4

Regina Radcliffe se reclinó en la silla de piel acolchada de la biblioteca, que le servía también de despacho, y estiró la espalda dolorida y los hombros. Después de cenar sola, algo que era bastante habitual si Monty se iba a la ciudad y Frederick estaba cansado, se puso con la contabilidad.

En el silencio de aquella enorme casa, oyó el ruido de la puerta de entrada al cerrarse en el vestíbulo alicatado. Miró el reloj que sonaba en la pared revestida de madera y se quedó asombrada al ver que ya eran casi las once y media.

Cuando se dio cuenta de que llevaba cuatro horas trabajando sin parar, Regina pensó que era normal que estuviera agotada. Había sido un día largo y duro.

Monty supo dónde encontrar a Regina en cuanto vio la luz que salía de la biblioteca hacia la entrada.

—Es tarde, madre. ¿Qué haces levantada? —preguntó al entrar en la sala, y sus botas crujieron sobre el suelo de parqué de eucalipto.

Regina observó el paso alegre de su hijo y sintió curiosidad al ver el brillo de los ojos.

—Estaba haciendo las cuentas del mes.

—¿Y qué te parecen? ¿Seguimos sin estar en números rojos? —comentó Monty en tono jocoso.

—Casi —contestó Regina con una sonrisa. Le encantaba el sentido del humor de Monty. Lo observó mientras paseaba por la habitación y contemplaba distraído los libros de la estantería, y le llamó la atención ver que estaba francamente de buen humor, aunque parecía preocupado por algo. A pesar de que Monty pasaba mucho tiempo con su padre, que disfrutaba estando al aire libre, aunque solo fuera en el balcón, Regina se sentía muy unida a su único hijo y notaba hasta el más mínimo cambio en su conducta. Por eso sabía que en cualquier momento desvelaría qué era lo que le había puesto de tan buen humor.

Finalmente, Monty se volvió hacia ella con un brillo de entusiasmo en los ojos.

—Madre, he conocido a la mujer de mis sueños, mi futura esposa. Es maravillosa…

Regina se quedó atónita. Monty jamás había hablado de una chica como su futura esposa.

—¿Y quién es esa chica?

—Francesca Callaghan.

En la frente suave de Regina se dibujó una arruga oblicua. A pesar de la edad, seguía siendo una dama muy atractiva y cultivada, y muchas de las mujeres de los terratenientes la envidiaban por ello. Su buen gusto, su fuerza, su determinación y su olfato para los negocios provocaban los celos de muchas mujeres, mientras los hombres la contemplaban con admiración. Con todo, Regina tenía buena intuición para ver cuándo algo no iba bien.

—Ni siquiera sabía que existiera una Francesca Callaghan.

—No puedes conocerla. Hace poco que ha vuelto a Echuca de un internado en Melbourne.

—¿De un internado? Entonces aún es muy joven…

—Tiene edad suficiente para hacerle la corte, y es una auténtica belleza. Además es inteligente, graciosa y encantadora… todo lo que podría desear un hombre. Aun así, da la impresión de ser una persona práctica. Estoy seguro de que un día será una madre fantástica y…

Regina le interrumpió.

—¿Su familia tiene propiedades?

—No.

—¿A qué se dedica su padre?

Monty esperaba esa pregunta, pero aun así se puso de mal humor.

—¿Qué importancia tiene?

Regina ya empezaba a mostrarse suspicaz. Pensó de qué le resultaba familiar el apellido Callaghan, mientras observaba a su hijo con esos ojos verdes rasgados.

—El único Callaghan que conozco es ese capitán de barco irlandés, Joe Callaghan.

Monty percibió el inequívoco tono de desaprobación en la voz de su madre, pero en su euforia lo dejó pasar.

—Joe es el padre de Francesca. Es encantadora, madre. En breve la traeré aquí a tomar el té, entonces la verás con tus propios ojos y te convencerás de que es un ángel.

