6

Cuando Silas Hepburn entró en el astillero de Ezra Pickering, había un gran ajetreo. Sabía que se podía ganar bastante dinero como constructor naval, pero no esperaba que el negocio de Ezra prosperara de esa manera: más de veinte hombres trabajaban en varias embarcaciones nuevas, que se encontraban en diferentes fases de preparación. A Silas le dio rabia constatarlo, pues en sus inicios había ofrecido a Ezra invertir en su negocio, pero se topó con un rotundo rechazo.

Desde que Silas sabía que Joe trabajaba para Ezra, no se había quedado de brazos cruzados. Había averiguado que Ezra tenía pedidos para construir varios barcos. Además, Silas conocía a los clientes, y se había enterado con gran satisfacción de que el cliente más importante de Ezra era un viejo conocido suyo. Silas pensó que aquella circunstancia era una feliz coincidencia del destino. También había descubierto que la mayor parte de la madera para la sierra de vapor se la suministraba Joe Callaghan, mientras que la madera más valiosa para el casco de las embarcaciones la transportaban otros barcos. Eso significaba que Joe era reemplazable.

Silas entró pavoneándose, como si fuera el amo del astillero. Tenía un objetivo en mente y la firme convicción de no dejar que nada ni nadie lo detuviera. La perspectiva de unas suculentas ganancias sirvió de acicate para doblegar la voluntad de Ezra con todo el poder y la insidia que fueran necesarios.

—Buenos días, Silas —le saludó Ezra al advertir su presencia—. ¿Qué le trae por aquí? —El buen humor de Ezra disimulaba su mal presagio. Al fin y al cabo, sabía que Silas no estaba ahí para encargar la construcción de un barco, y eso significaba que esperaba algún favor. Como Silas era el único que salía beneficiado de esos favores, Ezra se preparó para tener una discusión.

—Estoy aquí para proponerle un negocio —anunció Silas, cuya sonrisa reflejaba su astucia.

—Por favor, pase a mi despacho —contestó Ezra—. Con el ruido que hay aquí no se oye uno ni su propia voz. —El ruido de la sierra y los martillos, los gritos de los hombres y las órdenes que se vociferaban hacían casi imposible mantener una conversación. Además, Ezra no quería que sus trabajadores fueran testigos de un altercado entre él y Silas Hepburn.

Silas siguió a Ezra al pequeño despacho, en el que se amontonaban documentos y planos, y cerró la puerta. Quería asegurarse de que nadie que pasara por el despacho les oyera. Una cosa era hacerse el interesante y ser previsor, y otra muy distinta dejarse pillar.

—Me gustaría ir directo al grano —empezó Silas, mientras se quitaba el sombrero y tomaba asiento.

—Por favor —contestó Ezra, que ocupó su asiento con una sensación de angustia en el pecho. Quería terminar con aquella charla lo antes posible—. De hecho tengo una cita con un cliente importante —añadió.

—¿No se tratará por casualidad de Marshall McPhearson? —preguntó Silas, al tiempo que levantaba las cejas pobladas.

Ezra vio alarmado el brillo frío en los ojos de Silas.

—Sí. No sabía que se conocían. —Su inquietud aumentó.

—Marshall y yo nos conocemos de hace muchos años —contestó Silas, de forma elocuente—. Ha hecho carrera… como yo. Como la mayoría de jóvenes que persiguen un objetivo, al principio cometimos algunos errores, pero hemos aprendido a seguir nuestro instinto y ayudarnos mutuamente para evitar posibles dificultades desde un principio. —En otras palabras: alguien descubrió sus tejemanejes ilegales y desde entonces andan con cuidado.

Silas no solía hablar del tiempo que pasó en la prisión de Port Arthur, una colonia penitenciaria de Tasmania, y nadie se atrevía a mencionárselo. Aun así, era de dominio público, varios compañeros de prisión lo habían confirmado y Silas nunca lo había negado. Marshall McPhearson era uno de sus antiguos compañeros de prisión, y como Silas y él habían sido juzgados por delitos similares —Silas por estafa y usura, Marshall por contrabando—, enseguida entablaron amistad.

Ezra entendió enseguida que estaba en desventaja.

—¿De qué se trata, Silas?

—De Joe Callaghan.

—¿Qué ocurre con Joe?

—Tengo entendido que le suministra madera…

—Es cierto.

—Me gustaría que se la suministrara otra persona.

