10

Cuando el coche de Monty paró delante de la mansión, se abrió la puerta de entrada y Regina salió al porche.

—Bienvenida, Francesca —saludó con alegría, y bajó los escalones—. Estamos muy contentos de que haya venido.

—Muchas gracias por la invitación, señora Radcliffe —contestó Francesca. No pudo evitar pensar en cómo la recibió Regina en su primera visita. La diferencia era abismal—. Me alegro de estar aquí.

—Sé que a Monty le gustaría enseñarle la finca, pero espero que también le reserve algo de tiempo a su madre para que nos conozcamos mejor. —Sonrió a su hijo con aire conspiratorio, y Francesca tuvo la sensación de ser víctima de un complot.

—¿Acaso he dicho lo contrario, madre? —preguntó Monty con fingida resignación, pero su sonrisa traviesa le delató.

—No, solo pretendía ser educada —contestó Regina entre risas, tomó del brazo a Francesca y la acompañó al porche—. Nos gustaría que se sintiera relajada y cuidada, Francesca —dijo—. Si lo desea, puede darse un baño antes de cenar. Siendo la única mujer a bordo del Marylou, probablemente tendrá poco espacio para la intimidad y para darse un capricho, ¿no es cierto?

Francesca se quedó atónita, no esperaba en absoluto aquella oferta por parte de Regina. Si Francesca quería darse un baño a bordo del Marylou, tenía que contentarse con una pequeña tina y llevarla cada vez a su estrecho camarote, así que la idea de repantigarse en una gran bañera era magnífica.

—Me encantaría echarme en una bañera como Dios manda, pero no querría causarle molestias…

—Ya esperaba esa reacción —la interrumpió Regina—. Por eso hace horas que le he mandado a Mabel que pusiera agua a calentar. —Atravesaron el salón—. Debe de estar sedienta. Haré que nos traigan té, Monty llevará su bolsa arriba a una de las habitaciones de invitados. —Lanzó una mirada por encima del hombro—. ¿Verdad, cariño?

—Sí, madre —contestó Monty, que empezaba a perder la esperanza de pasar unas horas a solas con Francesca.

—Ahora mismo están aquí los esquiladores y hay mucho que hacer, pero es una buena ocasión para hacerse una idea del funcionamiento de la finca. Frederick está en los establos, pero regresará para la cena. Y ya que hablamos de la cena, le he encargado a Mabel que prepare su especialidad, cordero asado con gelatina de menta. Está delicioso.

Francesca se sentía abrumada ante semejante recibimiento. Esperaba un poco más de cordialidad que en su primera visita, sobre todo porque Monty le había dicho que la idea de invitarla a pasar el fin de semana había sido de su madre, pero aun así le sorprendió que Regina Radcliffe le diera la bienvenida con los brazos abiertos de esa manera. No olvidaba las palabras de su padre sobre las diferencias sociales y la posibilidad de un matrimonio de conveniencia para Monty.

Después del té, Regina acompañó a Francesca a su habitación. Igual que los cuartos de la planta baja, también era de dimensiones generosas, y cuando Regina la llevó al balcón a través de la puerta de cristal, Francesca se quedó boquiabierta: ante ella, a kilómetros de distancia, corría el río. Se apoyó en la baranda del balcón, desde donde se veía toda la entrada y el vasto paisaje de cerros.

—Las vistas son fantásticas, ¿verdad? —comentó Regina—. Con el tiempo me he acostumbrado, por desgracia. —Se dirigió de nuevo a la habitación, y Francesca la siguió.

—Estoy segura de que se sentirá a gusto en esta habitación.

—La cama parece de un rey —dijo Francesca al ver que solo el lecho era tan grande como todo su camarote en el Marylou. Era una cama preciosa con cortinas de seda que colgaban de unas cintas. Sobre el baldaquín colgaba una mosquitera.

—No es tan grande como mi cama, pero es igual de blanda. Si abre la puerta del balcón, le entrará una brisa agradable en la habitación, pero esta noche puede hacer un poco de fresco. —Regina se dirigió a otra puerta y dijo—: Aquí está el baño. Amos debería haber llenado ya la bañera.

