11

Lizzie Spender caminó junto a la orilla hasta el Platypus, el barco naufragado. Avistó la enorme silueta del barco y, detrás de una escotilla con el cristal roto, entrevió una luz titilante. Lizzie se quedó quieta y miró asustada alrededor mientras se tapaba mejor los hombros con el chal. No hacía frío, pero estaba temblando de miedo.

Indecisa, se quedó mirando el barco abandonado. Su desazón era debida a que no sabía qué le esperaba después de haber accedido a encontrarse con su clientela en un lugar tan solitario. En principio no era muy normal, pero a Lizzie ya no le sorprendía nada de los hombres. Podía contar con los dedos de una mano los que la trataban con respeto. La mayoría tenían una conducta execrable, pero para Lizzie los más siniestros eran los tipos raros, como los que querían quedar en un lugar aislado como aquel. Si no le hubiera ofrecido una cantidad considerable de dinero, se habría negado.

El elevado importe que ofrecía también había suscitado el recelo de Lizzie. Había recibido una nota por escrito para presentarse a las siete en el Platypus. Parecía casi una orden, y llegaba tarde. Tenía una sensación muy desagradable, y muchas prostitutas habían acabado mal por no haber obedecido a su instinto. Un buen olfato podía decidir entre la vida o la muerte.

Lizzie continuó su camino. Tenía que ir con cuidado a cada paso porque las raíces nudosas de los árboles viejos del río sobresalían como enormes dedos del fondo de arena que se unía con la orilla. Hacía dos años que «Brownie» Wilson había abandonado el Platypus en un banco de arena, donde el barco se iba pudriendo porque Brownie no tenía dinero para las reparaciones. Había entrado a trabajar en el muelle, pero sufrió otro golpe del destino cuando en un accidente de grúa se hirió gravemente la pierna y estuvo varias semanas sin poder trabajar. Silas Hepburn le ofreció un préstamo, pero Brownie había sido testigo de lo que les ocurría a los hombres que aceptaban tratos con él, así que lo rechazó. Silas reaccionó encolerizado y procuró que Brownie, una vez recuperado, no encontrara trabajo en toda la zona. Al final no le quedó más remedio que irse a Ballarat a trabajar para su hermano en la mina. Juró regresar en un máximo de cuatro semanas, pero nunca se le volvió a ver. Corrían muchos rumores, pero nadie sabía con certeza qué había sido de él.

El Platypus abandonado se había convertido en un lugar de nidificación de aves y de juegos de aventuras para los niños. Aquella tarde, no obstante, sirvió de punto de encuentro oculto para Lizzie y su cliente misterioso.

Lizzie estaba a punto de cambiar de opinión y desaparecer de aquel lúgubre lugar cuando de pronto oyó que alguien gritaba su nombre. Asombrada, comprobó que se trataba de una voz femenina. Se acercó unos pasos y vio en el marco de la puerta de un camarote una figura esbelta.

—Por favor, suba a bordo, señorita Spender —le dijo la mujer.

A Lizzie le sorprendieron las maneras cultivadas de la desconocida.

—Oiga, si se trata de su marido, será mejor que lo aclare con él —replicó—. De todos modos, yo guardaré silencio.

—No me cabe duda de que mi marido no se encuentra entre su clientela —replicó la mujer con brusquedad.

El tono de desprecio no impresionó a Lizzie. Se enfrentaba con frecuencia a la hostilidad de otras mujeres que tenían la sospecha de que sus maridos recurrían a sus servicios.

—¿Entonces qué quiere?

—Suba a bordo y se lo explicaré. —La mujer se esforzó por emplear un tono amable, pero Lizzie notó la impaciencia en su voz. Era obvio que no quería que la vieran con ella, ya que no daba muestras de salir al aire libre.

Lizzie gritó, desconfiada:

—¿Está usted sola? —Había aprendido a base de golpes que una mujer como ella no podía confiar en nadie, prueba de ello eran sus cicatrices anímicas y físicas.

—Mi cochero está esperando arriba, en el camino.

A Lizzie le dio la impresión de que la mujer decía la verdad y, como había despertado su curiosidad, subió a bordo del Platypus, pero dispuesta a estar alerta y andarse con cuidado.

En el camarote destartalado ardía una sola vela, en un rincón. Lizzie supuso que la había traído la señora. Arrojaba luz suficiente para poder reconocer a la mujer que la había citado en el Platypus: Regina Radcliffe, una de las ciudadanas más respetadas de Echuca.

