7

El coche de Monty traqueteaba a trompicones por las calles irregulares hacia Derby Downs. El trayecto duró casi una hora, pero Francesca estaba demasiado emocionada para percatarse de las incomodidades. Se sentía como en un cuento de hadas.

—Ahora entiendo por qué esta zona es conocida por sus buenos pastos —comentó para distraer a Monty, que no podía apartar la mirada de ella—. Hay prados verdes hasta donde alcanza la vista. —Ni siquiera era consciente de que la euforia estimulaba sus sentidos. Absorbía todas las sensaciones y disfrutaba en silencio, sobre todo de la compañía. Monty parecía fascinado con ella, que también estaba encantada con él. Era como si lo conociera de toda la vida, aunque fuera la tercera vez que se veían.

—Nunca me había fijado —contestó Monty, y le sonrió con amabilidad. Estaba contento de que Francesca llevara el vestido amarillo que le había regalado, y no se cansaba de contemplarla.

—Me hace mucha ilusión conocer a sus padres —dijo Francesca con timidez—, aunque tengo que decir que estoy un poco nerviosa.

—No hay motivo para estarlo —respondió Monty, afectuoso—. Mis padres son personas muy normales que viven en una casa grande.

Francesca se lo quedó mirando.

—Una casa muy grande.

—Imagínesela simplemente como un granero grande. —Monty le dedicó una sonrisa para animarla.

Francesca se echó a reír, pero enseguida se tapó la boca con la mano con expresión de culpabilidad.

—No deje que su madre oiga eso jamás.

—A veces en casa parece que estás realmente en un granero, sobre todo en invierno, cuando el viento silba por los pasillos. —Monty sonrió, pero enseguida se puso serio de nuevo—. De verdad, cuando le expliqué a mi padre que había conocido a una mujer maravillosa y que la iba a invitar a tomar el té en casa, se entusiasmó. Debo decirle que estará encantado de conocerla. Igual que mi madre. —Regina había expresado el mismo deseo, pero Monty sabía que estaba de todo menos entusiasmada de tener que recibir en su casa a la hija de un capitán. No obstante, Monty tenía la esperanza de que Francesca se ganara el favor de su madre con su encanto natural y su sensatez.

Aun así, Francesca notó el leve cambio en el tono cuando Monty habló de su madre, y enseguida pensó que tal vez solo era una de una larga lista de chicas que Monty había presentado como nuera potencial.

Francesca, asustada, se preguntó cuántas de esas chicas no se habían adecuado a las pretensiones de los Radcliffe. La futura esposa de Monty tendría que asumir una gran responsabilidad: un día sería la matriarca de un imperio.

Al pasar por delante de la finca, Francesca observó con profundo respeto la enorme mansión. Desde el río, a bordo del Marylou, parecía una espaciosa casa de campo, pero ahora que estaba delante le recordaba a uno de los imponentes edificios del centro de Melbourne. De pronto se sintió insegura, pero Monty la animaba con su sonrisa.

—El internado de Malvern al que fui era más pequeño que esta casa —dijo Francesca, asombrada, cuando Monty la ayudó a salir del coche—. No puedo creer que aquí solo vivan tres personas. Deben de tener un ejército de empleados… solo para limpiar estos ventanales.

Monty sonrió.

—Tal vez deberíamos convertir nuestra casa en un internado femenino —contestó él, y le guiñó el ojo a Francesca—. Seguro que lo pasaríamos bomba, y además podríamos ganar dinero.

Francesca soltó una carcajada.

—Sí, seguro que sería rentable. Imagínese, cien chicas…

—Sí —dijo Monty, con un brillo pícaro en los ojos.

—… de distintas edades, cada una con una imaginación desbordada…

Monty asintió.

—… y todas con un talento extraordinario para provocar el caos si tienen ganas de diversión, lo que ocurre con frecuencia. Le aseguro que en una semana estaría desquiciado.