Francesca no podía creer lo que estaba oyendo, que hubiera un baño solo para una habitación.

—¿Amos?

—Bueno, tesoro, tengo que avisarle. Si se encuentra con un hombre extraño que pone cara de susto ante la primera mirada, es Amos Compton. Es fuerte como un roble, por eso lo necesitamos aquí. Ayuda a Mabel con las tareas pesadas, recoge los víveres de la ciudad o sube el agua para el baño. En realidad su trabajo consiste en ayudar a Frederick con la silla de ruedas. No está en situación de meterse en la tina, en la cama o de subir al coche de caballos.

—Ya entiendo —dijo Francesca.

Regina atravesó un estrecho pasillo hacia una sala pequeña, en medio de la cual había una bañera llena hasta más de la mitad con agua que desprendía vapor. En un rincón había una silla, en el otro un pequeño aparador con toallas y jabón.

Regina metió un dedo en el agua para probarla.

—Está a una temperatura agradable. La dejaré sola antes de que se enfríe el agua —dijo—. Tómese su tiempo. Normalmente nos cambiamos de ropa para cenar, así que le prepararé algunos vestidos bonitos para que se los pruebe.

Francesca no sabía si sentirse halagada u ofendida, y por lo visto lo llevaba escrito en la cara, porque Regina le dijo con una sonrisa amable:

—Espero que no se lo tome a mal, pero como no tengo hijas me produce un placer especial ponerle vestidos bonitos a una joven preciosa como usted. —Por consideración a Francesca se ahorró el comentario de que Monty esperaba casarse con ella algún día, de modo que, como miembro de la familia Radcliffe, tendría que cumplir ciertos requisitos.

Decidió dejarlo para más adelante.

Cuando Francesca terminó el baño, encontró sobre la cama una selección de varios vestidos preciosos. Mientras Francesca los admiraba, Regina entró en la habitación con tres más en el brazo.

—Ah, ahí está —dijo—. ¿Ha disfrutado del baño?

—Ha sido delicioso —contestó Francesca. Nunca se había sentido tan relajada—. De todos modos creo que mi imaginación me ha jugado una mala pasada, porque me ha dado la impresión de que el agua olía a rosas.

—Sí, es cierto. He encargado a Mabel que vertiera agua de rosas en la bañera. No solo deja el aroma en la piel, una se siente así mucho más femenina. Debería utilizarla con regularidad. Es de esas pequeñas cosas que la hacen destacar sobre el resto. Bueno, ¿qué le parecen los vestidos?

Destacar sobre el resto… a Francesca le sorprendió el modo de expresarse de Regina, y no supo cómo interpretarlo.

—Todos son maravillosos. Soy incapaz de decidirme.

Regina colocó los vestidos con cuidado sobre la cama.

—Pruébese primero este —dijo—. Es uno de mis preferidos. —Lo cogió y lo dejó con cautela sobre el biombo que había en el rincón. Acto seguido eligió un segundo vestido, mientras Francesca pasaba detrás del biombo y se quitaba el suyo, más modesto. Luego se puso el de gala y metió los brazos en las mangas abombadas. El corpiño era de terciopelo negro, igual que la falda, que tenía también cuatro tiras blancas. El tejido negro tenía un ribete blanco, y las franjas blancas, uno negro. El vestido era precioso. Cuando Francesca abrochó todos los cierres, salió de detrás del biombo para mirarse en el espejo de cuerpo entero que había en el rincón opuesto de la habitación.

—Es muy bonito —dijo, mientras se observaba, maravillada, desde todos los puntos de vista—. Y sienta como un guante.

—Le queda bien —replicó Regina, que se sintió retrotraída al pasado al ver que Francesca parecía ella veinte años antes. Al ver el sorprendente parecido, Regina se reafirmó en su opinión de que aquella joven, con su apoyo, un día sería el orgullo de la familia—. Tiene una figura muy bonita, pero debe tener mucha disciplina para conservarla.

Francesca se quedó sin habla. Comía todo lo que quería sin engordar, por eso le sorprendió aquella advertencia de Regina, poco delicada.

Regina se colocó junto a Francesca, le corrigió la postura levantándole un poco los hombros y le recogió el cabello en un moño.

