Francesca estaba en la cubierta del Marylou observando el resplandor rojizo en el cielo nocturno. Estaba preocupada por los tres hombres, así que no se dio cuenta de que Silas Hepburn se acercaba al barco.
—Buenas tardes —dijo él desde el muelle. Esperaba que Francesca estuviera sola.
Ella se dio la vuelta, sorprendida.
—Oh —exclamó, al tiempo que intentaba disimular el desagrado que le producía aquella visita—. Por lo visto esta noche no todo el mundo tiene motivos para estar contento. ¿Eso que se está quemando ahí es el astillero de Ezra Pickering?
—Eso creo —contestó Silas, sin compasión. Solo estaba pendiente de lo preciosa que estaba Francesca bajo la luz de la luna.
—Pobre hombre… —dijo ella.
—¿Me permite que suba a bordo? —preguntó Silas, sin prestar más atención al destino de Ezra.
Francesca lo miró confusa, no sabía qué se traía entre manos. Finalmente pensó que solo había una manera de averiguarlo.
—Por favor. Mi padre regresará pronto.
—En realidad quería hablar con usted —dijo Silas, mientras subía a bordo—. A solas.
—¿De qué? —inquirió Francesca, que de pronto tuvo un mal presentimiento.
—Sobre su padre.
El miedo se apoderó de Francesca.
—¿Qué ocurre con mi padre? —preguntó ella, nerviosa.
—¿Sabe que me pidió dinero prestado para reparar la caldera del Marylou?
—Sí.
Silas restregó los pies en el suelo para dar la impresión de que todo aquello le resultaba incómodo.
Francesca se preparó para recibir una noticia funesta, y el pánico se acentuó.
—Últimamente… mi padre está pasando por una mala racha —dijo, con la voz entrecortada—, pero pronto cambiará. Recibirá su dinero…
—Cuando le ofrecí el préstamo, pensaba que así le ayudaría —dijo Silas—, pero como solo trabaja ocasionalmente, se ha retrasado bastante con el pago de las cuotas. Sé que a veces la vida le juega una mala pasada a uno y que las desgracias nunca vienen solas. Como ya he dicho… quería ayudar a Joe, pero también tengo que ocuparme de mis negocios. Por eso comprenderá que no puedo hacer la vista gorda con todos los deudores.
A Francesca se le encogió el corazón del miedo.
—¿Ha venido a quedarse con el Marylou?
—No, no voy a llegar tan lejos. —Silas la observó con una sonrisa amable forzada—. Joe puso el barco como garantía, pero…
—Me gustaría ayudar —le interrumpió Francesca, aliviada al ver que Silas no reclamaba enseguida el Marylou. Solo necesitaban una prórroga.
—Tal vez haya algo… —dijo Silas.
—¿El qué?
—Podría casarse con un hombre adinerado.
Francesca pensó que se refería a Monty.
—Jamás contraería matrimonio para saldar las deudas de mi padre. Sería indigno e hipócrita.
—Pero una mujer tan guapa como usted puede elegir incluso entre los hombres más acaudalados. Y estoy seguro de que el afortunado, siempre y cuando se tratara de un caballero, se ofrecería a ayudar a su padre.
Francesca arrugó la frente.
—Puede ser, pero aun así…
—Francesca —dijo Silas en ese momento—, le he ofrecido a Joe perdonarle la deuda si da su consentimiento a nuestra boda.
Francesca lo miró perpleja, contenta de que la oscuridad ocultara el asco que se reflejaba en su rostro. A duras penas logró armarse de valor para preguntar por la reacción de su padre. ¿Y si había accedido y Silas había ido a pedir su mano?
—Y… ¿qué dijo?
—Se negó —contestó Silas, sin titubear ni sentir vergüenza.
Francesca estuvo a punto de desfallecer del alivio.
—A pesar de que podría ofrecerle una vida de lujo, el amor por su hija es tan grande que ha decidido dejar que sea usted quien decida con quién casarse —continuó Silas—. Joe es un hombre desprendido. Sé lo mucho que se juega con este barco, pero está dispuesto a sacrificarlo por la felicidad de su hija. Debo decir que le admiro por ello. —Por supuesto, era mentira. Silas hizo una pausa dramática sin dejar de mirar a Francesca, pero a oscuras no veía cómo reaccionaba—. Me pregunto… ¿usted, como hija, estaría dispuesta a hacer un pequeño sacrificio para lograr la paz interior de su padre? —Sin esperar respuesta, terminó con las siguientes palabras—: Una noche agradable, querida. —Bajó del barco y desapareció a paso lento en la oscuridad, sin volverse a mirar atrás. Estaba muy satisfecho consigo mismo, convencido de que Francesca haría ese sacrificio por su padre, ahora que estaba al corriente.