—¡Madre mía! —exclamó Monty—. Será mejor que nos quedemos con la cría de ganado.

—Sabia decisión. —Francesca se dio la vuelta y admiró la vista del río Murray, que pasaba lento por delante de la finca y serpenteaba a través del paisaje. Un prado verde se extendía desde la mansión hasta el río, cuya orilla estaba bordeada de vez en cuando por vetustos eucaliptos majestuosos. Incluso a esa distancia se oían los graznidos de los enormes martines pescadores sobre las ramas.

—La vista es impresionante —dijo. Mientras admiraban juntos el paisaje, ninguno de los dos advirtió que se había abierto la puerta de entrada.

—Nosotros opinamos lo mismo —dijo una voz.

Francesca y Monty se volvieron sorprendidos. Ante la puerta abierta había un hombre en silla de ruedas, con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía los mismos bondadosos ojos castaños que Monty, y también llevaba bigote, aunque el suyo ya era canoso. Aun así, Francesca se imaginó lo atractivo y apuesto que debió de haber sido aquel hombre.

—Jamás nos cansamos de disfrutar de las vistas. Bienvenida a Derby Downs —la saludó el hombre, afectuoso.

—Gracias, señor —contestó Francesca.

—Padre, me gustaría presentarte a Francesca Callaghan —dijo Monty, al tiempo que la acompañaba hasta el porche.

—Estoy impresionado.

—Encantada de conocerle, señor Radcliffe —dijo Francesca, que estrechó la mano que le ofrecía el hombre.

—Llámeme Frederick —repuso él, que aún le agarraba la mano—. Todos mis amigos me llaman así, y espero que en un futuro venga a visitarnos con frecuencia a Derby Downs.

—Gracias, Frederick, yo también lo espero —dijo Francesca. La primera impresión de Frederick Radcliffe era la de un hombre afable, culto e inteligente al que le gustaba la compañía, ya fuera femenina o masculina. Francesca se lo imaginaba en el ambiente familiar, así como en el círculo de los esquiladores y ganaderos, a pesar de su discapacidad. En cuanto a ese tema, enseguida se encargó él de hacer que se sintiera a gusto, algo que ella apreció mucho.

—Por lo que veo, Monty no exageraba —dijo Frederick—. Es usted realmente un deleite para los ojos.

Francesca miró a Monty y se ruborizó.

—Solo he dicho la verdad —confirmó él con una sonrisa.

—Ahora entiendo por qué le ha faltado tiempo para presentárnosla —continuó Frederick—. Pero pase, por favor.

—Gracias.

Frederick retrocedió un poco en la entrada y dio media vuelta sobre las baldosas verdes y blancas del vestíbulo. Dejó pasar a Monty y Francesca, y los siguió por el vestíbulo hasta una puerta doble abierta que daba a un gran salón.

Como Francesca esperaba, las habitaciones eran enormes y estaban decoradas con gran lujo: sillones tapizados y divanes, palmas de interior, jarrones y lámparas antiguos. Los cuadros de las paredes ofrecían principalmente escenas paisajísticas, con el río debajo, y en medio había retratos de casas señoriales con jardines en flor y caballos en los prados. Francesca no se atrevía a hablar, por miedo a que su voz retumbara en las salas abovedadas.

—¿Dónde está madre? —le preguntó Monty a su padre.

—Ahora mismo baja —contestó Frederick—. Por favor, Francesca, póngase cómoda. —Alzó la vista hacia Monty—. Seguro que estáis sedientos después de un viaje tan largo. Llamaré a Mabel para que nos sirva el té. Podríamos tomarlo en el porche, si queréis. —Se volvió sonriendo hacia Francesca—. Hace una tarde preciosa.

—Estupendo —contestó Francesca al recordar las maravillosas vistas.

—Lo siento. Mabel tiene órdenes de poner la mesa en el salón —dijo de pronto una voz femenina que no dejaba lugar a réplicas.

