16

A Regina la compañía de Clara le resultaba extremadamente estimulante, y estaba encantada con que se hubiera convertido en una jovencita preciosa, además de sensata y madura, y con ambición suficiente para impresionar a un hombre como Monty. Cuanto más se prolongaba la conversación, más convencida estaba Regina de que Clara era la persona adecuada para hacer que Monty olvidara a Francesca. Otra ventaja adicional era que la familia de Clara poseía multitud de negocios en Moama.

Estaban disfrutando del té y el pastel de canela recién hecho cuando Regina oyó el coche de Monty y miró por el ventanal del salón hacia donde su hijo estaba bajando del caballo delante del porche.

—Disculpe un momento, Clara —se excusó, y se dirigió presurosa al vestíbulo para avisar a Monty de que tenían visita. Últimamente siempre estaba con aire taciturno, y quería evitar que Clara lo viera en ese estado. Cuando Monty hacía gala de todo su encanto, podía hacer perder la cabeza a cualquier mujer, pero cuando estaba de mal humor, lo que ocurría rara vez, se mostraba antipático o desinteresado.

—Monty —le saludó, estudió de un vistazo su aspecto y clavó los ojos en sus botas polvorientas—. Ponte algo limpio. Tengo una invitada a tomar el té. No vas a aparecer así.

De golpe a Monty se le iluminó el rostro.

—¡Francesca!

—No, Clara Whitsbury.

Monty arrugó la frente.

—Hace años que los Whitsbury se mudaron a Moama. Antes tenían el granero en el extremo norte de High Street, ¿te acuerdas?

—Sí… creo que sí —contestó Monty, distraído.

Su falta de entusiasmo indignó a Regina.

—¿Qué te pasa?

—Nada, madre. Solo que no estoy de humor para ver a Clara. No he parado de buscar a Francesca, pero hace días que no la veo.

Regina sabía que tenía que hacer todo lo posible para apartar a Monty de Francesca.

—Escucha, hijo mío. No quisiera hacerte daño, pero Francesca pasa mucho tiempo con Neal Mason, y tú mismo has dicho que está enamorado de ella…

Monty la fulminó con la mirada.

—No estoy diciendo que tengan una relación —continuó—, pero no está de más mantener los ojos bien abiertos.

—No creo que Francesca pase mucho tiempo con él.

—¿Qué quieres decir? ¿No habrás hecho una tontería, Monty?

—Por supuesto que no. Pero me he enterado de que el barco de Neal ya no está en dique seco, así que supongo que volverá a navegar solo por el río.

—Sube a asearte, por favor, Monty. Luego tomarás el té con Clara y conmigo, ¿de acuerdo?

—¡No me interesa Clara ni ninguna otra persona, madre! Y deja de una vez de entrometerte. Quiero a Francesca, y nada va a cambiar eso, por mucho que me pongas delante a otras mujeres.

Monty salió precipitadamente fuera.

—Sí, hijo mío, lo siento mucho, pero no puedes tenerla —murmuró Regina con frialdad—. Y en cuanto a Clara, un día me agradecerás que haya tomado la iniciativa.

—No me gusta nada, Francesca. La mera idea de que tengas trato con ese tipo es insoportable. —Joe lo había consultado con la almohada y seguía sin gustarle el plan de Francesca.

—Tu padre tiene razón —dijo Ned, mientras servía té para todos—. Tiene que haber otra opción.

—Pero no la hay, Ned —repuso Francesca. A ella también le desagradaba la idea, pero no podía soportar ver a su padre tan desesperado, hasta el punto de prender fuego al Marylou. A fin de cuentas estaba en sus manos ayudarle—. Lo he pensado mucho otra vez y también lo he comentado con Lizzie. Podría funcionar, siempre y cuando aguantemos un largo período de compromiso matrimonial.

—En caso de que realmente lo intentemos, insisto en seguir pagando mis deudas. No quiero limosnas de ese indeseable —dijo Joe.

—Sí, claro, papá —aceptó Francesca, que comprendía su orgullo—. Pero no al interés desmesurado que te exige. Con mi ayuda será más rápido amortizar la deuda básica. Por eso insistiré en seguir llevando el Marylou.

