. Además, sé cuál es su rutina. —Les contó que Silas cenaba en el hotel Bridge los domingos por la noche y después hacía una visita al Steampacket para supervisar al personal y el negocio. Luego solía aparecer en el hotel Star a última hora para recabar información útil de los marineros borrachos.
Joe recordó lo que Silas le había hecho a Lizzie. Jamás olvidaría en qué estado la había traído Francesca a bordo.
—Calienta la caldera, Ned —dijo, decidido—. Volvemos a Echuca. —Le guiñó el ojo a Lizzie, que le sonrió.
—Pronto oscurecerá, Joe —reflexionó Ned.
—Conozco el río como la palma de mi mano. La oscuridad no será un problema.
—Tú eres el capitán.
—En realidad es Francesca la capitana, yo solo soy el guía.
—¿Qué estás tramando, papá? —preguntó Francesca.
—Vamos a darle una lección a Silas con sus propias armas —contestó Joe.
A oscuras, bajo la protección del cielo nocturno cubierto de nubes, Joe y Ned se acercaron sigilosamente al pontón. Como Lizzie solo había cortado las cuerdas, había sido arrastrado por la corriente, pero sin romperse del todo, así que Mike Finnion lo había podido rescatar y sacarlo a flote. Esta vez Joe y Ned querían asegurarse de que no pudiera repararse. Cortaron tanto las cuerdas de sujeción como las sogas que unían los tablones, y además aflojaron los pernos del empalme. Poco después el puente flotante se desmoronó y se fue con la corriente por el río oscuro.
—Este ya no lo podrá recuperar —se burló Joe.
—Eso seguro —dijo Ned, que no pudo reprimir una risa socarrona.
El lunes por la mañana, Francesca, Joe, Lizzie y Ned se escondieron en los matorrales de la margen del río en New South Wales y observaron cómo Silas inspeccionaba el lugar donde habían cortado el puente flotante. Neal, que no sabía nada de sus fechorías, zarpaba con el Ofelia. Pese a la distancia, se veía con claridad que Silas estaba fuera de sí. No paraba de agitar los brazos y gritar a los trabajadores. Joe y los demás compadecían a aquellos hombres, pero la satisfacción de ver a Silas tan furioso era superior.
—Normalmente, los lunes por la mañana aparece por aquí a primera hora para contar los ingresos del fin de semana. Ese avaro no se fía de nadie cuando se trata de su dinero —dijo Lizzie—. Queridos, hemos puesto patas arriba su rutina del día.
Se echaron a reír.
Joe y Ned habían decidido hundir el Curlew el lunes por la tarde. Insistieron en que Lizzie y Francesca se quedaran en el Marylou mientras lo hacían, y Francesca estuvo de acuerdo porque tenía previsto aparecer más tarde en el hotel Bridge para sorprender a Silas con las manos en la masa. El Marylou ancló en la orilla a unos cien metros del muelle. Hacia las cinco de la tarde, Joe y Ned se encaminaron al puerto. Sabían que Mike Finnion y su tripulación también eran de costumbres fijas, y después de amarrar pasarían varias horas en los bares.
Tal y como esperaban, una vez finalizada la jornada, Mike y su tripulación se fueron a la taberna del hotel Star. Ned los siguió. Cuando apenas se habían acomodado allí para pasar la tarde, Ned salió con discreción del bar por el túnel de contrabando, una salida subterránea para los contrabandistas de aguardiente y todo tipo de gentuza con la que evitaban encontrarse con el agente de policía, y volvió corriendo al muelle. Entretanto Joe había estado observando a los marineros de otros barcos. Algunos se habían ido a los bares, otros a casa con sus mujeres e hijos.
Mientras Ned vigilaba, Joe clavó el hacha en el casco del Curlew. Habían pensado en prenderle fuego al barco, pero era demasiado peligroso porque a ambos lados del Curlew habían amarrado otros vapores, y existía el peligro de que el fuego se propagara por el muelle. Además, no querían llamar la atención. Solo pretendían que el barco desapareciera en el fondo del río con la máxima discreción.