Los tres se volvieron hacia el vestíbulo, donde una mujer bajaba los escalones brillantes de madera de roble. Sin saber por qué, de pronto Francesca sintió el corazón en un puño.

Regina Radcliffe tenía el cabello oscuro, que llevaba muy recogido, y los ojos azules como el cielo despejado. Era una mujer muy atractiva que irradiaba elegancia.

Cuando Regina atravesó el vestíbulo sin esbozar una sonrisa ni decir una palabra, clavó su mirada en Francesca, que sintió la necesidad de incorporarse y hacer una reverencia.

—Madre, esta es Francesca Callaghan —la presentó Monty.

El tono de voz acentuó los nervios de Francesca. Se dispuso a levantarse, pero Regina la detuvo alzando una mano engalanada con anillos de oro.

—No se levante, bonita —dijo, con una voz que no transmitía ninguna emoción.

—Muchas gracias, señora Radcliffe —murmuró Francesca, petrificada bajo la mirada gélida de Regina—. Eh… encantada de conocerla.

De cerca, Francesca advirtió las arruguitas en los ojos de Regina y los mechones grises en las entradas, aunque no deslucían su belleza. Llevaba un vestido azul verdoso y un gran amuleto en el cuello.

—He oído hablar mucho de usted, Francesca. —Regina lanzó una mirada rápida a su hijo, antes de tenderle brevemente la mano a Francesca. Luego se dio la vuelta y se dirigió a un sillón de orejas tapizado frente al sofá, donde tomó asiento, recogiendo el vestido con cuidado, y finalmente posó la mano en el regazo. Mantenía el torso muy erguido, como si aquel recibimiento fuera cuestión de unos minutos.

—Espero que haya sido para bien —contestó Francesca, para relajar un poco el ambiente de tensión.

Regina no contestó, pero Monty la sacó del apuro.

—Por supuesto, Francesca.

—Tiene… —Francesca carraspeó—. Tiene una mansión maravillosa, señora Radcliffe —dijo. Le dio la impresión de que la mirada de Regina se volvía aún más fría.

—Muchas gracias. Nos sentimos a gusto aquí —contestó Regina—. ¿Dónde vive usted?

Francesca miró a Monty y notó el rubor en el rostro. No podía creer que en unos segundos Regina hubiera conseguido infundirle ese sentimiento de inferioridad, pero sabía que justo esa era su intención.

—Ya te lo he explicado, madre —dijo Monty, que fulminó con la mirada a su madre.

Francesca advirtió el tono de irritación y se reprochó haberlo provocado.

—Sé que el padre de Francesca tiene un barco en el río, pero eso no impide que esta gente viva en una casa —se justificó Regina.

—No tenemos casa —explicó Francesca—. Vivo a bordo del Marylou, señora Radcliffe. —Le aguantó la mirada y esbozó una sonrisa forzada—. Y me encanta la vida a bordo. —Miró a Frederick, que mostraba un interés real por sus palabras sin los prejuicios de su mujer—. Además, me encanta el río. Por eso me parece tan maravillosa la vista desde su porche.

—Es fácil enamorarse del río —dijo Frederick en tono amable. Mientras hablaba, miró por uno de los ventanales.

—Sí, sobre todo si ha nacido allí, como yo —replicó Francesca. Era consciente de que no podía ocultar sus orígenes ni su posición. Además, no estaba dispuesta a comportarse como si tuviera que avergonzarse por ello. O los Radcliffe la aceptaban como era, o aquella sería la primera y última visita de Francesca.

—Me alegra que le encante el río —dijo Frederick, pero Francesca vio que Regina hacía una mueca de desaprobación.

—Monty me ha contado que hace poco que regresó a Echuca del internado —intervino para cambiar a un tema más inofensivo.

—Sí, no hace mucho que estoy en Echuca, pero hace ya casi un año que terminé los estudios.

—Ah. ¿Y qué ha hecho durante este tiempo?

—Trabajar.

Regina levantó una ceja oscura.

