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Francesca se puso ropa adecuada para limpiar, se recogió el pelo y se arremangó. Luego se puso a buscar un cubo, una bayeta y una mopa.

Cuando regresó a cubierta vio que su padre estaba arreglando la borda con un martillo y unos clavos, pero no lo hacía convencido. Ned estaba recogiendo sus cañas de pescar y los utensilios, poniendo orden.

—En cuanto las cubiertas estén libres las baldearé —dijo Francesca, que se esforzaba por emplear un tono convincente—. El Marylou tendrá un aspecto fantástico cuando brille como antes. Con muchos colores…

—Ahora el color no es importante, mi niña. No tenemos dinero para comprar leña para la caldera —le interrumpió Joe, fatigado.

Por el tono, Francesca entendió que prácticamente había abandonado toda esperanza de poder conservar el barco. No era capaz de sacarse de encima esa resignación.

—Entonces tenemos que peinar la orilla y recoger toda la madera que encontremos. Por el camino, desde el muelle hasta aquí, he visto más de un árbol caído.

—Tardaremos un día en reunir una tonelada de madera, cortarla y cargarla en el barco.

—No nos queda otra opción hasta que podamos permitirnos la madera —replicó Francesca, decidida a no hacer caso de las objeciones de su padre. ¡Por mucho que él estuviera a punto de rendirse, ella iba a luchar!

Joe se frotó el brazo izquierdo, dolorido. Siempre le molestaba durante la estación más fría del año, aunque en el aire ya había un toque de calor, señal de que quedaban pocas semanas para el inicio del verano. Finalmente hizo de tripas corazón y se volvió hacia su hija. No quería darle falsas esperanzas, así que tenía que explicarle toda la verdad.

—Tengo que decirte algo, Frannie. El préstamo es de mil libras…

¡Mil libras! Francesca se quedó de piedra. No contaba con que las deudas fueran tan elevadas. Enseguida entendió por qué su padre consideraba que no podría hacer frente a esa carga.

—Y luego están los intereses exagerados… no podremos conservar el Marylou, Frannie. Aunque nos matemos a trabajar. Además, esto no es vida para una joven señorita…

—Sé perfectamente que a mamá le encantaba esta vida, papá. Y yo disfruté mucho de mi infancia en el río. —Sin embargo, era consciente de que no habría tenido la misma formación de no haber asistido a la escuela en Melbourne. A pesar de que fue a regañadientes, sabía que su padre solo quería lo mejor para ella.

Joe bajó la cabeza.

—El río acabó con la vida de tu madre…

Francesca recordó la imagen del barco que chocaba por un lateral con el Marylou, y cómo su madre caía por la borda por el impacto. Como Mary no sabía nadar, no logró esquivar otra embarcación que se acercaba en sentido opuesto. Francesca revivió aquella escena horrible, cómo su padre salió corriendo de la caseta del timonel cuando comprendió qué había sucedido y saltó al río para salvar a Mary. Pero era demasiado tarde. El agua ya se había teñido de la sangre de su madre, que quedó atrapada en la rueda de paletas y murió. Joe también salió malherido de su intento de rescate, de modo que Ned tuvo que saltar al agua para evitar que se ahogara. Francesca sabía que su padre seguía culpándose de la muerte de Mary, por no haberle enseñado nunca a nadar.

—Mamá murió por accidente… y yo sé nadar, papá. Además, puedo llevar la contabilidad en cuanto ganemos dinero. —Miró a su padre y vio que no compartía su optimismo—. Escucha, papá. Tengo claro que nuestras deudas son enormes, y digo nuestras deudas a conciencia, pero esta tarde elaboraré un primer balance, luego ya veremos. De momento propongo que no sigamos de brazos cruzados. Queda muchísimo por hacer, así que vamos, señores, a trabajar.

Francesca bajó a tierra para llenar un cubo de agua en la orilla.

—Ya nos está dando órdenes, ¿no? —le dijo Joe a Ned, pero su voz no transmitía reproche alguno.