—No debería llevar el cabello suelto, produce un efecto desaliñado. Siempre hay que tener muy en cuenta proyectar una imagen pulcra. —Regina observó a Francesca con los labios fruncidos—. El pelo recogido en alto o una trenza le dan una apariencia muy elegante. En un futuro deberíamos tenerlo en cuenta.

A Francesca le daba la impresión de estar en una escuela de buenos modales para chicas. Algunas de sus antiguas compañeras de estudios de Pembroke, de familia acomodada, le habían contado con todo detalle las experiencias de sus hermanas mayores en esas instituciones, adonde las enviaban una vez terminados los estudios. Por lo visto predominaba un tono estricto, así que Francesca se imaginó sin querer docenas de Reginas tirando de ella por todas partes, poniendo reparos a su aspecto.

Francesca se probó algunos vestidos más. Cada uno era más bonito que los demás. Sobre todo le habían gustado uno de color turquesa y otro de terciopelo rojo y azul, pero el que más le gustaba era uno de encajes blanco con una cinta de color azul claro.

—No es una elección fácil. Todos los vestidos son irresistibles, pero el blanco es mi favorito. —Francesca sonaba exaltada de la emoción de poder llevar aquel vestido de ensueño—. Es muy elegante —se entusiasmó.

—Un vestido destaca por la chica que lo lleva, así que la barbilla delante y los hombros hacia atrás. Y nunca levantes la voz, no es adecuado.

Francesca se encogió de hombros. Regina la había criticado varias veces por su manera de expresarse y su postura. Poco a poco empezó a sentirse demasiado cohibida para comportarse con naturalidad, como ella era.

—Tiene que probarse otra vez este de aquí —dijo Regina, al tiempo que ponía un conjunto de dos piezas encima del biombo, mientras Francesca se quitaba el vestido blanco. Le habría encantado aparecer en la cena con ese vestido, pero no quería decepcionar a Regina negándose a probarse más prendas. Ya estaba más que convencida de que tenía que arreglarse. Le atormentaba la pregunta de cuántas jóvenes que Monty había llevado a casa habían pasado por aquel procedimiento, y cómo habían salido airosas de él. Era obvio que no habían cumplido las expectativas de la familia, de lo contrario Francesca no sería en ese momento el blanco de las críticas y consejos de Regina sobre qué debía hacer para «destacar sobre las demás».

La falda de seda, color azul marino, estaba fabricada de una sola pieza amplia. En la cintura contaba con varios cierres que pusieron a Francesca en apuros.

—¿Ocurre algo? —preguntó Regina cuando al cabo de unos minutos Francesca seguía sin salir.

A Francesca le daba vergüenza decir la verdad. Se sentía torpe, lo que en cierto modo era verdad.

—No sé cómo va —confesó, mientras manoseaba los cierres.

—Es una falda cruzada que se abrocha en el lado izquierdo —contestó Regina con cierta irritación—. Yo se lo enseño. —Acto seguido entró detrás de la pantalla, le quitó la falda a Francesca, se la colocó alrededor de la cintura y buscó los cierres para abrocharse la falda. Entretanto lanzó una breve mirada al muslo izquierdo de Francesca, donde tenía el lunar. De pronto paró la mano y le cayó la falda al suelo entre los dedos.

Francesca la recogió.

—¿No funciona? —preguntó.

—¿Qué? —Regina se la quedó mirando—. Ah, yo… bueno, sí. —Volvió a ponerse la falda—. Es un lunar muy poco común —dijo, con la mirada fija en él.

Francesca notó que Regina se había quedado pálida y que de pronto le temblaban las manos.

—Sí, es cierto. ¿No se encuentra bien, señora Radcliffe?

—Estoy un poco… mareada. Tengo… tengo que sentarme un momento. —Le costó llegar a la cama y dejarse caer. Francesca se cubrió enseguida con una bata y se acercó a ella.

—¿Quiere que avise a Monty? —preguntó, pero Regina parecía no oírla. Tenía la mirada perdida en el vacío.

—¿Quiere que le traiga un vaso de agua? —preguntó Francesca, cuya preocupación aumentaba.

