El trayecto de regreso a Echuca pasó volando, entre lágrimas. Francesca jamás había sufrido semejante humillación en toda su vida, no entendía por qué Regina le decía cosas tan horribles. Compadecía a Monty por tener una madre tan cruel.
Cuanto más pensaba en Regina, más afortunada se sentía de haber tenido unos padres cariñosos y buenos. Sentía un profundo agradecimiento por el amor que Mary y Joe le habían demostrado. Nunca había echado tanto de menos a su madre, anhelaba un abrazo suyo de consuelo.
—No quiero volver a ver nunca a Regina Radcliffe —dijo entre sollozos. Y en cuanto a Monty, a partir de ahora se apartaría de su camino. No podía confesarle lo que le había dicho su madre, era demasiado humillante. No podía contárselo a nadie.
Francesca devolvió el caballo y el coche a las caballerizas de alquiler y desapareció antes de que Henry Talbot o el joven Flann le dirigieran la palabra. Caminaba presurosa por High Street cuando de pronto Silas Hepburn se cruzó en su camino y vio que Francesca estaba disgustada.
—Buenos días, querida —dijo, al tiempo que se quitaba el sombrero—. ¿Le ocurre algo?
—No, señor Hepburn —contestó Francesca, y giró la cara para no tener que mirarle a los ojos.
—Es usted demasiado guapa para derramar lágrimas —dijo, y le ofreció un pañuelo—. Explíqueme qué le ocurre y yo lo arreglaré todo.
De no haber sabido el monstruo que era aquel hombre, Francesca habría tomado sus palabras como un gesto de amabilidad.
—No podría arreglarlo, señor Hepburn —replicó ella, mientras se secaba las lágrimas con su pañuelo.
—Puedo mover montañas si es necesario. Acompáñeme a tomar una taza de té.
—No, tengo que volver al barco…
—No va a ir a ningún sitio en este estado. Seguro que se sentirá mejor después de una tacita de té.
Antes de que Francesca pudiera resistirse, Silas la llevó al salón de té. Para su sorpresa, enseguida se acercaron corriendo dos camareros. Mientras uno le retiraba la silla, el otro estaba preparado para escuchar el pedido. Silas pidió té y pasteles, de modo que a Francesca le dio la impresión de que no solo recibía el mejor servicio, sino lo mejor en todo, y era cierto. El juego de té de porcelana fue sustituido por uno más noble de plata, las servilletas por lino irlandés, y el servicio no podía ser más ágil. El propietario del salón de té se acercó personalmente a su mesa, mientras el personal se ocupaba con celo de que todo fuera perfecto.
Silas le presentó a Francesca a Walter Frost, que había abierto el salón de té muchos años atrás, según le explicó. Frost era un hombre alto y flaco con el pelo blanco y unos ojos azules brillantes.
—Encárgate de que la señorita Callaghan reciba siempre un servicio exquisito —dijo Silas.
Walter Frost ya había visto antes a Francesca en la ciudad.
—Por supuesto, señor Hepburn.
«¡Si me viera Regina!», pensó Francesca.
Silas advirtió que Francesca estaba impresionada por el respeto que se le tenía.
—Es agradable, ¿verdad? —dijo en tono conspirativo cuando Walter se alejó un poco.
—¿Qué? —dijo Francesca, que removía el té.
—Cuando uno goza de un gran respeto —contestó Silas.
—Sí —dijo Francesca, que recordó el desprecio con el que la había tratado Regina. Sin embargo, no podía obviar lo que Silas le había hecho a la pobre Lizzie. Jamás podría olvidar el monstruo que era Silas Hepburn.
—Si fuera usted mi esposa, Francesca, tendría a toda la ciudad a sus pies.
—¿De verdad? —Francesca era consciente de que sonaba tan abatida como reflejaba su aspecto.
—¿Acaso no me cree?
—Soy y seré siempre la hija de un capitán, señor Hepburn —contestó en voz baja—, y eso no cambiará aunque me casara con usted.
Silas tuvo el suficiente tacto para entender que hacía poco que lo había experimentado en sus carnes.