Ned esbozó una amplia sonrisa.

—Justo lo que necesitamos. Vale la pena intentarlo, ¿no? Aunque solo sea por Frannie.

Joe se frotó la barbilla mal afeitada.

—En cualquier caso, me encantaría que consiguiera la licencia de navegación. Así, como mínimo, todo esto tendría una consecuencia positiva, ya que he perdido la esperanza de poder conservar el Marylou. —Al pronunciar esas palabras recordó que tampoco tenía esperanzas cuando Ned rescató del río a Francesca recién nacida y ninguno de los dos se ahogó de milagro. En aquella ocasión Joe pensó que todo era posible, pero eso ya había pasado.

Comprobó con asombro los avances que había hecho su hija durante la tarde. El Marylou estaba casi irreconocible. Ned se había empeñado en fregar las cubiertas mientras Francesca limpiaba las ventanas, la cocina y los camarotes. Entretanto, Joe reparó la borda y pulió las chapas de latón y las piezas de la máquina. Ned había cazado un ave acuática, que ahora se cocía a fuego lento en la estufa de leña. Intentó que Francesca se familiarizara con el manejo de la estufa, pero era obvio que no le seguía.

—Mary también tardó un tiempo en entenderlo, este artilugio puede ser muy caprichoso —dijo Ned. En el fondo era un acierto que él se hiciera cargo de la cocina, pues tras la muerte de Mary él había asumido esa tarea.

El aroma de la carne asada propició un ambiente hogareño a bordo del Marylou. Durante los últimos años, él y Joe se habían alimentado de patos carolinos, cercetas e incluso de garzas, pero ahora, con Frannie a bordo, vivirían de nuevo como una familia. Incluso había visto sonreír a Joe, después de muchos meses sin hacerlo, al oír a Francesca cantar mientras trabajaba, igual que Mary.

Por la tarde, Francesca estudió con su padre los mapas del río y comentaron el plan de Frannie de conseguir la licencia de patrón.

—Si te inscribes para sacarte la licencia de navegación deberás presentarte ante un comité de capitanes y técnicos navales experimentados. Te harán preguntas muy distintas: sobre normativa de navegación en aguas interiores, medidas a tomar en caso de emergencia, maniobras en los puertos y muchas otras cuestiones. Finalmente decidirán si eres lo bastante competente para que te concedan la licencia. No hay una prueba escrita, cosa que está bien porque hay pocos bateleros que sepan leer o escribir. No obstante, no puedes permitirte ni una respuesta equivocada si te hacen preguntas sobre normativa de seguridad o navegación por aguas interiores, así que tienes que estudiar mucho.

—Todo irá bien si tú me instruyes, papá.

—Como ya ha dicho Ned, en el río hay dos mujeres que tienen la licencia de capitán —dijo Joe—. Y son bastante mayores que tú.

Francesca no se dejó amedrentar.

—Apuesto a que tampoco son tan guapas e inteligentes como yo —replicó, y se echó a reír al ver las caras de desconcierto de Ned y su padre.

Joe sacudió la cabeza al recordar que antes, cuando Frannie aún era una niña, solía bromear con ella. Por lo visto su hija se tomaba en serio su propósito de dar un impulso a la vida a bordo, y tal vez fuera justo lo que necesitaban, tanto él como Ned.

—No me extraña que recibiera cartas de tus profesores quejándose de tus impertinencias —dijo Joe.

—No es verdad —replicó Francesca, con los ojos como platos.

—Claro que sí. Puedes preguntárselo a Ned. En una carta decían que incitabas a los demás a cometer todas las travesuras posibles y llevabas por el mal camino a las niñas decentes. Por lo visto se habían planteado incluso expulsarte de la escuela. ¿Verdad, Ned?

Ned asintió.

—Es cierto. Les contestaste a las cartas y suplicaste a la dirección de la escuela que se quedaran con Frannie.

