Joe se ocupó de que zarparan al amanecer: quería evitar que Silas tuviera oportunidad de hacer una visita a Francesca. Unas horas antes de que saliera el sol ya le había dado instrucciones a Ned de que encendiera la caldera. En cuanto alcanzó la presión óptima, se dirigieron al bosque de Gunbower. El día prometía ser bonito y soleado, y soplaba una brisa suave.
El trayecto duró más de siete horas porque hicieron varias paradas para darle un respiro a Neal en su barca de carga, que iba a remolque del Marylou. Francesca estaba al timón, mientras Joe les hacía de guía turístico a ella y a Lizzie. Hacía que se fijaran en las granjas que se encontraban junto al río, así como en multitud de clases de aves, entre ellas el águila pescadora, el martín pescador y los somormujos. De vez en cuando avistaban emúes bebiendo en la orilla, o canguros, descansando apáticos bajo la sombra de un eucalipto o pastando en los prados junto a la orilla.
A la altura de Boora Boora, Joe comentó que Francesca nació allí. No le dio importancia, no podía saber que Regina se había interesado por su marca de nacimiento. Francesca tenía muchísimas preguntas para averiguar si su padre tenía una explicación para su comportamiento, pero algo la retuvo, y no tenía nada que ver con Regina. No podía explicar su recelo, pero tenía la corazonada de que la verdad podría hacer daño a su padre.
En el río había mucho que ver. A Francesca el viaje le pareció tan interesante como a Lizzie, ya que la última vez que había navegado por el río con su padre hasta tan arriba era una niña. Joe les señaló las cabañas que había sobre las rocas y en las casas de la orilla, mientras les contaba historias de los habitantes de aquella época, entre los que había algunos excéntricos. Francesca conocía algunos nombres y lugares de la infancia. Se cruzaron con varios vapores que hicieron sonar sus sirenas a modo de saludo, y ella estaba tan entusiasmada como cuando era una niña.
Pararon para comer en Deep Creek, además de cargar leña y recobrar fuerzas. Había un pequeño asentamiento con una tienda de ultramarinos. Francesca compró pan, se lo guardó y luego se lo comió con los demás en la orilla, bajo la sombra de los sauces que los propietarios de la tienda, Sam y Viola, habían plantado diez años antes. Se acordaban de Francesca de pequeña, así que se pusieron muy contentos de volver a verla. Francesca sonrió cuando le explicaron que antes, siempre que sus padres los visitaban, le regalaban una bolsa de regaliz.
Apenas tres kilómetros más allá pasaron por la laguna Sheepwash, repleta de aves, entre ellas cientos de pelícanos.
—Cuando esté jubilado pasaré mucho tiempo en la laguna, pescando —dijo Joe a Francesca y a Lizzie.
—Es un rincón precioso —añadió Lizzie, fantaseando.
—¿Ha pescado alguna vez? —preguntó Joe.
—No, pero me gustaría aprender algún día. —Lizzie, nostálgica, dejó vagar la mirada por la laguna. Sin duda, jamás viviría ese día.
—Cuando hayamos echado el ancla esta tarde, la llevaré a pescar —anunció Joe.
Lizzie se dio la vuelta, sorprendida.
—¿En serio? —Había visto pescar a Ned y a Joe muchas veces, pero no estaba segura de si Joe tendría paciencia para enseñarle.
—Ned y yo somos unos apasionados de la pesca, pero a Francesca nunca le ha interesado —dijo Joe.
Francesca torció el gesto.
—Me gusta comer pescado, pero la idea de atraparlo yo no me atrae demasiado.
—Se escabulle cuando hay que escamar o limpiar el pescado —bromeó Joe, y Francesca le hizo una mueca.
—A mí me parecería muy emocionante pescar un pez, y tampoco me importaría limpiarlo o escamarlo —dijo Lizzie.
Joe abrió los ojos de par en par, como si acabara de encontrar un tesoro.
—Me gustan las mujeres como usted, Elizabeth. En la siguiente parada cogeré unas lombrices.
