Durante unos días el tiempo pasó volando, pero por las noches Francesca y Neal pasaban abrazados todas las horas que podían en la orilla. Entretanto, Joe y Lizzie se entregaban a su recién descubierta pasión, la pesca, y cada vez iban intimando más, mientras Ned quedaba excluido. Se habría sentido como pez fuera del agua si no estuviera tan agotado por el enorme volumen de trabajo, pero no le daba mucha importancia.
Joe se había fijado en que a Ned cada vez le costaba más hacer las tareas pesadas. Él lo notaba ya en los huesos, y Ned era unos años mayor que él. Decidió buscarse un trabajo menos pesado, sobre todo ahora que Silas ya no le ponía palos en las ruedas. Sin embargo, cuando se lo comentó a Ned, se puso furioso.
—El encargo nos dará bastante dinero, Joe. Deberíamos conservarlo. Tanta inactividad durante meses no me ha sentado bien, ya volveré a adaptarme.
Joe tenía sus dudas. Sabía que a Ned le afectaba la edad, y no era para avergonzarse.
—Yo también tengo mis límites, Ned. No podemos perder de vista que ya no somos unos muchachos.
—No quiero ser un estorbo para ti, Joe. No puedes rechazar el encargo solo por consideración hacia mí. Ya me las arreglaré.
Joe sabía que Ned tenía su orgullo. Además, a todo el mundo le costaba aceptar que los años pasaban. Siempre había sido el punto débil de Ned.
Amos Compton se encontró a Regina en la biblioteca. Estaba tras el escritorio, estudiando unos documentos que tenía en la mano.
—El correo, señora Radcliffe.
—Gracias, Amos. ¿Te ha dicho Mabel cuándo iba a servir el almuerzo?
—En media hora, señora, y también debo informarle de que Monty ha regresado.
—¿Está aquí?
—Sí, señora.
—Bien. —Regina estaba muy preocupada por Monty, así que le había pedido a Amos que le informara sin falta cuando regresara. Había pasado los últimos días en la ciudad, alojado en el hotel Commercial. Dijo que era por motivos de trabajo, pero Regina se había enterado, gracias a su cochero y guardaespaldas Claude Mauston, de que se emborrachaba con regularidad.
Regina hojeó el correo para escoger lo más importante. Entonces encontró un sobre escrito con una letra que le resultaba familiar. Era obvio que se trataba de una invitación, pero en aquel momento no estaba de humor para ver a mucha gente. Abrió el sobre con desgana y leyó rápidamente el contenido. Le llamaron la atención tres palabras: «Silas», «compromiso» y «Francesca».
—Dios mío, no —exclamó, y se dejó caer en la silla.
Amos oyó su grito de horror y volvió corriendo a la biblioteca.
—¿Qué le ocurre, señora? —preguntó.
Regina sacudía la cabeza en silencio. Se había quedado sin habla.
—Madre. —Oyó de pronto a Monty, asustado. Enseguida supo que él también había recibido la invitación. Acto seguido entró él en la biblioteca con el papel en la mano, y Amos se retiró discretamente.
—Silas Hepburn se ha comprometido con Francesca —dijo Monty con incredulidad—. Me lo había dicho, y Francesca me lo confirmó, pero… —Estaba seguro de que Francesca entraría en razón y rompería el compromiso.
De repente Regina comprendió por qué Monty se había estado emborrachando últimamente, y le costó un gran esfuerzo mantener la compostura.
—Tu padre y yo también hemos recibido una invitación para la fiesta de compromiso.
—No lo entiendo —contestó Monty, que se tocaba los cabellos y no paraba de ir de aquí para allá, nervioso. Apenas prestaba atención a su madre. A Regina le asustó el aspecto de su hijo: iba sin afeitar y parecía exhausto. Era obvio que durante los últimos días no había comido ni dormido como era debido de la preocupación.
—Francesca no se casará con Silas Hepburn. Recuerda lo que te digo —dijo Regina, sin saber que estaba pensando en voz alta.
—¿Y qué podría impedirlo? —replicó Monty con aspereza.
Por el tono, Regina supo lo que había provocado.