Francesca se ruborizó. No era una estudiante modelo, eso lo sabía, pero que quisieran expulsarla de la escuela…

—Mira lo roja que se ha puesto, Ned. Es por mala conciencia. —Los dos hombres soltaron una carcajada, y Francesca entendió que su padre estaba bromeando.

—¡Papá! ¿Cómo puedes contarme una historia así?

—¿Es que he tocado una fibra sensible?

—No.

—Claro que sí. Tal vez tendremos que hablar sobre tu época escolar cuando tengamos ocasión.

—Ni hablar —contestó Francesca sin vacilar.

Más tarde, el padre de Francesca y Ned estaban conversando en la proa. Cuando se acercó a ellos, oyó que su padre mencionaba a Silas y hablaba de que sería mejor prender fuego al Marylou. El tono que empleó le puso la carne de gallina.

—¿De quién hablabas, papá? —preguntó—. Esta mañana he conocido en el muelle a un hombre que se ha presentado como Silas Hepburn.

—¿Te has encontrado con Silas? —le preguntó Joe, atónito.

—Sí. Se ha ofrecido a traerme hasta aquí, pero le he dicho que no. No me ha caído bien ese hombre.

Joe torció el gesto.

—¿Y qué más ha dicho?

Francesca percibió el desprecio en la voz de su padre. Sería mejor no contarle nada del desprecio que había mostrado hacia él.

—Nada en especial, pero no paraba de hacerse el importante y de alardear de ser el fundador de Echuca. Nunca había conocido a nadie tan pagado de sí mismo.

—Sí, él es así —convino Joe—. Hace poco que lo abandonó su tercera esposa y se fue con los niños a Melbourne. Pese a ser un hombre rico y poderoso, es obvio que ninguna mujer aguanta mucho a su lado.

—¿La tercera esposa? ¿Las otras dos también lo abandonaron? —inquirió Francesca.

—No, la primera no. Según dicen, Matilda murió dando a luz. Según tengo entendido, era casi una niña cuando se quedó embarazada —dijo, asqueado—. Brönte, su primera esposa, lo abandonó después de unos años. La consorte número tres fue Henrietta Chapman. El matrimonio con Henrietta también duró unos años, pero yo pensaba que tenía más opciones de aguantar. Era una mujer callada que aparentaba no tener opinión propia. Parecía hecha para ese perdonavidas autoritario. Sin embargo, por lo visto Henrietta tenía más dignidad de la que yo o cualquier otra persona le habíamos supuesto.

—Seguro que ahora mismo está buscando a su próxima esposa —dijo Ned—. Si no tiene alguna ya en el punto de mira.

Francesca se estremeció.

—Ese hombre es repugnante.

Joe y Ned sabían de buena tinta que Silas visitaba habitualmente los burdeles de la ciudad, y corría el rumor de que maltrataba a las prostitutas, pero ni Joe ni Ned creyeron oportuno mencionarlo ante Francesca.

—Lo sabemos muy bien, el préstamo de la reparación de la caldera es de Silas.

Francesca sintió un escalofrío. ¡El dinero se lo debían precisamente a ese ser despreciable! Sin embargo, no dejó que se le notara la consternación.

—De haber tenido otra posibilidad no habría recurrido a Silas, pero vive de ese tipo de negocios. Siempre está ahí cuando alguien se encuentra en apuros, y después le saca hasta el último penique con sus deudas. Sé que fue una tontería por mi parte, y que podría costarme el barco. —Joe omitió que estaba borracho cuando cerró el trato con Silas y puso el barco como garantía, pero Ned sabía la verdad.

—Papá…

—Con los jugosos intereses que exige casi no hay opción de liquidar jamás las deudas.

—No debes pensar así, papá. Aunque tengamos que matarnos a trabajar día y noche y limitarnos a lo estrictamente necesario… ¡pagaremos las deudas!

—En el río siempre hay trabajo, pero si mi brazo no mejora no puedo ser de gran ayuda para cargar madera.