Regina desvió la mirada despacio hacia ella y observó con atención su rostro. De nuevo comprobó el enorme parecido que existía entre ellas. Las dos tenían el cabello oscuro, los ojos azules y la misma forma del rostro. Además, a ambas les encantaban los números, los cálculos, la contabilidad: ¿de cuántas mujeres se podía decir lo mismo? Regina recordó que Francesca le dijo que había nacido en el río. Pero también podría ser todo una casualidad… ¿verdad?

—¿Puedo ver otra vez el lunar? Es realmente extraño.

Perpleja ante su deseo de verlo, Francesca se lo volvió a enseñar. Regina lo observó con atención y lo acarició con los dedos.

—Mi madre me puso el nombre de Francesca Estrella porque la marca tiene la forma de una estrella —dijo Francesca, en cuyo orgullo se percibía cierta tristeza.

De hecho representaba una estrella de cinco puntas casi completamente proporcionada, como vio Regina. Seguro que no había otra y, aunque la hubiera, los recuerdos no le daban tregua. La noche en que su bebé llegó al mundo solo vio aquella marca de nacimiento bajo la luz de la luna un instante, pero estaba segura de que estaba en el muslo izquierdo. Regina intentó convencerse de que se había confundido, pero en su fuero interno sabía que su sospecha era fundada. La marca era inconfundible.

Era increíble que su hija se hubiera hecho mayor durante ese tiempo… y que muy probablemente estuviera sentada a su lado.

—¿Cuándo nació? —preguntó Regina con un hilo de voz. Tomó aire y rezó para sus adentros para que Francesca no dijera el 3 de octubre.

A Francesca le pareció una pregunta extraña, pero al parecer, por algún motivo, era muy importante para Regina.

—El 3 de octubre, ¿por qué lo pregunta?

Regina lanzó un grito ahogado. Con un último rayo de esperanza, preguntó:

—¿De qué año…? —Monty le había dicho que Francesca era joven, pero nunca había mencionado su edad. Su hija debería tener diecisiete años.

—¿Por qué le interesa tanto?

—¿De qué año? —insistió Regina. Tuvo que concentrar todas sus fuerzas en conservar el dominio sobre sí misma.

—1866. Pero, por favor, dígame por qué quiere saberlo.

—Dios mío. —Regina se tapó el rostro con las manos, se levantó de un salto y salió corriendo de la habitación.

Desconcertada, Francesca la siguió hasta la puerta y vio que Regina caminaba presurosa por el pasillo hasta su dormitorio y cerraba la puerta de un golpe. Oyó que cerraban la puerta por dentro. Sin saber qué hacer, se vistió y se dirigió a la planta baja, donde esperaba encontrar a Monty.

Mientras bajaba la escalera vio a Monty en el salón. Estaba leyendo el periódico.

—Su madre no se encuentra bien —dijo Francesca mientras bajaba los últimos peldaños. Entonces se percató de que Frederick también se encontraba en el salón.

—¿A qué se refiere? —contestó Monty, preocupado.

—¿Le pasa algo? —inquirió Frederick, que movió la silla de ruedas en dirección a ella.

—No lo sé. Estábamos en mi habitación, me he probado un vestido, y de pronto se ha quedado pálida y se ha ido corriendo a su dormitorio.

—Voy arriba, padre —dijo Monty. Dejó caer el periódico y subió corriendo la escalera de dos en dos escalones.

—Le pediré a Mabel que le lleve agua fresca a Regina —dijo Frederick.

Mientras los hombres se iban, Francesca caminaba de aquí para allá, inquieta. El comportamiento de Regina la confundía y la asustaba al mismo tiempo. En un momento había cambiado por completo. ¿Y qué tenía que ver con su marca y su fecha de nacimiento?

El ruido de la silla de ruedas de Frederick al acercarse al salón la sacó de sus cavilaciones. En aquel momento apareció Mabel con una jarra de agua y un vaso, y Monty también volvió a bajar la escalera.

—¿Qué le pasa a tu madre? —preguntó Frederick.

—Dice que está bien. Por lo visto solo ha sido un vahído. Se ha tumbado un rato.