—¿De qué?

—Me contrataron de contable, pero mi jefe tenía trece niños, y el decimocuarto estaba en camino, así que apenas tenía tiempo para ocuparme de los libros de contabilidad.

A Regina le dio la impresión de que Francesca exageraba acerca de sus conocimientos de contabilidad, y albergaba la ligera esperanza de que Monty se diera cuenta de que se había equivocado de chica. Le parecía muy guapa, pero no podía cumplir las expectativas como esposa y madre de los hijos de Monty.

—¿No le gustan los niños? —preguntó Regina.

—Sí, mucho, pero me contrataron para llevar la contabilidad. No me importaba echar una mano a la señora Kennedy con los niños, pero al final estaba todo el tiempo ocupada llevando la casa, así que los libros de contabilidad estaban desatendidos.

Monty le dedicó a Francesca una sonrisa elocuente, que ella le devolvió.

—Y el hecho de que dejara el trabajo con los Kennedy ha resultado ser un golpe de suerte del destino —añadió.

«Porque has tenido ocasión de conocer a mi hijo», pensó con malicia Regina, que malinterpretó completamente el comentario de Francesca.

—Hace muchos años mi padre sufrió una herida grave en el brazo —continuó Francesca, a la que se le ensombreció el semblante ante el triste recuerdo—. Desde entonces lo tiene casi rígido, así que ya no puede manejar el timón del Marylou. Por eso quiero obtener la licencia de capitán.

¿Una mujer capitán de barco? Regina estaba atónita.

—El trabajo en el Marylou me brinda la oportunidad de pasar mucho tiempo con mi padre y nuestro maquinista, Ned. Los he echado mucho de menos durante mi ausencia.

—Conseguir la licencia de capitán es un objetivo importante —comentó Frederick con respeto.

—Es cierto, pero no se puede comparar con la supervisión de una granja de ganado como esta. Solo la contabilidad exige mucho trabajo.

—No hay muchas mujeres que quieran acometer esa tarea —replicó Frederick—. Regina es una excepción… y es obvio que usted también.

Francesca sonrió.

—Sí, me gusta trabajar con números.

También era el caso de Regina, desde que tenía uso de razón, ya en el colegio. Reconocía que obviamente Francesca era lista y además tenía el valor, pese a competir con hombres, para subsistir en el sector de la navegación fluvial. Regina tuvo que admitir, a desgana, que en el fondo sentía admiración por esa chica. Sin embargo, dijo:

—Creo que cada uno debe ocuparse de su contabilidad.

—Eso lo dices porque te han hablado de contables que han timado a sus jefes —intervino Frederick entre risas.

—Seguro que ocurren casos así —dijo Francesca—. Pero supongo que se siente muy satisfecha al ocuparse usted misma de la contabilidad, ¿verdad, señora Radcliffe?

Regina asintió. Al final de cada mes, una vez cerrada la contabilidad, se sentía realmente muy satisfecha, pero nunca había esperado que alguien llegara a comprenderlo.

—Debo decirle que la admiro —dijo Francesca.

Regina se encogió de hombros, suspicaz.

—¿Por qué?

—No solo es usted madre y esposa, sino mucho más. La mayoría de mujeres se contentan con su papel, que no tiene nada de malo. No obstante, estoy convencida de que las mujeres tenemos el potencial de lograr mucho más en la vida. Al fin y al cabo, Dios nos ha dado una gran inteligencia, y también tenemos que darle uso.

—Me gustan las mujeres con ambición —comentó Monty—. Mujeres a las que no les da miedo utilizar su intelecto. Francesca se parece mucho a ti, madre.

Francesca recibió el cumplido asombrada, pero Regina seguía teniendo sus reservas respecto a ella y quería aprovechar la oportunidad para tomarle el pulso.

—Me he fijado en que no ha parado de observar mi amuleto —dijo.