Ezra, que pensó que había malinterpretado las intenciones de Silas, estuvo a punto de suspirar aliviado.

—Sí, de hecho puedo necesitar más madera. El negocio está prosperando, y un proveedor adicional…

—No me refiero a más proveedores, me refiero a que tenga otro proveedor que no sea Joe Callaghan.

Ezra puso cara de incredulidad mientras intentaba entender la situación. No paraba de preguntarse si Silas pretendía que Joe trabajara para él, o si quería expulsar a Joe del negocio.

—Estoy muy contento con el trabajo de Joe.

Silas se atusó la barba.

—Estoy seguro de que otra persona podría dejarle igual de satisfecho con este trabajo, sobre todo porque le espera una recompensa.

Ezra pensó en la trampa.

—No veo motivo para cambiar de proveedor.

—Le estaría muy agradecido si me hiciera ese favor. Como Marshall y yo somos buenos amigos, valora mucho mi opinión. —Silas no tuvo necesidad de decirlo más claro ni amenazar con que de lo contrario aconsejaría a Marshall que contratara a otro astillero: Ezra había entendido la indirecta. Por primera vez maldijo no tener un contrato vinculante. Hasta entonces no lo había considerado necesario, su lema era conceder a su contratante una cláusula de salida.

Ezra torció el gesto. Se resistía a ser manipulado.

—¿Acaso intenta intimidarme, Silas? Tengo controlado mi negocio y no consiento intervenciones externas. —Hacía tiempo que no podía aguantar ver cómo hombres respetables eran víctimas de las maliciosas tretas de Silas.

—De ningún modo…

—¿Entonces qué tiene usted que decir sobre quién me suministra la madera? —le interrumpió Ezra.

—Déjeme decírselo así: tengo un interés justificado en las actividades de Joe Callaghan —respondió Silas. Pensó en Francesca, en su rostro fino y el cuerpo juvenil y ágil, y se relamió los labios en un gesto lascivo.

Ezra sabía que Joe tenía pagado el barco, pero también que tiempo atrás había tenido problemas con la caldera. Suponía que le había pedido prestado dinero a Silas, que ahora quería sacar provecho.

—Yo no recibo órdenes de nadie sobre lo que debo hacer o con quién debo colaborar —replicó Ezra, irritado. No paraba de pensar en las consecuencias que tendría el desobedecer a Silas.

—Ni se me pasa por la cabeza darle órdenes sobre lo que debe hacer. Simplemente le he hecho una propuesta.

Ezra soltó un bufido. Sin embargo, estaba decidido a plantarse ante Silas.

—Pero no hace falta que le recuerde —continuó Silas— que tengo muchos amigos que valoran mucho mis consejos… —Sonrió, pero su mirada era fría e inflexible.

—Ahora en serio, Silas. He entendido perfectamente su amenaza de que está en su poder quitarme todos los pedidos. ¿Eso es lo que pretende?

Silas hizo un amago de sonreír.

—No si me hace ese pequeño favor. El suministro de madera quedará garantizado, ya que soy propietario de varios barcos de vapor y puedo proporcionarle un proveedor a buen precio que sustituya a Joe Callaghan. Es una oferta extremadamente justa.

Por mucho que Ezra se resistiera a aceptar el pacto de Silas, se había fijado como objetivo reunir el máximo capital posible mientras hubiera mucho trabajo porque en unos años quería retirarse. Tenía la impresión de que la navegación interior había llegado a su punto álgido, pero corrían rumores de que el transporte cada vez se haría más en ferrocarril. Eso significaba que el transporte en barco pronto quedaría relegado, y en consecuencia también su negocio.

—¿Y qué le digo a Joe? —dijo Ezra, derrotado.

—Estoy seguro de que se le ocurrirá algo —contestó Silas, y se levantó muy satisfecho de sí mismo. Su plan iba sobre ruedas.

Cuando el Marylou llegó a Echuca, Joe y Francesca vieron la barca de remolque de Neal Mason amarrada en la orilla, justo detrás del muelle. A él no se le veía por ninguna parte.

—Espero que Neal esté bien —dijo Joe, que por primera vez contempló la posibilidad de que le hubiera pasado algo.

—Seguro que está bien —contestó Francesca, disgustada porque su padre se preocupara por un calavera como Neal Mason.