—¿Quieres decir que no deberíamos llamar al médico? —preguntó Frederick.

—Se lo he propuesto, pero dice que no hay motivo. Llévele el agua arriba, Mabel —indicó Monty al ama de llaves.

—¿Ha dicho algo sobre mí? —preguntó Francesca.

—Ni una palabra. Seguro que se recuperará —contestó Monty, al tiempo que tomaba del brazo a Francesca—. No creo que sea nada serio.

Francesca se preguntó si ella había sido el desencadenante de la agitación de Regina. Sin querer fue asumiendo la idea de que Regina estaba desesperada porque jamás lograría hacer de ella, Francesca, una dama que se adecuara a sus principios.

Regina no quiso cenar y se quedó en su habitación. Francesca, Monty y Frederick conversaron durante horas sobre esto y aquello, pero era obvio que ambos estaban preocupados, más al ver que Regina renunciaba a su plato favorito, el cordero asado. Además, aunque Francesca no podía saberlo, no era nada propio de Regina retirarse cuando había invitados en casa. Siempre había valorado mucho el ser una buena anfitriona y ocuparse personalmente de las visitas.

Monty fue dos veces a la planta de arriba a ver a su madre. La primera vez se negó a abrir la puerta; la segunda no reaccionó cuando llamó a la puerta, así que supuso que estaba durmiendo. Preocupado, intentó entrar por la puerta del balcón, pero también estaba cerrada, lo que lo inquietó aún más.

Francesca notó el desasosiego de los dos hombres. No lograba quitarse la sensación de ser la responsable. Tal vez había tardado demasiado en probarse la ropa y había alterado a Regina.

Cuando Frederick se hubo retirado, Monty y Francesca se pusieron ropa más cómoda y dieron un paseo hasta el río. Era un día sin viento, así que no hacía demasiado frío. Bajo la tenue luz de las estrellas y la luna se avistaban los canguros pastando. Monty había llevado una linterna para ir con cuidado por dónde pisaban, después de que el ganado llevara casi toda la semana paciendo en aquella zona. Al principio Francesca pensó que estaba exagerando por ella, pero enseguida fue consciente de que él también se sentía inseguro. Le había dejado las botas de goma de Regina y también se había puesto unas, así que la idea de encontrar excrementos de vaca no era tan terrible. Le tomó el pelo por su extrema prudencia hasta que Monty se echó a reír.

—Alguien que vive en una granja de ganado bovino en el fondo no debería tener miedo de encontrarse con excrementos de vaca, ¿no? —dijo Francesca.

Monty la miró cohibido.

—En realidad yo no tengo nada que ver con el ganado, Francesca. Mi padre se ocupa de las adquisiciones, yo organizo las subastas y me encargo de las ventas de la lana. Además, soy responsable de nuestros negocios en la ciudad.

Francesca reconoció que Monty no tenía manos de trabajador, y le costaba imaginarlo a lomos de un caballo para atrapar a un animal con el lazo o reunir a las ovejas. Era demasiado elegante para eso. Pensó qué opinaría Frederick de su hijo siendo ambos tan distintos.

—Es usted increíble, Francesca —comentó Monty—. Con la misma facilidad con que se pone un vestido de noche arrebatador, va con botas de goma por un prado lleno de excrementos de vaca. Y, lo que es más importante, es usted una bendición para mí. —Le rodeó la cintura con el brazo y la acercó a él—. Me da la sensación de haber estado esperándola toda la vida.

Francesca se sintió halagada, y de nuevo sintió esa cálida sensación agradable que siempre la acompañaba cuando estaba con Monty. La compañía de Neal Mason, en cambio, tenía el efecto contrario: se ponía tensa. Al pensar en Neal recordó sin querer sus besos apasionados y tuvo que forzarse para eliminar esos recuerdos.

Al día siguiente Regina se negó a bajar como el día anterior. No había pegado ojo, y no estaba en condiciones de encontrarse con Francesca sin delatarse. Había estado toda la noche dándole vueltas a la cabeza sobre cómo comunicarle a Monty que la joven con la que quería casarse era su hermanastra. No lograba comprender cómo aquel diminuto bebé que ella había abandonado en el río tantos años atrás se encontraba en aquel momento en su casa y Monty la considerara su futura prometida. Era increíble. Tan monstruoso que Regina no quería admitirlo.