—La riqueza es poder, querida. Tal vez ya sepa que soy más bien de origen humilde. —Percibió la sorpresa de Francesca—. Aun así, nadie se atrevería a decir una sola palabra al respecto o a mirarme con desdén por ello. Si alguien la ha ofendido o humillado, me ocuparé de que jamás vuelva a ocurrir.
«Ojalá fuera posible», pensó Francesca.
—Cene conmigo mañana y le hablaré de la vida que podría llevar a mi lado.
Desconcertada, Francesca puso cara de escepticismo.
Regina no paraba de pensar en Silas desde que tenía conocimiento de que Francesca era su hija. Hacía años que despreciaba al hombre en que se había convertido Silas, pero el hecho de que ahora quisiera casarse con su propia hija la asombraba y la horrorizaba en lo más profundo. Aunque no supiera que Francesca era hija suya, y jamás llegaría a saberlo, las circunstancias seguían siendo las mismas. A Regina le preocupaba mucho Monty, pero no podía permanecer ciega a las intenciones de matrimonio de Silas. Le repugnaba solo pensarlo.
Había estado reflexionando sobre las muchas maquinaciones de Silas Hepburn. Durante los últimos años había pensado más de una vez en denunciar sus fraudes a la policía, pero su animadversión hacia Silas no era motivo suficiente. Sin embargo, entretanto había descubierto que había forzado a Joe a dar su consentimiento para casarse con Francesca, y eso ya era motivo suficiente.
Regina sabía que hacía años que Silas defraudaba con los impuestos, sobornaba al inspector de cuentas y ocultaba ingresos. Además, chantajeaba a los propietarios de las granjas y los obligaba a transportar lana y otras mercancías exclusivamente en sus barcos. En su hotel vendía bajo el mostrador un aguardiente barato negro, entre otros muchos tejemanejes. Por supuesto, Regina no podía probarlo ante ningún tribunal sin correr el peligro de que Silas le contara a Frederick su antiguo romance, pero si consiguiera pruebas por escrito y se las hiciera llegar al juez de forma anónima…
Regina era consciente de que no era fácil, pero ni siquiera Silas podía controlar todas sus transacciones comerciales, y estaba segura de que durante los últimos años, en los que nadie le había molestado, había caído en cierto descuido. Solo tenía que encontrar a la persona adecuada que supiera de contabilidad para airear los sucios chanchullos de Silas.
Justo después de que se fuera Francesca, Claude Mauston llevó a Regina a la ciudad para recopilar pruebas con las que poder dejar fuera de juego a Silas. Caminaba ensimismada cuando chocó con una joven que salía de la redacción del Riverine Herald.
—Disculpe —dijo la mujer, sorprendida.
Regina apenas la vio de lo absorta que estaba. Al mirar mejor su bello rostro vio que era Clara Whitsbury.
—No pasa nada. ¡Clara!
—Me alegro de verla, señora Radcliffe.
Regina observó los rizos pelirrojos de la joven, la piel inmaculada y la silueta redondeada.
—Qué mayor está, Clara. Se ha convertido en una jovencita encantadora.
Clara se sonrojó.
—Muchas gracias, señora Radcliffe.
—¿Tiene vacaciones en el internado?
—No, ya he terminado los estudios. Acabo de tener una entrevista con el señor Peobbles.
Regina miró hacia la sala de redacción.
—¿Una entrevista?
—Sí, para el puesto de mecanógrafa en la redacción. —Le enseñó a Regina la oferta de trabajo en el periódico que tenía en la mano.
Regina estaba consternada. Se vanagloriaba de estar siempre informada al detalle sobre el periódico y sus demás intereses comerciales. Sabía que en breve habría que contratar a otro empleado, pero no que Warren Peobbles ya hubiera publicado el anuncio e incluso estuviera haciendo entrevistas. Regina fue consciente de lo dispersa que había estado últimamente. Aun así, el encuentro con Clara fue una sorpresa agradable y era una oportunidad que no podía dejar escapar.
—Le hablaré bien al señor Peobbles de usted, Clara —dijo—. Pero con una condición…
Clara puso cara de interés.
—¿Cuál?