El Marylou atracó en la orilla, en el recinto del astillero de Ezra Pickering. Enseguida varios hombres empezaron con el arduo trabajo de descargar los bloques de madera, que a continuación se cortaban para alimentar las sierras de vapor que retajaban de la madera de calidad los componentes para el barco. Francesca se retiró al camarote para poner orden. Mientras Joe supervisaba la descarga de la mercancía, Ned se disponía a hacer acopio de restos de madera del astillero. Era una de las ventajas cuando uno suministraba madera a aserraderos y astilleros.

—El señor Pickering desearía hablar con usted en su despacho, señor Callaghan —le comunicó un chico joven—. Ha dicho que vaya nada más llegar.

—Gracias, muchacho —contestó Joe. Suponiendo que iba a recibir su salario por el transporte, se dirigió directamente al despacho de Ezra.

—Buenos días, Ezra —saludó Joe con alegría—. Esta tarde la carga es un poco más pequeña porque esta mañana no ha aparecido el patrón de la barca de carga. Pero intentaré hacer un trayecto más esta semana para compensar el retraso.

—No será necesario, Joe —respondió Ezra, que se sentía ruin.

Joe se quedó de una pieza.

—¿Está seguro?

—Sí. —Ezra dejó escapar un suspiro—. Tengo que decirle algo… por desgracia no son buenas noticias.

—¿De qué se trata? —dijo Joe, que tomó asiento.

Ezra era incapaz de mirar a Joe a los ojos.

—He perdido varios pedidos, así que en un futuro próximo no necesitaré tanta madera.

—Lo siento, Ezra. ¿Cómo ha podido ocurrir?

Ezra intentaba mantener la calma. Le habría resultado mucho más fácil mentir a Joe si no fuera un hombre tan honrado o si la colaboración con él fuera difícil; eso le habría dado un pretexto para romper su acuerdo.

—Algunos de mis clientes han sufrido pérdidas económicas, y por desgracia eso influye en mi negocio. —A punto estuvo de atragantarse con la mentira.

—Lo siento —dijo Joe, perplejo ante la situación de Ezra, sobre todo porque aquel hombre se merecía toda la suerte del mundo después de tanto trabajar—. Seguro que pronto volverá a tener llenos los libros de pedidos. Su trabajo como constructor naval es excelente.

Ezra levantó un momento la cabeza. En su fuero interno, sabía que se había vendido a Silas. Normalmente las mentiras no eran propias de él, sobre todo en los negocios. Por un momento pensó en decirle la verdad a Joe, pero sabía que Silas luego se ocuparía de que no pudiera construir ni un solo barco más en el estado de Victoria. No era el primer hombre de negocios de la ciudad al que Silas llevaba a la ruina de forma sistemática.

Joe miró con inquietud a Ezra, que tenía la desesperación reflejada en el rostro. Era evidente que la situación era más grave de lo que imaginaba.

—¿Entonces cuánta madera necesitará a partir de ahora?

—Lo siento, Joe, ya no necesito que me traiga más madera. Pero seguro que algún aserradero o un astillero río arriba necesita más madera. He oído que a algunos les va muy bien el negocio, mucho mejor que a mí.

—Ya entiendo —contestó Joe, sin poder disimular su amarga decepción.

—Siempre hay carga que transportar, Joe. Saldrá adelante —le consoló, mientras le deseaba el peor de los males a Silas Hepburn en silencio—. Y, por supuesto, le escribiré cartas de recomendación.

—Es muy amable por su parte. —Aturdido, Joe agarró el cheque que Ezra le entregó y lanzó una breve mirada al importe. Abrió los ojos de par en par—. Es demasiado —dijo.

—No —contestó Ezra, que esperaba acallar así su mala conciencia, y además pretendía recibir de Silas la correspondiente compensación—. Seguro que necesitará ese complemento hasta que vuelva a tener trabajo. Si mi situación cambia en algo, será el primero con el que me pondré en contacto. —Se resistía a mentir a Joe, así que, como antes, no fue capaz de aguantarle la mirada.

—Es usted muy generoso —dijo Joe—, pero no puedo aceptarlo, Ezra, si usted está en apuros.

—Insisto —añadió Ezra, y se levantó. Lo atormentaban los remordimientos. Al fin y al cabo Joe le encargó el Marylou en sus inicios, cuando aún no había tenido ni un solo pedido, y como cliente siempre fue muy atento. Además, Ezra tenía la impresión de que Joe era uno de los pocos que sabía apreciar de verdad un barco.

