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Echuca, 1883

Cuando Francesca Callaghan bajó del tren procedente de Melbourne, le sorprendió el bullicio del puerto. Los gritos de los hombres que trabajaban en el muelle sonaban sobre el fondo de las olas en el agua, provocadas por el movimiento rotatorio de las ruedas de paletas y los agudos pitidos. Por un momento se sintió fascinada por la actividad comercial… hasta que percibió un horrible hedor que le hizo ponerse en la nariz un pañuelo con olor a rosas.

Los trabajadores del puerto embarcaban pacas de lana, sebo, té, café, salvado, azúcar y pasas. También formaban parte de la carga cientos de ovejas esquiladas. Los cortes ensangrentados despedían un olor a putrefacción y atraían a millones de moscas. Para colmo de desgracia, se había organizado al final del muelle, en la orilla, una subasta de ganado menor en la que se vendían ovejas, cabras, cochinillos y gallinas. En la licitación se empleaba un tono brusco, y la brisa fresca transportaba la peste de los animales. Era una suerte que aquel día no hiciera mucho calor.

De pronto, antes de que Francesca pudiera hacerse una composición de lugar, los trabajadores que se dirigían a descargar los vagones de mercancías de la cola del tren la apartaron a un lado, apremiando a los pasajeros para poder empezar con el trabajo. Hacía muchos años que Francesca se había acostumbrado a la vida de ciudad —vivía en Melbourne—, así que el caos y la vida tosca y a veces primitiva del campo la impresionaron. Aun así, bastó con una breve mirada al río, que seguía corriendo tranquilamente en medio del tumulto, para saber que había sido un acierto renunciar a su puesto en la ferretería de los Kennedy.

Francesca nació en el río, cerca de Echuca. Para ella era su verdadero hogar, a pesar de su larga ausencia. Pese a que mientras paseaba por el atracadero con las pequeñas maletas en la mano le pareció desconocido, sentía una gran alegría en su interior. Estaba muy emocionada por volver a casa, pero también le preocupaba un poco la reacción de su padre cuando supiera que había dejado su puesto con los Kennedy sin informarle. En sus cartas no paraba de contarle lo infeliz que era: los Kennedy la habían contratado para llevar la contabilidad, pero al final la tenían como sirvienta y niñera de la señora Kennedy, que estaba embarazada y desde los dieciocho años había dado a luz a un niño detrás de otro, de momento trece en total, entre ellos cinco niños pequeños. Francesca ni siquiera había logrado ocuparse de su contabilidad, que tanto le gustaba, porque siempre estaba alimentando a los pequeños, poniéndoles los pañales o limpiándoles las naricillas rojas. Al ver que su padre no contestaba a su última carta y que el señor Kennedy le reprochaba que tuviera desatendidos los libros de cuentas, Francesca se aferró a su última esperanza. Hizo las maletas y emprendió el camino de regreso a casa en tren.

A sus diecisiete años recién cumplidos, Francesca había terminado sus estudios en el internado femenino Pembroke de Malvern, un barrio periférico de Melbourne, y a continuación consiguió el puesto de contable con los Kennedy, que habían trabajado en los yacimientos de oro en la misma época que Joe y Mary. A pesar de que la dura rivalidad y el secretismo en los yacimientos dificultaban hacer amistades, en aquel momento Mary y Joe cuidaron de Frank e Ida Kennedy, sobre todo porque por edad carecían totalmente de experiencia. Cuando Frank e Ida se quedaron con un negocio en Melbourne, tampoco perdieron el contacto. Joe les comentó en una carta que Francesca había terminado los estudios y buscaba un trabajo, y Frank le contestó que ellos necesitaban a alguien para la contabilidad, así que Francesca parecía tener el futuro asegurado.

En aquel momento parecía la solución perfecta, sobre todo para Joe, que tenía la sensación de que podía confiar a su hija a los Kennedy con la conciencia tranquila, y además tenían una buhardilla libre en su casa. Entonces Joe incluso tenía la esperanza de que Ida fuera una especie de segunda madre para Francesca, con la que poder hablar de mujer a mujer de los problemas que tienen las chicas en la pubertad, cuando sus sentimientos están a flor de piel y al mismo tiempo el cuerpo se transforma.

Mientras Francesca paseaba por el muelle y buscaba con la vista el Marylou, ni siquiera era consciente de llamar la atención de los trabajadores del puerto. Con su espléndido vestido de tela de brocado en tonos borgoñones y la caperuza en punta, su figura resaltaba mucho en medio de la multitud gris del embarrado paseo del puerto.

