Francesca se despertó sobresaltada por el ruido de los trabajadores en el muelle. Se sentía débil y agotada, había dormido poco. Lizzie, en cambio, aún dormitaba. Se vistió presurosa y salió en silencio del camarote. En la popa encontró a Ned solo. A ambos lados del Marylou estaban cargando los demás barcos de vapor, al tiempo que atizaban las calderas para partir.
—Buenos días, Ned, ¿dónde está papá? —preguntó Francesca, que pestañeó ante la clara luz del sol.
—Buenos días, Frannie —contestó Ned con un bostezo, y se frotó los músculos de los brazos, doloridos—. Aún está en la cama.
—¿Y Neal? ¿También sigue durmiendo?
—No. Esta mañana a primera hora le han comunicado que su barco está listo, así que se ha ido al dique seco a botar el Ofelia.
Francesca estaba sorprendida.
—¿Tan rápido?
—Creo que esperaba que las reparaciones se prolongaran unas semanas más, pero ahora está contento, claro. ¿Cómo está la mujer que trajiste a bordo anoche? —preguntó Ned.
—Aún duerme.
—No nos dijiste qué le había pasado.
—Un cliente le ha pegado.
—¿A qué te refieres con «un cliente»?
—Se llama Lizzie Spender y es prostituta.
—Pero…
—Ya me la encontré una vez tirada en un callejón. ¿Te acuerdas?
Francesca no quería mencionar a Silas para no poner en peligro a Lizzie. Además, tal vez tendría que aceptar la propuesta de matrimonio de Silas para que su padre y Ned conservaran el Marylou. La idea le producía escalofríos, pero, dadas las circunstancias, era la última opción.
—Sé que tienes un gran corazón, Fran, pero ándate con cuidado. Las mujeres como Lizzie tienen una vida peligrosa. No quiero que corras ningún riesgo.
—Lizzie es una persona decente, Ned. Tengo que ayudarle, no podía dejarla en el muelle.
—¿Necesita un médico?
—Se lo he sugerido, pero se ha negado. Creo que durante los próximos días necesitará simplemente un hogar y alguien que cuide de ella. ¿Crees que papá tendrá algo en contra?
—No creo. Bueno, entonces voy a encender la caldera. En cuanto se despierte Joe, deberíamos mover el Marylou para dejar sitio en el muelle a los barcos que tienen que hacer su transporte.
—Papá y tú no podéis rendiros, Ned. Seguro que pronto tendréis un encargo.
Ned dejó escapar un profundo suspiro.
—Dudo que eso importe mucho ahora. No soporto la idea de no vivir más en este barco, pero tengo que resignarme. Vamos a perder el Marylou. —Se le quebró la voz y se volvió hacia el río para que Francesca no viera que tenía los ojos empañados de lágrimas.
Aun así, Francesca percibió su desesperación, y se le rompía el alma. La idea de no poder conservar el Marylou era para Ned igual de terrible que para su padre, y no era de extrañar. Al fin y al cabo, Ned también se había dejado el corazón y el alma durante años de duro trabajo en el barco.
Estaba en sus manos evitar que ambos perdieran el barco. Solo tenía que dar su consentimiento a Silas…
—Ned, tengo que hacer una cosa. ¿Puedes vigilar que Lizzie esté tranquila mientras estoy fuera?
—Claro, Frannie, ¿pero adónde vas a estas horas de la mañana?
—Tengo que hacer una visita a una persona. No tardaré mucho. —Francesca se dio la vuelta dispuesta a irse, pero se detuvo, vacilante. Le daba miedo la conversación con Regina Radcliffe, así que decidió probar algunas preguntas primero con Ned.
—¿Puedo preguntarte algo, Ned?
—Claro —contestó él, distraído.
—¿Recuerdas la noche que nací?
De pronto Ned palideció.
—Sí, mi niña. —Jamás olvidaría aquella noche—. ¿Por qué me lo preguntas?
—Me has explicado que aquella noche tú estabas a bordo del Marylou.
—Sí, era mi primer día de trabajo. —Ned tuvo que esforzarse mucho para aparentar serenidad.
—¿En aquella época mi madre era amiga de Regina Radcliffe?
—No. Los Radcliffe no entablan amistad con la gente sencilla que vive y trabaja en el río.
Francesca arrugó la frente. No encontraba ningún vínculo entre su madre y Regina.
—Gracias, Ned. Hasta pronto.
—¿Por qué preguntas…? —Ned no llegó a terminar la frase porque Francesca ya se había ido—. Atracaremos un poco más arriba en la orilla —le gritó. Francesca le hizo un gesto para indicarle que le había entendido.
