—Prométeme que permaneceremos juntos —dijo Francesca de camino del muelle al hotel Bridge. Por un lado estaba nerviosa por tener que enfrentarse a la alta sociedad que Silas había invitado, y por otro estaba contenta de tener a su lado a sus allegados y a Neal. Incómodos, habían retrasado todo lo posible el momento de encaminarse hacia la fiesta.
Francesca se había enterado de que Joe le había pedido a Lizzie que los acompañara. No obstante, Lizzie se había negado porque, por mucho que se arreglara, corría el peligro de que la reconociera Silas u otra persona.
—No nos apartaremos de tu lado, Frannie —le aseguró Joe, y Neal y Ned se sumaron a esa promesa.
—Estás impresionante —dijo Neal al verla. Esperaba poder ocultar ante Silas sus sentimientos hacia Francesca, aunque sabía que era prácticamente imposible.
Francesca llevaba un vestido de noche que le había buscado Amelia Johnson. A pesar de que era precioso, no era de su agrado: para ella tenía un escote demasiado pronunciado. Además, le repugnaba emperifollarse para Silas, sobre todo porque existía el peligro de que estuviera todo el tiempo dándole coba. Aun así, le encantaban los tonos del vestido. Era de terciopelo, soberbio y elegante, azul medianoche. Resaltaba el color de los ojos y creaba un contraste perfecto con la piel pálida y el cabello oscuro. Llevaba un recogido alto sujeto con pasadores de adorno.
A pesar del hormigueo nervioso, Francesca se rió para sus adentros. Era la primera vez en años que veía a su padre y a Ned con el traje de los domingos. Ambos tenían buen aspecto, y Neal también estaba fantástico. Aun así, parecía que Francesca estuviera de camino al patíbulo.
—No pongáis esa cara —dijo para animarles, y se colgó del brazo de su padre y de Ned—. Cualquiera diría que sois vosotros los que estáis comprometidos con Silas.
Joe comprendió que intentaba relajar la situación, pero no surtía efecto.
—Preferiría que fuera cualquier otra persona antes que tú, Frannie.
—Ya lo sé, papá, pero le daremos a Silas su propia medicina. Por eso esta noche debemos interpretar a la perfección nuestro papel, sobre todo yo. Sé que no será fácil siendo personas honradas, pero ya que Silas solo conoce el juego sucio, debemos estar a la altura.
En el vestíbulo del hotel, delante del comedor donde se habían reunido todos los invitados, el pánico se apoderó de Francesca por un momento. Una cosa era decir que era capaz de fingir ser la feliz prometida de Silas Hepburn, pero había llegado el momento de la verdad y estaba atemorizada. Miró a su padre y a Ned y sintió una gran calidez. Ambos se sentían como peces fuera del agua, y la sensación empeoraría en cuanto apareciera Silas. Pero estaba en juego el Marylou. Había sido idea suya y le había costado mucho convencer a Joe y a Ned de que le siguieran el juego, así que ahora no podía dejarlos en la estacada.
Neal la estaba observando, y notó que se enfrentaba a un dilema interno.
—¿Va todo bien? —le susurró.
—Sí —contestó ella, que le apretó la mano con confianza. Sería difícil disimular sus sentimientos por Neal, tanto como hacer creer a todo el mundo que sentía algo hacia Silas Hepburn. Pero tenía que hacerlo.
Cuando se disponía a entrar en el salón, se acercó John Henry, el capitán del Syrett, desde el quiosco de bebidas.
—Buenas noches, Joe —saludó, obviamente asombrado de encontrarse a Joe en el vestíbulo del hotel Bridge, y además vestido de fiesta—. Hola, Ned… Neal… —Posó la mirada en Francesca y la saludó con la cabeza antes de volverse de nuevo hacia Joe—. Me acaban de contar una historia de marineros de lo más absurda —dijo en voz baja—. En la taberna corre el rumor de que Silas Hepburn se ha comprometido con tu hija. —John se percató, desconcertado, de que Joe no hacía el más mínimo gesto de sorpresa—. No es cierto, ¿verdad?
Joe palideció y miró a Francesca. Sabía que aquello era una prueba para él, para ver si estaba en situación de poner al mal tiempo buena cara. Si no podía convencer a John Henry, no podría disuadir a nadie.
—Es cierto —confirmó, incómodo.