Iba pensando en su padre y su futuro incierto, y se sobresaltó cuando un trabajador del puerto gritó:

—¿De dónde sales, preciosa?

En un primer momento Francesca ni siquiera era consciente de que el hombre le hablaba a ella. Más bien pensaba que su pregunta iba dirigida a una de las señoras que lucían llamativos vestidos y se anunciaban a sus «clientes» en el puerto. Cuando se dio cuenta de que el trabajador le había dicho algo, se quedó quieta. A ningún hombre le pasaba inadvertido que era joven, iba sin compañía y parecía un poco perdida, de modo que agradecían una distracción como ella de su duro trabajo.

Francesca caminaba de espaldas al viento, que le había traído desagradables ráfagas de olor de las ovejas pelonas y el resto del ganado, de modo que volvió a guardar el pañuelo en el bolso y miró a los trabajadores del puerto.

—¿Es a mí, señor?

—Claro —replicó el hombre. Contento de que un ser tan encantador le contestara, le sonrió con un repugnante gesto meloso. Francesca se estremeció y retrocedió un paso.

—Dudo que sea de su incumbencia adónde me dirija —contestó ella, tajante, y la sonrisa del hombre se desvaneció como el vapor en aire frío—. Le sugiero que regrese a su trabajo.

Se dio la vuelta y se quedó quieta entre los barcos que habían amarrado en el muelle, buscando con la vista el Marylou. Estaba segura de que el tipo que la había importunado, ahora con el orgullo herido, la dejaría en paz. Los demás obreros intercambiaron miradas de sorpresa y soltaron una carcajada uno detrás de otro. Era obvio que el acosador de Francesca era un bromista y no quería aceptar su humillación. No dudó en empezar a seguirla. Sus compañeros, a pesar de que aún les esperaba mucho trabajo hasta la puesta de sol, observaban lo que sucedía con curiosidad por ver la reacción de la chica.

Francesca paseaba despacio junto a los sacos, las cajas y las arcas llenas de artículos y productos comerciales. Sintió una gran desilusión al no ver ningún rostro conocido. Sin embargo, en el muelle había muchos más barcos que cuatro años antes, la última vez que estuvo de visita breve en casa. Además, a juzgar por la cantidad de gente que había en el atracadero y el paseo junto a la orilla, la ciudad parecía haber crecido considerablemente y los comercios prosperaban. Eso le hacía confiar en que podría encontrar un nuevo puesto de trabajo que se adaptara a ella.

De pronto se percató de que la seguían. Se detuvo con brusquedad y se volvió hacia el terco trabajador del puerto.

—Lárguese de aquí —le espetó, cada vez más enojada—. ¿No tiene nada mejor que hacer que sacarme de quicio?

—¿Quiere que le lleve las maletas? —se ofreció el hombre, con falsa simpatía, pero Francesca se fijó en el brillo maligno que tenía su mirada estrábica, y se estremeció del asco.

—No, no quiero. Y ahora haga el favor de dejarme tranquila —exclamó ella. Intentó no dejarse llevar por el pánico, aunque le resultaba difícil, sobre todo porque en Pembroke siempre estaba muy protegida y la mayor parte del tiempo iba acompañada de una carabina. Además, con los Kennedy había tenido que renunciar a su vida privada. Francesca nunca había sido tan consciente de su falta de experiencia en la vida como ahora. Por desgracia, su perseguidor no atendió su petición, así que Francesca le sostuvo la mirada desafiante. Tuvo la tentación de decirle que necesitaba un baño urgentemente, pero se concentró en mantener la calma. Sabía que en un futuro tendría que tratar con ese tipo de gente si quería vivir en Echuca, de modo que, por otra parte, lo más sensato era darle un escarmiento a aquel hombre para que sus amigotes también la dejaran en paz. ¿Pero qué podía hacer?

Francesca continuó su camino por el muelle mientras analizaba la situación. Vio que el nivel del agua del río llegaba aproximadamente a tres metros por debajo de ellos, lo que no era mucha profundidad, pero sí la suficiente. De pronto se le ocurrió una idea. Echó un vistazo rápido para comprobar que los chicos del puerto habían perdido el interés en ella y habían vuelto al trabajo.