Tras muchas horas de tortura ante la idea de que su mundo pronto se rompería en pedazos, llegó a la única conclusión posible: ni Monty ni Frederick debían saber que Francesca era hija suya. No quería poner en juego su amor ni la vida que compartía con ellos, por no hablar de su hogar y su reputación. Todo eso era demasiado importante para ella. En particular Francesca no podía saber la verdad, depositaría determinadas esperanzas en ella, y eso era imposible. Solo había una opción: tenía que separar a Monty y Francesca, definitivamente, y tenía que suceder rápido, antes de que hubiera intimidad entre ellos. La noche antes Regina los estuvo observando desde su balcón mientras paseaban, y se percató de que Monty se había acercado a Francesca. Aquella imagen estuvo a punto de provocarle náuseas…

No podía continuar así.

Solo de pensar que Frederick podría llegar a saber la verdad, Regina sentía un miedo atroz. Era un marido cariñoso y respetuoso, pero si algo había aprendido en el transcurso de los años era que no podía perdonar que lo engañaran, y ella lo había hecho de la peor manera posible. Jamás entendería que había actuado llevada por la soledad y la debilidad y que había encontrado consuelo en los brazos de su amante mientras Frederick estaba ocupado en crear un imperio y pasaba meses fuera acompañando al ganado durante cientos de kilómetros. Tal vez incluso recordara que una vez estuvo demasiado enferma tras su regreso para compartir cama con él, y que su indisposición duró un mes entero hasta que él volvió a irse. Que todo era con un único objetivo: ocultarle que esperaba un niño. Era completamente imposible afirmar que el niño era suyo, llevaba demasiado tiempo fuera.

Regina dio a luz en la orilla del río, sola y presa del miedo y el dolor… justo tres días antes de que regresara Frederick. Convencida de que no había elección, había decidido separarse para siempre de su hijo, y ni siquiera los sollozos lastimeros del recién nacido la hicieron cambiar de opinión. Ahora sabía el nombre de su hija: Francesca. Sin embargo, no se dejó confundir respecto de su decisión. El embarazo y el parto fueron un error terrible del que el padre biológico jamás tuvo noticia. No se había permitido ni la más mínima duda al abandonar a Francesca a un peligro incierto en el río. En aquel momento se juró llevarse a la tumba el secreto, y en ese sentido no había cambiado nada.

Diecisiete años atrás, la desesperación y el miedo de Regina eran tan grandes que contempló la posibilidad de ahogar al niño tras el parto, pero cuando empezaron las contracciones tomó otra decisión y se llevó una pequeña tina al río. No tenía nada que ver con el instinto maternal: Regina pensó en dejar al niño en la corriente del río porque a su juicio era como si dejara la vida de su hija en manos de Dios. Y así se liberaba de la sensación de culpa.

Como en aquel momento se celebraba una feria de ganado en Derby Downs, Regina tuvo que ir varios kilómetros río arriba para dar a luz sin ser vista. Supuso que la tina perdería el rumbo durante la noche y al día siguiente la descubriría algún trabajador del río. En cambio, Mary y Joe Callaghan salvaron al bebé poco después de que Regina lo abandonara en el agua.

—Tengo que evitar que Monty siga viendo a Francesca —no paraba de decirse Regina. Aunque le doliera romperle el corazón a su hijo, era mejor que enfrentarlo un día a la verdad de que la mujer que deseaba era su hermanastra.