Era cierto que el colgante había llamado la atención de Francesca. Se trataba de una gran gema verde con una filigrana de oro en el ribete que colgaba de una cadena de oro.

—Sí, me parece fascinante —reconoció Francesca.

—Es una joya de la familia. Pertenecía a la abuela de Frederick. Hace muchos años que está en manos de la familia. —Regina observó a Francesca con atención. Quería ver si le brillaban los ojos al oír la expresión «joya de la familia»—. ¿Le gusta?

—Tiene un trabajo muy original. —En realidad a Francesca le parecía demasiado ostentosa—. Le queda de maravilla, pero yo nunca podría llevar algo así. Por desgracia tengo un gusto muy sencillo en lo que a joyas se refiere. Solo tengo un par de alhajas que me dejó en herencia mi madre y que más bien tienen valor sentimental. —Levantó la fina cadena de oro en el cuello, de la que colgaba una sencilla cruz de oro—. Siempre llevo esta cadena porque era de mi madre. También tengo su alianza, pero me va grande. Aparte de un reloj de pulsera que era de mi abuela, no tengo más joyas. Pero son más que suficiente.

—No recuerdo la última vez que te pusiste el amuleto, Regina —dijo Frederick, con la frente arrugada—. ¿Cómo es que te lo has puesto hoy?

—No lo sé… me apetecía. —Regina coincidía con Francesca en que era una joya demasiado ostentosa, pero quería ponerla a prueba. Si se le hubieran iluminado los ojos al ver el amuleto habría sido una pista de su debilidad por las joyas caras, y a su vez habría puesto bajo sospecha su interés por Monty. Sin embargo, a Francesca no le impresionaba la suntuosidad y el lujo. El único motivo por el que le había gustado la finca eran las vistas del río. Daba la impresión de ser muy sencilla, justo como la había descrito Monty. Regina confirmó que, contra todo pronóstico, Francesca la había sorprendido gratamente. Incluso le recordaba a ella de joven.

—Es una chica encantadora —le dijo a Monty aquella misma tarde de regreso a Derby Downs.

Monty estaba sorprendido y contento al mismo tiempo. Esperaba que su madre encontrara simpática a Francesca, pero tenía sus dudas porque sabía lo testaruda que podía llegar a ser Regina si tenía prejuicios respecto de alguien.

Monty repasó el encuentro mentalmente. Después del té, mientras Frederick contaba anécdotas que había vivido ejerciendo de pastor, las dos mujeres se dirigieron a la biblioteca, donde Francesca le enseñó a Regina el nuevo método de doble contabilidad. Monty observó con gran alegría que se entendían estupendamente. Sin embargo, aún no estaba seguro, ya que su madre era capaz de poner en su lugar a cualquier persona con una sola mirada fulminante. Pero el hecho de que Regina mostrara su sincero afecto y aprecio por Francesca confirmaba su certeza de por fin haber encontrado a la mujer con la que quería compartir su vida.

—Es obvio que has sucumbido a sus encantos —dijo con una sonrisa.

—Para ganarse mi simpatía hay que tener más que encanto, Monty. Son más importantes los valores internos… la sinceridad, la honradez y la fortaleza de carácter. Estoy convencida de que tu Francesca posee esas cualidades. Y tampoco está nada mal que se maneje muy bien con los números.

—¿Eso significa que apruebas nuestra relación?

—Sí. Es una lástima que no proceda de una familia respetada, pero lo compensa con su decencia y sus capacidades.

Monty hizo una mueca de alivio y no pudo evitar sonreír.

—¡Buenas noticias, Frannie! Tengo un encargo para nosotros —anunció Joe ilusionado cuando regresó Francesca.

Francesca se alegró, aunque le dio la impresión de que la euforia de su padre era un poco forzada.

—¿Y qué encargo es ese? —preguntó ella.

—Un transporte de una carga variada. Nos obligará a hacer varias paradas en el tramo entre Moama y Goolwa, pero está bien pagado.

