5

—¿Dónde está esta mañana nuestro queridísimo patrón del bote? —preguntó Francesca, mientras hacía los preparativos para zarpar hacia Barmah. Era un día fresco y con viento. Mientras el sol intentaba abrirse paso entre las nubes, la oscura superficie del agua del río emanaba un color verde, y el viento hacía que las olas rompieran contra el lateral del barco que se mecía en el agua.

—No tengo ni idea de dónde se ha metido Neal —contestó Joe, que estaba tirando el poso del café de su taza por la borda—. Ayer por la noche no volvió.

Por primera vez Francesca contempló la posibilidad de que Neal hubiera sufrido algún percance.

—¿Quieres decir que le ha pasado algo? —Había oído decir a los hombres que a menudo había peleas entre los trabajadores del puerto borrachos, sobre todo el viernes por la noche, cuando recibían los salarios.

Ned oyó la pregunta de Francesca.

—Lo vi ayer hacia las siete de la tarde —dijo a gritos desde abajo, donde estaba calentando la caldera, que ya había encendido al amanecer para lograr presión del vapor.

Francesca recordó que Ned había buscado el hotel más cercano para hacerse con una botella de ron y compartirla con Joe. No le molestó porque ambos habían trabajado mucho, y además tenían motivos de celebración después de cumplir las exigencias de pago de Silas.

—Estaba muy ocupado —añadió Ned, al tiempo que le lanzaba un guiño a Joe, que se apoyó en la barandilla de la escalera.

Francesca captó la indirecta y frunció el entrecejo.

—¿Quieres decir con eso que estaba en compañía femenina?

—En realidad eran dos mujeres, una en cada brazo —dijo Ned con aire de suficiencia. Las reconoció a las dos, chicas de vida alegre, conocidas en la ciudad, que deambulaban alrededor del hotel para divertirse con hombres que tuvieran algo de calderilla en el bolsillo. A Ned le sorprendió un poco ver a Neal en tan dudosa compañía, pero para entonces Neal ya estaba bastante borracho.

—No tiene sentido perder el tiempo esperando a este tipo —dijo Francesca, tajante, al tiempo que se enfadaba consigo misma por haberse preocupado por su bienestar.

—Si no aparece en unos minutos, zarparemos sin él —dijo Joe—. Una carga de madera es mejor que nada. Además, Ezra Pickering está esperándola, y no quiero dejarlo en la estacada.

—Entonces no perdamos más el tiempo y salgamos —replicó Fran, ansiosa por zarpar y dejar de pensar en Neal Mason.

—No me has explicado cómo fue la velada con Montgomery Radcliffe —dijo Joe a Francesca algo más tarde, durante el trayecto.

—Fue una noche muy bonita, y me ha pedido que nos volvamos a ver. —Se le dibujó una sonrisa en el rostro.

Joe arrugó la frente.

—¿Te parece sensato?

—No sé qué te preocupa, papá —contestó Francesca.

Sin embargo, Joe no podía evitar pensar que Montgomery normalmente se movía en círculos sociales muy distintos.

—Ten cuidado, mi niña. No quiero ver cómo te rompen el corazón.

—Entendería tu inquietud si saliera con alguien como Neal Mason, papá, pero Monty es un perfecto caballero.

—Cualquier hombre se consideraría feliz de encontrar a una mujer como tú que correspondiera a su amor, Fran, pero la gente de la alta sociedad se casa por otros motivos. Planifican su vida sin escuchar a su corazón, como si fueran operaciones comerciales. Estoy segura de que Montgomery Radcliffe te considera preciosa, pero tampoco me cabe duda de que Regina y Frederick ya le han buscado una futura esposa.

—Dudo que Monty deje que sus padres lo fuercen a casarse.

Frannie era joven e inexperta, y Joe era consciente de que sus palabras se las llevaría el viento.

—Te lo ruego, Frannie, prométele a tu viejo padre que tendrás cuidado.

Francesca sonrió.

—Iré con cuidado, papá, prometido. No tienes de qué preocuparte.

Acababan de pasar por Moama cuando de repente oyeron un pitido por detrás. Joe miró por la ventana de la caseta del timonel y refunfuñó.