Ned vio con gesto preocupado cómo se alejaba.
Cuando Francesca llegó a las caballerizas de alquiler de los Radcliffe, se encontró con un hombre de mediana edad que estaba echándole una reprimenda a un muchacho por no haber limpiado bien uno de los establos. Francesca supuso que se trataba de Henry Talbot y uno de sus mozos de cuadra.
Carraspeó para que repararan en ella, y luego se presentó. Aliviada, comprobó que Henry Talbot estaba al corriente de quién era.
—Monty Radcliffe me dijo que podía disponer cuando quisiera de un caballo y un coche, señor Talbot. Me gustaría ir a Derby Downs.
Henry Talbot la miró con una sonrisa socarrona.
—Por supuesto, señorita Callaghan. El joven Flann enseguida le preparará un tiro. Solo tardará un minuto. —Se volvió hacia el mozo de cuadras y le dio instrucciones en un tono severo. El chico, macilento y pelirrojo, prestaba atención.
—Muchas gracias —dijo Francesca, con el estómago encogido de los nervios. Mientras esperaba, de pronto vio a Silas Hepburn que caminaba orgulloso por High Street con aires de superioridad. Oculta por unas pacas de heno, observó que varios transeúntes le saludaban con fingida amabilidad. Pensó que ninguno de ellos sabía el perverso placer que había sentido Silas al pegar a la pobre Lizzie. Ante semejante injusticia empezó a sentir rabia y tuvo que darse la vuelta.
—¿Se encuentra bien, señorita? —preguntó Henry Talbot, que la sacó de sus pensamientos.
Francesca se estremeció del susto.
—Sí… es decir, estoy bien.
A Henry no le daba esa impresión. Parecía muy nerviosa y asustada. Pensó que había reñido con Monty.
—Su coche está listo, señorita. Le he enganchado una yegua mansa y tranquila —le dijo, atento.
—Gracias, se lo devuelvo en unas horas.
—Tómese su tiempo, señorita, y salude a Regina y Frederick de mi parte, naturalmente también al joven Monty. Hace días que no se dejan ver por aquí, y eso no es normal.
Francesca llegó a Derby Downs sin pensar mucho en el camino. Mentalmente estaba tan ocupada con sus planes que ni siquiera las preciosas vistas del río lograron distraerla. Cuando detuvo el coche delante de la mansión, comprobó para su sorpresa que la puerta de entrada estaba abierta de par en par. Sin embargo, cuando subió los escalones del porche no vio a nadie.
—¿Hola…? —gritó desde el umbral de la puerta hacia el interior, pero solo obtuvo el silencio como respuesta. Miró hacia lo alto de la escalera y echó un vistazo en el salón, pero la casa parecía vacía—. ¿Mabel? —gritó—. ¿Señora Radcliffe? ¿Hay alguien?
De pronto se abrió una puerta debajo de la escalera y apareció un hombre muy grande con una saca al hombro. Tenía la espalda encorvada del peso, la cabeza inclinada hacia la izquierda y la boca torcida hacia la derecha.
—¿Busca a la señora de la casa? —preguntó el hombre.
Su aparición asustó a Francesca, pero intentó que no se notara.
—Sí. ¿Está la señora Radcliffe?
—Puede ser. ¿De parte de quién?
—Me llamo Francesca Callaghan. El pasado fin de semana estuve invitada en esta casa, pero no nos vimos. —Se ahorró la engorrosa explicación de su precipitada marcha—. Usted debe de ser Amos Compton.
El hombre puso cara de escepticismo.
—En efecto, ese soy yo. —Amos la observó y llegó a la conclusión de que una persona tan frágil no podía ser una amenaza seria, y tampoco se trataba de un ladrón en busca de la cubertería de plata o las obras de arte—. Por favor, si es tan amable de esperar en el salón, veré si encuentro a Mabel o a la señora Radcliffe.
—Muchas gracias, señor Compton. —Francesca se dirigió al salón y tomó asiento. Se preguntaba, inquieta, dónde estaba Monty y qué le había dicho su madre para convencerle de dejar la relación.
—¿Qué hace usted aquí? —La voz sonó hostil.
De nuevo Francesca sintió que se estremecía. Se levantó, se dio la vuelta y se plantó frente a Regina, que tuvo que bajar de la planta de arriba. Francesca se sorprendió de no haber oído a la mujer.
—Quería hablar con usted, señora Radcliffe. —Dejó vagar la mirada alrededor—. ¿Hay alguna sala donde podamos hablar a solas?
—No tengo nada de qué hablar con usted.