Joe logró hacer de tripas corazón y darles a Francesca y a Ned las malas noticias cuando amarraron en el muelle de Echuca.

—De momento Ezra Pickering no necesita madera. Tengo que buscar nuevos clientes.

—Oh, papá —exclamó Francesca, afectada—. Encontraremos trabajo, ¿verdad?

—Por supuesto, mi niña. No te preocupes. Por favor, ocúpate de este cheque. —Le dio el documento que había extendido Ezra.

—Siempre había pensado que Ezra tenía los libros de pedidos llenos —dijo Ned, cuya desconfianza aumentó al ver la cifra del cheque.

—Yo también lo creía, pero dice que han anulado algunos pedidos.

—¡Anulados! Suena sospechoso —contestó Ned—. Tal vez debería informarme un poco sobre el tema.

—Es una pérdida de tiempo, Ned. Ezra no daría por finalizada nuestra colaboración si no se viera obligado a ello —afirmó Joe, que aún tenía la imagen de un Ezra destrozado—. El próximo viernes vence la siguiente cuota de Silas, y no quiero caer en más retrasos. Esta tarde preguntaré a los demás capitanes si alguien busca un proveedor de leña. Según dicen hay mucho trabajo. Si aun así no sale nada aquí, podríamos preguntar en los astilleros de más arriba si necesitan madera. —Joe dirigió a Francesca una sonrisa llena de confianza. Estaba bastante seguro de que antes del día siguiente habrían encontrado trabajo, así que no había motivos para preocuparse.

Francesca se apresuraba para llegar a la panadería antes del cierre de las tiendas cuando vio en la acera de enfrente a Neal Mason, que salía del burdel en el que vivía Lizzie Spender. Francesca no creía lo que veían sus ojos. Sintió que la rabia se apoderaba de ella al pensar que todos se habían preocupado por Neal mientras él disfrutaba con chicas de la calle.

—Hola, señor Mason —la saludó con brusquedad, cuando cruzó la calle en dirección a ella. Iba con la cabeza baja y las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta, así que ni siquiera había visto a Francesca. Se paró, levantó la cabeza y puso cara de sorpresa.

Francesca quedó impactada al ver lo deteriorado que estaba. Lucía unas oscuras ojeras bajo los ojos, como si no hubiera dormido, y estaba sin afeitar y con la ropa descuidada.

—Señorita Callaghan —dijo en voz baja, volvió a bajar la mirada y continuó su camino.

Furiosa por dentro, Francesca lo siguió.

—¿Podemos suponer que mañana volverá a presentarse a trabajar?

Neal se detuvo y la miró como si hablara swahili.

—Sí… creo que sí.

—¿Y por qué no ha venido hoy sin avisar a nadie?

Neal bostezó sin reprimirse.

—¿Me ha echado de menos? —replicó él, arrastrando las palabras y con un brillo de confianza en los ojos oscuros.

—Esta mañana le hemos estado esperando y hemos perdido un tiempo precioso.

—Lo siento, pero tenía otras obligaciones.

Francesca torció el gesto.

—Muy bien. No quiero saber nada de sus asuntos. —Francesca no podía creer la insolencia de Neal—. Pero mi padre estaba preocupado por si le había pasado algo.

Neal consideró que era una exageración.

—¿Usted también estaba preocupada?

—¡Por supuesto que no! Ned lo vio en la ciudad, con dos mujeres a la vez.

—Sí, Sadie y Maggie —confirmó Neal, con una sonrisa presuntuosa.

—Entonces no me equivocaba al juzgarle. No es que me interese demasiado… —Francesca no pudo evitar sonrojarse.

—¿No estará un poco celosa, Francesca?

—¡Yo, celosa! —Le lanzó una mirada condescendiente—. Por lo que a mí respecta, dejaría de verle ahora mismo. Para siempre.

Neal se acercó un paso a ella, de modo que Francesca olió el aroma a perfume barato… y el olor cálido y viril de su piel.

—Puede negarlo tanto como quiera, pero sus ojos hablan otro idioma —le susurró en voz baja.

Francesca dio un paso atrás y lo fulminó con la mirada.

—Nunca había conocido a alguien tan pagado de sí mismo como usted —exclamó, furiosa—. Es un milagro que aún aprecie la compañía de los demás. ¡Debería bastarse usted solo!