—¿Qué pasa, papá? —preguntó Francesca.

—Es el Kittyhawk —respondió.

Francesca notó el enfado contenido en su voz.

—¿Tienes problemas con la tripulación? —le preguntó.

A Francesca le pareció que Joe intentaba encontrar las palabras adecuadas. No sospechaba que en realidad estaba intentando ser considerado con su hija.

—Mungo McCallister es uno de los hombres menos populares en el río —contestó—. Párate en el poste de tensión 299, allí podremos cargar madera para la caldera y McCallister nos podrá adelantar.

Mientras amarraban, Joe se dio cuenta, disgustado, de que el Kittyhawk también se paraba. Para no perder el tiempo, bajó con Ned a tierra a cargar madera mientras Francesca lo seguía todo desde la cubierta inferior.

—¿Quién es vuestro nuevo capitán? —gritó Mungo cuando Joe amarraba el barco.

Joe no contestó, y a Francesca le molestó. Pensó que no había oído al capitán del Kittyhawk.

—Soy Francesca Callaghan —contestó ella con un grito.

Mungo puso cara de suspicaz y se deleitó repasando con la mirada a Francesca. Enseguida entendió por qué a su padre no le gustaba aquel hombre.

Entretanto Joe y Ned seguían sin inmutarse lanzando la madera por el orificio de la cámara de la caldera sin prestar atención al capitán del Kittyhawk.

Al cabo de un instante apareció en cubierta una versión más joven de Mungo, con una sonrisa insolente. El chico era pelirrojo, con multitud de pecas y la nariz chata como un boxeador. Miró a Francesca con una mezcla de curiosidad y desdén.

—Es mi hijo Gerry —aclaró Mungo—. Le estoy enseñando a llevar el timón del Kittyhawk.

Ni Joe ni Ned reaccionaron. Ya sabían por el capitán del Syrett, John Henry, que Mungo estaba preparando a su hijo para la patente de capitán. Henry mencionó que Gerry era muy poco querido entre los capitanes porque se comportaba con aún más arrogancia que su padre.

—¿Es que quiere sacarse la licencia de capitán? —le gritó Gerry a Francesca.

—¿Y si es así? —contestó Francesca. No le gustó el tono, que transmitía un claro desprecio hacia el hecho de que una mujer llevara el timón, además de dudar que pudiera acometer esa tarea.

Como era de esperar, Gerry soltó una carcajada sarcástica.

—¿Qué tal una carrera pequeña hasta Flemings Bend?

—¿Para qué?

—¿Tiene miedo de perder?

—Claro que no. Es que no le veo sentido a aceptar una propuesta tan infantil solo para que usted pueda demostrarse algo.

Un brillo maligno cruzó los ojos de Gerry, pero antes de que pudiera replicar Joe subió a bordo del Marylou.

—Estamos aquí para ganarnos la vida —dijo al muchacho y a su padre.

—De todos modos una chica no podría ganarme jamás —se burló Gerry.

Joe miró a Francesca. Veía que estaba furiosa, y se sintió orgulloso de que se mordiera la lengua.

—La época dorada del Marylou ha terminado, hijo mío —dijo Mungo, y posó la mano sobre el hombro de Gerry—. No hay más que ver en qué estado se encuentra.

En efecto, al lado del Kittyhawk el Marylou daba la impresión de estar bastante degradado, aunque la apariencia externa no era un indicador de la calidad del motor, por el que tanto Joe como Ned pondrían la mano en el fuego.

Francesca miró a su padre, al que le había afectado el comentario de Mungo pero se forzaba a no hacerle caso. Lo siguió hacia la caseta del timonel.

—No soportas a Mungo McCallister, ¿verdad, papá? —preguntó cuando volvieron a zarpar.

—No conozco a nadie en el Murray que se comporte con tanta desconsideración —murmuró Joe.

Francesca notó que se le movía el labio inferior, y percibió que había algo más tras aquellas palabras. Era obvio que estaba furioso, pero al mismo tiempo parecía que algo le atormentaba del pasado. Aunque estaba deseosa de saber todo lo que había sucedido entre su padre y Mungo McCallister, no quería presionarle.