—Le ayudaré —contestó Lizzie, y Joe se sorprendió de nuevo.
Francesca se había dado cuenta de que su padre llamaba «Elizabeth» a Lizzie desde hacía poco, y ella le llamaba «Joseph». Al principio le extrañó, pero le pareció bien, y por lo visto Lizzie le daba mucha importancia. Francesca le había dado a Lizzie algunos vestidos suyos que le quedaban bien, y, como los cardenales y los rasguños se iban curando poco a poco, había recuperado el apetito y había engordado un poco, parecía otra persona. Tenía la cara bonita y una piel preciosa después de pasarse la mayor parte de su vida en casas, sin exponerse al sol. Tenía los ojos de un discreto color verde, pero con la luz adecuada reflejaban el río. Aunque no era una belleza, con el pelo recogido en una trenza y un leve rubor en las mejillas por la brisa estaba muy guapa. Sin embargo, ante todo Francesca se alegraba de que parecía sentirse feliz y relajada.
Joe se iba sintiendo cada día más atraído hacia Lizzie. A medida que se iban curando sus heridas visibles, inconscientemente también se iba produciendo una transformación. Para Joe solo era Elizabeth Ann Bolton: Lizzie Spender, una mujer a la que nunca había conocido bien, se iba desvaneciendo poco a poco. Elizabeth era buena persona, siempre pensaba antes en los demás que en sí misma. Era lo que más valoraba en ella, sobre todo al convivir cinco personas en un espacio reducido. Joe se alegraba de que no se pareciera en nada a Mary, con su figura alta y esbelta. Estaba convencido de que nadie podía sustituir a Mary.
Por primera vez en la vida, Lizzie se sentía viva y libre. Cuando el Marylou zarpó y sintió el viento en contra, respiró hondo el aire fresco. La luz del sol que se colaba entre los árboles y reflejaba destellos en el agua, así como la espléndida variedad de aves, conformaban la estampa más bonita que había visto jamás.
Cuanto más avanzaban río arriba, más tenía Lizzie la sensación de estar dejando atrás su miserable vida, a la que no quería regresar jamás. Francesca, Joe, Ned y Neal eran muy amables con ella y la respetaban, y eso Lizzie nunca lo había vivido. Aparte de las otras prostitutas no tenía amigos, ni mucho menos personas que la trataran como a un igual. Aquí todo era distinto. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas del agradecimiento.
Joe había observado que a Lizzie a menudo le costaba contener el llanto, aunque intentara disimularlo. Al principio le preocupaba, pero luego comprendió que había sufrido muchas desgracias y que su estancia en el barco tenía un significado muy especial para ella, algo que siempre guardaría como un buen recuerdo. Le alegraba, por una vez en la vida, poder darle algo bueno. ¿No se lo merecía todo el mundo?
Justo después de echar el ancla, Joe cogió un cubo y una pala para ir a buscar cebo en compañía de Lizzie.
—De vez en cuando usamos peces pequeños como cebo —le explicó, mientras buscaba con la vista un sitio adecuado para atrapar gusanos en el fondo del río.
Francesca se rió al ver que Lizzie escuchaba a Joe fascinada.
—Lizzie parece entusiasmada con la pesca —comentó Neal, que se colocó a su lado en la borda.
—Eso lo tiene en común con mi padre —contestó Francesca, que seguía sonriendo.
—¿Te apetece dar un paseo por la orilla? Necesito estirar las piernas.
—De acuerdo, a mí tampoco me iría mal.
Durante los primeros minutos estuvieron en silencio.
—Es estupendo que pongas a nuestra disposición tu barca de carga —dijo Francesca finalmente. Cuanta más madera pudieran transportar, antes estaría su padre en situación de devolver el dinero a Silas, y aquella pesadilla habría llegado a su fin.
—Sé que tu padre quiere saldar sus deudas con Silas lo antes posible.
Francesca advirtió el desdén hacia Silas en su voz.
—Nadie odia a Silas tanto como yo, Neal, pero no me he comprometido con él por gusto, sino únicamente por ayudar a mi padre.