—¿De qué va todo esto? —preguntó Lizzie desde el umbral de la puerta. No tenía ni la más mínima idea de lo que quería de ella Regina Radcliffe.

Regina fue directa al grano.

—¿Es cierto que conoce a una joven llamada Francesca Callaghan?

Lizzie no salía de su asombro.

—Conozco a una Francesca. Su padre es el propietario del Marylou, pero nunca hemos tenido trato. —No quería perjudicar la reputación de Francesca.

—No se haga la inocente, señorita Spender. Han visto a Francesca conversando con usted por la tarde en el muelle. —Regina advirtió, con gran satisfacción, la expresión de sorpresa en el rostro cansado de Lizzie.

—Solo estaba pasando el tiempo. Es una persona muy simpática, sobre todo con la gente como yo.

—Me alegra que tenga trato con usted. Me gustaría que entablara amistad con ella.

—¿Amistad? No lo dirá en serio.

—Lo digo completamente en serio.

—Pero… ¿por qué?

—Eso no es de su incumbencia —continuó Regina, con dificultades para dominar sus sentimientos—. Me gustaría arruinar la reputación de Francesca, y usted es la persona adecuada. —Regina esperaba que Lizzie reaccionara ofendida o enfadada, pero no paraba de mirarla casi con vanidad, y eso la irritaba.

—No me parece buena idea —contestó Lizzie, al tiempo que se colocaba mejor el chal sobre los hombros y reprimía una sonrisa.

A Regina no le gustaron sus modales.

—Su opinión no cuenta en este asunto. Recibirá una buena compensación por sus servicios.

—Me encantaría aceptar su dinero, pero sería un desperdicio —contestó Lizzie, con cierta satisfacción. Estaba harta de que la gente se considerara superior a ella sin tener ni idea de la miserable vida que llevaba—. Uno de los hombres más ricos de Echuca quiere casarse con Francesca.

A Regina la desconcertó que las intenciones de matrimonio de Monty ya fueran de dominio público.

—Es un poco precipitado hablar de matrimonio, señorita Spender. Y mi hijo podría conseguir algo mucho mejor que la hija de un capitán.

«Bruja arrogante», pensó Lizzie.

—No hablaba de su hijo.

Regina le lanzó una mirada inquisitoria.

—¿Entonces de quién?

—De Silas Hepburn.

Silas le había explicado sus intenciones sin que ella le prestara mucha atención ni le sorprendiera. Aborrecía a Silas, que siempre se ponía parlanchín después de una botella de ron. Aunque sintiera deseos de soltar un grito de pura frustración, era mejor escuchar sus groserías que complacerle o recibir golpes de él.

De pronto Regina palideció. Lizzie temía que desfalleciera.

—No puede ser… —Regina se llevó las manos a la cara—. Oh, Dios, no. ¿Es que esta pesadilla no va a tener final?

Lizzie no sabía cómo reaccionar. Miraba a Regina Radcliffe extrañada. No sabía si la idea de que Silas pudiera casarse con Francesca le repugnaba o la conmovía en lo más profundo de su corazón. En todo caso, no entendía el motivo del desconsuelo de Regina.

—¿Qué le importa que Silas tome como esposa a Francesca? —preguntó Lizzie en un susurro.

Regina profirió un sonido que parecía un grito ahogado.

—No puede… —Se le quebró la voz y se encorvó, con la mano en la zona del estómago. Cuando prosiguió, parecía que susurrara las palabras—. No puede casarse con su propia hija…

Lizzie estaba convencida de haber oído mal. Joe Callaghan era el padre de Francesca. ¿Es que Regina había perdido el juicio?

Al cabo de un momento, Regina apartó a un lado a Lizzie y salió tambaleándose del camarote. Desapareció en la penumbra llamando a Claude a gritos. Poco después, Lizzie oyó el traqueteo de las ruedas de un vehículo en el camino de tierra, y de pronto apareció de la nada la silueta de un enorme carruaje. Aunque Lizzie no veía muy bien, supuso que Regina había subido en aquel coche que se alejaba a toda velocidad.

—Qué mujer tan curiosa —dijo Lizzie en voz alta—, y el dinero ni lo he olido. —Hacía tiempo que sabía que los miembros de la llamada alta sociedad a veces tenían una conducta extravagante. Iba a apagar la vela cuando posó la mirada sobre algo que brillaba en el suelo. Se agachó para recogerlo y comprobó que se trataba de un brazalete. Probablemente lo había perdido Regina al retorcerse de la angustia que sentía en su interior.