Joe pensaba abrir una vía de agua del diámetro de un cubo pequeño en el casco del barco. Tardó varios minutos y sintió fuertes dolores en el hombro, pero como estaba en el casco sus gritos de dolor no se oirían fuera. Cuando empezó a entrar el agua subió a la cubierta, donde se encontró con Ned.
—Madre mía, Ned, acabo de envejecer cinco años.
—Lo siento, Joe —susurró Ned.
—¿Qué haces aquí a bordo? Deberías estar vigilando en el muelle.
—Mike Finnion y sus hombres están llegando —exclamó Ned, alterado.
—¿Y me lo dices ahora?
—No esperaba que llegaran tan pronto. Pensaba que se quedarían como mínimo unas horas más en la taberna.
—¿Y dónde nos escondemos ahora?
—No vamos a hundirnos con el barco. ¿Cómo vamos a salir de esta? —dijo Ned—. No nos queda otra opción que saltar al agua. —No le hacía ninguna gracia la idea, ya que era una noche fría.
Justo entonces oyeron los pasos y las voces, así que se deslizaron hasta la popa. Intentaron tirarse al agua sin hacer ruido, pero con las prisas se les oyó.
—¿Qué ha sido eso? —dijo Mike Finnion, que aún estaba en tierra.
Su maquinista se encendió un cigarrillo.
—¿A qué te refieres?
—He oído un ruido, como si alguien cayera al agua —contestó Mike.
—Son imaginaciones tuyas.
Mike se encogió de hombros y pensó que el ruido había sido una invención.
Entretanto, Ned y Joe nadaban tras los barcos amarrados en el agua oscura y helada para que no les descubrieran. Por suerte había más de veinte vapores muy juntos, un buen escondite para ellos, pero tendrían que seguir nadando hasta donde estaba amarrado el Marylou antes de poder tomar tierra.
Poco a poco el Curlew fue escorando, pero Mike y su tripulación no se dieron cuenta porque estaban de espaldas al barco, riéndose de un incidente que habían tenido unos días antes.
—Aún no se han dado cuenta de que el barco se está hundiendo —le susurró Joe a Ned, mientras vadeaban el río. Observaron cómo la caseta del timonel se hundía hacia atrás y oyeron el crujido del casco, lleno de agua.
—Es verdad —contestó Ned con voz incrédula. Tenía ganas de soltar una carcajada, pero tenían que ser discretos.
Al cabo de unos minutos Mike se dio la vuelta y quiso subir a bordo. Solo sobresalían del Curlew la proa y una parte de la caseta del timonel.
—¿Pero qué demonios…? —maldijo en voz alta, mientras intentaba pensar con claridad con la cabeza embotada por el alcohol—. ¡El barco se hunde!
Los tres hombres echaron a correr, confusos y muy alterados. Era obvio que no sabían cómo reaccionar, pero de todos modos ya no había nada que hacer: era demasiado tarde.
—Imagínate la cara de Silas cuando se entere —susurró Joe.
—Ahora Mike Finnion tiene la desagradecida tarea de comunicarle a Silas que todo su orgullo se encuentra en el fondo del río.
—Lástima que Lizzie no pueda verlo —dijo Joe.
—Tal vez podríamos salir a pescar —dijo Ned en voz baja—. En el Campaspe hay muchísimos cangrejos.
—Buena idea —contestó Joe—. Le preguntaremos a Neal si quiere venir.
Salieron varios hombres del hotel Star, intrigados por los gritos de Mike Finnion.
—Será mejor que nos larguemos de aquí —propuso Joe. Continuaron nadando siguiendo la corriente.