—Me alegro por ti, Monty —mintió Regina—, ¿pero desde cuándo conoces a esa chica?

Monty sabía que su madre se refería a que no conocía a Francesca lo suficiente para concluir que deseaba pasar el resto de su vida con ella.

—Para mí es como si la conociera de toda la vida. Desde el momento en que nos conocimos supe que era la mujer ideal. Fue como haber encontrado la otra mitad de mi corazón.

«Bobadas de un sentimental», pensó Regina.

—Pero Monty, precisamente la hija de un capitán…

—Joe siempre me ha parecido simpático.

—Joe es un buen hombre… por lo menos para ser alguien con ese estilo de vida. Pero esperaba que escogieras como esposa a una chica de las fincas colindantes. Isabelle St. Clair, por ejemplo, o Rose Pearson, o una de las hermanas Pascal. Al fin y al cabo todas son igual de encantadoras…

Monty torció el gesto.

—Estoy seguro de que Isabelle y Rose, Edwina y Maria un día harán muy feliz a un hombre, pero mi corazón no está dispuesto a encontrar novia en los mejores círculos —dijo con impaciencia—. Ten en cuenta que estamos hablando de mis sentimientos hacia una mujer, y no sobre un asunto de negocios.

—Tampoco quería decir eso, Monty. Pero soy de la opinión de que, si una pareja tiene unos orígenes parecidos, es más fácil tener cosas en común que son importantes en un matrimonio. Eso tiene mucha más relevancia que la atracción física. Uno puede aprender a querer a alguien que tiene los mismos intereses…

Monty apretó los labios. Conocía la postura de su madre, que daría preferencia a una futura novia con propiedades y un apellido respetado frente a una mujer de la clase obrera.

—Eres una auténtica clasista, madre, ya lo sabes.

—No hay nada de malo en restringir un poco cuando se busca a un compañero para toda la vida.

—Mis sentimientos hacia Francesca no van a cambiar, así que será mejor que te vayas haciendo a la idea de que será tu nuera. —Monty estaba tan feliz que enseguida se disipó de nuevo su ira. Además, estaba seguro de que, en cuanto conociera a Francesca, su madre se convencería de que encajaban a la perfección. Y su padre, de eso no le cabía duda, adoraría a Francesca.

—¿Dónde está padre? —preguntó.

—Ha estado todo el día supervisando el esquileo, estaba agotado. Le he mandado a Mabel que llevara la cena a la habitación.

Monty recordó las palabras de Francesca.

—¿Te sientes sola a veces, madre?

Regina lo miró asombrada.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Francesca y yo hemos estado hablando esta tarde sobre Derby Downs, y le he explicado que antes a padre le entusiasmaba ocuparse del pastoreo. Sé que han pasado años, pero Francesca dice que debes de haberte sentido sola con frecuencia. —Sabía que su madre antes solía dormir en la habitación de su marido en la planta baja, pero durante los últimos años se había acostumbrado a dormir arriba porque él pasaba muchas noches en vela y la despertaba.

—¿Ah, sí? —Regina se preguntó, desconfiada, qué tramaba esa Francesca. Era consciente de que muchas chicas veían en Monty a un buen partido, por eso trataba de separar el grano de la paja hasta encontrar la esposa perfecta para Monty, la madre de sus hijos y la futura matriarca de los Radcliffe. Regina se veía en la obligación de tener una charla importante sobre el tema.

—Francesca me ha hecho pensar que a menudo estás sola. Me avergüenza no haberme dado cuenta yo mismo. Seguro que no lo has tenido fácil, sin tu marido al lado.

Regina evocó sin querer imágenes del pasado. Intentó eludir los recuerdos y se recompuso.

—Me las he arreglado sola. Además… ¿esa Francesca tuya no ha pensado que te tenía a ti?

Monty notó el tono posesivo de su madre y sonrió.

—Buenas noches.

—Buenas noches, Monty. Que tengas dulces sueños.