Francesca, consternada, lo siguió con la mirada. No podía creer lo que Silas le estaba pidiendo.
—No puede ser verdad… —dijo en voz baja. Estaba tan desconcertada que tuvo que sentarse. Al pensar en su padre y su reacción de negarse a obligarla a casarse, aunque pusiera así en juego el Marylou, rompió a llorar.
Eufórico, Silas se encaminó al hotel Star. Había parado los pies a los que habían osado oponerle resistencia, y le había dado motivos de reflexión a Francesca. Se sentía muy orgulloso de sí mismo.
La taberna estaba casi vacía, puesto que todos los hombres de la ciudad habían acudido al recinto del astillero para evitar que el fuego se propagara en el bosque. Silas sabía que los ayudantes irían regresando poco a poco porque no había nada que salvar. Hasta entonces disfrutaría de unos cuantos vasos de ron y se deleitaría con sus sueños de una nueva vida con su joven prometida. La mera idea de tocarla le producía excitación, de modo que se tomó dos vasos más en un santiamén y finalmente se dirigió al burdel para hacer una visita a Lizzie.
Silas no perdió el tiempo con saludos innecesarios. Preso de la lujuria, le arrancó a Lizzie la ropa interior del cuerpo, la lanzó hacia la cama, se precipitó encima de ella y se puso a gemir mientras la pobre Lizzie intentaba respirar debajo, hasta que al poco tiempo Silas, satisfecho, se apartó de ella.
Lizzie se levantó para tapar su cuerpo. La mayoría de hombres la hacían sentir como una mujerzuela barata, que ya era humillación suficiente, pero con Silas se sentía como un pedazo de carne. Mientras se afanaba con la ropa, él la rozó un segundo con una mirada que expresaba asco, cuando de pronto le llamó la atención algo que le brillaba en la muñeca: el brazalete.
Se levantó, se abrochó los pantalones y, con un tirón violento de la muñeca, la atrajo hacia la cama revuelta. Lizzie quería ocultarle el brazalete, pero no contaba con aquella visita imprevista.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Silas en tono amenazador. Aquella joya le sonaba de algo.
—Yo… —Lizzie no conseguía hablar del miedo.
—Conozco ese brazalete —dijo Silas, mientras lo examinaba—. De eso estoy seguro. —Le torció la muñeca a Lizzie con brusquedad, que se estremeció de dolor. La piedra preciosa emitió un destello.
—Es… barata… bisutería —mintió Lizzie, que estaba a punto de quedarse sin voz del miedo, ya que sabía que Silas y Regina Radcliffe se conocían bien.
—Estás ofendiendo a mi inteligencia, fulana —se encolerizó Silas—. ¡Sé diferenciar las joyas auténticas de las falsas! —Al fin y al cabo de vez en cuando regalaba joyas a sus esposas para impresionarlas—. Confiesa que la has robado.
—No… no la he robado —tartamudeó Lizzie.
—¡No me mientas! —rugió Silas, y le dio una bofetada. La fuerza del golpe hizo que Lizzie se tambaleara por el cuartucho. Gimiendo y con la nariz sangrando, se puso en cuclillas en un rincón.
Silas se levantó y se acercó a ella.
—¿Dónde has robado el brazalete? —le dijo, la agarró del pelo, la levantó del suelo y se dispuso a darle otra bofetada.
Poco a poco, Francesca se iba inquietando: hacía tres horas que los hombres se habían ido y aún no habían vuelto. Se dirigió al paseo marítimo, desierto, donde no paraba de ir de aquí para allá, nerviosa. El lugar tenía un aspecto desolador y lúgubre.
—¿Pero dónde se habrán metido? —murmuró Francesca. En ese preciso instante un gemido ahogado rompió el silencio, y ella quedó sobrecogida. Se dio la vuelta, pero no vio a nadie en la oscuridad—. ¿Quién hay ahí? —preguntó, temerosa, aguzó el oído pero no obtuvo respuesta. Poco después oyó que alguien gemía, como si esa persona estuviera herida o en apuros.
Con cautela, casi sin hacer ruido, avanzó en el muelle. Dos lámparas en el paseo marítimo y dos más cerca de las pacas de lana emitían luz suficiente para ver dónde ponía los pies. Junto al Marylou habían atracado varios barcos más, pero ninguno estaba habitado. En el muelle, junto al hangar, había pacas de lana y barriles con melaza para el transporte de la mañana siguiente. Al pasar por delante de ellos, Francesca miró en el espacio que quedaba en medio… y sintió un estremecimiento.