—Que venga conmigo a Derby Downs y me acompañe a tomar el té.
Clara puso cara de extrañeza y se lo pensó un poco. Como les había dicho a sus padres que quería ir de tiendas después de la entrevista, tenía tiempo.
—Con mucho gusto, señora Radcliffe.
—¿Ha visto a Monty desde su regreso?
—No —contestó Clara, que se ruborizó de nuevo. Durante las vacaciones escolares veía a Monty de vez en cuando, y lo consideraba el hombre más atractivo de todo Echuca, si no en todo el estado de Victoria. Se le aceleraba el corazón solo de hablar de él.
Clara y Regina siguieron paseando juntas. Poco después una vecina, la señora Bloom, abordó a Regina. Le estaba presentando orgullosa a Clara cuando de pronto vio por casualidad a Francesca en el salón de té, conversando animadamente con Silas Hepburn. A Regina se le heló el corazón.
Francesca también la había visto y se quedó perpleja ante su reacción: Regina abrió los ojos de par en par y el rostro se le quedó blanco como la nieve. ¿Es que Silas tenía algo de razón? ¿Ahora Regina la veía con otros ojos solo por estar acompañada de Silas? Francesca no pudo evitar una cierta sensación de victoria. Se volvió de nuevo hacia Silas con aire de superioridad, fingiendo escucharle con mucha atención.
Regina murmuró una disculpa, agarró a Clara del brazo y se retiró a su coche. Aún estaba más decidida a arruinar la reputación de Francesca ahora que era la única posibilidad de convencer a Silas de que la chica no estaba a su altura. Había que actuar con rapidez.
—¿Le ocurre algo, señora Radcliffe? —preguntó Clara, que había notado el desasosiego de Regina.
—¿Ha visto la joven que estaba con Silas Hepburn en el salón de té? —dijo Regina.
—Sí, una chica muy guapa de cabellos oscuros. Pero no la conozco. ¿Por qué lo pregunta?
—Hace semanas que va detrás de mi Monty. Una mujerzuela desvergonzada, la hija de un capitán —dijo Regina arrugando la nariz—. ¡Tiene tratos con toda la gentuza del puerto! Seguro que sabe a qué tipo de persona me refiero. Además, he oído que se codea con las prostitutas.
—Ah —dijo Clara, asombrada—. Ahora entiendo por qué la saca de quicio solo verla.
Cuando Francesca se fue, Silas apareció en las caballerizas de alquiler.
—Buenos días, Henry —saludó.
—¡Señor Hepburn! ¿Qué puedo hacer por usted?
—He visto que la señorita Callaghan ha estado por aquí —dijo Silas—. Estaba hecha un mar de lágrimas.
—Sí, estaba muy alterada, señor Hepburn, pero no sé por qué. —Henry temía que le hicieran responsable de la pena de Francesca.
—¿Por qué ha venido?
—Esta mañana a primera hora ha tomado prestado un caballo y un coche. Parecía muy pensativa. Al regresar ha dejado el tiro y se ha ido corriendo.
—¿Sabes adónde ha ido?
—Sí, señor Hepburn. Ha estado en Derby Downs.
Silas asintió y siguió andando despacio. Su sorpresa fue limitada, puesto que ya esperaba que Regina fuera el desencadenante del disgusto de Francesca. Sin duda le había reprochado, tajante, que no era suficiente para su Monty. Si Francesca ya fuera su esposa, reprendería a Regina, pero de momento su actitud le beneficiaba, ya que así solo conseguía empujar a Francesca a sus brazos…
Al ver que no encontraba el Marylou por ningún sitio en la orilla, Francesca se dirigió al muelle, donde encontró a Ned caminando de aquí para allá, angustiado. Parecía muy preocupado.
—¿Dónde está el Marylou, Ned? No lo he visto por ningún sitio en la orilla.
Ned sacudió la cabeza.
—Joe me ha enviado a la tienda. Cuando he vuelto, ya no estaba.
—¿Qué significa que ya no estaba, Ned?
—Ahora mismo está bastante hundido, Francesca. Me da miedo que tenga algún plan…
—¿Como qué?