Poco antes de llegar al final del atracadero, Francesca se detuvo de nuevo y se frotó los ojos con el pañuelo, como si estuviera completamente desconsolada. Vio, satisfecha, que su molesto admirador se sobresaltaba, y dejó caer el pañuelo, que acabó a los pies del acosador. El hombre se la quedó mirando mientras Francesca le suplicaba con la mirada. Aunque lo que él quería en realidad era tomarle el pelo, consideró que el pañuelo era una señal del destino, la oportunidad ideal de presentarse ante ella como un héroe. Se inclinó para recogerlo y, cuando apenas había cogido el pañuelo, oyó los pasos apresurados de Francesca. Antes de que el hombre pudiera reaccionar, le dio un empujón y cayó al río desde el atracadero.

Al oír las salpicaduras en el agua, a Francesca de pronto le vino a la cabeza una idea horrible: ¿y si no sabía nadar? Angustiada, oteó el agua. Al no ver a su perseguidor, el pánico se adueñó de ella. Miró a un hombre que se encontraba en un barco de vapor muy cerca, contemplando la superficie del agua con cara de susto.

—¡No se quede ahí parado, sálvele! —le gritó.

Él se la quedó mirando, socarrón.

—Usted ha empujado a ese pobre chico al agua —le contestó, impasible—. ¿Por qué iba a saltar yo al río a sacarlo?

Francesca se quedó de una pieza, asustada.

—Pero… ¿y si se ahoga? —Recordó a su madre y le entraron los remordimientos. Allí, en el muelle, desconcertada y confusa, sin saber qué hacer, los segundos se le hacían interminables.

Por lo visto al hombre del barco le daba todo igual.

—Tendría que haberlo pensado antes.

—Pero… yo no quería…

El hombre se encogió de hombros y volvió al trabajo, como si se hubiera caído al agua un trozo de madera.

Su indiferencia horrorizó a Francesca. Miró alrededor para ver si había alguien más cerca que pudiera ayudarle, mientras se planteaba en serio la posibilidad de saltar ella misma al río. De pronto oyó unas gárgaras y justo entonces apareció la cabeza del chico en el agua. Francesca soltó un suspiro de alivio al ver que el hombre no parecía estar en apuros, a pesar de que respiraba con dificultad, jadeaba y escupía agua con furia. Mientras Francesca lo observaba, alzó la vista hacia ella. Solo entonces se dio cuenta de que, sin duda, el hombre del barco era consciente de que el trabajador sabía nadar. Seguro que todos lo sabían. Francesca torció el gesto.

—¿Por qué demonios ha hecho eso? —vociferó el trabajador, furioso.

—Le he dicho con toda franqueza que me deje en paz. Además, necesita urgentemente un baño —le gritó ella—. A partir de ahora será mejor que se lo piense antes de dedicarme unas atenciones que nadie le ha pedido. —Alzó la vista hacia el hombre del barco de vapor y lo señaló con el dedo índice en un gesto incriminatorio—. Y en cuanto a usted… —Pero el hombre la interrumpió con una sonora carcajada, igual que algunas personas más que habían visto lo sucedido.

Pese a su turbación, Francesca tenía la sensación de haber salido victoriosa. Unos minutos antes había sentido pánico e impotencia, y aun así había encontrado la manera de desembarazarse de un pesado. Por eso pensaba que merecía sentirse orgullosa de sí misma. Sin embargo, le molestó ver que el hombre del barco frustraba toda su satisfacción.

Se lo quedó mirando mientras el tipo tenía la desfachatez de dirigirle una mirada burlona. Tenía un físico atractivo, aunque trasmitiera cierta arrogancia. Tal vez era por la manera de inclinar la cabeza o la enorme seguridad con la que se movía.

—¿Puede decirme dónde está anclado el Marylou? —le preguntó a gritos, al tiempo que se enojaba consigo misma por no haber sido capaz de evitar responder a su contagiosa sonrisa.

—¿Quién lo pregunta? —respondió, mientras enrollaba con destreza una soga. A Francesca le llamó la atención que estaba en muy buena forma, a diferencia de otros trabajadores del puerto, que daban la impresión de pasar la mayor parte de su vida borrachos. Tenía el pelo muy oscuro, y en el rostro bronceado resplandecían los dientes blancos. Francesca se preguntó si sería de origen español o griego, pero hablaba sin acento. Su barco se llamaba Ofelia.

—¿Lo sabe o no lo sabe? —replicó Francesca, pues no estaba segura de si debía decirle su nombre a aquel desconocido.