—Entonces tenemos que contratar a un marinero. Uno joven y fuerte.

—No podemos permitírnoslo.

—Tener a otro hombre a bordo aumentará nuestra productividad, y podríamos pagarle a final de mes.

A Joe no le gustaba la idea de contratar a otra persona. Él y Ned siempre se las habían arreglado solos, y el hecho de necesitar a otro hombre le daba la sensación de no poder hacer frente al trabajo. Estaba seguro de que a Ned le pasaba lo mismo.

—Es nuestra única posibilidad de trabajar de manera eficiente, papá. —Francesca no aflojaba—. Vamos, os lo explicaré.

Se sentó en la mesa que había junto a la cocina, donde comían, con un lápiz y un papel, y anotó algunos números. Gracias a su padre sabía que ganaba de media cincuenta libras al mes, de las cuales diez libras correspondían a Ned. La cuota mensual del préstamo era de veinte libras, y Joe llevaba tres meses de retraso. Además, Francesca se había enterado de cuánto ingresaban por el transporte de cincuenta y ocho toneladas de madera —la carga máxima del Marylou— a los aserraderos, y qué inversión de tiempo había que calcular para ello. Joe le informó de que en una semana hacía cuatro trayectos de transporte, tal vez cinco si trabajaban como locos. También le dijo el precio de una tonelada de madera, y había hecho el cálculo de hasta dónde llegaban con eso.

—Ned tiene que ocuparse de la caldera —dijo Francesca—, por eso necesitamos un refuerzo. Así, cabe esperar unas ganancias por este importe. —Subrayó una cifra en la hoja—. Aunque restemos los pagos de las cuotas del préstamo, podríamos permitirnos un ayudante en cubierta por el salario mínimo semanal de una guinea, y aun así nos quedaría dinero para hacer reparaciones a bordo.

Joe se frotó la barbilla. Los números nunca habían sido su fuerte. Cuando aún vivía Mary, ella se ocupaba de esos asuntos, y desde su muerte Joe los había descuidado. Solo le preocupaba reunir el dinero para la matrícula escolar de Frannie; por lo demás vivía con una mano delante y otra detrás. Aun así, los números de Frannie parecían encajar.

—Ya veo que aprendiste algo en la escuela, Frannie. Se ve que entiendes de contabilidad.

Francesca sonrió.

—Pagaremos las deudas, papá, ya lo verás.

Tardaron dos días enteros en reunir varias toneladas de madera, cortarlas y cargarlas en el Marylou. Joe comprobó que movía un poco mejor el brazo al trabajar, pero los dolores persistían.

—¿Conoces a un hombre llamado Neal Mason? —preguntó Francesca una tarde, mientras comían pescado y observaban cómo la puesta de sol teñía el risco por arte de magia con preciosos colores brillantes. Para su disgusto, no podía sacarse a Neal de la cabeza.

—Sí, Neal es un tipo honrado. —Joe miró a su hija con la frente arrugada—. ¿De qué lo conoces?

—Le pregunté por el lugar donde estaba anclado el Marylou, y me dijo su nombre. Dijo que te conocía, pero no estaba segura de si era cierto.

Joe se rió de la desconfianza de su hija.

—Si no conoces a Neal puedes llevarte una impresión equivocada de él, tiene un sentido del humor peculiar. Además, tiene mucho éxito con las chicas. Aunque saca de quicio a algunas mujeres; sienten una atracción irresistible hacia él. No me explico qué tiene…

—Yo tampoco —dijo Francesca, en un tono involuntariamente brusco. Francesca se quedó desconcertada, pero en absoluto sorprendida, al enterarse de que Neal Mason era un Casanova, y se alegró de haber rechazado la oferta de ir con él en el barco. Lo último que necesitaba ahora era ser considerada una conquista de Neal—. Me ofreció llevarme en su barco río abajo.

—Es muy amable por su parte.

Francesca sintió que se ruborizaba.

