Era martes a última hora de la tarde cuando Francesca se dirigió con el Marylou hacia su lugar habitual de amarre, cerca de Budgie Creek. Hacía un calor abrasador, y acababan de entregar la última carga de madera del día en el aserradero de O’Shaunnessey. Joe estaba con Francesca en la caseta del timón, enseñándole algunas particularidades que necesitaba saber para su licencia de capitán. Según Joe, Francesca estaba preparada para presentarse ante el tribunal examinador durante las siguientes semanas.
Francesca se secó el sudor de la frente y el cuello. Estaba hecha polvo, y no solo por el calor. Tenía que aprender mucho si quería obtener su licencia de capitán y, como en aquel momento estaba procesando muchas otras cosas, le costaba conservar la mente clara.
—Voy a nadar —dijo finalmente.
Joe hizo una mueca de escepticismo.
—Pero donde yo te vea —contestó—. Aquí la corriente puede ser muy peligrosa.
—Tendré cuidado, papá —contestó Francesca—. Pero ya sabes que soy buena nadadora —añadió.
—Puede ser, pero este río ya le ha costado la vida a varios buenos nadadores.
Francesca, al ver expresión forzada de Joe, comprendió que seguía sin superar la pérdida de su madre, y que tenía que atender su petición. Además, tuvo que admitir que últimamente ella estaba un poco irritable debido a los encuentros diarios con Neal Mason en el barco, que pasaban factura. Como evitaba hablar con él siempre que le era posible, a bordo del Marylou se respiraba tensión, pero no habría sido justo desahogar su mal humor en su padre.
—Tal vez debería ir contigo —propuso Joe. La idea de que le ocurriera algo a su hija le resultaba insoportable.
—No me trates como a una niña, papá —contestó Francesca, con ternura para no ofenderle—. Tendré cuidado. Iré un poco más arriba del río para que no me molesten, pero te prometo quedarme en aguas poco profundas. —A pesar de que Francesca ya no era una niña, a Joe le costaba tratarla como a una adulta. Tras una prolongada separación durante tantos años, no había podido seguir cómo la niña pequeña se convertía en una mujer joven, de modo que tenía que ir acostumbrándose.
—Vigila y no te alejes de la orilla, y ten cuidado con las raíces de los árboles. Pueden ser traicioneras.
Francesca se dio la vuelta, sonrió e hizo una mueca de desesperación antes de bajar la escalera de la caseta del timonel, después de prometerle una vez más a Joe que iría con cuidado.
Mike Finnion guió el Curlew junto al muelle de Echuca, donde ya le esperaba Silas Hepburn.
—¿Y? —inquirió Silas antes de que el barco amarrara.
—Está transportando madera para Dolan O’Shaunnessey —contestó Mike.
Silas enrojeció de la rabia.
—Entonces Ezra me ha mentido —exclamó—. ¿Sabes de dónde saca Joe la madera? —Tenía que saber hasta el último detalle para convertir la vida de Joe en un infierno.
—La recoge en el bosque de Moira y la lleva río arriba a Thistle Bend para O’Shaunnessey. Ayer y hoy por la mañana ha entregado una carga entera, y por las noches amarra cerca de Budgie Creek.
Silas calculó mentalmente cuánto podía ganar Joe con eso y cuánto tiempo necesitaba para transportar la carga.
—Buen trabajo, Finnion.
Silas se frotó la barbilla, pensativo. Dolan O’Shaunnessey no se dejaría amedrentar por nada que él pudiera hacerle, así que debía enfocar el asunto de otra manera. Por suerte nunca le faltaban ideas.
—¿Puedes traerme a Zeb Critchley? Tengo un encargo para él. —Silas también tenía planeado escarmentar a Ezra Pickering después de haberle tomado por tonto—. Y cuando tenga ocasión comuníquele a Matches Maloney que quiero hablar con él.
Mike lo miró atónito.
—¿Matches?
—Date prisa —le ordenó Silas con impaciencia.
—Sí, señor Hepburn —contestó Mike, y saltó a tierra.
—A Critchley lo encontrarás en el Star, y a Matches en casa de Molly McGuire. Diles que los espero en la trastienda de Steampacket.
Mike sabía que Silas siempre tenía allí las conversaciones que exigían estricta confidencialidad.
—Sí, señor Hepburn —dijo, y se puso en camino.
El agua del río fue como una bendición para el cuerpo acalorado de Francesca. Se alejó de la orilla y se tumbó en la refrescante hondonada.