John Henry se quedó atónito. Quiso contestar algo, pero no emitió ni un sonido. Era obvio que esperaba una explicación más detallada por parte de Joe, pero al ver que no llegaba, dijo:
—Me largo. Os deseo a todos una agradable velada. —Y así, salió del hotel, perplejo.
Joe levantó la mirada hacia el cielo, como si pidiera perdón o suplicara que le diera fuerzas.
—Me siento como si hubiera vendido mi alma al diablo. Aún peor, el alma de mi hija —dijo. Respiró hondo y miró de reojo la taberna, donde se encontraban varios capitanes del río. En ese momento habría dado cualquier cosa por unirse a ellos en vez de a los señoritingos finos del comedor.
—No será tan horrible, papá —dijo Francesca—. Tú piensa que la gente que no lo entienda ahora en algún momento lo comprenderá.
—No estés tan segura, Francesca.
Ella sintió la expresión de su padre como un puñal en el corazón. No estaba acostumbrado a todo eso, y Francesca no paraba de preguntarse si no sería mejor volver al Marylou e irse lo más lejos posible de Echuca.
Antes de poder pensarlo mejor, Silas ya la había visto y se acercaba a ella para saludarla. Estaba enfadado porque hubiera aparecido tan tarde, cuando casi habían llegado ya todos los invitados. Incluso había considerado la desagradable posibilidad de que no apareciera y lo dejara en ridículo.
—¡Llegas tarde, Francesca! —exclamó—. Nuestros invitados ya estaban preguntando por ti. —Algunos de ellos habían bromeado con la idea de que le hubieran dado plantón a Silas, un comentario que a él no le hizo ninguna gracia.
A Francesca le era indiferente la brusquedad de Silas, pero sabía que tenía que calmarlo si no quería poner en peligro el plan.
—Siento mucho haber llegado tarde, ha sido culpa mía —contestó ella—. Quería ponerme muy guapa para ti.
A Silas enseguida se le relajaron los rasgos de la cara, había despertado su lascivia.
—Pues lo has conseguido —dijo él. Se inclinó para besarle la mano y ella apartó la cara por instinto, para que sus labios solo le rozaran las mejillas. Notó que él torcía el gesto y le dedicó una sonrisa coqueta para mitigar el enfado por su desaire. Silas tenía la sensación de que le gustaba coquetear, lo que prometía picantes distracciones en su inminente matrimonio, que ansiaba ya con impaciencia y deseo.
—La decoración del comedor es muy bonita —dijo Francesca para distraerle. A un lado de la sala habían apartado las mesas y las sillas para crear una pista de baile. En un rincón había sitio para el trío musical y, a pesar de que no hacía una noche muy fría, ardía un fuego alegre en la chimenea y en la sala reinaba un ambiente agradable.
Francesca, que era el objetivo de todas las miradas, buscaba con la vista a los Radcliffe, pero, con gran alivio, no los vio.
—Entrad y servíos algo para beber —le dijo Silas a Joe, Ned y Neal. Advirtió con reprobación la presencia de Neal y se propuso tenerlo vigilado—. Y ahora me gustaría presentar a mi preciosa prometida a algunas personas que están deseosas de conocerla.
Francesca sabía que no le quedaba otra opción que atender la petición de Silas. Parecía un animal de camino al matadero. Silas le presentó a varios terratenientes y sus esposas, que la trataban con una distancia cortés. La felicitaban, pero Francesca notaba las miradas de desaprobación que intercambiaban a espaldas de Silas. Sabía que las mujeres la consideraban demasiado joven para ser su esposa, que por otra parte era cierto, y como era la tercera vez que se casaba Silas, su vida privada era carnaza para las chismosas en los encuentros matutinos y los mercadillos de beneficencia que organizaba la asociación de mujeres del campo.
En cuanto tuvo oportunidad, Francesca volvió con su padre, Ned y Neal, que se habían acomodado en un rincón. Su padre tenía ya delante dos copas vacías, y estaba engullendo la tercera. Francesca sintió cierto miedo porque sabía que si Joe se emborrachaba era capaz de decirle con toda claridad a Silas y sus engreídos invitados lo que pensaba de ellos.
—Mira quién ha venido —dijo Joe.
Francesca se dio la vuelta y vio que Regina entraba en el salón. Por detrás, Amos Compton empujaba la silla de ruedas de Frederick. El criado enseguida se retiró con discreción para esperar fuera con el cochero, Claude Mauston.