—Es precioso —dijo Lizzie en voz alta, se colocó el brazalete en la muñeca y admiró las piedras resplandecientes, engastadas en oro. Por un instante pensó en devolverlo, pero luego pensó que por fin el destino le quería dar una oportunidad—. La señora Radcliffe seguro que tiene muchas joyas, no echará de menos este brazalete, y a mí me reportará unos chelines extra. —Con una sonrisa de satisfacción, Lizzie se dispuso a regresar a la ciudad.

En ese mismo momento, Francesca estaba sentada con Ned en la popa, desde donde él había lanzado la caña de pescar. Joe se había retirado a última hora de la tarde a echar una cabezadita y aún dormía. Al caer la noche el agua reflejaba la luz crepuscular, con matices púrpura y amarillos, que resplandecía en el horizonte. El reflejo de los inmensos árboles del río en la superficie del agua se encrespaba ligeramente con la suave corriente. A esa hora del día reinaba la tranquilidad. Las cacatúas rosas y las cotorras habían abandonado las ramas de los árboles para beber en las aguas poco profundas, mientras los pelícanos y las garzas estaban a la caza de siluros, sargos y percas de río, observadas por un halcón que volaba en círculo por encima de ellas.

—No nos has contado mucho de tu visita a Derby Downs —dijo Ned finalmente—. ¿No te gustó?

—Sí —contestó Francesca con aire ausente, pues no paraba de pensar en Regina y la extraña mirada que le había lanzado desde el balcón. Aquella mirada la perseguía.

Con un gesto de preocupación, Ned se levantó un poco el ala del sombrero, adornado con anzuelos y los cebos preparados por él a su peculiar manera.

—No suena muy convincente.

—Lo siento, Ned. Hubo un… un incidente extraño que no me quito de la cabeza.

—¿Extraño? —Ned estaba alarmado—. ¿Qué quieres decir?

Francesca lo miró y pensó que tal vez fuera de ayuda escuchar la opinión de una persona externa. En realidad pensaba comentarlo con Monty, pero temía que le pareciera una idea descabellada.

—¿Es que los padres de Monty no te trataron con amabilidad, Frannie? —preguntó Ned, con una crispación mal disimulada. «Ay, ya le han hecho algo», pensó. «¡Pues que Dios los proteja!».

Francesca se percató del tono de inquietud.

—Fueron incluso demasiado amables conmigo, Ned. Regina me dio la bienvenida con cariño, y Frederick siempre fue conmigo sumamente educado y atento…

—¿Entonces qué pasó?

—Estaba con Regina en la planta de arriba de la casa para probarme vestidos cuando descubrió la marca de nacimiento que tengo en el muslo izquierdo. De pronto se puso a temblar y tuvo que sentarse. Luego quiso verla de nuevo y me preguntó por mi fecha de nacimiento. ¿No lo encuentras raro?

Ned sintió que se le aceleraba el corazón y se dio la vuelta, por miedo a que Francesca leyera el pánico en sus ojos. No esperaba que llegara ese día, pero ahí estaba, y no tenía ni la más remota idea de qué hacer.

—Entonces se fue corriendo a su habitación y se encerró —siguió contando Francesca—. No la volví a ver hasta que me fui.

—¿Te ha… dicho algo? —preguntó Ned, al que casi le fallaba la voz del miedo.

—No. Cuando iba a subir al coche de Monty, miré de casualidad hacia arriba, y ahí estaba Regina en el balcón. Le sonreí, pero ella me miró de una forma extraña y luego se retiró. No lo entiendo. ¡Ojalá supiera por qué le he provocado semejante disgusto!

Ned contemplaba el río. Un pez se estaba acercando al sedal, pero apenas lo vio, absorto como estaba en sus pensamientos. ¿Qué sabía Regina de la marca de nacimiento de Francesca? ¿Acaso conocía a la madre biológica de Frannie? No, era imposible.

La noche en que salvaron a Francesca del agua, Joe, Mary y Ned hicieron un pacto: Francesca no debía saber jamás la verdad, pues era muy cruel. Mary consideró que era mejor hacer creer a Frannie que había venido al mundo en un entorno lleno de afecto y que tenía unos padres que no deseaban nada más en este mundo que tener un niño. Ned y Joe estuvieron de acuerdo.