—Así Francesca podría mantenerse a distancia de Silas —añadió Lizzie. Durante su conversación en el camarote de Francesca, ambas habían estado reflexionando juntas sobre la manera de quitarse de encima a Silas Hepburn. Francesca era consciente de que se vería obligada a cenar con él de vez en cuando, pero su intención era evitar a Silas siempre que fuera posible.

Joe se iba haciendo a la idea al ver que el plan realmente podía salir bien, y se sintió aliviado de que Francesca estuviera a su lado. Si Silas ya no saboteaba su trabajo, podría pagar el crédito. En cuanto estuvieran libres de deudas, Francesca podría romper el compromiso.

—Ayer me encontré a Silas en la ciudad —dijo Francesca—. Me ha pedido que le acompañe para cenar en el hotel Bridge. No le di una respuesta clara, así que es una buena ocasión para comentar el asunto con él, papá. Si no acepta nuestras condiciones, no me comprometeré con él.

Joe calló por un momento.

—Muy bien —dijo finalmente, con evidente recelo—. Pero bajo ningún concepto te casarás con ese hombre. Si te presiona, no prometo nada.

De camino al hotel, a Joe le asaltaron las dudas.

—¿Cómo voy a fingir que me alegro, Frannie? Siempre había pensado que el día que aceptaras la propuesta de matrimonio de un joven me sentiría lleno de alegría y orgullo. ¿Pero cómo me voy a alegrar de que te comprometas con Silas Hepburn, y más siendo mi acreedor?

—Tú piensa que solo lo aparentamos, papá.

—Pero no será creíble, Fran. Silas Hepburn será muchas cosas, pero no tonto.

—Ya lo sé, papá. —Francesca también tenía sus dudas acerca de cómo se las arreglaría en su papel de prometida, pues la mera idea le ponía la piel de gallina—. Si lo logras, yo también lo conseguiré. Tú solo piensa en que servirá para salvar el Marylou. Además… si no hacemos nada, Silas seguirá haciendo daño a personas inocentes.

Joe no podía evitar sentir remordimientos al pensar en lo que les había sucedido a Ezra Pickering y Dolan O’Shaunnessey. Era uno de los motivos por los que había aceptado participar en todo aquel asunto.

—Pero nadie me entenderá. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que detesto a Silas. ¿Cómo va a interpretar la gente que le conceda la mano de mi hija a semejante canalla?

—Sí, eso provocará confusión, pero no creo que gente como Ezra Pickering tarde mucho en sumar dos más dos.

—Silas tampoco.

—Es cierto. Por eso debemos estar completamente seguros de que lo conseguiremos. No podemos permitirnos dudas, papá, no si queremos conservar el Marylou.

Continuaron su camino.

—Antes necesito un buen trago, para que no se me atragante la comida cuando me siente enfrente de Silas —dijo Joe.

Francesca lo agarró del brazo.

—Lo conseguiremos, lo sé. Piensa en la cara que pondrá Silas cuando rompa nuestro compromiso en cuanto hayamos liquidado las deudas.

Silas saludó a Francesca sorprendido y visiblemente contento, ya que no esperaba que aceptara su invitación. Sin embargo, cuando advirtió la presencia de Joe, se disipó su buen humor. Joe no solía frecuentar sus establecimientos, y además llevaba el traje de los domingos, lo que hacía suponer que quería participar de la cena. Pero ¿por qué?

—Buenas noches, Silas —saludó Joe, con aspereza.

—Buenas noches, Joe —contestó Silas, pensativo—. Francesca, una vez más, está usted preciosa.

El tono zalamero hizo que Joe se pusiera de peor humor.

—Muchas gracias, señor Hepburn.

A Silas no le gustó que Francesca le hablara con tanta formalidad, le recordaba que tenía edad suficiente para ser su padre. Sin embargo, Francesca se había propuesto mantener cierta distancia entre los dos.

—Mi padre nos hará compañía durante la cena, señor Hepburn.

—Ah, ¿sí? —repuso Silas, intrigado. Era obvio que Joe quería algo de él, así que supuso que le pediría una prórroga para el pago de las cuotas. Pero en eso iba a ser inflexible…

—Así es, Silas —confirmó Joe—. Me gustaría hablar con usted sobre… —Se detuvo un momento y respiró hondo—. Sobre sus intenciones respecto de mi hija.