A Francesca se le aceleró el pulso al ver a Regina. Recordó que Regina le había dicho que sería una vergüenza para los Radcliffe. Solo el recuerdo de su fría crueldad hizo que a Francesca se le subiera la sangre a la cabeza, así que se dio la vuelta de inmediato.
Su padre le alcanzó una copa de vino.
—Puede que la necesites —dijo. Se había fijado en que Regina se había quedado estupefacta al ver a su hija. Enseguida se le despertó el instinto protector. Preferiría arder en el infierno a permitir que le hicieran daño a Francesca, y eso también valía para la gente distinguida de Echuca.
Agradecida, Francesca le dio un sorbo a la copa de vino. Apenas había comido nada en todo el día, y disfrutó de la sensación cálida que recorrió su cuerpo. Notó que Neal tenía los ojos oscuros clavados en ella, y se volvió hacia él. Tenía cara de estar preocupado, así que forzó una sonrisa, a la que él contestó guiñándole el ojo.
—Silas cree que todo el mundo aquí lo admira y respeta, pero a mí no me da esa impresión. Me parece que los invitados están bastante fríos.
—Tienes toda la razón, Frannie —contestó Joe—. Dudo que Silas tenga verdaderos amigos. La mayoría de la gente prefiere mantenerse lejos de él. Solo los que son igual de ricos que Silas colaboran con él. Su lema es que una mano lava la otra.
—Prefiero mucho antes la gente sencilla de los barcos —opinó Ned, al tiempo que dejaba vagar la mirada entre los presentes. Los hombres llevaban trajes a medida, y las damas iban también de punta en blanco. Ned sabía que Joe y Neal se sentían tan fuera de lugar como él.
«Aquí somos tan bienvenidos como tres aborígenes desnudos», pensó.
Francesca veía lo incómodos que se sentían Joe, Ned y Neal entre los propietarios de las granjas y los socios de Silas. Solo dos respetados comerciantes de la ciudad les prestaban atención, y porque mantenían relaciones comerciales con frecuencia. Ni siquiera Silas les hacía caso. Francesca hubiera preferido irse, pero no podía hacerlo.
—Aquí estás, querida —dijo Silas, y la agarró del brazo—. Ven, te esperan otros invitados. —Antes de que Francesca pudiera resistirse la llevó a un pequeño grupo, donde también se encontraban Regina y Frederick. Silas los presentó—. Estos son Warren Peobbles y su preciosa esposa Rebecca. Son socios del Riverine Herald, junto con Frederick y Regina, a ellos ya los conoces.
Francesca dedicó una sonrisa a los Peobbles y a Frederick. Luego reunió todas sus fuerzas para mirar a Regina a la cara, y ese breve instante bastó para que su mirada gélida le provocara un escalofrío.
—Warren, Rebecca, esta es mi prometida, Francesca Callaghan —dijo Silas con orgullo.
—Estamos encantados de conocerla —dijo Warren.
—Estamos muy contentos —añadió Rebecca en un tono punzante, que transmitía la misma calidez que una tormenta de nieve en las Blue Mountains.
—Pues a mí me ha decepcionado, Francesca —dijo Frederick, malhumorado.
Ella lo miró con los ojos desorbitados, mientras resonaban en sus oídos las injurias de Regina.
—Pensaba que un día formaría usted parte de nuestra familia, o por lo menos eso esperaba. —Una sonrisa amable le iluminó el rostro.
Francesca no paraba de pensar cómo un hombre tan bueno podía tener una esposa tan cruel como Regina.
—Lo siento, pero no podía ser —contestó ella, conmovida—. Pero si tuviera que escoger suegro, sería como usted. —Podría haber añadido que tener a Regina de suegra sería su peor pesadilla, pero naturalmente se lo ahorró. No tuvo que mirar a Regina ni una sola vez para sentir su mirada gélida clavada en ella, y sin querer se le puso la piel de gallina.
—Es usted encantadora, Francesca. Tal vez no sea demasiado tarde para hacer entrar en razón a Monty.
Francesca estaba al borde de las lágrimas, sabía que Monty sentía lo mismo que su padre, pero con Regina era diferente.
—Me temo que ya es demasiado tarde, Frederick. El error de Monty es mi felicidad —pregonó Silas.
—En efecto, Silas. Francesca es maravillosa, ¿verdad, Regina?