Ahora Ned tenía miedo de que Regina Radcliffe le hubiera hecho algún comentario a Francesca sobre sus verdaderos orígenes. Quería evitar que supiera la verdad por un extraño, pero de todos modos no le correspondía a él revelarle las circunstancias de su nacimiento. Esa decisión debía tomarla Joe.

—¿Tú le encuentras explicación al comportamiento de Regina, Ned? —preguntó Francesca.

—Eh… no lo sé —contestó Ned, precavido—. Los ricos tienen sus excentricidades, Frannie. Yo en tu lugar me mantendría alejada de Regina… por lo menos un tiempo. —Tenía que informar a Joe urgentemente.

—Tal vez tengas razón, Ned. ¿Crees que debería hablar con Monty de ello?

—No —se le escapó a Ned con más vehemencia de la que pretendía.

Francesca lo miró sorprendida.

—Saldría en defensa de su madre, Frannie —dijo Ned, al tiempo que intentaba disimular el pánico en la voz—. Es normal.

—Yo también lo había pensado —coincidió Francesca, que apoyó la cabeza en el hombro de Ned como hacía de niña.

Francesca se preguntaba si alguna vez tendría ocasión de hablar de ello con Regina.

Aquella tarde, Silas Hepburn estaba especialmente de mal humor cuando puso los pies en el recinto del astillero de Ezra Pickering. Joe Callaghan había pagado el viernes por la tarde la cuota pendiente, cosa que Silas no esperaba. Joe solo había devuelto los intereses, y aun así Silas estaba que echaba chispas porque no había averiguado para quién trabajaba. Sin embargo, eso no le impidió seguir investigando, y sin duda el astillero era un buen lugar por donde empezar.

Furioso, Ezra vio que Silas volvía a estar en su propiedad. Pronto descubriría si esperaba más «favores».

Ezra renunció a saludarle.

—Tengo mucho que hacer, Silas —le dijo—. Así que, si no necesita un barco nuevo, le deseo que tenga un buen día. —Se dio la vuelta, dispuesto a irse.

—No tan deprisa, Ezra. Joe Callaghan vuelve a estar en el negocio. Y me va a decir ahora mismo para quién trabaja.

—¿Cómo iba a saberlo? —replicó Ezra, que torció el gesto sin amedrentarse. Daba igual lo que dijera Silas o con qué lo amenazara, no iba a contar nada. Todo el mundo tiene sus límites morales.

Silas lo miró con aire sombrío.

—Hace una semana más o menos le vi hablando con Joe en el muelle.

—¿Y? —repuso Ezra, con la voz un tanto más temblorosa. Pese a reunir todo su valor, Silas lo ponía nervioso—. Puedo pasar el rato con quien quiera.

—¿Le ha dado algún consejo para poder encontrar trabajo?

—Solo le pregunté cómo se las arreglaba. No está prohibido.

—No sabe mentir, Ezra —afirmó Silas. Pensó que no iba a sacar nada en claro de él, así que se reafirmó en su decisión de seguir indagando y averiguar para quién trabajaba Joe. Ya había pensado en hacer que Mike Finnion siguiera a Joe con el Curlew cuando el Marylou zarpara del muelle el lunes por la mañana. La compra del Curlew supondría una pérdida económica, pero si servía para descubrir qué se traía entre manos Joe, que así fuera.

—He respetado nuestro acuerdo, así que fin de la cuestión —dijo Ezra—. ¡Buenas tardes! —Se volvió y se fue dando zancadas.

—Pronto lo descubriré —dijo Silas con sarcasmo—. Si no es por usted, será gracias a otra persona.

Ezra volvió a acercarse a él y se lo quedó mirando.

—La situación de Joe me provoca remordimientos. Es un hombre honrado.

Silas permaneció impasible ante el comentario, con expresión indiferente. Para Ezra aquel hombre no tenía conciencia.

—¿Qué pretende, Silas? ¿Qué tiene Joe que desee con tanta urgencia? No puede ser el Marylou, ya es propietario o copropietario de varios barcos. ¿Qué es, entonces?

Los ojos grises de Silas emitieron un destello, y soltó un suspiro.

—Un hombre nunca tiene bastante, pero en este caso estoy interesado en una joya muy especial —contestó.

Ezra arrugó la frente, desconcertado. Entonces abrió los ojos de par en par.