—Últimamente no paraba de lanzar insinuaciones…
—¿Qué tipo de insinuaciones? —El miedo se apoderó de Francesca—. ¿Quiere hacer algo?
—No lo sé seguro, pero me da miedo que tenga intención de prender fuego al Marylou.
—¡Prender fuego al Marylou! —Francesca no podía creer lo que estaba oyendo. Sabía que su padre se encontraba desanimado, pero no imaginaba que estuviera tan desesperado.
—Me dijo que prefería quemar el barco que dárselo a Silas, y no puedo juzgarlo.
Francesca se quedó petrificada.
—¿Dónde está Lizzie?
Ned abrió los ojos de par en par. Estaba tan preocupado por Joe que se había olvidado por completo de Lizzie.
—Dios mío. ¡Debe de estar a bordo del Marylou!
Francesca, desesperada, dejó vagar la mirada en ambas direcciones del río.
—¿Papá sabe que sigue a bordo?
Ned se encogió de hombros.
—Le dije que te habías ido a hacer un recado. Probablemente piensa que Lizzie te ha acompañado… si es que ha pensado en eso. Está hecho un lío, Frannie.
—¡Tenemos que encontrar el Marylou enseguida e impedírselo, Ned! ¡Probablemente Lizzie sigue durmiendo en mi camarote!
—Estoy esperando a Neal. Ha ido a buscar su barco. —En el muelle había algunos barcos de vapor, pero la mayoría ya había zarpado con su carga. Los que quedaban los estaban cargando o descargando, así que Ned sabía que no tenía sentido pedir ayuda a un capitán para buscar el Marylou. Todos iban apurados con los plazos. Sin saber qué hacer, Ned miró río arriba, donde de pronto avistó la proa del Ofelia en la curva del río. Al cabo de un instante sonó la sirena.
—Ahí está —exclamó Francesca, aliviada—. ¿Has preguntado si alguien ha visto en qué dirección ha zarpado el Marylou?
—Sí, y me han dado información contradictoria, pero dos ayudantes de marineros estaban seguros de que había ido río arriba.
—¿Tienes idea del destino que puede tener en mente papá?
Ned lanzó un suspiró y se frotó la barbilla, cubierta por una barba canosa. Llevaba estrujándose el cerebro pensando en ello desde que había visto que Joe y el Marylou no estaban.
—En este estado de ánimo buscará un lugar apartado en el río, aunque sin mí no puede llegar muy lejos. Supongo que se dirige a la desembocadura del Campaspe y de ahí seguirá navegando por el río Campaspe. Pero también puedo estar equivocado.
—Nos fiaremos de tu instinto, Ned.
Mientras navegaban río arriba en el Ofelia, Ned les explicó a Neal y Francesca que Joe estaba bastante seguro de que Silas estaba detrás del incendio del astillero de Ezra Pickering. Además, estaba convencido de que Silas era el responsable de su mala racha. Al principio Neal y Francesca se sorprendieron, pero luego les explicó que Ezra le había contado a Joe que Silas le había presionado para no hacerle más encargos y así forzarle a dar su consentimiento al matrimonio de Francesca y Silas. Al principio Neal no podía creerlo, pero cuando Francesca se sonrojó y admitió que Silas le había ofrecido perdonar todas las deudas a su padre a cambio de que ella accediera a casarse con él, empezó a hervirle la sangre.
—Joe también está convencido de que Silas le ordenó a alguien que provocara el accidente de Dolan O’Shaunnessey —continuó Ned—. Así que está completamente desquiciado… Dolan tiene mujer e hijos a su cargo, y todos sabemos lo mucho que ha trabajado Ezra por su negocio.
—Alguien tiene que ponerle freno —dijo Francesca, que recordó lo que Silas le había hecho a la pobre Lizzie. Además, Ezra seguiría teniendo su astillero y Dolan O’Shaunnessey no estaría gravemente herido si Joe hubiera aceptado la oferta de Silas. A partir de ahora tendría que vivir con esa carga.
—Llevado por la rabia, Joe empezó a actuar con imprudencia —comentó Ned—. No me gustaría meterte miedo, Francesca, pero me preocupa seriamente lo que pueda tramar.