—¡Francesca! Qué alegría verla. —Se oyó en ese momento la voz de Frederick Radcliffe, que entraba en el salón desde el vestíbulo en su silla de ruedas—. No sabía que esperábamos su visita. —Miró a su mujer y frunció el entrecejo al advertir la forma en que miraba a Francesca—. ¿Ocurre algo, Regina?
—No, no, en absoluto. —Regina forzó una sonrisa—. Solo estoy un poco sorprendida con la aparición de Francesca. Le he pedido que venga para que me ayude a reordenar la contabilidad, pero había olvidado que habíamos quedado esta mañana.
Francesca la miró y vio que de pronto Regina había palidecido.
—Es culpa mía —se disculpó—. Me he confundido de fecha. Puedo volver otro día si no le va bien.
Regina estaba a punto de decirle que sí, pero Frederick se le adelantó.
—Usted nunca molesta, ¿verdad, Regina? —dijo.
—Sí —contestó Regina, que se tragó su enfado—. Venga conmigo a la biblioteca, Francesca —continuó, y entró en la estancia, mientras Francesca la seguía.
—Le diré a Mabel que os traiga el té —dijo Frederick por detrás.
—¡No! —exclamó Regina, tajante. Cuando se dio la vuelta y vio la cara de perplejidad de su marido, se recompuso—. Tomaremos el té más tarde, amor mío. No queremos interrupciones. —Miró a Francesca.
—Sí. Es fácil perder la concentración —confirmó Francesca.
El gesto de Frederick se relajó.
—Por supuesto. Bueno… Amos me llevará en unos diez minutos a los establos para examinar a los terneros. Volveré para la cena…
—¿Dónde está Monty? —le interrumpió Regina.
Frederick arrugó la frente. Últimamente su mujer le preocupaba, ya no era la misma.
—Está en casa de los Henderson, ¿no te acuerdas? Quería preguntar cuántos toros jóvenes quieren comprar.
—Ah, sí, es cierto. No volverá antes de tiempo, ¿verdad?
—Creo que no. Cuando se trata de las reses, Sam Henderson habla como un descosido.
Regina asintió, ausente. Frederick estuvo a punto de preguntarle si se encontraba mal, pero últimamente reaccionaba muy irritada cuando se lo insinuaba.
Cuando Regina hubo cerrado la puerta de la biblioteca, se dirigió de inmediato a Francesca y le rugió:
—¿Qué quiere?
Francesca decidió no hacer caso de aquella pregunta y arreglar el asunto a su manera, si era posible. Tomó asiento con toda tranquilidad. Sin embargo, su apariencia calmada era pura fachada. En realidad tenía una sensación rara en el estómago y temía que le fallaran las piernas en cualquier momento. Había estado casi toda la noche dándole vueltas a la cabeza sobre cómo abordar a Regina. Era evidente que no iba a sacarle nada si planteaba las preguntas abiertamente, así que tenía que explicarle lo que sabía por Lizzie.
—Hace poco perdió un brazalete, ¿verdad, señora Radcliffe? —dijo, con mucha serenidad.
Regina parpadeó sorprendida, y sin querer se tocó la muñeca izquierda.
—¿Cómo lo sabe? ¿Acaso lo tiene usted?
—No. Lo encontró Lizzie Spender.
Regina volvió a pestañear.
—No conozco a nadie con ese nombre.
—Pues debería. A fin de cuentas concertó una cita con ella en el Platypus.
Regina abrió los ojos de par en par, y a Francesca le dio la impresión de que temblaba un poco.
—No… no es verdad.
—¿Quiere que le pregunte a su marido si hace unos días fue a la ciudad? ¿Hacia las siete de la tarde? —Francesca no sabía a qué hora había tenido lugar el encuentro, era un farol.
—No sea desvergonzada —replicó Regina, furiosa.
Francesca la miró a los ojos para observar con atención su reacción.
—¿Y? ¿Se acuerda ahora del encuentro con una prostituta llamada Lizzie Spender?
—¡Y qué si es así! —rugió Regina, pero Francesca vio que se había puesto a la defensiva.
—En otras circunstancias no sería asunto mío, pero da la casualidad de que yo era el motivo de su encuentro con Lizzie.
—Es cierto —replicó Regina—. Llegó a mis oídos que tiene trato con esa Lizzie, y no quería que mi hijo empezara una relación con una persona que trata con fulanas. Tiene una reputación que mantener.
Francesca tembló por dentro al ver la arrogancia con la que la llamada alta sociedad podía llegar a actuar.
—Pero no entiendo por qué se puso histérica cuando Lizzie le dijo que Silas Hepburn quería casarse conmigo. ¿Podría explicármelo, señora Radcliffe?