Silas se había quedado perplejo, y al mismo tiempo estaba entusiasmado por dentro. No contaba con ello, pero tenía la esperanza de que Joe accediera a concederle la mano de Francesca. Estaba dispuesto a utilizar toda la artillería para convencer a Joe si era necesario, y había ideado los planes correspondientes. Pero por lo visto Joe había comprendido que no podía ganar aquella batalla.

—¿Eso significa que está de acuerdo en que me case con su hija? —preguntó Silas, ansioso.

Francesca y Joe habían acordado no pronunciar las palabras «casarse» o «boda».

—Estoy de acuerdo en que se comprometa con mi hija, siempre y cuando acepte nuestras condiciones.

Silas torció el gesto.

—¿Condiciones?

—¿Nos sentamos y tomamos un trago? —propuso Joe. Necesitaba con urgencia un whisky doble.

—Por supuesto.

Silas condujo a Joe y Francesca a la mejor mesa y pidió whisky para los hombres y limonada para Francesca.

—Ha tomado la decisión correcta, Joe —dijo Silas, mientras les servían las bebidas.

Joe notó el aire de autosuficiencia de Silas y se bebió el whisky de un trago.

—Eso espero.

—¿Qué condiciones son esas de las que hablaba?

—Le daré mi consentimiento para que se comprometa con mi hija, siempre y cuando respete un determinado período de compromiso. Francesca es muy joven. —Joe pronunció aquellas palabras a media voz—. Necesita tiempo para acostumbrarse a estar comprometida con un hombre.

—Lo entiendo —contestó Silas, que observaba a Francesca con lascivia. Le eran completamente indiferentes los sentimientos de la chica, para él solo contaban sus deseos.

Francesca se estremeció por dentro, y Joe estuvo a punto de hacer añicos el vaso entre las manos.

—En cuanto al préstamo… —empezó Joe, mirando el vaso vacío y rogando reunir las fuerzas necesarias en silencio.

—Como pronto seremos familia, le perdonaré las deudas —intervino Silas enseguida—. Tal y como acordamos.

—Eso no lo aceptaré —repuso Joe—. Me gustaría pagar lo que debo.

Silas lo miró sorprendido.

—Menos los intereses —agregó Francesca.

Silas la miró y asintió. Joe era y seguía siendo tonto, pero Silas estaría encantado de recibir su dinero.

—A mi padre le gustaría trabajar, señor Hepburn —dijo Francesca.

—Por favor, llámame Silas, Francesca. Si quieres comprometerte conmigo, no puedes llamarme «señor Hepburn». —Le dio unas torpes palmaditas en la mano. Francesca se encogió de hombros y reprimió las intensas ganas de retirar la mano.

—Silas —dijo Francesca con rigidez—. Puede… puedes ocuparte de que mi padre reciba buenos encargos, ¿verdad? —Esbozó una sonrisa encantadora y puso la otra mano sobre la rodilla de su padre. Conocía el orgullo de Joe, así que aquella pregunta debía de resultarle insoportable.

—Por supuesto, Francesca —contestó Silas, que miró satisfecho a Joe—. Como debe ser.

—Me alegra que lo veas así, porque a partir de ahora me gustaría trabajar para mi padre hasta…

—Hasta que estemos casados —terminó la frase Silas—. Me parece bien, querida. Como puedes comprobar, se puede hablar conmigo, soy una persona razonable. —No obstante, Silas no tenía intención de aceptar un largo compromiso. Le daría unas semanas a Francesca y luego empezaría con los preparativos de la boda.

—¿Entonces estás de acuerdo en que el período de compromiso sea largo? ¿Y en que mi padre devuelva las deudas sin intereses? ¿Y también con que siga trabajando para él mientras dure nuestro compromiso?

—Sí —confirmó Silas. Estaba confuso. Tenía la sospecha de que Francesca se resistiría al matrimonio en cuanto Joe volviera a tener trabajo y sus deudas estuvieran saldadas, pero él se ocuparía de estar casado con ella mucho antes de que Joe hubiera liquidado su préstamo.