Neal contestó con una carcajada, así que Francesca se dio la vuelta, indignada, y se fue.

—Tesoro, ¿ahora te has enfadado conmigo? —le gritó Neal por detrás, y añadió con una risa contenida—: Sabes que solo te quiero a ti.

Francesca no le hizo caso, aunque no le resultó fácil entre las miradas curiosas de los transeúntes, algunos de los cuales sonreían como si acabara de discutir con su amante. Aún estaba furiosa cuando salió de la panadería con dos hogazas de pan.

De pronto oyó que alguien gritaba su nombre. Se quedó quieta y miró hacia la acera de enfrente, donde Monty estaba bajando de su coche de caballos. Se acercó sonriendo a ella, con un brillo de alegría en los ojos. Era tan atractivo y atento que a Francesca se le pasó el enfado en unos segundos.

¿Por qué no podía Neal Mason tomar ejemplo de él?

—Parece alterada. —Monty le agarró la mano—. ¿Va todo bien?

Francesca pensó contrariada en Neal Mason.

—Solo estaba ensimismada, no vale la pena hablar de ello. ¿Cómo está?

—Bien… ahora que me he encontrado con usted. De hecho quería invitarla el domingo a tomar el té en mi casa.

—Ah. —La alegría inicial de Francesca se enturbió un poco al recordar a su padre comentando que los padres de Monty ya le habrían buscado una futura esposa. Sin embargo, al ver su mirada, cálida y sincera, se disiparon todas sus dudas—. Iré encantada —contestó con una sonrisa—. ¿Conoceré a sus padres?

—Sí, seguro. Tienen muchas ganas. La recogeré a la una. El Marylou estará anclado en el muelle, ¿verdad?

Francesca asintió.

—¿Quiere que la lleve al puerto? —se ofreció Monty.

—Si no es molestia…

—Por usted daría un rodeo de mil kilómetros —contestó Monty.

Francesca le sonrió.

Cuando el coche de Monty llegó al muelle, Francesca se alegró de ver que Neal Mason estaba en la cubierta del Marylou conversando con su padre.

Se volvió hacia Monty y posó la mano sobre la suya.

—Gracias por haberme traído. Esperaré con ilusión volver a verle el domingo.

Monty bajó del coche para ayudarla a salir, agarrándole la mano todo el tiempo que era conveniente en presencia de Joe.

—Estoy ansioso porque llegue el día —contestó él.

Francesca lanzó una breve mirada al Marylou y confirmó que la habitual sonrisa burlona de Neal había desaparecido. Tampoco le pasó desapercibido que parecía exhausto. Pensó que lo tenía bien merecido.

—Hasta el domingo —se despidió Monty, y le dio un beso en la mano.

Francesca lo miró sonriente antes de darse la vuelta y dirigirse al barco. Monty hizo un gesto a Joe, que le devolvió el saludo.

—Me han invitado a tomar el té el domingo en Derby Downs —anunció Francesca cuando subió a bordo—. Monty me recogerá con el coche.

Joe sonrió a Francesca sin hacer comentarios. Aun así, le llamó la atención ver que Neal no parecía especialmente contento.

—¿Dónde te has encontrado a Montgomery Radcliffe? —preguntó Joe durante la cena.

—Delante de la panadería —contestó Francesca—. ¿Y qué disculpa ha dado Neal? —No sabía dónde se encontraba en aquel momento, y tampoco lo iba a preguntar.

—Dice que estuvo todo el día cuidando de su hermana. Por lo visto está muy enferma.

Francesca hizo un gesto de desprecio.

—Podría habérsele ocurrido algo más creíble.

—Hace un momento se ha ido de nuevo a verla —continuó Joe.

—Pero esta mañana he visto por casualidad que salía del burdel. ¿Qué apostamos a que ahora mismo está allí?

—¿Cómo sabes que ahí hay un burdel? —preguntó Joe.

—Hace poco me encontré a una mujer en el callejón. Se llamaba Lizzie Spender, y uno de sus clientes la había pegado —contestó Francesca—. Era obvio que era prostituta. Además, vive en ese establecimiento. No me sorprendió que se tratara de un burdel. En el poco tiempo que ha pasado desde que regresé a Echuca, siempre he visto entrar y salir hombres.

—A partir de ahora deberías evitar ese callejón. Nunca se sabe quién merodea por allí.

Francesca soltó un bufido.

—Tipos como Neal Mason, por ejemplo…