Regina no paraba de mirar el reloj. Sentada en su coche, delante del hotel Bridge, desde donde observaba la entrada, estaba esperando a Silvia Beaumont, la actriz que había contratado y con la que debía encontrarse a las siete delante del hotel. Hacía muchos años que Regina conocía a Silvia, desde que organizó la actuación de una compañía de teatro en la ciudad. Trabaron amistad y mantuvieron el contacto después de que la compañía regresara a Ballarat. Silvia era una mujer extraordinaria y carismática, por eso Regina pasaba por alto su dudoso pasado, que Silvia en persona le había explicado. Cuando buscaba a la mujer adecuada para tender la trampa a Silas enseguida pensó en ella, que además le debía un favor. Silas y Silvia se habían visto una sola vez, durante la actuación. Aquella noche se mostró encantado con ella, así que no había que temer porque fuera a rechazar sus insinuaciones.
—¿Pero dónde se ha metido? —murmuró Regina, que miró de nuevo el reloj. Si Silvia no aparecía pronto, ya podía dar por perdido el plan.
Pasadas las siete, Regina empezó a angustiarse de verdad. Si el plan de sorprender a Silas en una actitud comprometida con otra mujer fallaba, probablemente Francesca le contaría que era su hija y rompería el compromiso. Silas, como es lógico, pediría una prueba, y entonces Frederick y Monty también se enterarían. Solo de pensarlo, Regina ya estaba al borde de la histeria. Pensó que solo le quedaba una última posibilidad, y tenía poco tiempo.
Cuando Regina se acercó al despacho de Silas, la puerta estaba abierta. Silas, sentado, estaba enfrascado en su documentación. Regina sintió náuseas al verlo, pero respiró hondo y pensó en Frederick y Monty, así como en lo que estaba en juego.
Regina entró en el despacho sin llamar y cerró la puerta.
Silas alzó la vista irritado al oír que encajaba la puerta. Regina se apoyó en ella, y Silas notó que tenía una mirada extraña.
—¿Ha pasado algo, Regina? —le preguntó con curiosidad.
—Me gustaría hablar contigo, Silas. Cara a cara, ¿te importa?
El tono de voz todavía le resultó más enigmático.
—No, por supuesto que no. —Estaba a punto de decir si era absolutamente necesario cerrar la puerta, pero le pudo más la curiosidad—. ¿De qué quieres hablar?
—¿Piensas alguna vez en el tiempo que pasamos juntos, Silas? ¿En los momentos de cariño…?
—De eso hace mucho tiempo, Regina.
—Yo lo recuerdo día y noche —susurró ella, con voz seductora. Luego se acercó despacio al escritorio, contoneando las caderas. En vez de colocarse enfrente, dio la vuelta a la mesa, se inclinó y colocó una pierna en la silla. No perdía de vista el reloj de pared mientras Silas le miraba la pierna.
En menos de dos minutos se abriría la puerta…
—¿Qué te ocurre, Regina?
—No paro de pensar en el tiempo que pasamos juntos.
—Me siento muy halagado —contestó Silas, con una sonrisa bobalicona en los labios, y pensó si Regina estaba borracha—. Pero eso está pasado y olvidado, ¿para qué hablar de eso ahora?
—A mí me parece que fue ayer, Silas —dijo Regina, y se inclinó para que él pudiera mirarle el escote—. No paro de pensar cómo me sentía cuando me tocabas. —Le agarró la mano y la posó sobre su muslo.
Silas abrió los ojos de par en par.
—¿Por eso te desmayaste en mi fiesta de compromiso?
—Lo has adivinado. No soporto que vuelvas a casarte. No entiendo cómo me resigné con tus anteriores esposas. Para mí fue un suplicio.
Silas estaba desconcertado.
—No tenía ni idea de que sentías por mí…
—Siempre he ocultado mis sentimientos, pero ya no puedo. Te echo de menos, Silas.
Él estaba cada vez más desconcertado. La declaración de amor de Regina lo había cogido totalmente desprevenido. Era todo un halago para su ego, muy necesitado de esos estímulos, pero estaba completamente anonadado.