—Ya lo sé —repuso Neal, que respetaba su altruismo.
En aquel momento oyeron la risa de Lizzie y ambos se dieron la vuelta.
—A Lizzie le ha sentado bien haber dejado el burdel —dijo Neal.
—Pues sí —admitió Francesca, con más brusquedad de la que pretendía—. Espero que no vuelva nunca.
—Yo también lo espero. Es un lugar horrible para una mujer —dijo, pensando en Gwendolyn.
A Francesca le desconcertó su comentario.
—Pero por lo visto lo frecuentas bastante —soltó Francesca, que dio media vuelta mientras él se quedaba de una pieza.
Lizzie estaba pletórica cuando sacó del río un bacalao de como mínimo dos kilos, según los cálculos de Joe. Estaba loca de alegría. Francesca notó que su padre también estaba completamente eufórico, como si acabara de pescar su primer pez. Lizzie insistió en sacarlo ella, Ned le enseñó cómo hacerlo y al final lo cocinó con ella. Cuando la comida estuvo lista, Joe descorchó una botella de vino para celebrar la jornada. Joe y Ned contaron a Lizzie anécdotas que habían vivido pescando, y se desacreditaban mutuamente cuando exageraban y hablaban de «piezas especialmente grandes» que se les habían escapado. Francesca se alegraba de ver a Lizzie tan feliz, igual que su padre y Ned, pero Neal estaba muy callado.
Cuando Neal montó su campamento nocturno en la orilla del río, Francesca volvió a pensar en la reacción airada que había tenido ante su comentario sobre el burdel. En el fondo no era proporcionada, y le costaba creer que tanta indignación no fuera fruto de los celos.
Neal ya estaba acostado en su camastro bajo las estrellas cuando Francesca se acercó a él.
—Siento haberte ofendido antes —se disculpó—. Tu vida privada no le incumbe a nadie, y agradezco mucho que nos ofrezcas tu apoyo.
Neal se incorporó y la observó en silencio por unos instantes.
—A veces las apariencias engañan, Francesca —dijo finalmente, en voz baja.
Ella no le entendía. Lo había visto entrar y salir del burdel, y eso solo dejaba lugar para una conclusión. De pronto Neal se desabrochó la camisa, y Francesca desvió la mirada hacia el torso desnudo. Aturdida, apartó la vista.
—Buenas noches —se despidió.
—Buenas noches. —Oyó que le contestaba él. Había pensado alguna vez en preguntarle a Lizzie por las visitas de Neal al burdel, pero de momento siempre se había echado atrás por no querer recordarle a Lizzie sus orígenes, ahora que volvía a estar libre de preocupaciones. Además, no quería saber qué hacía Neal allí.
Al día siguiente se pusieron manos a la obra muy temprano. Les costó tres horas y muchos ayudantes cargar cincuenta y ocho toneladas de madera en el Marylou y cuarenta más en la barca de carga. El trayecto de transporte río arriba hasta el astillero de McKay duró casi cuatro horas, y allí descargaron durante dos horas y media con aún más ayudantes. El regreso sin carga río abajo fue más rápido. Tras una jornada de unas doce horas, todos estaban agotados, pero aun así Joe, Ned y Lizzie lanzaron el sedal para relajarse. Francesca lavaba camisas. No paraba de observar a Neal, y lo sorprendió mirándola. No podía negar que sentía una atracción involuntaria hacia él, y la fogosa mirada de Neal daba a entender que era mutuo.
Francesca estaba llevando las camisas de Joe y Ned a sus camarotes cuando se topó con Neal de camino, que se dirigía a su campamento nocturno en la orilla.
—Lo siento —dijo ella, molesta al sentir que le daba un vuelco el corazón. Él la tenía agarrada de los brazos. El roce de su piel la sobresaltó y se le estremeció todo el cuerpo. De pronto recordó lo que se sentía entre sus brazos, recibiendo sus besos. La atracción que existía entre ellos, intensa y sensual, era inevitable. Francesca no sabía cómo eludirla.