—Eso es una tontería, y no tengo absolutamente nada que explicarle —contestó Regina, pero a Francesca no le pasó inadvertido que de pronto se le había ensombrecido el semblante. Parecía gravemente enferma.
—Entonces se lo preguntaré a Frederick —contestó Francesca, y se levantó.
—¡No se atreva! —dijo Regina, aturdida—. Mi marido no tiene nada que ver con este asunto, y no me gustaría preocuparle innecesariamente. Al fin y al cabo su vida ya es lo bastante dura. Padece desde niño reumatismo en las articulaciones, y tiene el corazón delicado.
Francesca pensó si Regina mentía, pero no podía ni quería correr el riesgo de confirmarlo en una conversación con Frederick. Volvió a sentarse.
Regina se colocó detrás del escritorio y tomó asiento. Estaba segura de que nadie descubriría la verdad, y decidida a no dejarse amedrentar. Sin embargo, por lo visto no sería tan sencillo quitarse a Francesca de encima. Tenía que apaciguarla de algún modo para que no hiciera más preguntas. De lo contrario, corría el peligro de que se lo contara a Monty.
—¿Su interés por mi marca de nacimiento tiene algo que ver con Silas Hepburn? —preguntó Francesca.
—¿Con Silas Hepburn? Es ridículo —replicó Regina—. ¿Cómo ha llegado a pensar semejante bobada?
En aquel momento Francesca se sintió realmente estúpida por haberle hecho esa pregunta.
Regina la observó con una mirada que quería transmitir que era bastante ingenuo hacer caso a una prostituta.
—El día que usted estuvo aquí probándose los vestidos no me encontraba bien. Estoy en la época de la menopausia, a veces ocurren esas cosas. Para mí, su marca de nacimiento no significa nada. Tiene una forma peculiar, pero nada más… —dijo, al tiempo que se encogía de hombros con indiferencia.
Francesca no sabía qué pensar de esa mujer. Desde que Regina había visto la marca, tenía hacia ella un comportamiento completamente distinto. Sin duda no era casualidad, y tampoco tenía nada que ver con la menopausia.
—Pero a su juicio no soy la mujer adecuada para Monty.
—Exacto —contestó Regina, con más vehemencia de la que pretendía.
Francesca se sonrojó y bajó la mirada hacia las manos.
—¿Porque no le gusto o porque soy hija de un capitán de barco?
—¿Acaso importa? —replicó Regina.
—A mí sí —dijo Francesca.
Regina dejó escapar un suspiro. De no haber descubierto quién era Francesca en realidad, aquella situación habría tenido un final trágico.
—Tengo prevista otra mujer para Monty. Una joven señorita con los mismos orígenes sociales que él —mintió, y añadió mentalmente: «¡Ojalá existiera esa mujer!».
De pronto Francesca comprendió que su padre tenía razón. Los Radcliffe decidían quién sería la futura esposa de su hijo.
—No podemos aceptarla como futura esposa de Monty, Francesca. Por eso me gustaría sugerirle que lo rechace.
—Pero me ha abierto su corazón. Me ha…
Regina apenas podía contener sus emociones.
—No tendrá ninguna relación con mi hijo, ¿entendido? —Se levantó y lanzó una mirada fría a Francesca—. Puede que haya recibido cierta educación, pero eso no cambia el hecho de que no es adecuada para Monty. Frederick y yo desearíamos que se casara con una mujer de buena familia, una dama de la alta sociedad. Usted es muy guapa —dijo sin querer—, pero no tiene estilo, por no hablar de buenos modales. No se puede convertir un jamelgo en un caballo de casta. A decir verdad, pondría en ridículo a nuestra familia.
Francesca se sintió como si le hubieran dado una tremenda bofetada.
—A Monty no le importa nada de eso —exclamó, mientras se esforzaba por contener las lágrimas.
Regina hizo una mueca de impaciencia.
—Solo está jugando con usted, Francesca. Se lo pasa bien. Pero se casará con una mujer que le corresponda a su rango social. Pensaba que era lo bastante culta para como mínimo saber eso.
Francesca ya no pudo contener más las lágrimas. Se levantó de golpe y salió corriendo de la sala.
Regina se dejó caer de nuevo en la silla.
—Espero que sea la última vez que la veamos —murmuró. Tenía que guardar el secreto a toda costa, y no podía sentirse culpable, pese a la crueldad de la situación. Ante todo, no podía permitirse compadecer a Francesca.
Pensó en Silas Hepburn. En cuanto hubiera conseguido arruinar definitivamente la reputación de Francesca, seguro que ya no tendría intención de casarse con ella.