—Igualmente, madre. Voy a ver un momento a padre.

—Ya está durmiendo.

—Bueno, entonces no te quedes despierta hasta tan tarde. Pareces cansada.

Regina oyó los pasos de su hijo en la escalera.

—¡La hija de un capitán! —murmuró—. Lo siento, Monty, pero voy a tener que arrebatarle todas sus ambiciones a tu Francesca Callaghan, si pretende formar parte de esta familia.

Joe Callaghan llamó a la puerta abierta del despacho de Silas Hepburn, situado frente a la escalera del vestíbulo del hotel Bridge. Hacía tiempo que Silas esperaba aquella visita. Se había enterado de que había reemprendido el trabajo, pero dudaba de que Joe estuviera en condiciones de liquidar los pagos atrasados. Silas cobraba unos intereses exagerados para que todos los deudores que tuvieran dificultades para pagar se deshicieran de las garantías que hubieran dado para el crédito.

—Pase, Joe —dijo Silas con amabilidad.

Joe sentía mucha rabia siempre que Silas intentaba fingir que era un hombre con corazón, sabiendo el usurero que era.

—¿Qué tal le va? —continuó Silas, mientras volvía a sentarse e indicaba a Joe que tomara asiento enfrente.

Joe no tenía intención de quedarse allí ni un segundo más de lo necesario, así que se sacó del bolsillo el paquete con el dinero y lo dejó encima del escritorio. Silas miró los billetes estupefacto. Sabía que Joe tenía que haber trabajado veinticuatro horas al día para ganar tanto dinero en tan poco tiempo.

—Deme tres meses, como mucho cuatro, y liquidaré todos mis retrasos —dijo Joe. Sintió una gran satisfacción al ver la expresión de asombro de Silas.

Silas volvió a desviar la mirada hacia el dinero.

—Ha conseguido un rendimiento imponente, Joe. Me alegro. —La expresión de su cara y el repentino brillo gélido de sus ojos grises revelaban que mentía.

—También estará contento de recibir su dinero —afirmó Joe, al tiempo que observaba cómo Silas contaba las dos cuotas mensuales y extendía un recibo.

—Por supuesto —contestó Silas, que alzó la vista hacia él—. Estoy tan contento como usted de que su barco vuelva a navegar por el río.

—Volveré el próximo viernes —anunció Joe. Era el día que vencía la siguiente cuota mensual. Recogió deprisa el recibo y se volvió hacia la puerta, dispuesto a irse.

—Bueno —dijo Silas, molesto por la impertinente actitud de Joe—. Los intereses han vuelto a aumentar.

Joe se detuvo con brusquedad, como si le hubiera clavado un cuchillo por la espalda. «¡Este canalla no tiene escrúpulos!», pensó para sus adentros. Se volvió hacia Silas.

—Lo sé, pero tendrá su dinero. El Marylou es mi hogar, y, lo que es más importante, el hogar de Ned y de Frannie. No puedo perder el barco. Y no lo perderé.

Silas percibió el tono vacilante en la voz de Joe, y de pronto se le ocurrió una idea. Era su única posibilidad de poner a mal tiempo buena cara.

—Ya que habla de su hija… anoche cenó aquí. Debo decirle que es una joven preciosa.

Como hombre, Joe entendía el significado oculto en las palabras de Hepburn, de modo que tuvo que controlarse mucho para no darle un puñetazo en la cara.

—Buenas tardes —masculló, y salió del despacho.

Silas se quedó mirando el marco de la puerta vacío y se puso a urdir un refinado plan. Se propuso ser el primero en llegar al muelle al día siguiente para averiguar cómo ganaba Joe tanto dinero.

—A ese le voy a parar yo los pies —murmuró en voz baja. Tenía puesto el punto de mira en una recompensa mucho más atractiva que el Marylou.