Francesca se atrevió a mirar a Regina, que se apresuró en disimular su mirada fría y los evidentes nervios.
—Por supuesto, Frederick, pero Monty también está acompañado esta noche por una joven extraordinariamente encantadora. Supongo que la última vez que la viste era una niña, pero Clara se ha convertido en una chica preciosa.
Nadie, aparte de Francesca, advirtió que el comentario de Regina era una indirecta.
Frederick puso cara de sorpresa y se encogió de hombros.
—No puedo seguir el ritmo de los jóvenes de hoy en día. De todos modos, le deseo lo mejor, mi querida Francesca. También en nombre de mi esposa… ¿verdad, Regina?
Regina forzó una sonrisa, pero sus ojos transmitían indiferencia.
—Francesca, deberíamos aprovechar la ocasión para tener una charla de mujer a mujer, si es que Silas es capaz de prescindir de usted esta noche —dijo.
Francesca se quedó de una pieza. No tenía ni la más mínima idea de sobre qué quería hablar Regina con ella, si es que tenían algo de qué hablar. Sorprendida, percibió cierta desesperación encubierta tras la apariencia serena de Regina. A Silas tampoco le gustó la propuesta de Regina de hablar a solas con ella. Ya le había advertido que dejara en paz a Francesca, pero no se fiaba de ella. Además, quería evitar que Francesca se viera en apuros el día de su fiesta de compromiso.
—Esta noche Francesca tiene que atender a muchos otros invitados, Regina, así que me temo que no podré prescindir de ella.
En el fondo, Francesca le agradeció a Silas que la monopolizara. Por mucho que lo detestara, no tenía nada que decirle a Regina y no quería pasar ni un segundo más de lo necesario en su compañía. Antes preferiría limpiar y escamar un barco entero de pescado.
Al cabo de un instante entró Monty en la sala con Clara Whitsbury.
—Hablando del rey de Roma, ahí llega Monty —dijo Frederick.
Francesca sintió el corazón en un puño. Pensó que el reencuentro le resultaría doloroso a Monty. Había rezado porque no apareciera, pero para su sorpresa se acercó directamente a ella con su acompañante, que realmente llamaba la atención.
—Buenas noches, Silas —saludó Monty en voz baja. Aunque le dirigía la palabra al anfitrión, miraba a Francesca, como Clara. Monty se veía incómodo, pero Clara la observaba con desdén.
—Buenas noches, Francesca —dijo Monty en un tono que dejaba traslucir el orgullo herido. Lanzó una breve mirada a Silas—. Mi enhorabuena… a los dos —añadió con gran esfuerzo.
—Muchas gracias —contestó Silas, que observó la aflicción de Monty, satisfecho.
Monty comprendió que Silas opinaba que el mejor había conquistado el corazón de Francesca, algo que él no creía ni por un instante. Solo había un motivo por el que había asistido a la fiesta: quería averiguar qué había movido a Francesca a dar su consentimiento a Silas.
—Permitidme que os presente a Clara Whitsbury —dijo Monty—. A Silas ya le conoce, Clara, y a mi madre también. Y este es mi padre.
—No puedo decir que me acuerde de usted, Clara, pero me alegro de conocerla —dijo Frederick con educación.
—Muchas gracias, señor Radcliffe.
—Y esta joven dama es la prometida de Silas, la señorita Francesca Callaghan —informó Monty a Clara. Estuvo a punto de trabarse con la palabra «prometida».
Clara advirtió el tono de pena, así como la forma en que miraba a Francesca. Era obvio que sus sentimientos hacia ella eran intensos. Aquello suscitó los celos de Clara, que la saludó con suma frialdad.
—Encantada —dijo, mientras miraba a su rival con aire despectivo.
—Lo mismo digo, encantada de conocerla —contestó Francesca en un tono que procuraba ser tranquilo.
Con la mirada suspicaz clavada en Francesca, Clara tomó del brazo a Monty en un gesto posesivo y le sonrió de forma seductora. En aquel preciso instante apareció un camarero con una bandeja llena de copas de vino. Cuando Regina y Clara tomaron una copa, Francesca observó cómo intercambiaban una mirada silenciosa. Era obvio que habían estado hablando de ella y que Regina la había puesto de vuelta y media. Recordó que Lizzie le había comentado que Regina pretendía arruinar su reputación para siempre. Por lo visto se estaba empleando a fondo en ello.