Lizzie se despertó al oír un fuerte estallido. Al ver que Francesca no estaba a su lado se apoderó de ella el pánico, que aumentó cuando echó un vistazo por la escotilla y comprobó que estaban navegando.
—Ya no estamos en el puerto —murmuró, y escuchó el ruido de las máquinas y el rumor de las palas de las ruedas que chapoteaban en el agua. Pensó si Francesca había mencionado que iban a zarpar, pero no lo recordaba.
De pronto oyó una voz masculina, fuerte y encolerizada.
—Silas —susurró, y se puso a temblar—. Silas está a bordo. Seguro que se ha hecho con el Marylou. —En sus pesadillas Silas subía a bordo y la secuestraba. «Ahora rematará la faena», pensó. «Sabe que le he contado a Francesca lo que ha hecho, y ahora me va a matar…».
Lizzie pensaba a toda velocidad. ¿Cómo podía escapar? No podía ir hasta la orilla porque no sabía nadar. De repente se dio cuenta de que las ruedas ya no giraban, y notó que el barco tomaba tierra en la orilla. Luego se paró el motor. Temblorosa y sin decir ni pío, Lizzie se quedó quieta y aguzó el oído. Poco después oyó que alguien pasaba por delante de su puerta. Cuando llamaron por segunda vez, estaba convencida de que era Silas. Salió de un salto de la cama y se escondió, intentando reprimir un grito de dolor al sentir la reacción de su cuerpo maltrecho ante la repentina tensión de los músculos. Tenía la sensación de que las costillas le iban a atravesar los pulmones.
En aquel momento se abrió la puerta del camarote de Francesca. Lizzie se había escondido en un estrecho armario empotrado, donde estaba colgada la ropa de Francesca. Sentía un tremendo dolor y tanto miedo que apenas podía respirar. Poco después se cerró de nuevo la puerta.
Tras permanecer inmóvil durante varios minutos, Lizzie hizo acopio de todas sus fuerzas y abrió con cuidado la puerta del armario. Escuchó por si oía a Silas, pero lo que percibió fue un olor extraño. Olisqueó para comprobarlo: ¡era humo! En un primer momento supuso que había un incendio en la orilla, pero enseguida vio que el humo entraba por debajo de la puerta y estuvo a punto de desvanecerse del pánico.
—¡Dios mío, quiere quemarme viva! —Aquello superaba la peor de sus pesadillas. Abrió la puerta del camarote entre gritos. En el estrecho pasillo exterior ardía un montón de madera. Era obvio que el fuego era intencionado. La cabeza le iba a mil revoluciones. Silas debía de haberle espiado y esperado a que estuviera sola a bordo. Seguro que había visto que se escondía en ese camarote, por eso había provocado el incendio delante de su puerta. Quería acabar con ella sin levantar sospechas.
Lizzie intentó atravesar el fuego, pero no lo consiguió. No había salida: había caído en la trampa.
—Tenemos que encontrar a papá ahora mismo, Neal —dijo Francesca, que estaba a su lado en la caseta del timonel. Ned había bajado a la sala de la caldera para reponer la madera. Furioso como estaba, Neal exprimía toda la potencia del motor del Ofelia y navegaba a la velocidad máxima.
—Lo encontraremos, Francesca —le aseguró, y posó un brazo protector en el hombro de la chica—. No me entra en la cabeza que Joe sea capaz de prender fuego al Marylou.
—Yo tampoco lo entiendo, pero imagino que a mi padre le desespera la idea de entregar el Marylou a Silas. Espero que lleguemos a tiempo. Qué suerte que las reparaciones de tu barco hayan ido tan rápido.
—En realidad el Ofelia tenía que estar listo en unas semanas —contestó Neal con el entrecejo fruncido—. He visto que otros barcos que llevan más tiempo en dique seco aún no están preparados. —Miró a Francesca y de pronto tuvo la sospecha de que alguien había movido hilos a escondidas. ¿Pero quién y por qué? ¿Y qué obtenía esa persona a cambio?