—¿Y dónde está la trampa, papá? No me digas que no hay ninguna, lo llevas escrito en la cara.

—Los plazos de entrega son bastante ajustados, pero lo conseguiremos. —No añadió que no tenía otra cosa, pero tampoco era necesario. Francesca conocía las reglas del juego.

—¿Cuándo empezamos?

—El miércoles por la mañana. ¿Qué tal ha ido tu invitación a tomar el té?

Francesca sonrió.

—Divinamente. Los padres de Monty son muy amables, sobre todo su padre. Con su madre me dio la impresión de que necesitaba un tiempo para tomarme cariño, pero solo porque le preocupa mucho Monty. Al fin y al cabo es su único hijo.

En realidad Joe esperaba que Francesca se sintiera intimidada por la actitud de Regina, así que se había pasado la tarde preocupado por ella.

—Además, compartimos el interés por los números. Cuando le he explicado el nuevo sistema de la doble contabilidad estaba entusiasmada.

Joe intentó imaginar a Francesca enseñándole a Regina los métodos más modernos de contabilidad y no pudo evitar sonreír. Se sentía muy orgulloso de su hija.

El martes por la tarde Joe recibió un mensaje cuando estaban en el muelle ultimando los preparativos para el trabajo del día siguiente. Habían recogido leña, el barco estaba limpio, la máquina revisada y engrasada y el depósito de agua fresca lleno. Francesca había hecho acopio de provisiones de alimentos para una semana, para no tener que hacer paradas innecesarias.

Neal Mason llevaba ausente unos días. Les había dicho que quería ver cómo iba su barco en el astillero, y había mencionado no sé qué obligaciones laborales. Francesca intentó no pensar que Neal pasaba el tiempo en el burdel, pero no podía quitarse la idea de la cabeza. Aquella tarde esperaban que regresara al Marylou para acometer el trabajo al día siguiente por la mañana, pero aún estaba por ver si Neal aparecería.

Joe oyó sorprendido que alguien gritaba su nombre desde el muelle. Era un recadero con una carta.

Cuando el muchacho se esfumó, Joe leyó por encima el texto y se le ensombreció el semblante.

—¿Qué dice? —inquirió Ned.

Joe soltó una maldición.

—Mañana no trabajaremos —dijo—. El encargo ha sido anulado.

—Pero ¿por qué?

—Ni idea. No da explicaciones. —Joe le dio la vuelta al papel, pero el dorso estaba vacío. Arrugó la carta en el puño. Sentía una rabia y una decepción infinitas. Por primera vez contempló la posibilidad de que Silas estuviera detrás de aquella mala racha. Con todo, se reservó la sospecha porque no tenía pruebas. Pero Ned pensaba exactamente lo mismo.

—No lo entiendo, papá —dijo Francesca, que se sentó en la cubierta. Entretanto había anochecido. Había sido un día caluroso y tranquilo, y la superficie del agua del río estaba como un espejo bajo el magnífico cielo estrellado. Sin embargo, ninguno tenía ojos para la belleza de la naturaleza.

—Seguro que saldrá otra cosa, mi niña —contestó Joe. Creía que tenían una posibilidad real de salvar el Marylou, pero ahora sus expectativas volvían a ser nulas.

Pese a que Joe procuraba dominarse con valentía, Francesca notó la melancolía en su voz.

—Parece que pasamos por una mala racha, papá —le dijo—. Ahora solo puede mejorar.

—Es cierto —contestó Joe—. Cada día trae nuevas esperanzas. —Se levantó y les dio las buenas noches a Francesca y a Ned. A pesar de que él había abandonado toda esperanza, se propuso buscar pedidos al día siguiente, por Frannie.

—Sí, yo también me voy al catre —anunció Ned. Llevaban todo el día trabajando para dejar listo el barco y estaba agotado.

Francesca asintió.

—Yo también me voy a acostar enseguida. —El día había tenido sus más y sus menos, ahora necesitaba unos minutos a solas para aclarar las ideas, y la vista al plácido río le era de gran ayuda.