—No nades muy lejos. —Oyó que le gritaba Joe desde la cubierta del barco, desde donde la espiaba en el agua. Se había apartado un poco de la orilla para proteger su traje de baño de las miradas de Neal. Aunque dejaba poco al descubierto, Neal la había mirado con tanto deseo con esos ojos oscuros que se había sentido medio desnuda.
—No te preocupes, papá —contestó ella. En el agua fresca, toda para ella, liberó la tensión.
Poco después, Neal se acercó a la cubierta y preguntó a Joe dónde estaba Francesca. Pese a que se evitaban, todo lo que podían en un espacio tan limitado, Neal tenía olfato para saber dónde se encontraba, y su instinto le decía que no estaba a bordo.
—Está nadando —contestó Joe, que lanzó una mirada en dirección a Francesca.
Neal también desvió la mirada y vio que ella chapoteaba en el agua, bajo la sombra de los árboles que colgaban.
—Buena idea, hace un calor de muerte —murmuró. Él y todos los demás llevaban todo el día empapados en sudor.
—Quería acompañarla, pero ella no ha querido —comentó Joe.
En aquel momento se oyó la voz de Ned desde la sala de máquinas.
—¿Joe? ¿Puedes venir un momento? —Ned había descubierto una fuga en una válvula, y Joe advirtió por el tono de voz que necesitaba ayuda.
Estaba intranquilo.
—¿Puedes vigilar un momento a Francesca? —le pidió a Neal—. Solo por si acaso.
—Claro.
—No la pierdas de vista. Siempre dice que nada muy bien, pero es muy delicada, y si la arrastra la corriente podría ocurrirle algo en unos segundos…
—Yo la vigilo, Joe. No te preocupes —le aseguró Neal. Aun así, Joe tenía sus dudas. Se sentiría mejor si Francesca estuviera en tierra.
Neal sabía lo peligrosa que era la corriente allí. Más de una vez él se había visto en apuros. De haber estado solo entonces, ahora no estaría a bordo del Marylou.
—No temas, Joe. Te juro que no le pasará nada.
Joe desapareció en la sala de máquinas.
Francesca lanzó una mirada al barco, donde Neal había ocupado en un santiamén el lugar de su padre y la observaba con sus ojos oscuros. Intentó no hacerle caso, pero no lo consiguió. Cohibida, se puso a nadar muy cerca de la orilla, lejos del barco, para cobijarse bajo las copas de los árboles que colgaban. Nadó hasta que perdió de vista el Marylou y a Neal.
—¡Francesca! —Oyó que gritaba Neal.
Hubiera preferido no contestarle, pero sabía que si no lo hacía la seguiría.
—¡Estoy bien! —contestó a voz en grito, con un gesto de impaciencia. Se agarró a una de las ramas de un árbol muerto que sobresalía del río y se puso a dar patadas con las piernas para que salpicara el agua, disfrutando como una niña. Bajo la sombra de los árboles, Francesca gozó de ese refrescante momento tras el calor del día.
Neal oyó el chapoteo en el agua, pero estaba inquieto porque no veía a Francesca.
—Maldita sea —murmuró, y saltó del barco a tierra.
Francesca se fue alejando cada vez más de la orilla. Ya se había apartado unos metros cuando divisó a Neal y se puso a maldecirlo en voz baja. De pronto tuvo la sensación de que debía regresar. En aquel lugar el agua era bastante profunda, y Neal comprobó, aliviado, que, en efecto, nadaba de nuevo hacia la orilla. De pronto Francesca desapareció de su campo visual.
En ese mismo momento algo se le enredó en el traje de baño, en la pierna izquierda, a la altura de la pantorrilla. Francesca sintió un rasguño en la pierna y se quedó atrapada. Presa del pánico, intentó soltarse, pero no lo conseguía. El agua le llegaba ya por encima de la barbilla.
Neal se alarmó porque ya no veía a Francesca por ninguna parte. Gritó su nombre varias veces sin obtener respuesta alguna, y echó a correr nervioso junto a la orilla. Al llegar a los árboles, trepó por las raíces que sobresalían de la tierra y escudriñó el agua.
—¡Francesca! —gritó—. ¡Francesca! —En aquel punto la orilla del río formaba un pequeño recodo, así que no tenía una visión completa. Al ver que Francesca no reaccionaba, el pánico se adueñó de él.
Francesca respiró hondo y se sumergió para liberar el traje de baño de la raíz del árbol. No paraba de dar tirones desesperados, pero la corriente se lo impedía, de modo que enseguida se quedó sin fuerzas. Volvió a salir a la superficie del agua a tomar aire, y al hacerlo tragó agua. Se puso a toser y le costaba tragar, y de nuevo sintió miedo. Se le ocurrió quitarse el traje de baño sin más, pero enseguida comprendió que sería en vano porque tenía el tejido demasiado adherido a la piel. Sus intentos desesperados de liberarse habían acabado con sus fuerzas, y le costaba mantener la cabeza fuera del agua. Ni siquiera tenía aire suficiente para pedir ayuda.