Joe estaba en la orilla con una botella de ron en la mano. Le dio otro trago mientras veía, melancólico, cómo salían penachos de humo cada vez más grandes del Marylou. A pesar del cariño que le tenía al barco, prefería que se quedara en el fondo del río que darle el gusto a Silas Hepburn de arrebatárselo.
De pronto se oyó un grito estremecedor. Asustado, Joe dejó caer la botella, que se hizo añicos a sus pies.
—¡Francesca! —vociferó, y se quedó blanco como la cera. Se puso a repasar frenéticamente. Estaba seguro de que Ned le había dicho que Francesca se había ido a hacer un encargo, pero ahora dudaba de si le había entendido mal y su hija seguía a bordo.
Subió de un salto a cubierta y corrió hacia el camarote de Francesca, pero el calor del fuego le obligó a retroceder. De pronto vio a una mujer tras las llamas que profería gritos de pánico, y a punto estuvo de parársele el corazón. Intentó atravesar el fuego, pero no lo logró.
—¡Ayúdeme! —gritaba Lizzie—. ¡Me voy a abrasar! —Ya había intentado meterse por una escotilla, pero era demasiado estrecha.
—¡Aguante! —le gritó Joe. Ató un cubo a una cuerda y lo lanzó por la borda, dibujando una parábola, para recoger agua. Le pareció que el cubo tardaba una eternidad en llenarse. Los segundos le parecieron horas, mientras los gritos de pánico de la mujer resonaban en sus oídos. Cuando recogió el balde, lanzó el agua a las llamas. Horrorizada, Lizzie vio que apenas tenía efecto.
—Dios mío —exclamó Joe, desesperado. Al ver el rostro angustiado y maltrecho de la mujer quiso atravesar corriendo las llamas y liberarla, pero el calor se lo impedía—. Coja una manta —le gritó—. ¡Rápido!
Lizzie estaba punto de perder el conocimiento y no reaccionaba.
—Coja una manta —gritó Joe de nuevo—. ¡Vamos!
Esta vez Lizzie le había oído e hizo un esfuerzo. Desapareció en el camarote de Francesca y salió de inmediato con una manta.
—¿Qué hago con esto? —gritó.
—Láncela al fuego —gritó Joe.
Lizzie dudaba.
Joe sabía que si Lizzie no reaccionaba en unos segundos, sería demasiado tarde.
—¡Hágalo ya!
—No… no puedo —dijo Lizzie, que dio un paso atrás de las llamas.
—Tiene que hacerlo o está perdida —bramó Joe. Por un instante Lizzie y él se miraron entre las llamas. Lizzie vio en la expresión del rostro de aquel hombre que ahora era ella la que debía reaccionar si no quería morir. Había imaginado muchas veces que Silas la mataría, pero no se le había ocurrido aquella posibilidad.
Las llamas eran cada vez más altas. Lizzie lanzó la manta en medio del fuego, donde cayó sobre un montón de cenizas. Para su sorpresa sofocó una parte de las llamas, pero apenas tuvo efecto. Entretanto, Joe había vuelto a llenar el cubo de agua, con el que apuntó al foco del incendio en la cubierta, para salir corriendo enseguida con el cubo vacío. Lizzie entró corriendo en el camarote y volvió con otra manta. Tosía y respiraba con dificultad por el humo, lanzó la manta sobre los tablones en llamas e intentó de nuevo atravesar el fuego, pero estaba demasiado asustada.
Joe vació otro cubo de agua en el fuego, luego agarró una punta de la manta que se iba quemando para extenderla encima del foco del incendio. Se quemó las manos, pero no se desconcentró. Al cabo de unos momentos empezó a dar patadas alrededor de la manta y, finalmente, después de una eternidad, el fuego se apagó. Respiró hondo y le dio un ataque de tos.
—Por el amor de Dios, ¿quién es usted? ¿Qué se le ha perdido aquí? —le gritó a Lizzie. La noche antes se había alterado mucho por Ezra, y se le había olvidado por completo que Francesca había llevado a una mujer a bordo.