—Disculpen, por favor —se excusó Francesca. No soportaba un segundo más la presencia de Regina, así que salió del comedor y buscó refugio en los baños de mujeres para recobrar la compostura.
—Date prisa, querida —le dijo Silas—. Me gustaría presentarte a muchos otros invitados.
Francesca apenas le prestó atención mientras huía de la sala. Intentaba contener las lágrimas.
Acto seguido se disculpó también Monty.
—Acabo de ver a Herbert Wallace y necesito hablar un momento con él. —Herbert había entrado en el vestíbulo, y esa fue la excusa perfecta para seguir a Francesca.
Cuando salió del baño de mujeres, Monty la estaba esperando.
—Tengo que hablar con usted —dijo él, con urgencia.
—Ya está todo dicho entre nosotros, Monty.
—Estaba seguro de que pondría fin a esta farsa del compromiso. No puede ir en serio lo de casarse con Silas.
—A usted no le incumbe con quién me case, Monty.
—No me explico por qué lo hace, Francesca, pero no me puedo quedar de brazos cruzados viendo cómo se condena a ser infeliz. No pienso hacerlo. Es usted demasiado importante para mí.
—No me estoy condenando a ser infeliz, y le agradecería que no se entrometiera más. Y ahora, por favor, si me disculpa… —Francesca quiso pasar por su lado, pero Monty la agarró del brazo. Quedaron a la vista de los invitados en el comedor, y Regina se fijó en ellos. Era obvio que Monty le estaba suplicando a Francesca, y Regina se sentía dividida. Por un lado no podía permitir que Francesca se casara con Silas, y Monty estaba en situación de evitarlo, pero por el otro tenía que prohibir todo contacto entre Monty y Francesca. La situación era desesperante.
Regina se disculpó y se dirigió a los dos jóvenes.
—Monty —masculló, enfadada—. Clara pregunta por ti.
Pese a que había oído a su madre, Monty no quería desperdiciar la ocasión, ya que no había avanzado nada con Francesca.
—Ahora voy —repuso él.
—Es de muy mala educación hacer esperar a Clara, Monty. Además, me gustaría hablar con Francesca, a solas.
Francesca habría preferido emprender la huida, pero una curiosidad morbosa se apoderó de ella.
—Por favor, Francesca, retráctese —rogó Monty—. De lo contrario estará cometiendo el mayor error de su vida.
Francesca no respondió. Bajó la mirada hasta que Monty se alejó.
Regina la apartó a un lado para que no las pudieran ver desde el salón.
—Soy de la misma opinión que mi hijo, Francesca. No debería casarse con Silas —dijo en voz baja y con insistencia.
Francesca no podía creer lo que estaba oyendo. Le empezó a hervir la sangre de la rabia.
—A usted no le importa en absoluto lo que yo haga o deje de hacer. A fin de cuentas no me casaré con su hijo, así que haga el favor de no meterse en mi vida privada.
—No puedo, Francesca. No puedo permitir que se convierta en la esposa de Silas.
—¿Y por qué no?
Regina frunció los labios.
—Tengo mis motivos.
—¿Ah, sí? —A Francesca le daban igual sus motivaciones, pero sentía curiosidad—. Explíqueme los motivos o déjeme en paz.
—No… no puedo.
—Entonces se ha acabado nuestra conversación —zanjó Francesca, furiosa.
—No, Francesca, no se ha acabado. No hasta que termine con esta farsa del compromiso. No puede casarse con Silas. Búsquese otro hombre… que no sea Monty.
Francesca abrió los ojos de par en par.
—¿Debo entender que no soy suficiente ni para Silas ni para Monty? —replicó—. ¿Ese es el motivo?
Regina cayó presa de la desesperación. Francesca parecía decidida a casarse con Silas, aunque solo fuera para incordiarla, pero las cosas no podían llegar tan lejos. Empujó a Francesca a un cuarto adyacente a la cocina y cerró la puerta. Estaba temblando, y tenía en los ojos un brillo extraño.
—Escúcheme bien —dijo, al tiempo que agarraba a Francesca de los hombros—. No puedo decirle cómo lo sé, pero Silas es… pariente suyo.
Francesca reaccionó escandalizada.
—Eso es ridículo. ¿Cree que no lo sabría si Silas fuera pariente mío? Mi padre me lo habría dicho hace tiempo.
—Seguro que sí, pero Joe no lo sabe.