Francesca sabía que solo le quedaban unos minutos.
Neal escudriñó de nuevo la superficie del agua sin ver a Francesca, con el corazón en un puño. De repente vio su cabeza en el agua, saltó al río y en cuestión de segundos estaba a su lado. Francesca tragaba agua y amenazaba con ahogarse. Neal intentó arrastrarla hasta la orilla, pero pronto se dio cuenta de que estaba atrapada. Respiró hondo, se sumergió y vio que la tela del traje de baño se había enredado en una rama bajo el agua, de modo que solo podía mover una pierna con libertad. Sacó el cuchillo del bolsillo de los pantalones y se puso a rasgar la tela hasta lograr liberarle la pierna. Luego volvió a la superficie, agarró su cuerpo adormecido como si fuera un remolque y nadó hasta la orilla. Con cuidado, colocó el cuerpo extenuado de Francesca en la hierba cálida.
Se inclinó angustiado sobre ella, que respiraba con dificultad. Neal comprobó que la herida de la pierna no fuera grave.
Francesca le colocó el brazo alrededor del cuello y apoyó la cabeza en el hombro, y un llanto compulsivo se apoderó de ella.
—Pensaba que… me moría —dijo entre jadeos.
Él la estrechó entre sus brazos, y la tensión fue disminuyendo.
—Ya pasó —la consoló.
—Si tú… no me hubieras… visto…
—Pero te he visto. Jamás dejaré que te ocurra nada, Francesca. Nunca —prometió Neal con ternura.
Aquellas palabras desconcertaron a Francesca. Sonaba como si realmente sintiera algo por ella… pese a haber afirmado que no le interesaba una relación seria ni una familia. Se preguntó a qué jugaba con ella. Se apartó y lo miró a los ojos.
—Eso solo debería decirse si uno lo siente de verdad, Neal. No es justo que juegues con mis sentimientos.
—Lo digo en serio, Francesca. Nunca permitiré que te pase nada. ¿Es que no acabo de demostrártelo?
—Me has salvado la vida, pero eso no te da derecho, ni mucho menos, a romperme el corazón.
Neal cerró los ojos por un instante.
—Tienes razón. Jamás podría ser el marido que tú deseas. Pero no significa que no sienta nada por ti. —Neal notó que Francesca estaba molesta, pero pensaba en Gwendolyn y en sus obligaciones—. Algunos hombres no sirven para el matrimonio.
Francesca se incorporó.
—No te entiendo —dijo—, y nunca te entenderé. —En un instante tuvo completamente claros sus sentimientos. Aunque Neal no se casara jamás con ella, eso no significaba que no sintiera nada por él. Al contrario. Fue consciente de que lo que sentía por Neal era muy distinto de lo que sentía por Monty Radcliffe. Se sentía a gusto con Monty, pero no sentía pasión por él. Cuando estaba cerca de Neal, en cambio, le parecía sentir un huracán en su interior. ¿Pero qué significaba eso?
—No le cuentes nada a mi padre del incidente, Neal, si lo haces no volverá a dejarme ir a nadar. —Cruzó los brazos sobre el pecho y se apartó a un lado, avergonzada. Estaba convencida de que parecía un gato ahogado.
—Solo si me prometes que nunca volverás a ir a nadar sola, Francesca.
Asintió. Ahora sabía por qué se preocupaba tanto su padre. Dejó vagar la mirada por el río: el agua tranquila ocultaba peligros invisibles, en forma de ramas peligrosas y una corriente que entrañaba un peligro mortal.
Cuando el Marylou se acercaba al aserradero de O’Shaunnessey el jueves por la mañana, Joe percibió un silencio extraño. No salía vapor de la chimenea de las presas, y el recinto estaba desierto. Cuando amarraron, bajó a tierra. Neal y Ned le advirtieron que se quedara a bordo hasta averiguar qué estaba ocurriendo.
Alarmado, Joe comprobó que no se veía ni un alma y que en la puerta de la calle estaba echado el cerrojo. No le encontraba explicación.
En aquel momento salió del despacho Charlie Walsh, la mano derecha de Dolan.
—¿Qué está pasando? —preguntó Joe.
—He enviado a todos los hombres a casa porque Dolan tuvo ayer un accidente grave.
Joe se quedó de piedra.
—¿Qué le ha pasado?
—Pasaba junto a este montón de madera cuando de pronto se desplomó. —Señaló una pila detrás de Joe.