Francesca salió de la panadería de High Street con dos hogazas de pan. Como quedaba poco tiempo para el cierre de las tiendas, había comprado el pan a buen precio. Estaba asombrada con lo mucho que había crecido la ciudad de su infancia. Había muchas más tiendas, hoteles y casas que antes, y por lo visto el número de habitantes se había duplicado. Una hora antes, mientras paseaba por delante de los escaparates, las calles estaban aún abarrotadas, pero al caer la noche todo el mundo se había ido a casa a preparar la cena. Ned quería asar pescado, y Francesca había prometido llevar pan.

Estaba oscureciendo poco a poco, así que Francesca aceleró el paso para regresar al Marylou, donde se sentía segura. De noche deambulaban por las calles demasiados borrachos. Decidió tomar un atajo por un estrecho callejón, en vez de recorrer el largo camino hasta el muelle, por delante del hotel Bridge. Era el camino más corto, pero Francesca quería evitar encontrarse a alguien, sobre todo trabajadores del puerto borrachos, así que primero miró alrededor para comprobar que tenía vía libre. En el otro extremo del callejón había una farola de gas que iluminaba parcialmente el pasaje. Como no divisó a nadie, se puso en camino.

Cuando ya había llegado a la mitad el callejón, en el que se acumulaban montañas de basura, de pronto oyó un golpe sordo y un grito de dolor y se quedó petrificada. Aguzó el oído, inmóvil, conteniendo la respiración. El callejón estaba vacío tras ella, y por delante tampoco veía a nadie, aunque un poco más allá el pasaje se ensanchaba y aparecían dos hornacinas. Al cabo de un instante oyó que alguien murmuraba enfurecido. Parecía que alguien había caído al suelo. Francesca empezó a sentir el corazón acelerado. Se colocó contra la pared y lanzó una mirada furtiva a la espalda de una silueta que desapareció por la esquina hacia el paseo marítimo. El primer impulso de Frannie era volver corriendo a High Street, pero se detuvo al pensar que alguien podía estar en apuros.

Justo entonces oyó un sollozo. Estaba segura de que se trataba de una mujer, que obviamente necesitaba ayuda. Vacilante, Francesca avanzó hasta que pudo ver las hornacinas. En la esquina había una mujer hecha un ovillo en el suelo, con la cabeza gacha. Francesca corrió a su lado.

—¿Está bien? —preguntó, y se fijó en la ropa sucia y vulgar que llevaba la mujer.

La chica levantó la cabeza, sorprendida. Tenía los ojos bañados en lágrimas, le sangraban la nariz y los labios, y en el pómulo izquierdo lucía un hematoma violeta. Francesca buscó un pañuelo y se lo ofreció.

La mujer se mostraba reticente, así que Francesca tuvo que ponerle el pañuelo en la mano.

Francesca era consciente de que aquella mujer era prostituta, pero eso a ella le daba igual. Era una persona en apuros. Al ver el lamentable estado en que se encontraba, Francesca estuvo a punto de romper a llorar por empatía.

—Ya… ya se me pasa —dijo la mujer, que volvió a bajar la cabeza, avergonzada.

—Yo no lo veo así. Está sangrando.

—No es nada nuevo —murmuró la mujer, con una voz temblorosa que transmitía su amargura.

—¿Quiere que avise a la policía? Por desgracia no he podido reconocer al que le ha hecho eso…

La mujer volvió a levantar la cabeza y observó a Francesca con mirada incrédula.

—Esos no ayudan a gente como yo. Antes me encierran por… —Calló de repente.

—Pero nadie le puede hacer ningún reproche —replicó Francesca—. La han asaltado.

La mujer soltó una carcajada que sonó como un sollozo contenido. Francesca no lo entendía. Vio cómo se incorporaba con dificultad y la ayudó ofreciéndole el brazo de apoyo. Cuando la chica vio en qué estado estaba su vestido y las enaguas desgarradas se estremeció. Era alta y estaba bastante flaca, y no se veía si era guapa en aquel rostro magullado.