Pasada media hora, Joe miró por la ventana de la caseta del timonel y vio que el Kittyhawk los seguía.

—Maldito sea —bramó.

Francesca observó a su padre. Él sintió su mirada y se volvió hacia ella con un gesto de preocupación. A menudo se preguntaba hasta qué punto recordaba Francesca el accidente que provocó la muerte de su madre.

Le posó la mano en el hombro para tranquilizarla y dijo:

—El día que falleció tu madre, otro barco rozó el Marylou.

—Era el…

—Sí, fue el Kittyhawk. Mungo estaba haciendo una carrera con el Adelaide.

Francesca recordó el horrible momento en que el Marylou fue abordado por otro barco, pero en aquel momento no se le quedó grabado el nombre de la embarcación.

—Mungo jamás me ha dado a entender que se arrepienta de sus actos… es decir, de lo que le ocurrió a tu madre. Por eso me cuesta tenerlo cerca.

Ahora entendía Francesca el profundo rechazo que sentía su padre hacia aquel hombre.

—¿Entonces la muerte de mamá fue culpa suya? —dijo, horrorizada.

Joe bajó la cabeza.

—El Kittyhawk nos abordó por estribor y tu madre cayó al agua por babor. Me habría sido de gran ayuda poder responsabilizar a Mungo de su muerte, pero yo también tengo parte de culpa. Si hubiera enseñado a nadar a Mary, podría haber esquivado el barco. Todo el que vive y trabaja en el río tiene que saber nadar. —De vez en cuando, durante los meses de verano, Joe practicaba con Mary, pero a ella le daba miedo el agua y avanzaba muy despacio. Sin embargo, él se reprochaba no haber dedicado más tiempo a los ejercicios de nado ni haber insistido más.

—Si no nos hubiera abordado, mamá no habría caído por la borda —replicó Francesca, furiosa.

—No se enteró de que ella cayó por la borda y fue atropellada por otro barco. Lo supo después. —Mungo intentó disculparse, pero en aquel momento Joe no estaba para muestras de arrepentimiento. Entonces para él solo contaba que había perdido a su mujer por una absurda carrera, y Frannie a su madre—. Lo que más me duele es que, a pesar del incidente, a día de hoy Mungo sigue teniendo el mismo comportamiento irresponsable. Si existiera la justicia en este mundo, se hundiría junto con su barco.

Joe ocultó a Francesca que incluso había coqueteado con la idea de hacer saltar por los aires el Kittyhawk. Solo el amor por su hija lo había retenido.

Cuando el Marylou circunnavegó el siguiente recodo, el Kittyhawk volvía a encontrarse justo detrás de ellos. Gerry hizo sonar la sirena.

—No les hagas caso, Frannie —le avisó Joe—. No pierdas el rumbo.

Soplaba un viento fuerte, así que Francesca tenía que concentrarse mucho para mantener el rumbo. Se puso nerviosa cuando el Kittyhawk se colocó tan cerca que casi se tocaban los barcos.

—Tú simplemente mantén el rumbo —dijo Joe, con los dientes apretados de la rabia.

Poco después el Kittyhawk inició una maniobra de adelantamiento. Francesca oía el golpeteo de las paletas de las ruedas en el agua, mientras el Kittyhawk ganaba terreno por estribor.

—¿Por qué se acerca tanto para adelantar? —preguntó, y miró con inquietud por encima del hombro. Esperaba que en cualquier momento chocaran las ruedas de paletas de ambos barcos.

—Quiere provocarnos —contestó Joe—. No le hagas ni caso. —Le había enfadado mucho el comentario de Mungo de que la época dorada del Marylou había terminado—. Me encantaría bajarle los humos a ese arrogante —murmuró—. Pero una carrera sería una irresponsabilidad. Y como capitán cometería una imprudencia si te animara a hacerlo.

Francesca entendía lo que sentía su padre, y se daba cuenta de que le encantaría demostrar a Mungo McCallister que el Marylou aún no era un dinosaurio.

El Kittyhawk volvió a ponerse a su altura, mientras Gerry no dejaba de accionar la sirena.