—No me explico por qué se compromete con un hombre que… —Tenía en la punta de la lengua: «que tiene la edad para ser su padre», pero se detuvo a tiempo. Aquella frase se acercaba peligrosamente a la verdad—. Con un hombre como Silas —continuó—. Seguro que hay un motivo, Monty, y lo voy a averiguar.
—¿Y a ti qué más te da? —repuso Monty con hosquedad—. De todos modos estás en contra de que sea mi esposa.
—Sin duda, pero eso no significa que tenga que casarse justamente con Silas Hepburn. Evitaré que esa chica eche a perder su vida con un tipo como él.
—Dudo que ella opine lo mismo. Silas es inmensamente rico. Puede ofrecerle una vida cómoda.
—No, no puede —repuso Regina con vehemencia. Acto seguido salió presurosa de la biblioteca. Monty la siguió con la mirada, estupefacto.
Ya era mediodía cuando Silas salió del hotel Star y se encaminó hacia el paseo marítimo. De camino avistó el Ofelia en la orilla, y le sorprendió que no se hubiera movido de allí durante días. Decidió ir al meollo del asunto. Siguió andando por el muelle, donde se encontraba Mike Finnion anclado con el Curlew.
—Buenos días, señor Hepburn —dijo Mike. Estaba limpiando la cubierta después de cargar sacas con cereales y avena.
—Buenos días, Mike. Me he fijado en que hace días que el Ofelia está amarrado. ¿Cómo es eso?
—Neal Mason vuelve a trabajar para Joe Callaghan en el Marylou.
Silas se indignó.
—¿Por qué, si puede transportar carga con su propio barco?
Mike no entendía el enfado de Silas.
—Ni idea. Pero como tienen la barca de carga, supongo que quieren transportar la máxima cantidad de madera posible.
Silas entrecerró los ojos grises y dirigió la mirada de nuevo hacia el Ofelia. Era evidente que Joe quería ganar el máximo dinero posible para saldar antes sus deudas. «Así que tenía razón —pensó—. Francesca tiene pensado romper nuestro compromiso en cuanto esté pagado el préstamo. Y seguro que Neal Mason tiene sus propios planes, así puede estar cerca de Francesca».
—¿Ahora me crees, Silas? —comentó Regina.
Silas se dio la vuelta y vio que estaba detrás de él con los labios fruncidos.
—¿De qué hablas, Regina? —contestó él, irritado. No tenía ganas de oír sus comentarios mordaces.
Mike Finnion, que percibió la hostilidad, vio que era el momento de volver al trabajo.
—Te dije que Francesca tenía un lío amoroso con Neal Mason. No puedes negarlo, pasan día y noche juntos. —Regina alzó la voz a propósito, para que la oyeran todos los presentes.
A Silas le enfureció que aireara sus asuntos privados.
—Joe Callaghan vigilará a su hija, de eso puedes estar segura. Además, Francesca y yo estamos prometidos. —Desconcertado, Silas vio que Regina palidecía al oír aquellas palabras. La única explicación que le encontraba eran los celos. Le parecía raro que se hubiera mostrado indiferente con Henrietta o con Brontë, pero a fin de cuentas ninguna de las dos era tan guapa como Francesca.
—No puedo creer que un hombre de tu posición y tu inteligencia se comprometa con una mujer de tan dudosa reputación como Francesca Callaghan —dijo Regina—. ¿Has perdido el juicio?
—¿Podrías hablar un poco más bajo, Regina? No he oído decir ni una palabra negativa sobre Francesca, solo de ti. ¿Por qué?
—Pues no habrás oído bien, pero es típico de los hombres. Os dejáis llevar por el deseo en vez de por el sentido común.
—No voy a dejar que me arruines mi buen humor. Pero ya que hablamos de Francesca… te estaría muy agradecido si dejaras de hacerle daño. Pronto será mi mujer, y espero que se la trate con respeto. A todo el que se oponga a mis deseos se lo haré pagar personalmente. Espero que me hayas entendido. Y ahora, si me disculpas, tengo que hacer los preparativos para la fiesta de compromiso. —Se dio la vuelta, pero se detuvo un instante—. Sé que la invitación ha llegado un poco tarde, pero espero que tú y Frederick vengáis. Será la fiesta del año en Echuca, eso te lo garantizo.