—No se referirá… ¿No se referirá a Francesca?

Silas levantó una ceja y esbozó una sonrisa burlona, que enseguida puso de mal humor a Ezra. Silas se dio la vuelta sin decir palabra y salió despacio del recinto, balanceando el bastón y silbando una melodía alegre.

Ned caminaba solo por High Street cuando vio por casualidad a Regina Radcliffe en la otra acera. Aún no había tenido ocasión de hablar con Joe porque seguía durmiendo, y quería averiguar qué sabía Regina antes de cargarle con otra preocupación. Mientras la observaba, pensó que parecía distraída y desolada. Tenía el rostro ceniciento y aspecto de haber llorado. Sin embargo, Ned no quería dejar pasar la oportunidad de hablar con ella. Cruzó la calle a paso ligero.

Regina se dirigía al hotel Bridge a buscar a Silas. No pretendía decirle que conocía sus intenciones, sino desacreditar a Francesca para convencerlo de que la chica poseía un carácter problemático y que debía desistir de sus planes de casarse con ella. La mera idea le provocaba náuseas, así que tuvo que pararse y respirar hondo para calmar su estómago.

Ned estaba a unos tres metros de ella cuando Regina lo vio con el rabillo del ojo. Enseguida se adueñó de ella el pánico.

Con el corazón a mil, Ned se acercó a ella.

—Disculpe, señora Radcliffe, ¿podría hablar un momento con usted?

Regina fingió no oírle y se dispuso a entrar en la tienda de telas de Gregory Panks.

—Señora Radcliffe. —Ned no se dejó amilanar—. Deberíamos hablar de un asunto importante…

Regina se detuvo, dio media vuelta y miró a derecha e izquierda para comprobar si los observaban.

—¿De qué se trata? —preguntó con impaciencia, resuelta a no demorarse mucho.

Ned no había tenido nunca trato con ella, de modo que la hostilidad de Regina le sorprendió.

—Soy Ned Guilford. Trabajo para Joe Callaghan…

—Sé quién es. ¿Qué quiere? Tengo una cita.

—No tardaré mucho. —Ned carraspeó, nervioso—. Francesca me ha explicado lo que ocurrió en Derby Downs…

Regina lo interrumpió alarmada.

—¿De qué habla?

Por un momento Ned dudó de si estaba haciendo lo correcto. Por el gesto de rechazo de Regina supo que no se lo pondría fácil, pero no le quedaba otra elección, por Frannie.

—Me dijo que se interesó por su marca de nacimiento. ¿Sabe algo de…?

—No sé a qué se refiere —contestó, y se dio la vuelta dispuesta a irse, pero Ned la agarró del brazo y se percató de lo mucho que temblaba. Regina vio la mano y lo miró con absoluto desprecio por haber osado tocarla.

«¡Mi brazalete!», pensó de pronto, al ver que no lo llevaba en la muñeca. ¿Dónde estaba?

Turbado, Ned retiró la mano, pero estaba decidido a descubrir la verdad.

—Siento ser tan descortés, pero estoy seguro de que sabe de qué hablo. Francesca no sabe las circunstancias exactas de su nacimiento…

Regina recordó con claridad la imagen de ella dando a luz en la orilla del río, y estuvo a punto de desmayarse.

—¿De dónde saca semejante afirmación? —replicó, con la voz entrecortada. Notó que otros transeúntes se fijaban en ella, así que se recompuso con mucho esfuerzo.

—Porque se interesó por su marca de nacimiento —contestó Ned en voz baja. No tenía pruebas concluyentes, pero su instinto le decía que Regina sabía algo más—. ¿Usted sabe que Mary no era la madre biológica de Francesca, verdad? —Regina no mostró la más mínima sorpresa, así que Ned se sintió reforzado para correr el riesgo—. ¿Sabe quién es la verdadera madre de Francesca? ¿Es una de sus empleadas del hogar?

De pronto Regina se sintió aturdida.

—Por supuesto que no. No sé nada de la madre de Francesca, pero le aconsejo que no le cuente nada de las circunstancias de su nacimiento —dijo—. No hace falta que sepa nada.

Aquella última frase levantó las suspicacias de Ned. No entendía por qué Regina defendía no decirle nada a Fran cuando acababa de afirmar que no sabía nada del asunto.

—No tenía intención, pero me daba miedo que usted le dijera algo.