Impactado, Joe miró a su hija.

—Entonces está todo claro.

Francesca asintió. Tenía el corazón en un puño, estaba angustiada, pero se obligó a sonreír a Silas.

—Entonces a partir de ahora estamos comprometidos, tengo la promesa de matrimonio —dijo Silas con una sonrisa lasciva. Se inclinó y besó a Francesca en la mejilla. Ella olió su aliento ácido cuando rozó con los labios húmedos su piel, y le costó reprimir las náuseas.

Pero su padre conservaría el Marylou, y eso era lo único que contaba.

Silas notó que Francesca se ponía tensa ante el roce, y de pronto comprendió que no se debía a su timidez. Lo detestaba, pero eso no importaba mientras le perteneciera solo a él. ¡Y le pertenecía hasta que se cansara de ella!

Francesca dedicó a su padre una sonrisa optimista, pero Joe había visto cómo la miraba Silas y no compartía sus esperanzas.

—Mañana haré público nuestro compromiso —anunció Silas. Pidió una botella de champán y anunció a los presentes en el comedor que se había comprometido con Francesca.

Acompañado de exclamaciones de sorpresa y aplausos, Joe dijo, muy serio:

—Un momento, Silas. ¿Está usted legalmente separado de la última señora Hepburn? Henrietta Chapman, ese era su nombre de soltera, ¿verdad?

La sonrisa se desvaneció del rostro de Silas.

—La separación entrará en vigor muy pronto. Todos los días espero la documentación.

Joe arrugó la frente.

—En ese caso, le sugiero que espere a celebrar el compromiso. Sería de mal gusto comprometerse con Francesca cuando su separación no está del todo atada. Estará de acuerdo conmigo, ¿no es cierto?

Silas hizo una mueca de disgusto.

—Sí, supongo que sí —contestó, enojado—. Me pondré en contacto con mi notario y le daré instrucciones de que se dé prisa con la documentación.

—Tómese su tiempo, Silas. De todos modos su compromiso durará un tiempo, no hay por qué apurarse para anunciarlo en público o celebrarlo.

Silas estaba furioso, pero no lo dejó traslucir.

—Aun así, podemos brindar ahora mismo por el feliz acontecimiento —dijo. De pronto le vino a la cabeza la conversación que había tenido con Regina—. Y ya que hablamos de atar las cosas… me gustaría dejar clara una cosa —continuó, al tiempo que lanzaba una mirada fría a Francesca.

—¿El qué, señor… esto… Silas?

—Ha llegado a mis oídos que tienes una relación con un hombre llamado Neal Mason, ¿es cierto?

—¡Un momento! —intervino Joe, furioso.

Francesca le puso una mano en el brazo a su padre para tranquilizarlo.

—No pasa nada, papá. Como mi prometido, Silas tiene derecho a saberlo. —Miró a Silas con el rostro sereno e intentó no pensar en los besos apasionados de Neal. Como este no había dejado lugar a dudas de que no había posibilidad de un futuro en común con él, podía negar el breve romance con la conciencia tranquila—. Esos rumores no se corresponden con la verdad.

—Entonces te creeré, querida. ¿Y qué ocurre con Monty Radcliffe? Has salido con él algunas veces.

Joe estaba tan enfadado que tuvo que forzarse a quedarse sentado, en vez de saltarle a la yugular a Silas por tener la desfachatez de cuestionar a su hija.

—Es cierto que he salido varias veces con Monty, pero no hemos tenido ningún romance.

Joe se bebió otro whisky. El alcohol le daba fuerzas para mantener la compostura. Sin embargo, su animadversión hacia Silas era tal que apenas podía soportar su presencia, ni mucho menos estar sentado con él en la misma mesa. Había perdido el apetito.

—Bien —dijo Silas, que levantó de nuevo la copa—. Por un largo y feliz compromiso.

Francesca lanzó una mirada furtiva a su padre, que se había llenado de nuevo la copa y la vació a regañadientes.

—Por nosotros y por todo lo que nos hace felices —repuso Francesca.

A Silas no le pasó inadvertido que su brindis tenía doble sentido.

«Si crees que puedes tomarme por tonto estás muy equivocada, pequeña —pensó—. Me avanzaré en este jueguecito».