Bajo el claro de luna vio un pie desnudo que sobresalía tras las pacas, pero, mientras lo miraba perpleja, el pie desapareció en la oscuridad.
—Puede salir tranquila —dijo en un tono suave—. No le haré nada.
Entonces oyó un sollozo que estuvo a punto de romperle el corazón.
—Todo irá bien. Por favor, salga —dijo, se puso en cuclillas y miró entre las pacas de lana. Pensó en adentrarse entre ellas, pero tenía miedo de lo que pudiera encontrarse. Sin embargo, al final vio que no le quedaba otra opción. Quienquiera que fuese el que estuviera allí, tenía aún más miedo de salir.
Francesca se metió a gatas entre los fardos de lana, hasta que descubrió una silueta acurrucada en una estrecha rendija que gimoteaba como un animal asustado. Tardó un rato en acostumbrar la vista a la penumbra, y poco a poco fue distinguiendo el rostro magullado y cubierto de sangre de una mujer que no conocía. Francesca procuró disimular el terror que sintió al pensar que ni siquiera su madre la reconocería en semejante estado.
—Fran… Francesca —balbuceó de pronto la mujer.
Sintió una gran conmoción al reconocerla.
—¡Dios mío! ¿Es usted, Lizzie…?
Francesca jamás habría caído en que tenía a Lizzie Spender delante. Estaba en un estado todavía más lamentable que la primera vez que la encontró en el callejón. No sabía qué sentimiento predominaba, el horror o la ira, pero se contuvo y se concentró en Lizzie, que no paraba de toser y escupir sangre sobre su vestido rasgado.
—Venga aquí fuera, Lizzie. La ayudaré —dijo Francesca, con la voz temblorosa.
Lizzie sacudió la cabeza con vehemencia. Había huido del burdel después de lanzarle una lámpara a Silas. Él la había seguido y la había amenazado con matarla, mientras las otras chicas gritaban horrorizadas.
—Me gustaría ayudarla, Lizzie, por favor —suplicó Francesca—. No hay ni un alma aquí, aparte de nosotras, y si la dejo aquí puede morir. Esta noche hace un frío terrible, y está muy malherida. —Como Lizzie no se movía, Francesca le agarró la mano y finalmente consiguió que saliera de su escondite, sin parar de asegurarle que no había nadie cerca. Cuando estuvieron al descubierto, Lizzie parecía un animalillo asustado. Luego intentó levantarse, pero profirió un grito de dolor y se llevó la mano a las costillas. Francesca tomó a Lizzie del brazo que tenía libre, se lo colocó alrededor del hombro, la aguantó mientras caminaba y se la llevó al camarote delantero del Marylou, donde Lizzie insistió en echar el cerrojo a la puerta.
Cuando Francesca la acomodó en el banco, encendió una lámpara de petróleo. Se quedó petrificada al ver la gravedad de las heridas de Lizzie. Tenía la nariz rota, cardenales en la cara y un ojo inflamado. Los labios estaban hinchados y le sangraban.
—¿Quién le ha hecho eso? —preguntó Francesca, temblando de la rabia.
Lizzie no contestó.
—Tiene que ir a la policía inmediatamente, Lizzie. ¡Hay que hacer que quienquiera que se lo haya hecho comparezca ante un juez!
Lizzie sacudió la cabeza, en un gesto de profunda resignación.
—Nadie se atrevería a meter entre rejas al tipo que me ha hecho esto —replicó. Su voz transmitía amargura, le costaba pronunciar las palabras con los labios hinchados. Se miró la muñeca enrojecida y pensó en cómo le habían quitado el brazalete de Regina. Tenía suerte de que Silas no la metiera a ella entre rejas.
—Es evidente que el tipo que le ha hecho esto es muy influyente —exclamó Francesca, enfurecida. Era la única conclusión posible. Cogió una jofaina, la llenó de agua caliente y le añadió una pizca de sal y yodo—. Ahora voy a limpiarla, y luego pasará la noche a bordo… ¡no hay peros que valgan! Será mejor que se quede hasta que tenga las heridas completamente curadas.
—Es usted muy amable conmigo —dijo Lizzie, que estaba de nuevo al borde del llanto—. Nadie se había portado tan bien conmigo nunca…
—Preferiría que me dejara llamar a la policía para decirles quién le ha hecho esto.
Lizzie sacudió la cabeza con fuerza.