—Ni hablar. —Regina levantó la barbilla, decidida a ocultar a toda costa que había tenido relaciones con Silas Hepburn y había abandonado a su hija en común en el río. Era consciente de que se había dejado llevar cuando Lizzie Spender le contó las intenciones de Silas. En ese momento Regina no pudo controlarse, la idea de que Silas quisiera casarse con su propia hija le había causado una profunda impresión. Sin embargo, dudaba que Lizzie hubiera entendido algo, y que lograra encontrarle una explicación. No era tan lista—. Me interesó la marca de nacimiento porque es muy peculiar. Entonces sentí un vahído. Si Francesca le ha contado otra cosa, es fruto de su imaginación. Y ahora, si me disculpa…

—¿Pero por qué le preguntó cuándo…? —Ned no tuvo oportunidad de terminar la frase porque Regina se fue presurosa. Quería preguntarle por qué le había preguntado a Francesca por su fecha de nacimiento y por qué la había mirado de una forma extraña desde el balcón. A Ned le pareció que la explicación que le había dado Regina de su interés por la marca de Francesca no se sostenía. Su inquietud aumentó.

De regreso al embarcadero decidió no contarle nada a Joe del incidente con Regina. Estaba seguro de que Regina no diría nada, y esperaba que Francesca también se contuviera, puesto que Joe ya tenía bastantes preocupaciones con la devolución del préstamo de Silas.

Regina encontró a Silas en su despacho del hotel Bridge. Se detuvo un momento en el marco de la puerta y observó cómo trabajaba mientras ella sacudía la cabeza, extrañada. Su relación fue corta y disparatada, y se arrepintió de ella durante toda su vida. En aquel momento Regina no entendía que un hombre tan repulsivo pudiera haber engendrado una hija tan guapa como Francesca. Regina había imaginado que su hija guardaría un gran parecido con su padre, así le resultaba más fácil no pensar en ella. Pero Francesca era el vivo retrato de su madre…

Dieciocho años atrás, cuando se fijó en Silas, lo encontró encantador, pero si lo pensaba bien con la perspectiva —como había hecho en incontables ocasiones porque su conciencia no la dejaba tranquila— llegaba a la conclusión de que fue su ímpetu y su ambición las que la habían atraído. Además, por aquel entonces se sentía terriblemente sola cuando Frederick se ausentaba durante mucho tiempo por el ganado, y Silas se comportó como un admirador testarudo, a cuyo cortejo ella finalmente cedió. Sin embargo, con el tiempo, a medida que su ímpetu se iba transformando en falta de escrúpulos, desveló su verdadero carácter y se convirtió en el monstruo que era hoy en día.

Silas notó que estaba siendo observado y levantó la mirada. Siempre se alegraba de ver a Regina, y en su egoísmo olvidaba que con los años ella había llegado a sentir un profundo rechazo hacia él.

—Buenos días, Regina —la saludó, sin que surtiera efecto el tono amable que siempre empleaba con ella. No se fijó en que estaba cansada y pálida.

Regina estaba demasiado centrada en el objetivo de su visita para prestar atención al cálido saludo.

—Estaba en la ciudad y he pensado pasar a verte. Espero no haber venido en mal momento.

Silas intentó dejar a un lado por un instante su rabia contra Ezra Pickering.

—Por supuesto que no. Ya sabes que siempre eres bienvenida. —Se ahorró el comentario de que solo aparecía cuando quería algo de él, y rara vez ocurría que Regina se encontrara sin recursos—. ¿Te preocupa algo? ¿Tienes un problema en los negocios?

—No. Ahora mismo estoy un poco confusa… me preocupa Monty.

Silas se fijó con más detenimiento y advirtió que nunca había visto a Regina en un estado tan espantoso. Saltaba a la vista que realmente estaba en serios apuros.

—¿Qué le ocurre a Monty?

—Está viendo con regularidad a una chica, la hija de un capitán… —Regina notó que Silas se crispaba al oír aquellas palabras.

—¿Y eso te disgusta? —preguntó Silas, con la esperanza de que la respuesta fuera afirmativa. Si Monty desaparecía del mapa y si Regina se oponía a la relación, sin duda, él tendría más facilidades.

—Naturalmente. ¿Te haría feliz que tu vástago le hiciera la corte a una mujer con una posición social inferior a la suya?

Silas no contestó. En las mujeres valoraba más la belleza, la conducta y que tuviera una figura bonita que sus orígenes familiares, pero no esperaba que una madre que consideraba que su hijo era un buen partido compartiera su opinión.