En cuanto tuvieron ocasión, Joe y Francesca se despidieron. Silas se despidió de Joe y le besó la mano a Francesca. Luego ambos se fueron presurosos.

—¡Lo hemos conseguido, papá! No creo que Silas sospeche nada —le susurró a Joe cuando iniciaron el camino de regreso al muelle.

Joe se sentía de todo menos satisfecho de sí mismo, y temblaba por dentro. Le había costado mucho esfuerzo estrecharle la mano a Silas. Sin los seis vasos de whisky no lo habría soportado. Era una suerte, más, un milagro, que no hubiera perdido el control.

—Yo no estaría tan seguro —contestó él, mientras lanzaba una mirada hacia el hotel para asegurarse de que no les seguía nadie—. Tenemos que ir con mucho cuidado, Francesca. —No quería asustarla, así que se ahorró el comentario de que se temía lo peor de Silas. De todas formas, se propuso estar muy atento a sus movimientos a partir de ahora. Acompañaría a Francesca siempre que quedara con Silas.

No podía imaginar que Francesca pensaba lo mismo, y estaba contenta de que la acompañara. Además, sentía la necesidad urgente de lavarse las manos y la cara para deshacerse enseguida del roce de Silas Hepburn.

De nuevo a bordo, Francesca le dio las buenas noches a su padre. Estaba agotada, había sido una jornada larga y extenuante; fingir el feliz compromiso con Silas la había dejado sin fuerzas.

Sin embargo, Joe estaba demasiado inquieto para conciliar el sueño, así que se sentó en la popa a contemplar el cielo nocturno para lograr la paz interior. La luna estaba parcialmente tapada por una nube, y sobre la superficie oscura soplaba una suave brisa. La imagen del río, como de costumbre, tenía un efecto tranquilizador en él. Aún no estaba seguro de haber hecho lo correcto, el compromiso de Francesca y Silas le provocaba un conflicto interno.

Al cabo de media hora de estar solo en la popa, de pronto oyó que alguien subía por detrás de él. Al principio supuso que era Francesca, pero luego reconoció la figura de Lizzie en la penumbra.

—¿Usted tampoco puede dormir? —preguntó él.

—No. Estoy acostumbrada a estar despierta hasta altas horas de la madrugada y luego dormir durante el día.

Joe asintió sin contestar nada, de modo que Lizzie notó a su pesar que acababa de recordar que era prostituta.

—No debería estar aquí —dijo ella.

Joe volvió a mirarla.

—A mí no me molesta su compañía. —Se sentía solo y se alegraba de su presencia.

—Me refería a… aquí, a bordo. —Lizzie odiaba su vida en el burdel y tenía miedo de volver. ¿Pero cómo podía decirle a Joe que se sentía muy a gusto con él, Ned y Francesca y que, por primera vez en mucho tiempo, además se sentía segura?—. Han sido muy buenos conmigo, y…

—Se siente segura con nosotros, ¿verdad?

—Sí —confesó Lizzie, al borde de las lágrimas al ver que la comprendía. Se tragó el nudo en la garganta y dijo—: Pero no pinto nada con gente decente. Por eso pronto me iré. —Lizzie parecía pequeña y miserable. Joe era un hombre honrado, y ella no merecía su compañía.

—Puede quedarse todo el tiempo que quiera —contestó Joe con amabilidad. A oscuras no veía la expresión del rostro de la chica, pero notaba que no le creía—. Lo digo en serio —insistió—. Quédese a bordo del Marylou todo el tiempo que quiera. —Se dio la vuelta de nuevo y miró hacia el río—. En cuanto naveguemos río arriba, ya no tendrá que esconderse en el camarote de Francesca, podrá disfrutar de su estancia a bordo. El río es maravilloso. Aquí reina la paz.

—¿Cómo… cómo ha ido con Silas? —A Lizzie le costaba pronunciar aquel nombre de la repugnancia que le provocaba.

—Pensaba que Francesca ya se lo había explicado.

—Sí, pero me gustaría saber su punto de vista como padre y como hombre.

A Joe le sorprendió la intuición de Lizzie, pero enseguida cayó en la cuenta de que Lizzie estaba más que familiarizada con los entresijos humanos.