—Si fuera verdad, debería saberlo.
—No, en realidad no… porque no es tu padre biológico —soltó Regina.
Francesca estaba atónita.
—Sería capaz de mentir hasta a su familia con tal de imponer su opinión, ¿verdad? Sin tener en cuenta a los demás. —Le dio un empujón a Regina—. Aléjese de mí o le explicaré a Silas y a mi padre lo que me acaba de decir.
Regina palideció.
—No puede decírselo a Silas. No sabe la verdad, y no puede enterarse jamás. —Tenía los ojos encendidos.
—Eso ya es otro cantar. Dudo mucho que usted sepa la verdad, Regina —dijo Francesca, con lágrimas en los ojos—. Se lo ha inventado todo porque le apetecía. Su conducta es enfermiza. Y, a decir verdad, no merece a un marido como Frederick ni un hijo como Monty.
Aquellas palabras surtieron efecto. Regina se puso blanca como la nieve, y Francesca aprovechó la ocasión para escapar del cuarto. En el vestíbulo chocó de repente con Neal, que la estaba buscando. La agarró de la mano y se metió con ella en el despacho de Silas para que estuvieran a solas.
—¿Qué ocurre, Francesca? —preguntó, una vez cerrada la puerta—. ¿Por qué lloras? —Notó que le temblaba todo el cuerpo.
—Acabo de tener una… breve conversación con Regina Radcliffe —contestó Francesca, y respiró hondo.
—¿Qué te ha dicho?
Francesca sacudió la cabeza.
—Me gustaría que dejara de entrometerse en mi vida —dijo.
—No tiene ningún derecho —gruñó Neal. Lo único que se le ocurría era que Regina quería juntar de nuevo a Francesca y Monty.
—Yo también lo creo. Neal, abrázame.
Sin dudarlo, Neal la estrechó entre sus brazos. Francesca apoyó la cabeza en su pecho y escuchó los latidos del corazón, fuertes y regulares, que le proporcionaron un gran consuelo.
—Yo la pondré en su lugar —prometió Neal, furioso. Prefería que lo condenaran a permitir que los Radcliffe volvieran a jugarle una mala pasada a Francesca.
—No. Prométeme que mantendrás la boca cerrada, Neal. Si Monty se entera de que su madre me hace la vida imposible, se pondrá furioso.
Neal sintió una punzada de celos.
—Ya es hora de que empieces a pensar en ti, Francesca. No tienes por qué tener tantos miramientos con Monty. Al fin y al cabo es un hombre adulto, y por lo visto ya ha encontrado consuelo en otra persona.
Francesca recordó a Clara y la mirada que había intercambiado con Regina. Intuía que Regina era la fuerza que unía a Clara con Monty. Aun así, no entendía por qué se oponía con tanta vehemencia a que se casara con Silas. A Francesca solo se le ocurría que Regina, que conocía bien a Silas, no la consideraba suficiente para él. No encontraba otra explicación para su absurda afirmación de que Joe no era su padre biológico. Su maldad superaba los peores temores de Francesca.
—Así por lo menos tengo la ocasión de volver a estrecharte entre mis brazos —dijo Neal, y le dio un beso.
Silas estaba buscando a Francesca cuando se encontró con Regina. Parecía visiblemente afectada por algo y saltaba a la vista que había llorado. Estaba confuso, ya que nunca la había visto derramar una sola lágrima cuando terminaron su relación. Si Regina estaba así de afectada, pensó en qué estado se encontraría Francesca.
—¿Dónde está mi prometida? —preguntó.
—No lo sé —respondió Regina.
—Pobre de ti que la hayas molestado, Regina…
—No puedes casarte con esa chica, bajo ningún concepto, Silas. Te mereces algo mejor.
Silas pensó de nuevo que Regina estaba celosa.
—Hace mucho tiempo que lo nuestro terminó, Regina. ¿No crees que es un poco tarde para ponerte celosa de mi futura esposa?
Regina se indignó.
—¿Celosa? Te aseguro que no estoy celosa. ¿Y podrías hablar más bajo?
—Pues a mí me da la impresión de que estás celosa.
Regina no podía creer lo egocéntrico que podía llegar a ser Silas.
En aquel momento Francesca oyó la voz de Silas y se separó de los brazos de Neal. Poco después se abrió la puerta. Silas entró en la sala, y se le torció el gesto en cuanto vio a Neal. Para su sorpresa, Francesca vio a Regina detrás de Silas en el vestíbulo, obviamente muy contenta de que Silas la hubiera sorprendido con otro hombre.