—He dormido… en el camarote de Francesca —contestó Lizzie, tosiendo, y se secó las lágrimas del rostro magullado—. Me llamo Lizzie… Lizzie Spender. Usted debe de ser el padre de Francesca, Joe Callaghan. Me ha salvado la vida, gracias. —Le corrían lágrimas de alivio por la cara.
—Pero he mirado en el camarote de Fran —dijo Joe, asombrado. ¿Cómo podía haber olvidado que Francesca había llevado a una mujer a bordo?—. Y no la he visto. —La idea de lo que había estado a punto de provocar le hizo estremecerse hasta la médula.
—Pensaba que era… —Lizzie se detuvo—. He oído una voz enfurecida y me ha dado miedo, así que me he escondido en el armario empotrado. ¿Cómo… cómo ha empezado el fuego? —No sabía quién había provocado el incendio.
Joe dejó caer la cabeza. Superado por las emociones, le caían lágrimas por las mejillas.
Lizzie se quedó quieta, indecisa. No paraba de mirar a Joe y las quemaduras ennegrecidas por el humo en el camarote de Francesca. Poco a poco empezó a darse cuenta de que Joe era el responsable del incendio y que solo unos segundos la habían separado de la muerte.
—¿Por qué le ha prendido fuego a su propio barco?
Joe no contestó.
—¿Por el seguro? —preguntó ella, atónita.
Joe sacudió la cabeza.
—No estoy asegurado —murmuró—. No podía hacer frente a las cuotas.
—¿Entonces por qué ha incendiado su barco, Joe? ¿Puedo llamarle Joe?
—Dejémonos de formalidades —contestó él, que de nuevo tuvo que esforzarse por contenerse—. Ya no puedo pagar las cuotas del préstamo de Silas Hepburn y puse el Marylou como garantía. —Volvió a sentir la ira en su interior—. Fui un maldito idiota, pero prefiero ver mi barco en el fondo del río que dárselo a ese indeseable.
Lizzie pensó a cuánta gente Silas había convertido la vida en un infierno. Sus clientes habituales se desahogaban con ella con frecuencia, por eso sabía que Silas despertaba odio en mucha gente que había sido víctima de su codicia.
—Antes muerto que darle mi barco a ese desgraciado —gruñó Joe, que pasó junto a Lizzie y bajó a la sala de máquinas. Poco después Lizzie lo oyó en cubierta y se acercó a él. Tenía un bidón de petróleo en la mano. Abrió la tapa y vertió el contenido en cubierta y en la entrada del camarote.
—¿Pero qué hace? —exclamó Lizzie, al tiempo que le agarró del brazo.
—¿Y a usted qué le parece? —replicó Joe, irritado.
Lizzie comprendió que pretendía prender fuego por segunda vez al Marylou.
—¡No lo haga, Joe! ¡Francesca ama este barco!
Joe se incorporó, furioso.
—Yo también amo el Marylou, pero no le voy a dar el gusto a Silas Hepburn de arrebatármelo.
—Entonces escóndalo —propuso Lizzie. Era una locura, pero no se le ocurrió otra cosa.
Joe sacudió la cabeza. Ya había pensado en ocultarlo en uno de los afluentes del río o incluso ir hasta la desembocadura en el mar y finalmente navegar costa arriba, pero a la larga no era solución.
El ruido de una máquina de vapor, junto con el estruendo de las ruedas de palas, hicieron que Lizzie y Joe escucharan con atención. Se dieron la vuelta y vieron el Ofelia que se acercaba por el Campaspe.
—Maldita sea —exclamó Joe, que dejó caer el bidón—. ¡Baje del barco, Lizzie!
Lizzie pensó que provocaría el fuego en cuanto pusiera un pie en tierra.
—No, Joe, no se lo voy a permitir.
—¡Baje de mi barco! ¡Ahora! —Prendió un fósforo y estiró el brazo.
Lizzie captó su desesperación.
—¡No, Joe! ¡Por favor, no! Seguro que hay otra solución.
A lo lejos Francesca reconoció a su padre y a Lizzie en cubierta, y salió corriendo hacia la proa del Ofelia. El lenguaje corporal de ambos daba a entender que Lizzie le estaba suplicando a su padre.