—Tiene razón, realmente yo tengo una perspectiva distinta. Solo pensar en ese desgraciado me saca de mis casillas. Me ha costado mucho contenerme, casi me ha dado miedo. —Joe apoyó la cabeza en las manos.

—Sé lo que quiere decir —contestó Lizzie—. Lo sé muy bien. —Justo eso era lo que siempre sentía cuando Silas la maltrataba o la insultaba. Algunas veces tenía que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no clavarle un cuchillo en el corazón—. No hace mucho que conozco a Francesca, pero es una joven especial, extraordinaria. Nunca había conocido a nadie como ella. Me trata como si mereciera su amistad. —Lizzie bajó la cabeza. Había pronunciado aquellas palabras sin querer—. ¿Su madre era tan guapa como ella?

—La belleza de Mary venía de su interior. Era única, como Francesca.

Lizzie comprendió que Joe echaba mucho de menos a su difunta esposa, y no pudo evitar sentir envidia: ningún hombre le había mostrado nunca sentimientos parecidos. De pronto salió de la sombra y se dobló de dolor. Mientras respiraba con fuerza, Joe se dio la vuelta. Vio que tenía el torso inclinado hacia delante y la mano en el costado.

—Venga, siéntese aquí —le dijo, al tiempo que se levantaba de la silla.

—Estoy bien… —Estaba demasiado cohibida para aceptar su invitación.

—Venga ahora mismo. Yo también me he roto algunas costillas, así que sé lo doloroso que es. Y no se puede hacer mucho, aparte de cuidarse.

Lizzie se dejó caer con torpeza en la silla mientras Joe iba a buscar otra para él.

—¿No tiene frío? ¿Quiere que le traiga una manta o una almohada?

—Estoy bien, gracias. —Suspiró—. Muchas gracias, Joe.

Él le dio unas palmaditas cariñosas en la mano, y Lizzie tuvo una sensación increíble, ya que nadie le había demostrado jamás afecto con un gesto parecido.

—No me canso de mirar el río —dijo ella.

—A mí me ocurre lo mismo —contestó Joe, y le explicó a Lizzie los cambios que había vivido a lo largo de los años como capitán en el río. Le contó cómo fueron sus inicios y los distintos encargos que había llevado a cabo. Lizzie lo escuchaba embobada. Pese a llevar años viviendo en Echuca, no sabía nada del río porque apenas se atrevía a salir de casa a la luz del día, excepto si el negocio había sido escaso la tarde anterior. Apreciaba mucho que Joe no le hiciera preguntas personales sobre su vida y su entorno. Lizzie nunca había pasado una noche tan tranquila, y deseaba que no terminara nunca. Eso era llevar una vida normal, pensaba con nostalgia y pesar. Una vida normal y feliz.

—No me lo puedo creer —dijo Joe de repente—. Llevo dos horas hablando sin parar. —Había disfrutado deleitándose en el pasado y compartiendo con Lizzie sus recuerdos. A juzgar por las preguntas que le hacía ella, también se lo había pasado bien escuchando.

—Ha tenido una vida llena de cambios —dijo Lizzie, melancólica, pensando que la suya era triste y lúgubre.

Joe no dijo nada, pero comprendió que Lizzie no tenía buenos recuerdos.

—¿Puedo preguntarle algo? —dijo, y vio que ella se ponía tensa. Sin esperar respuesta, le preguntó—: ¿Su nombre de pila es Elizabeth?

Ella lo miró atónita.

—Sí. Elizabeth Ann Bolton. —No se lo había dicho nunca a nadie, pero tampoco se lo habían preguntado.

Joe se preguntó sin querer si habría estado casada o si se habría inventado el apellido «Spender» para proteger el de su familia. Le tendió la mano.

—Yo soy Joseph Quinlan Callaghan. Me alegro mucho de conocerla, Elizabeth.

A Lizzie se le llenaron los ojos de lágrimas. Aquellas sencillas palabras hicieron que se sintiera respetada por primera vez en la vida.

—Estoy… —Miró la mano tendida antes de agarrarla—. Yo también me alegro de que nos hayamos conocido, Joseph.