—¿De verdad tenemos que aguantar esto? —gritó Ned desde la cubierta. Normalmente cortaba por lo sano esas tonterías. Siempre había presumido mucho del Marylou, incluso cuando había que reparar la caldera.

—Nosotros a lo nuestro —le gritó Joe, y oyó que Ned soltaba una maldición antes de dirigirse de nuevo al motor. Sabía que, si Ned hubiera estado en su lugar, hacía tiempo que habría organizado una carrera con el Kittyhawk, aunque solo fuera para hacer callar de una vez por todas a Mungo McCallister.

Joe miró hacia el Kittyhawk y vio la caseta del timonel, donde Mungo daba indicaciones a su hijo. Al cabo de un momento Gerry dio un golpe de timón en dirección al Marylou.

—¿Pero qué demonios hace? —exclamó Joe.

No podía indicar a Frannie que se desviara a babor porque delante de ellos había un escollo. Cuando los dos barcos chocaron, Francesca estuvo a punto de perder el equilibrio por el impacto. No se cayó porque se mantuvo agarrada al timón.

—¡Ya es suficiente! —rugió Joe—. ¡Aumenta la presión de la caldera! —le gritó a Ned.

—¡Hecho! —dijo, contento.

—¿El Marylou ha salido perjudicado? —preguntó Francesca, preocupada.

Joe lanzó una mirada por la ventana.

—Han saltado algunas astillas de madera del guardarruedas, pero parece que no es nada.

En aquel momento los adelantó el Kittyhawk. Joe y Francesca vieron la expresión de autocomplacencia en el rostro de Mungo, mientras Gerry esbozaba una sonrisa bobalicona al volverse hacia ellos.

—Si se acerca más volveremos a chocar —dijo Francesca. Empezó a sudar cuando la proa del Marylou estuvo a punto de colisionar con la popa del Kittyhawk.

—Mungo siempre hace este tipo de bravuconadas —dijo Joe, enfadado—. No me extraña que incite a su vástago a hacerlas también.

—¿Qué hago? —preguntó Francesca, agarrada el timón con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

Joe vio que el pánico estaba a punto de adueñarse de su hija. Sabía que no tenía experiencia suficiente para una carrera, y lo que era peor: una colisión con el Kittyhawk podía acabar con la confianza en sí misma.

—Tenemos que atracar en la orilla hasta que pasen —dijo.

—Pero no tenemos tiempo que perder, papá, si queremos entregar hoy la madera.

—Ya lo sé —contestó Joe con un gesto de preocupación. No podía permitirse romper el acuerdo que tenía con Ezra Pickering mientras Silas lo estuviera atosigando, por eso descartó la idea de hacer una carrera con el Kittyhawk, era demasiado peligroso—. Modera la velocidad hasta que se hayan largado.

Cuando el Marylou redujo la velocidad, el Kittyhawk los adelantó, para gran alivio de Joe y Francesca. No obstante, solo les duró hasta que el Kittyhawk también bajó el ritmo y se plantó de golpe delante del Marylou. Francesca se vio obligada a hacer una maniobra de desvío para evitar una colisión, y Joe se puso hecho una furia. Salió corriendo hacia la cubierta inferior y lanzó un torrente de insultos a Mungo McCallister, que se rió de él.

De regreso a la caseta del timonel, Joe agarró la cuerda para hacer sonar la sirena, pero el Kittyhawk volvió a ponerse delante, así que Francesca tuvo que desviarse hacia estribor para evitar el choque.

Joe comprendió que solo les quedaba una posibilidad: tenían que aceptar el desafío.

—Solo tenemos una opción para salir de la zona de peligro y llegar a Barmah para cargar la madera, Frannie, y es que adelantes al Kittyhawk. Los McCallister entorpecen el tráfico fluvial río arriba. Si no se produce un milagro, tarde o temprano ocurrirá una desgracia.

Se acercaban varios barcos de vapor en dirección contraria que hacían señales de advertencia al Kittyhawk, que daba bandazos sin control en el río porque Gerry no paraba de hacer sonar la sirena sin renunciar a su absurdo objetivo.

—Esto es una maldita locura —murmuró Joe, airado.

—¿Nuestro motor tiene potencia suficiente para adelantar a ese imbécil? —preguntó Francesca.