Joe se dio la vuelta y miró la madera que había entregado el día antes. La había apilado con sumo cuidado antes de irse, y ahora estaba esparcida por el suelo.
—Ha sobrevivido de milagro —dijo Charlie—. Nadie le encuentra explicación a esta desgracia. La actividad queda interrumpida hasta nuevo aviso.
Joe estaba aturdido.
—¿Dolan se pondrá bien?
Charlie bajó la mirada y lanzó un suspiro.
—Se ha roto varios huesos y también tiene una herida en la cabeza, así que no se puede decir nada con certeza. Vayamos al despacho y te pagaré lo que te debemos.
—No —replicó Joe, sacudiendo la cabeza con energía—. Dale el dinero a la mujer de Dolan. Tiene varias bocas que alimentar…
No se sabía cuánto tiempo iba a estar Dolan sin poder trabajar.
—Es muy generoso por tu parte, Joe —dijo Charlie.
Joe se encaminó al barco, abatido.
Durante el trayecto de regreso a Echuca, todos estaban como aturdidos. Cada nuevo revés le robaba a Joe una pizca de esperanza de poder seguir conservando el Marylou. Recordó la oferta que le había hecho Silas: perdonarle las deudas a cambio de que Francesca se convirtiera en su esposa. Sin embargo, cada vez que veía el rostro inocente de su hija, sentía asco hacia sí mismo por considerar siquiera algo así. Jamás sería capaz de imponerle un marido como Silas Hepburn. Antes preferiría perder diez barcos.
Deprimido, Joe se compró una botella de ron cuando amarraron en Echuca; luego se sentó con Ned y Neal, y los hombres vaciaron la botella. Ned lanzó el sedal para pescar algo para la cena. Francesca, que estaba muy preocupada por su padre, se distrajo con la colada.
Hacía horas que había oscurecido cuando de pronto Francesca vio un extraño brillo rojizo por encima de los árboles río arriba.
—¿Qué es eso? —le preguntó a los hombres, que estaban sentados de espaldas a ella. Olisqueó el aire que le trajo la brisa—. Huele a humo.
Joe, Ned y Neal se levantaron y se colocaron de cara al río. Enseguida vio que el resplandor claro en el cielo nocturno era de un incendio.
—El astillero de Ezra Pickering está en esa dirección —dijo Joe. Al cabo de un instante sonaron las campanas del camión de los bomberos en el silencio de la noche—. Rápido —dijo Joe, que le quitó el balde a Francesca, lo vació y bajó de un salto a tierra. Corrió por la orilla en dirección al astillero. Neal y Ned lo seguían de cerca.
Sin embargo, cuando llegaron al recinto del astillero —sin aliento porque habían corrido un buen trecho hasta que pudieron subir a un camión con voluntarios para apagar el incendio—, ya no se podía salvar nada. Junto con otros testigos, estupefactos, entre ellos Ezra Pickering, solo pudieron contemplar con impotencia cómo la madera y los cascos de los barcos eran engullidos por las llamas. El fuego ardía y emitía calor como un alto horno. Nadie se atrevía a acercarse.
Joe se abrió camino entre el gentío hasta Ezra. Cuando llegó a él, le posó una mano de consuelo en el hombro. Ezra se dio la vuelta y, por la mirada de su rostro, Joe habría jurado que había envejecido diez años de golpe. Tenía una expresión de horror y rabia, y ambos sabían lo que le pasaba por la cabeza al otro: aunque nadie tuviera pruebas, era obvio quién estaba detrás del incendio.
—Ayer por la tarde Dolan O’Shaunnessey estuvo a punto de perder la vida —murmuró Joe en voz baja al ver de repente la conexión entre ambos incidentes.
—Ahora ya no puede hacernos nada más, ¿no? —dijo Ezra, que se volvió de nuevo hacia el fuego y observó cómo la obra de su vida quedaba reducida a cenizas—. Por lo menos a mí no. Estoy acabado.
—Lo siento, Ezra.
—De haber sabido que era capaz de hacer algo así, no habría cedido a sus amenazas. Soy yo el que debe disculparse con usted, Joe. No puedo ni mirarme en el espejo…
—No diga eso, Ezra. No puede arrebatarle su autoestima. Y le diré una cosa: antes de darle el Marylou a ese hombre, lo quemo.
Ezra bajó la cabeza.
—No tiene el punto de mira puesto en el Marylou, Joe —dijo en voz baja—, sino en su hija.
—Ya lo sé. Me ofreció perdonarme las deudas si le entregaba a Francesca como esposa. Pero si se atreve a ponerle una mano encima a mi niña, lo estrangularé con mis propias manos.