—¡Ha estado a punto de matarla! —exclamó Francesca—. ¿Es que no tiene claro las atrocidades que le ha hecho?
Lizzie se derrumbó al oír las palabras de Francesca.
—Lo siento, pero alguien tenía que decírselo con toda la crudeza. Tal vez, si ese tipo sufre una deshonra ante sus conciudadanos, impida que en un futuro vuelva a hacer algo así.
Lizzie dejó caer la cabeza y pareció desmoronarse. Francesca vio que no estaba en condiciones de actuar.
—Voy a limpiarle las heridas, y luego acuéstese, Lizzie. Espero que no le importe compartir conmigo la cama. Aparte de mí, el resto son hombres a bordo, entre ellos mi padre.
Lizzie la miró atónita.
—Pero puedo dormir en el suelo…
—Ni hablar —dijo Francesca con resolución—. Mi cama es lo bastante grande para las dos.
Lizzie no tenía fuerzas para discutir. Francesca le limpió las heridas y la llevó a su camarote, donde le puso un camisón de dormir y la acomodó en su litera. Al cabo de unos instantes oyó que los hombres volvían al barco.
—Tengo que hablar un momento con mi padre, pero enseguida vuelvo, Lizzie —dijo, y se preguntó sin querer cómo reaccionaría Neal al maltrato de Lizzie, ya que era uno de sus clientes.
Joe, Ned y Neal estaban exhaustos. Junto con los demás voluntarios, habían logrado evitar que el fuego prendiera en los arbustos que había junto a la orilla. Unos cien hombres formaron una cadena para cargar los cubos del río a los distintos focos del incendio que amenazaban el bosque.
—Papá, he traído a casa a una mujer herida. Está en mi camarote, y…
—¿Herida? —Joe arrugó la frente y puso una toalla y jabón junto a un cubo de agua para lavarse.
Francesca vio que era mejor no preocuparlo con eso.
—No es grave, pero pasará la noche de hoy en mi camarote. Solo quería informarte.
Joe asintió.
—Está bien. Mañana hablamos —contestó, y se puso a lavarse las manos y la cara. Francesca vio que estaba agotado, igual que el pobre Ned, que parecía que iba a desmayarse de un momento a otro.
Francesca se despertó en plena noche porque Lizzie hablaba en sueños. Murmuraba y gimoteaba continuamente, y no paraba de moverse, inquieta. Francesca imaginó que soñaba con las cosas horribles que le habían sucedido. De pronto salió el nombre «Silas». Francesca se desveló de golpe y encendió la lámpara.
—¡No, Silas, no! —gritaba Lizzie en sueños—. ¡Para! No lo he robado. ¡Te lo juro! —Intentaba protegerse el rostro con las manos.
Francesca sintió náuseas de asco y rabia.
—No pasa nada, Lizzie —la consoló, pero Lizzie no la oía.
—¡Regina lo perdió! Es la verdad, te lo juro. ¡Te lo juro! —De pronto Lizzie se sobresaltó—. ¡No me mates! —siguió gritando, y luego profirió un grito histérico.
—Lizzie. —Francesca la sacudió con suavidad—. Está a salvo.
Lizzie abrió el ojo sano y miró a Francesca.
—Dios mío. ¿Solo era una pesadilla? —Sonaba más conmovida que aliviada, como si tuviera miedo de que volviera a repetirse el sueño en la realidad.
—Ha tenido una pesadilla, pero ahora está a salvo. Voy a traerle leche caliente de la cocina. Le hará bien.
Poco después Francesca llegó con un vaso humeante de leche caliente en el que había añadido una cucharada de miel. Le alcanzó la taza a Lizzie y vio que le costaba beber con los labios hinchados y reventados.
—Mientras dormía ha mencionado el nombre de Silas, Lizzie —dijo Francesca, que a duras penas pudo pronunciar ese nombre—. Sin duda se refería a Silas Hepburn. Es él el desgraciado que le ha dado una paliza, ¿verdad?
Lizzie no era capaz de aguantar la mirada de Francesca.
—Ayer por la noche estuvo aquí —la tranquilizó Francesca—. Quería habar conmigo sobre mi padre. Hace un tiempo papá le pidió dinero prestado para arreglar la caldera del barco, y se ha retrasado en el pago de las cuotas. Silas me explicó que le ha ofrecido a mi padre perdonarle las deudas si accede a que me case con él.
Lizzie sacudió la cabeza con energía.
—¡No lo haga, Francesca! —dijo, desesperada—. Silas es un hombre horrible.