—Además, tengo motivos para suponer que esa Francesca flirtea con otro hombre —continuó Regina, mientras observaba la reacción de Silas.

Al principio Silas se quedó mudo. Regina vio que le había subido toda la sangre a la cabeza y que se le habían formado gotas de sudor en la frente.

—Por eso estoy aquí —añadió Regina—. Me gustaría saber qué sabes de ese tipo.

—¿Cómo se llama? —Silas apenas podía contener su ira.

—Neal Mason. Creo que ahora está trabajando en el Marylou. No lo conozco personalmente, pero sí sé la fama que tiene entre las mujeres. Tras una conversación con él, Monty tuvo la impresión de que está enamorado de Francesca. Le he dicho que no debería darle importancia, pero ahora ella ha pasado un fin de semana en Derby Downs y algo me dice que tiene una relación íntima con ese chico.

Silas jadeaba, y el rostro carnoso se le fue oscureciendo. No podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Y ella qué dice?

—En el fondo no mucho, pero se pueden leer entre líneas algunos indicios. Hay que ser mujer para verlo. Creo que le está tomando el pelo a Monty. Es obvio que es una pequeña estafadora refinada. Por mí que se quede con ese Neal Mason. De todos modos no encaja con una persona con un prestigio social tan elevado como Monty. Por desgracia está loco por ella. Y debo decir que realmente es una chica preciosa… lástima que sea de clase baja. Monty podría conseguir algo mejor. Si sigue adelante con esa relación arruinará su reputación, y la ciudad entera se reirá de él a sus espaldas. Nadie le tiene respeto a un hombre que pierde la cabeza por una cara bonita, sobre todo si el nombre de esa chica está en entredicho. Seguro que estarás de acuerdo conmigo, Silas. Tal vez puedas hacer entrar en razón a mi hijo.

Silas se había quedado de una pieza. No sospechaba en absoluto que Neal Mason estuviera interesado en Francesca, y se sintió idiota. Aun así, estaba seguro de que Regina se equivocaba al atribuirles una relación íntima.

—Joe Callaghan jamás permitiría que Neal Mason pusiera en un compromiso a su hija… y menos delante de sus narices. Aunque personalmente no le tengo mucha simpatía a Joe, no puedo negar que goza de gran respeto en el río, aunque puede convertirse rápidamente en un déspota.

Regina asintió. Realmente Joe Callaghan era conocido por su irascibilidad. Sin duda era un padre solícito para Francesca, pero Regina también sabía que dos amantes siempre encontraban los medios y la vía para estar juntos si querían.

—Los hombres que desean impresionar a una mujer pueden ser muy ocurrentes —dijo. Apenas había terminado de pronunciar la frase cuando fue consciente de que también era aplicable a la conducta de Silas dieciocho años atrás, y se sonrojó.

Silas también recordó la insistencia y las ocurrencias con las que había cortejado a Regina. Cuanto antes pudiera concederle Joe la mano de Francesca, mejor. Tenía que poner entre la espada y la pared a Joe de alguna manera.

—Hablaré con Monty —murmuró, distraído, para darle a entender a Regina que quería estar solo.

Regina había logrado su objetivo y estaba satisfecha.

—Te lo agradezco, Silas. Monty te escuchará, te respeta. —No estaba segura de si era cierto, pero sabía que siempre era una ventaja dar coba a Silas.

Regina se encaminó hacia la puerta y se volvió por última vez hacia él. Le habría encantado gritarle: «¡Es tu hija!», pero el dominio sobre sí misma fue más fuerte.

Silas se sentó, con los codos apoyados sobre la mesa y la cabeza en las manos. Regina sabía que le había dado mucho sobre lo que reflexionar. Tenía la esperanza de que, durante su conversación con Monty, fuera capaz de convencerle de que era mejor cambiar de opinión respecto de Francesca, y estaba convencida de que ambos dejarían de cortejarla. Por un lado, no podía permitir que Silas se casara con su propia hija, y por otro tampoco podía decirle la verdad, ya que inevitablemente correría la voz.

A Silas lo atormentaba que precisamente un donjuán como Neal Mason hubiera encendido la pasión de Francesca. Tenía que encontrar una manera de deshacerse de aquel tipo antes de que Francesca se rindiera a sus encantos.

Enseguida se le ocurrieron varias ideas.