—Como te decía… no sabía si era cierto que te conocía. Por eso rechacé su oferta.

Joe sonrió a su hija.

—Para una joven señorita como tú, Frannie, no es adecuado, por supuesto. Aun así, me parece muy gentil que Neal se ofreciera.

Francesca tenía sus dudas de si la oferta de Neal Mason era decente.

—Y bien, Frannie, ¿estás preparada para zarpar con el Marylou? —preguntó Joe a primera hora de la mañana siguiente, en un tono divertido. Ned ya había encendido la caldera antes de amanecer para que se creara presión en su interior.

—Por supuesto, papá —contestó Francesca, pero Joe la notó nerviosa. Antes había estudiado a fondo en los mapas un tramo del río entre Echuca y el bosque de Barmah, un trayecto de solo sesenta y cinco kilómetros, pero para transportar madera era la parte del río que mejor podía conocer Francesca.

—Hoy podemos darnos por satisfechos con seis o siete kilómetros por hora —dijo Joe—. Así puedes acostumbrarte al barco, conmigo al lado. —Joe también estaba nervioso, pero no quería que se notara.

Nada más alejarse de la orilla, Francesca tuvo que gobernar el barco por el primer recodo del río. Ante la enorme rueda con la que se manejaba el timón, Francesca parecía muy pequeña, pero lo tenía todo controlado. La orilla derecha estaba bordeada de rocas altas: capas de roca roja, anaranjada, amarilla y marrón que brillaban como si fueran cuadros bajo el sol matinal. Frente a la orilla opuesta había dos bancos de arena que no se veían porque se encontraban bajo la superficie del agua. Joe explicó a Francesca, con calma y paciencia, el rumbo que debía tomar para pasar por las zonas más profundas del río. Desde aquella curva hasta el muelle, el río recorría un trecho relativamente corto. Al principio los nervios se apoderaron de Francesca al ver que se acercaban a la ciudad, sobre todo porque allí el tráfico fluvial era más intenso y tenía pánico de chocar con otro barco. Sin embargo, Joe hizo sonar la sirena de vapor y la dirigió de forma sosegada entre el hormigueo de barcos que atracaban y zarpaban, al tiempo que hacía señas a los otros patrones de barco, que se llevaban una agradable sorpresa al ver que el Marylou volvía a estar en movimiento. En cuanto veían que era una mujer la que manejaba el barco, se les dibujaba una expresión de perplejidad en la cara.

Mientras pasaban por el puerto rumbo a Moama, Joe le habló a su hija del Lady Augusta, un barco naufragado hundido delante del muelle.

—Se encuentra a casi quinientos kilómetros de la desembocadura del Murray, donde hizo historia el 18 de agosto de 1853. Fue el primer barco que logró atravesar el fuerte oleaje del mar abierto hasta el lago Alexandrina. Navegó por el Murray durante muchos años como vapor de carga y de pasajeros.

—Hasta que llegó su triste final —comentó Francesca.

—Yo diría más bien que fue un final indigno. Sé que en 1867 desmontaron la máquina y la caseta del timonel, y que el Augusta se empleó como bote de carga en la cola del Lady Daly… —Joe sacudió la cabeza—. Se hundió hace cuatro años —añadió.

Al percibir el evidente tono de lamento en la voz de Joe, Francesca fue consciente de la enorme pasión que sentía su padre por los barcos de vapor y el profundo respeto que les tenía. Además, siempre había sabido que el Marylou era para él más que un simple barco de vapor, pero nunca había imaginado lo mucho que significaba para él realmente aquella embarcación. Francesca se juró a sí misma que llevaría a salvo el Marylou hasta su destino.