—Le detesto, Lizzie. Aun así, me había planteado aceptar el trato. Haría cualquier cosa por mi padre, el barco significa mucho para él. Pero si Silas es capaz de semejante barbaridad, tiene que estar entre rejas. ¿Qué ha hecho para que le tenga tanta rabia?
—Francesca, normalmente Silas no necesita motivos, pero esta noche llevaba un brazalete que me había encontrado, y pensó que lo había robado. —Dejó caer la cabeza—. Sé de quién es. De todos modos hasta ahora no había tenido ocasión de devolver el brazalete, y, para ser sincera… tampoco sé si realmente pretendía hacerlo. Pero, aun así, no es lo mismo que robar, ¿no?
A Francesca la inquietaba mucho más el motivo por el cual Silas había estado a punto de matarla a golpes.
—¿Silas sabe a quién pertenece el brazalete? —preguntó.
—Le sonaba de algo. La dueña es Regina Radcliffe, y sin duda tarde o temprano Silas caerá en la cuenta. —Lizzie estaba visiblemente sorprendida de que Francesca no la juzgara como los demás. Era la única persona que le ofrecía verdadera amistad—. Es usted tan amable conmigo, Francesca… por eso tengo que explicarle algo que me ocurrió hace unos días.
Francesca la miró intrigada.
—¿Qué?
—Una noche me citaron en el Platypus.
—¿El viejo barco abandonado que hay río arriba?
—Sí.
—Curioso sitio para quedar.
—Sí. Y cuando resultó que la que me esperaba allí era Regina Radcliffe, mi sorpresa fue aún mayor.
Francesca hizo una mueca de incredulidad.
—¿Y qué quería?
Lizzie vaciló un momento. Si desvelaba la petición de Regina podría tener serios problemas, pero Francesca se había ganado su lealtad.
—Me ofreció dinero por hacerme amiga de usted para arruinar su reputación. Pero Regina no mencionó por qué quería hacerlo.
Francesca sintió un escalofrío. No se explicaba la conducta de Regina.
—Cuando le dije que un hombre influyente de Echuca quería contraer matrimonio con usted, al principio pensó que hablaba de su hijo. Cuando le dije que me refería a Silas, tuvo un ataque de histeria.
—¿Silas le ha dicho que quiere casarse conmigo? —preguntó Francesca, atónita.
—Sí. Y está seguro de que se convertirá en su esposa.
Francesca sintió náuseas.
—Siempre ha tenido debilidad por las chicas jóvenes y guapas —continuó Lizzie, afligida—, por eso no me sorprendió.
—No quiero ni imaginar lo que tuvieron que soportar sus anteriores esposas. Mi padre me contó que ha estado casado tres veces —murmuró Francesca. La idea de ser la cuarta esposa de Silas era horrible, pero tanto como pensar que su padre pudiera perder el Marylou…
—No creo que pegara normalmente a sus anteriores esposas, pero de puertas adentro seguro que les había amargado la vida. Hay muchas maneras de torturar a las personas, y nadie lo sabe mejor que Silas.
—¿Pero por qué perdió los estribos Regina cuando le dijo que Silas quería casarse conmigo? Sería más lógico que se alegrara, puesto que está en contra de mi relación con Monty.
Lizzie levantó la cabeza.
—No tengo ni idea, pero se comportó de una forma muy extraña. Murmuró algo que no entendí bien, pero me pareció que decía que usted es hija de Silas.
—¿Qué? Lo habrá entendido mal, Lizzie. Tal vez dijo que soy lo bastante joven para ser su hija.
—Probablemente tenga razón. De todos modos aquella noche me dio la impresión de que Regina había perdido la cabeza. Al final se fue corriendo y llamando a voz en grito a su cochero.
—Qué raro…
—Pues sí. Cuando Regina ya se había ido, vi el brazalete en el suelo. —A Lizzie le tembló la barbilla como si fuera a romper a llorar en cualquier momento—. Sé que llevo una vida pecaminosa, pero jamás robaría.
—Le creo, Lizzie. —Francesca vio que estaba completamente agotada—. Ahora intente dormir —le dijo, y apagó la lámpara.
Lizzie se quedó dormida, nerviosa, mientras Francesca reflexionaba desesperada. La historia con Regina no la dejaba tranquila. Tenía que haber una explicación para su extraña conducta, sobre todo su reacción al ver la marca de nacimiento y el peculiar encuentro con Lizzie. Todo aquello no tenía sentido.
Poco antes de amanecer, cuando Francesca por fin concilió el sueño, decidió hablar personalmente con Regina.