Y con esas palabras se fue, dejando a Regina con la sangre hirviendo de la rabia. «Allí estaré, Silas, pero solo para hacer entrar en razón a Francesca. No te casarás con tu hija, te lo garantizo».
De regreso al hotel Bridge, Silas volvió a fijarse en el Ofelia. Tomó una decisión: cuando Joe regresara lo pondría en su sitio. No quería que Neal Mason siguiera trabajando en el Marylou, así que obligaría a Joe a deshacerse de él. Si no quería hacerle caso, se encargaría en persona de quitar a Neal Mason de en medio… de una vez por todas.
Regina fue a buscar a Clara por el pasillo de la redacción del Riverine Herald. Finalmente vio a la chica en un pequeño despacho, en un escritorio.
—Buenos días, Clara —saludó desde el marco de la puerta—. ¿Cómo está?
Clara se alegró de la visita.
—Gracias, bien, señora Radcliffe. Hace una semana Monty me invitó a almorzar, y desde entonces nos vemos de vez en cuando. —No la había vuelto a invitar a comer, pero Clara estaba segura de que llegaría la ocasión.
Regina sabía que en la fiesta de compromiso tendría la oportunidad de disuadir a Francesca, así que le era imprescindible asistir. Estaba convencida de que Monty la acompañaría, aunque solo fuera para suplicar a Francesca que no se casara con Silas.
—Hace poco Monty recibió una invitación para una fiesta, y no me extrañaría que le pidiera que le acompañara. Pero, por favor, no diga nada —dijo Regina.
A Clara se le iluminó el rostro de la alegría.
—Así lo haré, señora Radcliffe.
Silas ya estaba esperando al Marylou cuando este amarró por la tarde. Antes Joe había dejado a Neal con su barca de carga en el atracadero del Ofelia.
Lizzie se escondió en el camarote de Francesca. Pese a que Joe le había prometido que la protegería de cualquier persona, aún no estaba preparada para enfrentarse a Silas. Además, no quería arriesgarse a que Joe descubriera que Silas era el hombre que le había dado semejante paliza. Habría puesto en peligro el plan de liquidar el pago del Marylou.
—¿Una semana dura, Joe? —preguntó Silas, mientras Joe amarraba el barco.
—Sí, estamos agotados —contestó Joe—. Esta noche todos nos acostaremos pronto.
Silas arrugó la frente.
—Esperaba que Francesca cenara conmigo esta noche. Tengo una sorpresa para ella.
En aquel momento Francesca salió a la cubierta. Había oído la voz de Silas y no quería dejar que su padre lidiara con aquel tipo solo.
—Ahí está mi futura esposa —exclamó Silas con alegría—. Buenas noches, querida.
Solo de verlo, Francesca ya sentía náuseas.
—Buenas noches, Silas.
Silas se percató del tono esquivo, pero no hizo caso.
—Le estaba diciendo a tu padre que tengo una sorpresa para ti.
—¿Una sorpresa? —Francesca se temía lo peor.
—Sí. Si me acompañas durante la cena esta noche te lo cuento.
—Estoy exhausta, Silas. Quería tomar un baño y acostarme pronto.
Silas hizo una mueca de disgusto, parecía un sapo. No estaba acostumbrado a sufrir desaires.
—Estoy seguro de que antes tendrás tiempo para un bocado rápido.
—Tal vez en otra ocasión.
—No me dejas elección, tendré que desvelarte la sorpresa: mañana por la noche tendrá lugar nuestra fiesta de compromiso en el Bridge. Envié las invitaciones hace unos días.
A Joe se le acabó la paciencia.
—Silas, pensaba que habíamos acordado que esperaría a que su divorcio fuera legal antes de hacer público el compromiso o de organizar una fiesta.
—Y he respetado mi palabra, Joe. He hablado con mi notario. El divorcio es legal. Recibiré la documentación durante las próximas dos semanas. Son noticias estupendas, ¿verdad? Como ve, ya no hay motivo para aplazar la celebración.
Joe no contestó.
—Me gustaría hablar de un tema con usted, Joe. No te importa, ¿verdad, Francesca?