Durante los kilómetros siguientes no había bancos de arena ni raíces de árboles, así que Francesca se relajó un poco. Cuando a babor pasaron por la ciudad de Moama y a estribor por un matadero, Joe dijo:

—Aproximadamente a un kilómetro y medio hay un escollo, allí, donde hay tantos peces y aves acuáticas. Será mejor que vayas por la izquierda del río cuando lleguemos. Poco después del escollo el río se bifurca. Ocurre muy a menudo a lo largo del Murray, así que a veces es difícil distinguir la ruta principal. En ese caso es mejor utilizar los mapas. Deberíamos alejarnos del escollo, de lo contrario correremos el peligro de chocar con tierra o que el Marylou quede enredado en las algas.

Poco después Joe hizo que se fijara en un águila pescadora posada en los árboles y en un martín pescador posado en el ramaje de un árbol derribado.

—La variedad de aves en el Murray es única, papá, y el paisaje fluvial, de ensueño —comentó Francesca—. Ojalá hubiera vuelto aquí al terminar los estudios, en vez de trabajar en casa de los Kennedy. Gobernar un vapor de ruedas es mil veces mejor que ir detrás de trece niños poniendo orden.

Joe no respondió, ya que en aquella época él también había deseado que Francesca regresara a casa. En su compañía él rejuvenecía, y al volver a navegar por el río sentía una nueva vida en su interior.

Aquel día recorrieron todo el trayecto de vuelta hasta el bosque de Barmah, donde atracaron al ponerse el sol. Al día siguiente por la mañana regresaron a Echuca. Francesca no dejaba de asombrarse con los vastos conocimientos de su padre. Conocía la ubicación exacta de cada escollo, cada tronco de árbol caído y cada banco de arena sin tener que consultar los mapas. Además, sabía el nombre de todas las granjas de la orilla del río, así como su historia.

—Esa es Derby Downs —anunció, al tiempo que señalaba una impresionante finca por la que estaban pasando. Francesca se quedó sin habla al ver la casa señorial. A la ida ya le había llamado la atención, pero entonces el timón le exigía demasiada concentración. Ahora veía que se trataba de una vivienda de dos plantas de estilo colonial, situada en un cerro con excelentes vistas del río. Unas vacas y ovejas bien nutridas pastaban en los verdes prados, que se extendían hasta la misma orilla.

—Es una mansión preciosa. ¿Quién es el propietario? —preguntó Francesca.

—Regina y Frederick Radcliffe. Según dicen, los Radcliffe son la familia más pudiente de todo Victoria… y no me cabe ninguna duda.

—¿Y cómo son?

Aquella pregunta sorprendió a Joe, pero al mismo tiempo le alegró el interés de Frannie.

—Regina es severa, a veces incluso cruel, pero no tiene una vida fácil. Frederick tuvo hace muchos años un accidente con el ganado. Desde entonces va en silla de ruedas. Como antes era un hombre muy activo, le resulta muy difícil convivir con su discapacidad. Creo que a veces desahoga su mal humor con Regina y el hijo que tienen en común.

—Tiene que ser horrible estar postrado en una silla de ruedas para alguien que antes se dedicaba a cuidar del ganado —comentó Francesca.

—Con ayuda del capataz y su hijo sigue supervisando la cría de ganado, pero Regina tiene que asumir una gran parte de la responsabilidad. Se ocupa de la gestión de los bienes, y creo que también lleva la contabilidad.

—Es mucho mejor que tener una esposa como mero objeto decorativo —apuntó Francesca, que empezó a sentir admiración por Regina Radcliffe.

—Ten cuidado, Frannie —le advirtió Joe cuando el barco pasó demasiado cerca de los árboles caídos, cuyas ramas rozaron la caseta del timón.

—No pasa nada —gritó Ned.

—Maldita sea —maldijo Francesca, algo impropio de una señorita—. Tengo que concentrarme más en mi trabajo.

—En el primer viaje estuve a punto de tocar tierra dos veces con el Marylou, y en aquella época ya tenía la licencia de capitán.

Francesca no esperaba esa confesión.

—Lo haces estupendamente, mi niña —la elogió Joe.