Silas advirtió que Francesca tenía el rostro bañado en lágrimas.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con aspereza.
Francesca miró a Neal mientras buscaba a toda prisa una excusa creíble.
—Tantas emociones me han alterado bastante —dijo ella, y se sonó la nariz con un pañuelo de bolsillo.
Silas miró con suspicacia a Neal.
—Entonces podrías haber acudido a mí.
—A Francesca le resultaba embarazoso decirle que tiene la sensación de que su círculo de amistades no la aceptan —intervino Neal—. He intentado explicarle que no es cierto. ¿Qué puede tener alguien en contra de una joven tan encantadora? Es usted un hombre afortunado, Silas, pero eso ya lo sabe.
—Sí, por supuesto. Aun así, no es de recibo que mi prometida se retire aquí con un hombre. Francesca. —Le ofreció el brazo—. ¿Volvemos con nuestros invitados? —Sonó más como una orden que como una invitación.
Francesca miró a Neal mientras tomaba a Silas del brazo.
—Claro.
Silas lanzó a Neal una mirada que podía considerarse una amenaza velada.
Más tarde, mientras bailaba con Francesca, Silas notó que Neal Mason no apartaba la mirada ni un segundo de ella.
—Sé que me dijiste que nunca hubo una relación entre tú y Neal Mason, pero no te creo, Francesca. Hasta un ciego vería que está enamorado de ti.
Francesca levantó la cabeza y lo miró. No sabía qué contestar, le costaba mentir con espontaneidad. Silas ya le había hecho la misma pregunta una semana antes, y entretanto Neal y ella habían intimado más. Oír de boca de Silas que Neal la quería le hizo sentir un agradable escalofrío por la espalda.
—Estoy prometida contigo, Silas —contestó finalmente, y apartó la cara.
—Así es, y nadie va a poder hacer trampas.
A Francesca le dieron miedo aquellas palabras, pero no por ella. Más bien le daba miedo que Silas le hiciera algo a Neal por celos.
A partir de ahora tendría que ir con más cuidado, pensó.
Joe también estaba observando a Silas y su hija en la pista de baile. Ya se había tomado varias copas, y cada vez sentía más encono. Le resultaba insoportable jugar a ser el feliz padre de la novia, y a cada minuto que pasaba le costaba más.
—Voy a bailar con mi hija —murmuró. Se levantó tambaleándose, decidido a sustituir a Silas.
—Joe, mira —dijo Ned en ese momento, al tiempo que señalaba la entrada del salón.
Joe se dio la vuelta y vio a una mujer. En un primer momento no reconoció a Lizzie. Parecía asustada. Llevaba el vestido que Monty le había regalado a Francesca, pero no le quedaba bien porque era muy ceñido. Era un poco más ancha que Francesca y más alta. A Francesca el corpiño le quedaba como un guante, pero para Lizzie era demasiado apretado, y la falda un poco corta. Se había ocultado los cabellos, por su llamativo color, bajo un sombrero que le había prestado una prostituta. Pese a que estaba un poco pasado de moda, las chicas le habían asegurado que podía presentarse con aquel sombrero.
Joe se acercó a ella.
—Finalmente ha venido, Elizabeth. —Estaba emocionado, pero Lizzie notaba que todo el mundo se había vuelto hacia ella y se sentía observada.
Lizzie dejó vagar la mirada por el salón y vio algunas caras conocidas: hombres que eran clientes del burdel. De pronto comprendió que había cometido un error.
—No debería haberlo hecho —dijo, y retrocedió dos pasos.
—Significa mucho para mí que esté aquí —dijo Joe.
Francesca también había visto a Lizzie y el vestido, así que enseguida miró a Monty, que contemplaba a Lizzie con gesto pensativo.
—Disculpa, Silas —se excusó, y se dirigió presurosa a la salida del salón.
Silas, que quería saber quién había causado semejante revuelo, la siguió.
—Lizzie —dijo Francesca en tono apremiante—. Montgomery Radcliffe está aquí, y me regaló este vestido.
Lizzie abrió los ojos de par en par del susto.
—Está preciosa —continuó Francesca para no herir sus sentimientos—, y me alegro de que haya venido, pero Silas podría enterarse de algo.