—La acompañaré a casa —dijo Francesca.

La mujer la miró perpleja por un instante, luego se le suavizaron los rasgos de la cara.

—Estaré bien. Gracias por su amabilidad y preocupación, pero será mejor que se ocupe de sus asuntos.

—¿Quién le ha hecho eso?

—Un cliente —respondió la mujer en voz baja, y se peinó con los dedos el cabello enmarañado color zanahoria.

Francesca estaba furiosa.

—¿Un cliente?

La mujer, que no salía de su asombro, se frotó los ojos y miró a Francesca.

—Usted es muy inocente, ¿verdad? —Se le ensombreció la mirada—. No recuerdo haber tenido alguna vez el corazón puro —añadió, afligida—. Pero supongo que en algún momento lo tuve. —Pensó en su horrible infancia, en las desgracias que padeció su madre y de las que ella había sido testigo, y en que a los diez años abusaron de ella… no, no recordaba haber poseído semejante inocencia, y al pensarlo se echó a llorar de nuevo.

—Yo… no creo que nadie tenga derecho a pegarle —dijo Francesca, que le rodeó los hombros con el brazo.

La mujer se sorbió la nariz.

—Lo ha hecho porque puede permitírselo y porque le produce placer. Algunos hombres se sienten más viriles si pueden ejercer la violencia sobre una mujer. Incluso hay hombres que solo así… pueden intimar con una mujer. ¿La he impresionado?

Francesca miró horrorizada a la mujer. Dijo lo primero que le vino a la cabeza.

—Tendría que haberle dado una patada donde más duele a ese tipo.

La mujer se rió en silencio, pero enseguida profirió un grito de dolor porque se le abrió el corte en los labios.

—No sabe las ganas que tenía de hacerlo, pero entonces tendría que hacer las maletas.

—Tal vez le convenía más no hacerlo, pero yo en su lugar no aceptaría ni un penique de un hombre que la trata tan mal. Que se vaya a otro sitio a demostrar su virilidad.

—Ojalá la vida fuera tan fácil —respondió la mujer con tristeza, y las lágrimas empaparon sus mejillas sucias.

—La vida consiste en tomar decisiones, ¿no? Por cierto, soy Francesca Callaghan.

—Lizzie Spender. —La mujer le tendió la mano—. A veces, Francesca, uno toma las decisiones equivocadas y luego se da cuenta de que no hay vuelta atrás.

Francesca estudió su rostro maltratado.

—¿Vive cerca de aquí?

—Allí delante. —Señaló una casa de dos plantas de amianto, un poco retirada en la esquina donde el callejón desembocaba en el paseo marítimo. Delante había una empalizada con una puerta, tras la cual se veía un césped que necesitaba un corte urgentemente. La casa tampoco daba una impresión agradable. Francesca supuso que se trataba de un burdel, había observado con frecuencia el ir y venir de los trabajadores del puerto. El encuentro con Lizzie le dejó bien claro que aquella casa era un lugar de miseria, y el edificio tenía un aspecto lamentable, cuando no siniestro.

—¿Tiene a alguien allí que cuide de usted?

Lizzie miró hacia la casa.

—No es un hogar al uso, pero no conseguiré nada mejor. Sí, en total somos cinco almas descarriadas. Además, tenemos a una mujer que nos ayuda con la limpieza y la cocina.

Francesca y Lizzie se pusieron en marcha.

—Es usted muy amable conmigo, Francesca —dijo Lizzie, cohibida, que sabía por experiencia que la mayoría de ciudadanos respetables habrían prestado más atención a un gato callejero—. En mi vida me encuentro con muy pocas personas amables. Nunca olvidaré que ha acudido en mi ayuda.

—Por favor, a partir de ahora vaya con cuidado, Lizzie, y quítese de encima al tipo que la ha apaleado.

A Lizzie se le relajaron las facciones de la cara, tenía la mirada vacía.

—No puedo quitármelo de encima, Francesca.