—En absoluto. —Estaba confusa, no paraba de pensar en qué le diría Silas. Neal tenía razón. No se podía confiar en absoluto en Silas.
Francesca se retiró a su camarote para que Joe y Silas hablaran tranquilos.
—Me gustaría pedirle un favor, Joe, ahora que somos familia.
Joe se estremeció al pensar en la idea de ser pariente de Silas.
—¿Y qué es? —preguntó, desconfiado.
—Me gustaría que no colaborara con Neal Mason.
—¿Por qué?
—Porque no soporto a ese tipo. Además, ya no le necesita.
—¿Y eso?
—Porque tengo un encargo muy grande para usted. Me gustaría que se encargara de traer el suministro de alcohol para mi hotel desde Moama y que transportara carga a Barmah.
Joe prestó atención, ya que se trataba de trabajo fácil. Aun así, estaba seguro de que no se pagaba tanto como el transporte de madera, que además tenía la ventaja de ausentarse de la ciudad entre semana.
—Estoy contento con el trabajo actual, Silas —contestó.
—Pero pago bien, Joe, y el trabajo es mucho más fácil que el ajetreo que os traéis.
A pesar de que Joe sabía que para Ned y él sería mejor aceptar la oferta, no quería arriesgarse a que Silas pudiera molestar a Francesca todos los días. Además, Lizzie estaba disfrutando de su libertad a bordo.
Silas se percató de que Joe no daba precisamente saltos de alegría, y eso le molestó. Cualquier otro capitán se pelearía por un encargo así.
—Lo pensaré y le informaré en cuanto haya hablado con mi maquinista —contestó Joe.
—Muy bien —dijo Silas, enojado—. Me gustaría comentar con Francesca la fiesta de compromiso. Ocúpese de que esté a las siete en el hotel Bridge.
Joe se puso furioso. ¡Ahora Silas le daba órdenes!
—Allí estaremos —contestó, en un tono que no daba lugar a réplicas.
Silas asintió.
«La boda tendrá lugar antes de lo que crees, Joe», pensó.
Poco antes de las siete Joe y Francesca entraron en el hotel Bridge.
—Me temo que tengo que tomarme unas copas para soportar a ese tipo —dijo Joe.
—Vete tranquilo al bar, papá —contestó Francesca. Sabía lo nervioso que le ponía Silas—. Enseguida nos encontraremos en el comedor.
—¿Te ves capaz, mi niña? Si lo prefieres no te dejaré a solas con Silas.
—No pasa nada.
—Vuelvo en unos minutos, te lo prometo.
Justo cuando Francesca entraba en el comedor, Silas se acercó a ella. Era obvio que se alegraba de verla sin compañía.
—Mi padre se reunirá enseguida con nosotros —anunció ella, que observó satisfecha la mueca de decepción de Silas.
—Esta es la lista de invitados para nuestra celebración —dijo Silas.
Francesca echó un vistazo a los nombres. No conocía a ninguno, excepto a los Radcliffe. Al leer el nombre de Monty se le encogió el corazón.
—Todas estas personas te mostrarán el máximo respeto —le aseguró Silas—. Te tratarán como a una reina.
Francesca lo miró, vacilante.
—Confía en mí, querida —dijo él.
«Antes confiaría en una víbora», pensó Francesca.
—¿Conoces la tienda de Amelia Johnson en High Street?
—Sí —contestó Francesca. Era una extravagante tienda de moda.
—Te he concertado una cita, mañana a primera hora. Amelia te será de gran ayuda para elegir el vestido de fiesta, que, por supuesto, correrá de mi cargo. Sabe cuáles son mis gustos.
A Francesca le hervía la sangre del enfado, tuvo que morderse la lengua. Podía imaginarse cuáles eran los gustos de Silas.
—Siento mucho no haber tenido tiempo para invitar a tus antiguas compañeras de la escuela, querida —continuó Silas—, pero ya lo arreglaremos para la boda.
—Muy bien —contestó Francesca con una sonrisa forzada—. Solo deseo que mi padre y Ned participen en la fiesta, y, por supuesto, también Neal.
—¿Neal Mason?
—Sí. Es un buen amigo de la familia.