—Pronto lo descubriremos. ¿Te ves capaz, mi niña?

Francesca asintió. De hecho, le temblaba todo el cuerpo, pero no quería dejar a su padre en la estacada.

—¡A toda máquina! —ordenó Joe.

En poco tiempo el Marylou volvió a atrapar al Kittyhawk y se puso a su altura. Las ruedas de paletas chocaban con fuerza contra el agua, y las bombas del motor tronaban con fuerza.

Ned siguió con la mirada cómo el manómetro subía a seis bares. Joe se concentró en los árboles marcados que indicaban la distancia cada kilómetro y medio para calcular la velocidad. Calculó que iban a diez nudos, y ganaron velocidad. Enseguida el Marylou se puso casi al límite.

Los McCallister también aceleraron, de manera que los barcos pasaron muy juntos por delante del siguiente poste de tensión. El Kittyhawk se encontraba de nuevo en estribor, y Joe sabía que en el siguiente recodo les sacarían ventaja por babor, pero también que allí les esperaban los troncos de algunos árboles, así que tendrían que ir con cuidado.

—En el recodo de ahí enfrente no debes acercarte demasiado a la orilla izquierda —advirtió a Frannie—. Presionaremos al Kittyhawk hacia estribor.

Francesca sabía que Gerry McCallister intentaba apartarla hacia babor. Haciendo uso de todas sus fuerzas, mantuvo la posición. El Marylou incrementó la velocidad. Joe estimó que aproximadamente habían alcanzado los quince nudos. Cuando llegaron al recodo iban unos diez metros por delante del Kittyhawk, así que Gerry había perdido la oportunidad de apartarla hacia los troncos o la orilla. Cuando pasaron por aquel recodo, el Kittyhawk tuvo que hacer una curva muy grande, de modo que el Marylou le sacó una clara ventaja.

Joe miró atrás.

—Siguen navegando con el motor original. Mungo debería tener cuidado de que no le explote en la cara. —Metió la cabeza en el agujero de entrada—. ¿A cuánto está la presión de la caldera? —le preguntó a Ned.

—Casi siete bares —contestó Ned.

Joe sonrió para sus adentros.

—Apuesto a que Mungo ya le ha dado la orden a su maquinista de subir al máximo la presión de la caldera.

—¿Qué significa eso? —preguntó Francesca.

—Si crea demasiada presión en la caldera, se abre automáticamente una válvula de seguridad. Así disminuye la presión, la máquina pierde potencia y trabaja más despacio. Pero el maquinista puede bloquear la válvula de seguridad.

—¿Cómo?

—Obstruyéndola con algo. Todos los maquinistas tienen sus métodos preferidos, pero, sea cual sea el elegido, es peligroso.

—¿Quieres decir que la caldera podría explotar? —preguntó Francesca.

Joe asintió y volvió a mirar la popa del Kittyhawk.

—Mungo es un cabeza hueca. Sabe que entraña un riesgo y que le podría explotar en la cara la caldera, pero por lo visto eso no es impedimento.

Pasaron por otro recodo del río en dirección a babor, y poco después el Kittyhawk volvió a atraparlos.

—Lo que me suponía —dijo Joe—, han bloqueado la válvula y están forzando al máximo la máquina.

Francesca y Joe sabían que en la siguiente curva había multitud de troncos en babor, así que tenían que mantener el barco en el lado derecho. Sin duda también lo sabían Gerry y Mungo, así que esperaban que iniciaran una maniobra de adelantamiento para empujar el Marylou hacia los troncos.

Ned dio lo mejor de sí para atizar la caldera. Hacía tiempo que había superado los siete bares, la máxima marca del manómetro, así que no sabía hasta dónde había llegado la presión entretanto.

—Si realmente ganamos al Kittyhawk, papá, Mungo y su hijo estarán aún más furiosos de que yo esté al timón —dijo Francesca.

—Cierto. Se pondrían en ridículo frente a los demás.

—Bueno, seguro que pasarán esa vergüenza. Y es lo mejor para acabar con esta locura temeraria.

—Tienes razón, Frannie. —Joe lanzó una mirada hacia atrás. Sabía que aquella carrera no había terminado, ni mucho menos.