—Me voy —contestó Lizzie, afectada—. No debería haber venido. —Asomaron lágrimas en los ojos. Al cabo de un instante vio que Silas se dirigía hacia ellas, y se quedó paralizada del miedo.
—Usted se queda, Elizabeth —dijo Joe. En su estado de embriaguez ya no pensaba con claridad, y no comprendía lo humillante que era aquella situación para Lizzie. Joe simplemente estaba contento de verla, sobre todo porque sabía que lo había hecho por él.
En aquel momento Silas llegó hasta ellas y se quedó mirando a Lizzie, desconcertado. Ella le aguantó la mirada, con el cuerpo tembloroso, pero enseguida bajó la cabeza, avergonzada.
La reacción de Lizzie irritó a Joe.
Con la frente arrugada, Silas pensó de qué conocía a aquella mujer. La miró de arriba abajo. De pronto se le desencajó el rostro al reconocerla.
—¿Qué diablos se te ha perdido aquí? —exclamó con rudeza.
—Es mi invitada —repuso Joe, enfadado.
—¿Qué?
—Ha oído bien —dijo Joe, que levantó los puños hacia Silas.
Para Lizzie, el hecho de que Joe se viera obligado a defenderla era como su peor pesadilla. Se dio la vuelta con intención de irse, pero oyó lo que dijo Silas.
—¿Ha invitado a una fulana a la fiesta de compromiso de su hija? —preguntó Silas, que no daba crédito.
—Haga el favor de hablar más bajo, Silas —intervino Francesca, furiosa—, y deje de llamar así a Lizzie.
—¿Por qué? ¡Pero si es lo que es!
Francesca sintió un odio profundo.
—No se atreva a volver a llamar fulana a Elizabeth —gruñó Joe. Si Neal no le hubiera agarrado del brazo y Francesca no se hubiera interpuesto entre ellos, le habría dado a Silas un buen puñetazo en la mandíbula.
—Será mejor que te vayas con Lizzie —le dijo Ned a Joe—. Yo me quedaré con Francesca y la llevaré a casa.
Joe miró a su hija.
—Vete, papá. Enseguida voy —dijo. Estaba muy preocupada por Lizzie porque sabía que tendría la autoestima, ya de por sí lastimada, destrozada.
Tras dudar un momento, Joe salió del hotel, confiando en que Ned y Neal cuidaran de Francesca. Ya no podía controlarse para pasar un minuto más junto a ese desgraciado.
—Tú también puedes largarte —le dijo Silas a Neal—. No me gusta que mires todo el tiempo a mi prometida.
Neal se mantuvo impasible.
—Y a mí no me gusta que me dé órdenes —repuso él—. No me voy a ninguna parte.
Silas torció el gesto.
—Creo que deberíamos irnos todos —dijo Francesca. Notaba en el aire que estaba a punto de producirse una reyerta, así que pensó que era mejor irse antes de que tuviera que lamentarse más tarde. Al fin y al cabo no podían perder de vista su objetivo—. Por favor, discúlpame con los invitados —le rogó a Silas—. Hablamos mañana.
Silas se quedó boquiabierto.
—¡No puedes irte ahora! No permitiré que me dejes en ridículo.
Francesca estaba harta de sus amenazas. Se acercó a él y bajó la voz para que nadie pudiera oírles.
—¿Acaso quieres que vuelva Lizzie y le diga a los invitados que un cliente habitual le dio una paliza por puro sadismo?
Silas palideció.
—Buenas noches —dijo Francesca.
Silas la siguió con la mirada mientras salía del hotel con Ned y Neal.
«En cuanto estemos casados, y eso será muy pronto, ya no me replicarás, Francesca», pensó.
Desvió sus pensamientos hacia Lizzie. Alguna vez se había preguntado dónde se había metido, pero ni en sueños se le habría ocurrido que apareciera justamente en su fiesta de compromiso. Le era indiferente que Lizzie se hubiera puesto en ridículo frente a los invitados, pero se juró solemnemente que le haría pagar el haberle convertido en el hazmerreír de sus invitados. ¿Y por qué Joe la llamaba «Elizabeth»?
Silas se preguntó cómo sabía Francesca que había pegado a Lizzie. Se propuso llegar al fondo del asunto, pero tendría que esperar hasta el día siguiente.
Ahora los invitados esperaban una explicación, y tenía que inventarse cuanto antes algo creíble.