Era difícil encajar el barco en el muelle de Echuca, sobre todo porque los trabajadores del puerto, los marineros y los capitanes de otros barcos seguían la maniobra con atención. No obstante, Francesca logró dominar los nervios, para gran alegría de su orgulloso padre. De hecho, chocó con el muelle, pero solo levemente y sin causar daños. En el atracadero las novedades se propagaban rápido, Joe lo sabía bien, así que la noticia de que había una joven preciosa al timón de un barco de vapor se extendió con gran celeridad.

Una vez Francesca hubo amarrado el barco, Joe le dijo que quería buscar un ayudante de marinero, y Francesca decidió dar un paseo por High Street para echar un vistazo a los comercios. Prometió no tardar mucho, pero tenía ganas de escapar cuanto antes de las miradas curiosas del puerto. Además, le apetecía ver los escaparates de las tiendas, aunque no pudiera permitirse nada.

Montgomery Radcliffe estaba recogiendo un encargo de su madre en la tienda de tejidos de Gregory Pank cuando le llamó la atención una joven que miraba el escaparate. No la había visto nunca, y su belleza le fascinó. No podía apartar la mirada de ella, de modo que apenas oyó que Gregory Pank le daba las gracias por la compra y le deseaba que tuviera un buen día. Estuvo a punto de salir de la tienda sin su paquete.

Francesca estaba admirando un vestido del escaparate, tratando de imaginarse con un atuendo tan elegante al timón del Marylou. Sin embargo, la imagen no acababa de encajar, pues se imaginaba el barco lleno de carga. Era consciente de que debía ceñirse a buscar ropa práctica, aunque no podía permitirse nada, pero aquel vestido de color amarillo claro con encaje de color café era impresionante, y el color pálido contrastaría maravillosamente con su pelo oscuro.

—Si desea oír una opinión masculina, me parece muy bonito —comentó Montgomery, a su lado.

Francesca se volvió, sobresaltada.

—¿Disculpe?

Un hombre alto, vestido con elegancia, la observaba con una mirada cálida de ojos marrones. Tenía el pelo castaño claro y un poco rizado, y el labio superior decorado con un bigote bien aseado. Su rostro era afable y simpático.

—Este vestido me parece precioso —insistió—. Y los colores le quedarían bien.

—Me encantan las tonalidades, pero me temo que con el vestido va incluido también un bonito precio —contestó Francesca, cuya voz transmitía cierta desilusión por no poder permitírselo.

—Probablemente tenga razón. —En vez de tratarla con condescendencia, su voz sonaba compasiva, casi como la de un buen amigo que comprende lo que significa contenerse, por falta de dinero, de comprar algo que le encantaría tener.

—No la había visto nunca por la ciudad. Por cierto, Montgomery Radcliffe. Mis amigos me llaman Monty. —Le tendió la mano.

¡Radcliffe! Francesca recordó sin querer la conversación con su padre en el barco. Se enderezó, consciente de pronto de la ropa y el peinado descuidado que llevaba.

—Soy… nueva en la ciudad. Es decir… he estado fuera un tiempo. —Nerviosa, le dio la mano—. Francesca Callaghan.

—Un nombre precioso. Quería ir al salón de té que hay un poco más arriba en esta calle, ¿me permitiría disfrutar de su compañía, Francesca? Allí los pasteles son deliciosos.

—Me encantaría, pero… he quedado con mi padre ahora… en el muelle. —Francesca se sonrojó. Sabía que Monty se arrepentiría de la invitación en cuanto supiera que su padre se ganaba la vida con un vapor de ruedas.

La desilusión de Monty era sincera.

—¿Ha dicho Callaghan? ¿Su padre es Joe Callaghan?

—Sí, ¿le conoce? —Francesca sintió que se ruborizaba más. Pertenecían a dos mundos distintos por posición social, ¿cómo iban a conocerse?

—Joe transportaba lana a Goolwa para nosotros, pero eso fue hace un tiempo.