—Tus caricias son incomparables, Silas. Ninguna mujer olvida algo así.
—Regina, para de hablar así. —Miró nervioso hacia la puerta. En circunstancias normales habría aceptado su proposición indecente, pero quería evitar todo lo que pudiera poner en peligro su compromiso. Una vez casado con Francesca y cuando ya fuera su esposa, ya cambiaría la situación.
Regina vio que necesitaría ser muy convincente. Silas no había caído a la primera y no se dejaría engatusar tan fácilmente.
—¿Aún me encuentras atractiva, Silas? —Volvió a mirar el reloj. Solo le quedaban unos segundos para conseguir que la besara.
—Sí, claro… pero no puedo ceder a mis impulsos, Regina.
—No tiene por qué enterarse nadie. —Se acercó más a él para que captara el intenso aroma de su perfume—. La puerta está cerrada. —Lo observaba con mirada lasciva—. Estamos solos. Solo quiero que me beses una sola vez como antes, Silas. Regálame otro bonito recuerdo del que poder alimentarme los próximos años. —A pesar de que solo de pensarlo sentía un profundo asco, no podía dejar a Francesca en la estacada. Tenía que poner fin a ese compromiso.
—Bésame, Silas —dijo ella, que le acercó el rostro.
Silas miró sus labios seductores, pero dudaba.
Regina le iba llevando la mano por el muslo, la cintura y más arriba, donde le tentaban los pechos. Notó que le brillaban los ojos de la lascivia. ¡Había picado!
Silas saltó de la silla y la atrajo hacia sí. Presionó los labios contra su boca y la empujó con ímpetu hacia debajo del escritorio.
Regina tuvo que resistir el impulso de darle un empujón, aunque se lo pedía todo su ser.
Fuera, delante de la puerta del despacho, Francesca estaba estirando la mano hacia el pomo de la puerta. Respiró hondo y abrió la puerta.
—¡Silas!
Se lo encontró, como estaba previsto, en un abrazo apasionado con otra mujer. Al oír su voz, Regina se dejó caer con brusquedad en la mesa.
—¡Tesoro! —gritó él, desconcertado, y se sonrojó.
Francesca estaba pasmada. Esperaba encontrarse con una actriz, ¡pero precisamente Regina!
—Regina… —tartamudeó Francesca, a la que le costaba respirar. No tuvo que fingir sorpresa, era real.
Regina se quedó muda. Aunque por dentro sentía un gran alivio, consiguió poner cara de culpable. Se limpió la boca con el dorso de la mano, pero Silas no se dio cuenta porque no paraba de mirar el rostro compungido de Francesca.
—No es lo que parece —se apresuró a decir Silas, que se acercó a Francesca—. Yo…
—¿Pero cómo puedes? —contestó Francesca, que retrocedió un paso—. Pensaba que querías casarte conmigo.
—Eso… eso es lo que quiero, amor. Sé que ahora piensas… —dijo Silas, que se reprochó su lapsus. Normalmente se vanagloriaba de no dejar nada al azar. El beso había sido un terrible error—. Te dejaré a ti la decisión. Tendrás todo lo que quieras.
Francesca pensó por un momento que ese monstruo era su padre biológico y sintió tal horror que enseguida descartó aquel pensamiento. Silas jamás debía saber la verdad. Regina y ella tenían que guardar el secreto para siempre.
—No quiero volver a saber nada de ti —dijo Francesca, entre lágrimas, más debidas a la conmoción de saber quiénes eran sus padres biológicos que por su decepción ante la falta de carácter de Silas—. ¡El compromiso queda anulado!
Francesca salió dando zancadas de la sala, mientras Regina se daba la vuelta, también dispuesta a irse. Se detuvo un momento en la puerta y se volvió hacia Silas. Él le devolvió la mirada y vio, confuso, la satisfacción en los ojos de Regina.
¿Es que lo había organizado todo intencionadamente? ¿Le habían tomado el pelo?