—¡Papá! —gritó. No la oyó, así que gritó con más fuerza.
Esta vez Joe paró porque creyó oír la voz de su hija. Se volvió hacia el barco que se acercaba y susurró:
—Lo siento, mi niña.
En aquel momento Lizzie le quitó el fósforo encendido, pero con él en la mano resbaló en el petróleo y se cayó sobre los tablones. En un santiamén la parte delantera del camisón se le empapó de petróleo, y, aunque consiguió mantener el fósforo lo bastante lejos, le quemaban los dedos.
Joe tenía el rostro desencajado del susto. Sabía que en menos de un segundo la llama llegaría al petróleo y se abalanzó sobre Lizzie para apagar la cerilla. Ella profirió un grito de miedo y dolor, así que Joe enseguida se incorporó y la levantó de la cubierta. Pensando que tenía el camisón en llamas, Joe saltó sobre el flanco del barco hasta las aguas poco profundas del río Campaspe, con Lizzie en brazos.
Cuando el Ofelia se detuvo junto al Marylou, Joe intentaba aguantar a Lizzie con el agua hasta los muslos.
—¿Qué has hecho, papá? —gritó Francesca, desesperada.
—No… no pasa nada —dijo Lizzie, agotada. Temblaba, pero estaba viva. Tras el maltrato de Silas, al principio le daba miedo que Joe la ahogara. Cuando la llevó a tierra y se preocupó por su estado, Lizzie comprendió que la había salvado. El alivio reflejado en su rostro y sus prudentes cuidados la conmovieron.
Poco después Francesca, Neal y Ned saltaron a tierra. Joe estaba en cuclillas junto a Lizzie, con la cabeza gacha. Francesca, impactada, vio las quemaduras que tenía en las manos.
—Estás herido —dijo.
—No es nada —replicó él.
Ned y Neal subieron a bordo del Marylou y se pusieron a limpiar la gasolina de la cubierta, ya que la más mínima chispa bastaba para que ardiera en llamas.
—Sé que te he decepcionado, mi niña —dijo Joe—, pero no puedo soportar entregarle el Marylou a Silas Hepburn. Simplemente no puedo.
—Oh, papá. —Francesca abrazó a su padre—. Te entiendo. —Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Sé que estás convencida de que todo saldrá bien, mi niña, pero yo soy un hombre que se enfrenta a las cosas. Y la realidad es que Silas se va a quedar con el Marylou. Tu madre se revolvería en su tumba si lo supiera.
—Te dejará el barco si le doy mi consentimiento a la boda.
Joe se puso en pie de un salto.
—¡No puedes casarte con él! ¡No lo permitiré! ¡Antes prefiero perder el Marylou!
—Y yo no voy a permitir que pierdas el barco, papá. Mira dónde te ha llevado.
En la cubierta del Marylou, Neal y Ned habían oído la conversación entre Francesca y su padre en la orilla.
—No puedes casarte con ese desgraciado —dijo Neal, huraño.
—De ningún modo —añadió Ned.
—Tal vez no necesite llegar tan lejos —repuso Francesca, pensativa.
—¿A qué te refieres? —preguntó Joe.
—Podría prometerme con él. Así ganaríamos tiempo para reunir el dinero y saldar la deuda.
—Silas no es tonto —comentó Lizzie.
—Yo tampoco —dijo Francesca—. Hay mucha diferencia entre prometerle casarme con él y hacerlo realmente. —Francesca miró a su padre—. Si yo fuera su prometida probablemente podría hacerte lucrativos encargos.
—Silas te acusará de falsas promesas si te retractas antes de la boda.
—Es posible. Pero es un monstruo, y como no puede tener las manos quietas, tarde o temprano lo descubriré con otra mujer. Y ese será el motivo para romper mi promesa.
—Silas es demasiado retorcido para dejarse engañar —repuso Lizzie.
—Puede que no sea tan fácil engatusarlo, pero yo también puedo ser muy retorcida.
Joe sacudió la cabeza. El plan le parecía demasiado arriesgado.
—Es una locura.
—Solamente quiero darte tiempo, papá. Nunca seré su mujer. ¡Nunca!