Leo Mudluck, el maquinista del Kittyhawk, sentía unos nervios poco habituales. Era un hombre concienzudo y sensato, y ya hacía siete años que trabajaba para Mungo McCallister. Conocía la caldera del Kittyhawk tanto como a su mujer. Incluso hacía comparaciones entre la caldera y su esposa: las reacciones de Bessie podían ser igual de impredecibles y temperamentales si alguien la trataba mal. Leo miró inquieto la válvula de seguridad, que había bloqueado con un clavo por orden de Mungo. Temía que la caldera llegara al límite de potencia, ya que la aguja del manómetro estaba en el tope.

—¡Mungo! —gritó, aterrorizado como nunca antes en su vida—. ¡La caldera va a explotar si no bajamos la presión!

—¡Cálmate! —contestó Mungo, con el rostro enrojecido. Él también estaba a punto de explotar de la rabia. Veía que el Marylou le iba sacando ventaja y estaba decidido a darle alcance. Sin embargo, la desembocadura del río Goulborn ya no quedaba lejos, así que al Kittyhawk apenas le quedaba un kilómetro y medio.

—¿No puede ir más rápido? —dijo Gerry con voz lastimera, la mirada clavada en el Marylou y una mueca de disgusto como un niño testarudo.

—¡Pon más leña! —le gritó Mungo a Leo, que estaba en la sala de máquinas. No quería quedar mal delante de su hijo, y sobre todo no quería hacer el ridículo ante los demás.

—Pero la caldera… —dijo Leo.

—¡Tú hazlo, Leo! —bramó Mungo, enfurecido.

—¡No! ¡No voy a seguir alimentando el motor! —Leo salió a toda prisa de la sala de máquinas a cubierta—. De lo contrario explotará la caldera…

—Solo queda un kilómetro y medio, aguantará —replicó Mungo—. ¡Tiene que aguantar!

Leo sacudió la cabeza con ímpetu y se negó a volver a la sala de la caldera, así que Mungo bajó corriendo los escalones de la caseta del timonel y se puso a cargar madera él mismo.

—Por Dios, Mungo, esto es una locura —le gritó Leo—. Sal de ahí enseguida mientras puedas.

—Les hemos dado esquinazo, ¿verdad, papá? —preguntó Francesca, y a Joe no le pasó desapercibido el tono de seguridad.

—De momento sí, pero me da la impresión de que se recuperarán. —A Joe le preocupaba Leo Mudluck, el maquinista del Kittyhawk. Hacía muchos años que lo conocía y, aunque trabajara para Mungo, era un hombre honrado.

Al pasar por la desembocadura del Goulborn, el Kittyhawk volvió a ganar terreno.

—¿Va todo bien ahí abajo? —le gritó Joe a Ned. Confiaba en la nueva caldera porque habían probado su aguante a presión alta, pero aun así cabía la posibilidad de que uno de sus doscientos tubos internos tuviera un punto débil.

—Todo correcto —contestó Ned, mientras se secaba el sudor de la frente.

Joe sintió remordimientos al oír el esfuerzo en la voz de Ned. Ya no era un chiquillo, y era obvio que estaba al límite de sus fuerzas. Joe maldijo en silencio a Mungo McCallister. Por suerte, Flemings Bend, donde finalmente tendrían que bajar el ritmo para poner fin a aquella pesadilla, estaba a menos de un kilómetro y medio. Joe solo esperaba que nadie saliera herido.

—Allí delante está Flemings Bend —exclamó Francesca, emocionada.

Joe se dio la vuelta. El Kittyhawk iba tan solo treinta metros por detrás y seguía ganando terreno. No veía a Mungo en la caseta del timonel, pero vio que Leo Mudluck estaba en cubierta.

—¿Qué demonios está pasando ahí? —murmuró para sus adentros. Tenía un mal presentimiento, pero no le hizo caso.

Francesca miró hacia atrás justo en el momento en que Leo le gritaba algo a Gerry. Al poco tiempo se oyó una detonación terrible. Francesca soltó un grito del susto, ya que la onda expansiva alcanzó al Marylou. Hizo que tintinearan los cristales y una lluvia de astillas de madera cayó sobre el río.