Francesca contemplaba el agua oscura absorta en sus pensamientos, así que no se dio cuenta de que alguien se acercaba por detrás.

—¿Aún despierta? —preguntó Neal Mason.

Francesca se estremeció del susto.

—No se vuelva a acercar a mí a hurtadillas de esa manera —le advirtió, con la mano sobre el corazón acelerado.

—Lo siento. ¿En qué pensaba?

—¿A qué se refiere…?

—Daba la impresión de estar a kilómetros de distancia mentalmente. ¿Ocurre algo? ¿Ese idiota de Radcliffe le ha dado un disgusto? —Neal se colocó a su lado, y Francesca sintió que se ponía tensa.

—No. Si tanto le interesa, he pasado una tarde muy agradable con Monty y sus padres. Estaba pensando en mi padre. El encargo para mañana ha sido anulado, y eso lo deprime mucho, como se imaginará.

—¿Cómo es que ha perdido el encargo?

—Ha recibido una cancelación por escrito esta tarde. Decía que el encargo había sido anulado.

—¿Por qué?

—No daba explicaciones, pero tal vez mañana papá se entere de algo.

—No le va muy bien, ¿eh?

Francesca notó una lástima sincera por su padre en la voz de Neal.

—No —dijo ella en voz baja.

Se quedaron en silencio un rato.

—Será mejor que me vaya a dormir —dijo Francesca, que sentía la necesidad de huir de la compañía de Neal. De pronto tomó conciencia de que siempre tenía el impulso de escapar cuando él se le acercaba. Se convenció de que era por sus maneras arrogantes, pero en su fuero interno sabía que había algo más. Tenía algo muy atractivo, y aunque Francesca intentaba resistirse, cada vez entendía mejor por qué las mujeres se sentían tan atraídas por él. Como las polillas con la luz, pensó, con ironía.

Neal, en cambio, deseaba que se quedara. Era la primera vez que estaban tranquilos, y el cielo estrellado de la noche creaba un ambiente íntimo.

—Es usted una suerte para Joe —dijo, para gran sorpresa de Francesca.

—¿Eso cree?

—Sí, ha cambiado mucho desde que usted está aquí. Pase lo que pase, sé que no tengo que preocuparme por Joe mientras la tenga a usted a su lado.

Francesca se tomó aquellas palabras como un cumplido, algo que no esperaba en absoluto de Neal Mason. Alzó la mirada hacia él con prudencia, con la idea de ver en sus ojos un brillo burlón. Sin embargo, tenía el semblante extrañamente serio.

—¿No se irá y se casará con el idiota de Radcliffe?

—Eso no le importa en absoluto —replicó Francesca.

—No sería feliz en el papel de propietaria de una finca.

—¿Cómo sabe lo que me hace feliz? —repuso Francesca, furiosa.

—No lo sé con toda certeza —contestó Neal. Deslizó el brazo desde el cielo sereno, la agarró por la fina cintura y la acercó hacia sí. Había intentado resistirse, pero ya no podía reprimir ese impulso. Francesca le empujó el pecho con las manos, pero fue inútil. Antes de que pudiera pronunciar palabra, él selló sus labios con un beso.

En un primer momento Francesca se resistió, pero luego se sintió débil en sus fuertes brazos. Neal tenía los labios cálidos y suaves, y Francesca sintió un cúmulo de emociones que le hicieron perder el mundo de vista. Cuando Neal se separó y la miró a los ojos, grandes y brillantes, sus labios dibujaron una sonrisa.

Aquella sonrisa hizo que Francesca volviera a la realidad de forma brusca. Se sintió rebajada, otra conquista de Neal. Intentó recuperar el aliento y se apartó de su abrazo.

—¡Suélteme!

—Apuesto a que ese guaperas de Radcliffe no besa así —dijo Neal con la voz ronca.

Francesca estaba perpleja de que Neal considerara a Monty un contrincante.