—¿Cría ovejas? —Francesca enmudeció e hizo un gesto de impaciencia: ¿de dónde iba a salir la lana si no? Tenía la sensación de meter la pata una y otra vez con cada comentario, se estaba luciendo.

Sin embargo, a Monty le parecía entrañable y de una ingenuidad muy fresca, estaba fascinado con ella.

—En Derby Downs tenemos rebaños de varios miles de cabezas de ganado. La granja está a unos kilómetros al sur de aquí, limita con el río. Tal vez pueda invitarle a un té en la granja en alguna ocasión…

—¿A mí? —Francesca no podía creer lo que estaba oyendo.

—Sí, a usted.

—Muchas gracias… con mucho gusto.

—Muy bien. Entonces pronto tendrá noticias mías. Que pase una buena tarde, Francesca. Ha sido un placer conocerla. —Antes de irse, Monty le agarró la mano y se la llevó a los labios, mientras la miraba a los ojos con demasiada intensidad.

Francesca lo vio marcharse con el corazón acelerado. Sin duda Montgomery Radcliffe era un hombre apuesto, con unos modales impecables y mucho encanto. En su compañía —aunque solo hubiera durado unos minutos— se había sentido como una princesa. Estaba impaciente por contarle a su padre que la habían invitado a tomar el té en Derby Downs.

—Seguro que quedará impresionado —murmuró ella, antes de emprender deprisa el camino de regreso al muelle.

Francesca estaba loca de contento cuando volvió al Marylou.

—Papá, no te lo vas a creer —exclamó.

—¿Qué pasa, Frannie? Parece que hayas encontrado una pepita de oro.

—Mucho mejor, papá. Montgomery Radcliffe me ha invitado a tomar el té en Derby Downs, ¿no es fantástico?

—Sí, claro, Frannie —dijo Joe, sorprendido.

—Estoy ansiosa por ver esa impresionante casa. Me ha tratado como una princesa, papá. Es todo un caballero…

—Como yo —dijo una voz masculina.

Francesca vio por encima del hombro de su padre a Neal Mason a bordo del Marylou, y se puso roja hasta las raíces del pelo. Estaba ahí de pie, con los brazos cruzados y una mirada burlona de ojos verdes.

—¿Qué hace usted aquí?

A Neal no le pasó desapercibido el cambio de tono.

—¿Son imaginaciones mías o de pronto sopla un viento frío aquí?

—Es nuestro nuevo marinero —aclaró Joe.

Francesca se quedó boquiabierta.

—Pero él tiene su propio barco.

—Está en dique seco —explicó Neal con una media sonrisa.

—¿En dique seco? —A Francesca le costaba entender la situación.

—El Ofelia necesita algunas reparaciones —dijo Joe—. Cuando le dije a Neal que buscaba un marinero que me ayudara, enseguida me ofreció sus servicios. Pero hay más buenas noticias. Neal pone a nuestra disposición su lancha de remolque, así que podemos transportar el doble de madera y por tanto las ganancias serán superiores a lo que esperábamos. ¿No es maravilloso?

Una lancha de remolque con conductor era algo muy distinto a un marinero a bordo. Significaba que podían ampliar el negocio, así que ahora sí había esperanzas reales de poder liquidar el préstamo.

—Neal ha aceptado trabajar por el salario de un ayudante de marinero, más el diez por ciento de las ganancias de lo que transportemos en su lancha. Es una oferta más que justa.

Francesca se había quedado sin habla. Respondió a la fría mirada de Neal Mason y pensó en cómo controlaría los nervios durante los meses siguientes, pero no halló solución.

—Eso no es todo —continuó Joe—. Antes me he encontrado con Ezra Pickering de casualidad. Él construyó el Marylou. Ha dicho que nos compraría toda la madera que trajéramos de Barmah para su astillero. Es obvio que me traes suerte, mi niña. Desde que estás aquí, de repente todo va bien.

—Es… es maravilloso, papá —dijo Francesca en voz baja, mientras ella y Neal Mason seguían mirándose—. Simplemente genial.