Regina estuvo devanándose los sesos durante horas sobre la manera de separar a Francesca y Monty. Su hijo era una excelente persona, pero había heredado algunos rasgos del carácter de su padre. Jamás perdonaría una conducta poco delicada y nunca se casaría con una mujer de dudosa moral. Dado que Regina tenía ojos y oídos en todas partes, sabía que habían visto a Francesca en el muelle conversando con una prostituta, una mujer llamada Lizzie Spender. Al principio pensó en avisar a Francesca de que, para alguien que alternaba con ciudadanos de prestigio de la comunidad, no era apropiado conversar con prostitutas, aunque se tratara de una charla inocente. Ahora podía utilizarlo en su beneficio. Si uno le daba un determinado enfoque a aquel encuentro, tal vez podía considerarse que Francesca tenía una moral dudosa…

Aun así, Regina debía ir un paso más allá. Planeó un encuentro con Lizzie Spender cara a cara para forzarla a romper su amistad con Francesca. Tal vez dejara convencerse por una generosa suma de dinero para difundir rumores sobre Francesca. Una vez deteriorada la reputación de Francesca, seguro que Monty se buscaría otra futura esposa. Si el plan no funcionaba, siempre quedaba Neal Mason. Regina estaba segura de poder convencer a Monty de que Francesca y Neal Mason, cuya fama le precedía, tenían una relación. Sobre todo si Monty tenía razón y Neal Mason realmente quería a Francesca.

Regina no sintió ningún tipo de remordimiento por destrozarle la vida a Francesca, ya que le recordaba sin cesar su error del pasado y tenía muchas ganas de librarse de ese tormento. Estaba dispuesta a todo para proteger a su familia, sobre todo a Monty.

—¿Quiere decir que su madre volverá a bajar antes de que me vaya, Monty? —preguntó Francesca. Habían disfrutado del desayuno con toda tranquilidad, y Monty la había llevado a los establos para ver a los esquiladores en plena faena. Ambos esperaban ver a Regina a su regreso, Francesca quería despedirse de ella y agradecerle su hospitalidad.

—No lo sé —contestó Monty, al que le extrañaba el comportamiento de su madre.

—¿Debería subir a verla para hablar con ella? —preguntó Francesca.

—Buena idea, seguro que se alegra —dijo Monty.

Poco después Francesca llamaba a la puerta de Regina, pero no obtuvo respuesta.

—Me gustaría despedirme de usted, señora Radcliffe —dijo a través de la puerta—. Y quería agradecerle su invitación a Derby Downs. Han sido unos días maravillosos. Siento mucho que no se encuentre bien, espero volver a verla pronto. —Le habría gustado preguntarle a Regina si había hecho algo mal, pero no se atrevió. Cara a cara tal vez habría sido posible, pero no a través de una puerta cerrada. Aguzó el oído por si escuchaba una respuesta o alguna reacción, pero Regina se quedó callada.

—Entonces… hasta pronto —dijo Francesca, y volvió abajo.

Regina había oído las palabras de Francesca, y se le encogió el estómago. Ni en sus peores pesadillas había imaginado jamás que sus pecados del pasado un día la alcanzarían. Desde el momento en que dio el último empujón a la tina en el agua estaba convencida de que jamás volvería a ver al bebé. Ahora ese pequeño había aparecido de nuevo en forma de una joven fantástica y representaba una amenaza para la familia de Regina…

—¿Ha hablado con mi madre? —preguntó Monty, que no esperaba que Francesca volviera tan pronto.

—No. Seguramente está durmiendo.

A Monty no le pasó inadvertida la inquietud de Francesca.

—No se preocupe. Estoy seguro de que pronto volverá a verla. Le diré que quería despedirse de ella.

—Gracias, Monty.

—Su visita ha sido maravillosa para mí —le tomó la palabra a Francesca—. Espero que vuelva pronto.

—Yo también lo espero. He disfrutado mucho de mi estancia aquí —contestó Francesca, aliviada de que ni Monty ni Frederick la hicieran responsable de la repentina indisposición de Regina.

Francesca bajó los escalones de la entrada, donde la esperaba el coche de Monty. Mientras él colocaba su bolsa, ella miró arriba y se estremeció al ver a Regina en el balcón. Contenta de verla, le sonrió, pero el rostro de Regina se mantuvo imperturbable, y de inmediato se retiró a la habitación.

Francesca no sabía cómo interpretarlo. Era obvio que había hecho enfadar a Regina, ¿pero cómo? ¿Qué había hecho para disgustar de esa manera a Regina? ¿Y por qué tenía Regina tanto interés en su marca y su fecha de nacimiento? Aquellas preguntas le rondaron por la cabeza toda la noche, sin encontrar una explicación plausible.