—¡Dios mío! Me lo temía —dijo Joe—. Para la máquina.

Joe miró por la ventana de la caseta del timonel y vio que Mungo se tambaleaba en la borda y se sujetaba el brazo. Gritaba de dolor. Al cabo de unos instantes se produjo una explosión en la sala de la caldera, y los tres hombres saltaron por la borda. Leo tiró de Mungo en el agua, mientras las oscuras nubes de humo se elevaban en el aire.

Ned salió a cubierta mientras Joe bajaba la escalera de la caseta del timonel. Los tres náufragos estaban a diez metros del barco en aguas poco profundas, mirando incrédulos el barco humeante, a la tensa espera de que se produjera una segunda detonación o el Kittyhawk se hundiera.

—¿Giro? —gritó Francesca desde la caseta del timonel a su padre.

—Será lo mejor —contestó Joe—. Si se produce un incendio tal vez necesiten nuestra ayuda.

Mientras Francesca iniciaba la maniobra para girar, Joe vio cómo Mungo, Gerry y Leo volvían a nado al Kittyhawk y trepaban a bordo. Gerry intentaba consolar a su padre y Leo bajó con cuidado para valorar los daños.

Francesca rodeó despacio el Kittyhawk con el Marylou, mientras Joe y Ned lo seguían todo desde la cubierta. Desde el casco del barco salía vapor como antes, pero ya no despedía humo espeso.

—¿Necesitáis ayuda? —les gritó Joe—. ¿Tenéis fuego a bordo?

—No necesitamos ayuda de gente como vosotros —gruñó Mungo. Se sujetaba el brazo, donde tenía quemaduras graves, así como en el hombro y la espalda. Podía considerarse afortunado de haber conseguido llegar a cubierta poco antes de que la caldera saltara por los aires, de lo contrario ahora estaría muerto.

Joe sabía lo dolorosas que podían ser las quemaduras, pero aun así Mungo logró sacarle de sus casillas.

En aquel momento apareció Leo jadeando y tosiendo en cubierta, con el rostro cubierto de hollín.

—Ahí abajo es un caos —exclamó entre jadeos—, pero el fuego ya está casi extinguido… he apagado las llamas.

Joe seguía mirando a Mungo. Era consciente de que se sentía humillado y padecía dolores físicos, y eso no le hacía sentirse satisfecho. Finalmente Mungo había llevado al límite su propio barco, y todo por cubrirse de gloria saliendo victorioso de una carrera sin sentido. Joe, en cambio, había manejado el Marylou con respeto y en ningún momento había puesto en peligro el barco, a él mismo y a Ned.

—¿Les ayudamos, Joe? —preguntó Ned.

—No. Pueden considerarse afortunados de que el Kittyhawk no se haya incendiado y hundido —replicó Joe con amargura, al pensar en aquella vez en que Mungo embistió sin miramientos el Marylou, sin detenerse a comprobar si alguien había salido herido o incluso si había algún fallecido.

Joe habría sentido compasión por cualquier otra persona, pero no por Mungo McCallister. Era un milagro que él, Gerry y Leo no hubieran sufrido heridas graves, o incluso mortales. Joe solo podía sacudir la cabeza, enfadado y sorprendido por la injusticia del destino, que permitía que un individuo sin escrúpulos como Mungo saliera ileso, mientras que una persona buena y afectuosa como su Mary tenía que morir.

Francesca sabía exactamente qué le estaba pasando por la cabeza a su padre cuando se acercó a ella en la caseta del timonel. Lo agarró del brazo.

—Por lo menos el río estará a salvo de Mungo durante un tiempo, papá —le dijo con ternura.

Joe asintió.

—Aquí no hay nada más que hacer. Continuemos.

En realidad habría querido ofrecerle a Mungo llevar el Kittyhawk hasta la orilla antes de que lo arrastrara la corriente, pero Mungo ya le había pedido ayuda a otro barco.

Mientras el Marylou tomaba rumbo a Barmah, Joe no paraba de pensar que había sido un error participar en la carrera, una equivocación de la que se arrepentiría. Mungo era rencoroso, y Joe temía que se vengara de aquella humillación.