Neal la miraba, deseando besarla. La tensión entre ellos fue aumentando, como una olla en ebullición a punto de estallar.
—Buenas noches —dijo Neal finalmente, y se fue a regañadientes.
—Buenas noches —susurró ella.
Cuando Francesca se acostó, solo podía pensar en Neal, que se encontraba en la orilla. Con los párpados cerrados, seguía viendo sus oscuros ojos encendidos, y sentía el ardor del roce en la piel. Recordó sus besos, que provocaban en ella un terremoto. Al cabo de un segundo oyó las risas de Lizzie y Joe. Se alegraba de que se llevaran tan bien y que casi florecieran cuando estaban juntos. Ned siempre se acostaba temprano, mientras que a Joe le encantaba sentarse en la borda por las noches y disfrutar del silencio del río. Lizzie estaba acostumbrada a la vida nocturna.
El día siguiente transcurrió como el anterior, pero Francesca era más consciente de la presencia de Neal en la barca de carga. Mientras él lidiaba con el timón de la barca, ella observaba el movimiento de los músculos bajo la camisa y admiraba su fuerza y destreza. Cuando hicieron la pausa para almorzar, Francesca se ponía nerviosa cada vez que se le acercaba Neal. Cuando le ofreció la comida, se rozaron las manos y ella se estremeció.
Después de cenar, Francesca se fue a dar un paseo sola junto al río. De regreso vio que Neal había encendido una hoguera junto al lugar donde dormía. Estaba tumbado boca arriba, con las manos en la nuca, observando las estrellas, que empezaban a brillar en el cielo con la incipiente oscuridad.
Francesca se colocó detrás de él y lo miró.
—Esta noche te acuestas pronto —dijo.
—Ha sido un día agotador —contestó él.
Sabía que había trabajado mucho.
—Entonces te dejo dormir —dijo ella, dispuesta a marcharse.
—Pero puedes quedarte un rato, ¿no? —propuso Neal, que se apoyó en los codos y dio unos golpecitos en la manta, a su lado, a modo de invitación.
Francesca dudó. Tenía claro que aún no podría conciliar el sueño, ¿pero se atrevía a sentarse al lado de Neal?
—Tengo que agradecerte de todo corazón que ayudes a mi padre —le dijo ella, evitando su mirada—. Te has comportado como un buen amigo.
—Lo hago por ti —repuso Neal, sin apartar la vista de ella.
Francesca no le entendió.
Al cabo de un instante, Neal le tendió la mano para que se sentara a su lado.
—Estás haciendo un gran sacrificio por tu padre. Por eso lo hago por ti.
Francesca advirtió el tono suave de Neal. Seguía sin atreverse a mirar aquellos ojos oscuros.
—Gracias. Papá aprecia mucho tu ayuda, igual que yo. —Lo agarró de la mano y se acomodó a su lado, en el suelo.
—Joe me ha dicho que Silas ha aceptado un período de compromiso largo, pero no podemos fiarnos de su palabra.
—Nos esperan varios meses de mucho trabajo y estricto ahorro hasta reunir el dinero para que papá pueda saldar sus deudas con Silas. Será duro, pero lo conseguiremos si no tenemos que abonar los intereses.
Neal puso cara de preocupación.
—Además, Silas aún no está divorciado de Henrietta Chapman —continuó Francesca—. Como mínimo aún no tiene una sentencia de divorcio. Aunque quisiera precipitar la boda, no podría.
—Ese hombre es capaz de cualquier cosa que se le ocurra, Francesca. —Neal la observó, de nuevo apoyado en los codos.
Ella sintió su mirada y desvió la vista al río.
—Aun así. Nunca le daría mi consentimiento —replicó ella.
Neal sentía una punzada en el corazón al pensar que pudiera convertirse en esposa de Silas Hepburn o de otro hombre.
Se produjo un breve silencio, la tensión entre ellos era casi insoportable. La mente le decía a Francesca que se levantara y subiera a bordo, pero no podía moverse. No paraba de recordar los besos de Neal y lo mucho que había disfrutado.