—No me ha…

—¿No la ha besado? —Neal la miró asombrado y luego soltó una leve risa—. No sabía que ese señorito fino además fuera tonto.

—Deje de mencionar su nombre —dijo Francesca, encolerizada—. Monty es un caballero, algo que no puede decirse de usted.

Neal percibió su enfado con consternación.

—Desde la primera vez que la vi quería besarla, Francesca. Creo que me he comportado como un caballero reprimiéndome durante tanto tiempo.

Francesca se apartó de él.

—¡No tiene ningún derecho!

—¿Qué hombre podría resistirse a usted bajo la luz de la luna? Además, no parecía importarle mucho.

Francesca se quedó boquiabierta ante tanto atrevimiento.

—No tenía elección.

Neal no entendía por qué Francesca estaba tan furiosa, imaginaba que ya había vivido situaciones parecidas con cierta frecuencia.

—Solo ha sido un beso… —dijo él.

Francesca se dio la vuelta, abochornada, y se agarró a la borda. De pronto a Neal le vino una idea a la cabeza.

—¿No sería la primera vez? —No podía creerlo, por la sencilla razón de que Francesca era preciosa. Sin embargo, luego cayó en la cuenta de que había estado en un internado femenino y aún era muy joven.

Francesca le dio la espalda.

—Bah, cállese —dijo, era evidente que estaba avergonzada. Se había imaginado su primer beso mucho más romántico, y sin duda no de semejante granuja.

La sonrisa desapareció del rostro de Neal. Entendió que era un momento muy especial para Francesca, y él se lo había arruinado.

—Francesca —dijo en un susurro, pero ella no era capaz de mirarle a la cara. Estaba a punto de romper a llorar.

»Francesca… —volvió a decir, colocó las manos sobre los hombros de la chica y le dio la vuelta con delicadeza. Ella tenía la cabeza gacha para ahorrarse su mirada burlona.

Neal le levantó la barbilla y la obligó a mirarle a los ojos. Escudriñó la mirada de Francesca y vio en sus ojos un rastro de inseguridad y vergüenza. Se sintió un miserable.

—Siento haberle estropeado un momento tan especial en su vida.

Francesca deseaba que Monty fuera el primer hombre en besarla, pero él, galante, se había reprimido. Dudaba que Neal Mason practicara la contención alguna vez.

—Simplemente no he podido resistirme a esta boca tan dulce —susurró Neal, y vio que le corrían lágrimas por las mejillas. Seguía con las manos sobre los hombros de Francesca, se acercó y la besó con ternura para eliminar cada lágrima, y enseguida la volvió a mirar a los ojos. Pese a sentir un deseo irrefrenable de volver a besarla, se contuvo. Ya le había hecho suficiente daño con el primer beso.

Entonces fue Francesca quien tomó la iniciativa. Le agarró el cuello con una mano y lo acercó a ella. Sus labios se rozaron, suaves y salados. Ella lo miró a los ojos oscuros, que reflejaban la luz de la luna, y no vio ni sarcasmo ni altanería. Solo transmitían lo que ella misma sentía.

Neal la besó con dulzura, y esta vez con el cuidado que merecía un primer beso. La besó en las mejillas, la barbilla, y volvió a la boca. Francesca saboreó el beso, habría preferido que no terminara nunca. Finalmente Neal se separó de ella y le acarició las mejillas aterciopeladas con las puntas de los dedos.

—Eres increíblemente guapa, Francesca —dijo con la voz ronca. Le acarició con el pulgar el labio inferior, grueso y suave, con ternura—. Cualquier hombre puede perder el juicio al besar estos labios.

Una leve sonrisa se dibujó en el rostro de Francesca. Sentía bajo los dedos los latidos del corazón de Neal, al que le brillaban los ojos oscuros de deseo. Por primera vez supo el poder que una chica podía llegar a tener sobre un hombre: Neal la había hecho sentir toda una mujer.