—¿De verdad? —Silas habría preferido negarse a tener que aguantar la presencia de Neal Mason en la fiesta, pero se contuvo. Ya se ocuparía de Neal a su debido tiempo.
Francesca esperaba que la presencia de Neal le hiciera la ceremonia más llevadera.
Cuando Joe se acercó a ellos, un poco afectado por el whisky, Francesca explicó que no se encontraba bien y que le gustaría volver al barco.
—¡Pero ni siquiera hemos cenado! —protestó Silas.
—Lo siento, Silas, pero de verdad que no me encuentro muy bien. Podríamos recuperar la cena otra noche, ¿no?
—Como quieras —transigió Silas a regañadientes—. Tal vez sea mejor que descanses para la fiesta de compromiso de mañana por la noche.
—Espero haberme recuperado para entonces, después de todas las molestias que te has tomado —contestó Francesca. Tomó del brazo a su padre y juntos salieron del hotel.
—Estoy orgulloso de ti, mi niña —dijo Joe, mientras regresaban al barco—. No estaba de humor para compartir mesa con ese desgraciado.
—Ya lo sé, papá. ¿Pero cómo vamos a aguantar la fiesta de compromiso?
—Buena pregunta —repuso Joe.
Francesca esperaba volver a ver a Neal antes de acostarse, pero cuando lanzó una mirada al Ofelia no lo vio. Regresó a bordo del Marylou y le preguntó a Ned si sabía de alguien que conociera a la hermana de Neal personalmente.
—No sé decirte, Frannie —contestó él, lo que incrementó su inquietud. Estaba segura de que esa «hermana» ni siquiera existía.
Cuando Francesca y Ned ya estaban acostados, Lizzie se unió a Joe en la popa. El muelle estaba desierto, así que se atrevió a salir del camarote de Francesca. Respiró hondo y disfrutó del aire fresco.
—Ya sabe que no tiene por qué atrincherarse en la cubierta de abajo, Elizabeth —dijo Joe—. Nadie se atrevería a hacerle daño a bordo del Marylou.
Lizzie no era capaz de decirle que era Silas el que la había maltratado. Joe ya lo odiaba con toda su alma, y le había prometido a Francesca no decir nada para evitar que su padre se preocupara por ella.
—Ya lo sé —replicó Lizzie. En compañía de Joe se sentía segura, y poco a poco iba recuperando la confianza en sí misma.
—Se me ha ocurrido una idea, Elizabeth. ¿Me acompañaría a la fiesta de compromiso?
—¿Yo?
—Sí, usted. Será una velada difícil de soportar, pero con usted a mi lado me resultaría más fácil. Me gustaría que me diera apoyo moral. ¿Qué le parece?
Lizzie se había quedado sin habla.
—Además le compraré un vestido precioso para la ocasión —añadió Joe.
—Creo que olvida quién soy, Joe —contestó Lizzie. Detestaba recordarle que, a pesar de que disfrutaba mucho la vida a bordo del Marylou, totalmente nueva para ella, ese no era su mundo—. Un vestido bonito no cambia nada.
—No lo he olvidado, Elizabeth. Ha llevado una vida de la que se avergüenza, pero usted no la eligió. Solo lo hizo para sobrevivir. Todo el mundo se avergüenza de algunas cosas que ha hecho en la vida, pero no por eso hay que sufrir hasta el fin de los días.
A Lizzie le cayeron lágrimas por las mejillas.
—Es usted el hombre más bondadoso que existe sobre la faz de la Tierra, Joseph Callaghan —dijo—, y le agradezco su amable invitación, pero, como le tengo mucho cariño, debo rechazarla. —Sabía que no todo el mundo era tan indulgente como él, y no le gustaba la idea de que la gente pudiera reírse de Joe a sus espaldas por estar en su compañía. Además, ante todo Lizzie aún no se veía capaz de enfrentarse a Silas.
—No tome una decisión precipitada. Que pase una buena noche —propuso Joe—. Pero piense una cosa: no me importa lo más mínimo lo que piensen de mí los invitados a la fiesta de compromiso. Toda la gente que me importa está en este barco.
Lizzie se quedó de nuevo de piedra.