Neal sentía la necesidad de estrecharla entre sus brazos, pero no estaba seguro de cómo iba a reaccionar ella.
—Hace una noche preciosa, ¿verdad? —comentó Francesca, mirando las estrellas. Como Neal no contestó, se volvió hacia él. Le brillaban los ojos oscuros, y el resplandor del fuego jugueteaba en su interior. Se quedó absorta en su mirada. ¡Ojalá supiera en qué estaba pensando!
Él estiró la mano y le rozó con ternura, con la punta de los dedos, la piel suave del brazo. Francesca estaba temblando, y a Neal le dio la impresión de que se sobresaltaba, así que se detuvo. La miró a los ojos y se preguntó por qué no retrocedía, y si tal vez le deseaba tanto como él.
Francesca notó que a Neal se le aceleraba la respiración, como a ella. Desvió la mirada hacia la boca y abrió un poco los labios.
Era la señal que Neal estaba esperando. Se incorporó, la estrechó entre sus brazos y la besó con pasión sin que Francesca se resistiera. Ella se arrimó a él y le rodeó el cuello con los brazos, con el corazón acelerado. Al lado crepitaba el fuego, pero no era la causa del calor que sentían.
—¿Le duele mucho el brazo, Joseph? —preguntó Lizzie. Le había llamado la atención que no paraba de masajearse el brazo, y sabía por Francesca que Joe ya no estaba en situación de manejar el timón.
—Siempre me duele el brazo y se me ha quedado rígido, pero tengo que sobrellevarlo —contestó Joe—. ¿Cómo están sus costillas? —Se había percatado de que rara vez se quejaba del dolor.
—Los dolores van disminuyendo poco a poco. Probablemente es porque me siento muy a gusto aquí.
—Me alegro mucho, Elizabeth.
—Para usted es bastante peor, ¿verdad? Y seguro que el brazo no mejora con tanto trabajo. —Aunque Joe, como Ned, no levantaban objetos pesados, ambos se mataban a trabajar para mantener la cubierta limpia y supervisar la carga y descarga del material. También cortaban la madera en trozos pequeños, atizaban la caldera, llenaban los depósitos de agua y se ocupaban de multitud de tareas pequeñas. Tenían suerte de tener a Neal a bordo.
—En cuanto tenga pagado el Marylou, frenaré un poco —dijo Joe—. Siempre hay reparaciones y trabajos de mantenimiento que hacer, pero cuanto menos trabaje, menor es el desgaste del barco. Además, ya no tendré que pagar la matrícula del colegio de Frannie.
Lizzie miró a Joe, que se dio la vuelta, como siempre que tenía la sensación de que le observaba. Ella sabía que intentaba disimular la cicatriz de la mejilla.
—Todos tenemos cicatrices, Joseph —dijo con suavidad—. Algunas van por dentro. —Le acarició la cara—. Y otras por fuera.
Joe no contestó.
—Creo que usted podría hacer la vista gorda con mis cicatrices, y yo con las suyas —continuó Lizzie—. Las cicatrices y las lecciones que sacamos de ellas, que nos convierten en lo que somos. Acabo de ser consciente de ello, y todo gracias a usted.
—¿A mí?
—Me he pasado toda la vida marcada, Joseph, y me avergüenzo de lo que soy.
Joe parecía afectado.
—Pero el hecho de que usted me haya aceptado me da fuerzas suficientes para tal vez, en algún momento, aceptarme a mí misma, y siempre le estaré agradecida por ello.
—Para mí, el verla reír de nuevo ya es suficiente agradecimiento, Elizabeth.
Lizzie sacudió la cabeza, y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No quería hacerle llorar —dijo Joe, impactado.
—Lloro de alegría —repuso Lizzie, al tiempo que se secaba los ojos—. Jamás habría pensado que llegaría a llorar de alegría.
Joe la agarró de la mano y le acarició con dulzura el dorso.
—Merece ser feliz. Mientras esté a bordo del Marylou, yo procuraré que siempre luzca una sonrisa en los labios.