—A lo mejor lo sé, pero seguro que a Joe Callaghan no le parecería del todo bien que le contara al primero que pasa dónde se encuentra.

Francesca se sintió aliviada al ver que, obviamente, conocía a su padre. Sin embargo, no le gustó que insinuara que ella pudiera ser de dudosa reputación.

—Yo no soy la primera que pasa —contestó ella, exasperada, ante lo cual él levantó una ceja como si no le diera crédito.

—Pero eso yo no lo puedo saber, ¿verdad? —contestó él.

La indignación de Francesca fue en aumento, hasta que de pronto se dio cuenta de que aquel hombre estaba reprimiendo una sonrisa y comprendió que le estaba tomando el pelo, y eso después de haber demostrado con el ejemplo del trabajador del puerto que podía solucionar un problema incómodo si era necesario. No obstante, tenía la sensación de que no sería muy sensato buscar pelea con aquel desconocido, sobre todo porque, además de ser muy atractivo, era muy presumido.

—Si le resulta imprescindible saberlo, soy la hija de Joe Callaghan.

Por un instante el apuesto desconocido se quedó boquiabierta. Veía a aquella chica tan joven y encantadora y sentía deseos de besarla, aunque probablemente le mordería si se atreviera.

—¿Tiene nombre de pila, señorita Callaghan?

Ella pensó si debía contestarle, pero, al fin y al cabo, quería ver a su padre.

—Francesca.

—Francesca… —Pronunció aquella palabra con suavidad—. Le queda bien ese nombre. No tenía ni idea de que Joe tuviera una hija tan guapa. De haberlo sabido le habría pagado algunos rones más en la taberna. —Sus ojos parecían bailar bajo el sol de mediodía, el brillo de la superficie verdosa del agua se reflejaba en ellos.

—Mi padre es demasiado inteligente para dejarse impresionar con un ron. Bueno, ¿está en Echuca o no? No veo el Marylou en el atracadero.

El desconocido levantó la mirada un momento hacia ella, luego bajó la cabeza y sonrió.

—Su barco está anclado allí abajo, en el río.

Hizo un gesto fugaz e impreciso en dirección a la orilla, muy poco útil.

—En media hora iré en esa dirección, si quiere venir conmigo —se ofreció. Le tentaba la idea de conocerla mejor, pero estaba decidido a no comportarse como un adolescente. Sabía por experiencia que tenía más probabilidades de que se acercara a él si su conducta era correcta… es más, si era complaciente.

Francesca se quedó sin habla por un momento, perpleja. Aunque se sentía tentada a aceptar la oferta de ir en el Ofelia, no le pareció adecuado. Además, tenía la impresión de que aquella invitación no era sincera.

—Como no le conozco, no puedo aceptar su oferta.

—Me llamo Neal Mason. Ahora ya sabe quién soy, y yo sé quién es usted. Además, soy amigo de su padre, lo que debería servir como prueba de mi decencia.

Para Francesca solo era una expresión de su arrogancia.

—No tengo más que su palabra de que conoce a mi padre.

El chico entornó los ojos verdes.

—¿Insinúa que soy un mentiroso, señorita Callaghan?

Francesca temía haberle ofendido, hasta que se dio cuenta de que intentaba reprimir una sonrisa.

—No lo sé… podría ser. —Se puso nerviosa al ver que se ponía a enrollar otra soga, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

—Pero si no quiere esperar y prefiere ir a pie… depende de usted.

En realidad Francesca esperaba que insistiera: habría aceptado la oferta, pues no tenía ganas de seguir arrastrando la maleta. Sin embargo, antes de que ella pudiera dar una respuesta mordaz, continuó:

—Pero no empuje a ningún otro hombre al agua. Hay muchos barcos esperando a ser descargados.

Todos los trabajadores que les estaban oyendo soltaron una risotada, a excepción del hombre al que había empujado al río y que se lamentaba debajo del atracadero, aterido de frío. Francesca sintió que se le sonrojaban las mejillas.

Orgullosa y con la cabeza bien alta, lanzó a Neal una mirada de desdén, agarró sus maletas y se fue muy ufana.

—Tenga cuidado por el camino, señorita Callaghan —le gritó Neal—. Podría tropezar si sigue mirando por encima del hombro.

Francesca siguió adelante por rabia y vergüenza, sin mirar atrás.

Silas Hepburn se encontraba cerca de un montón de pacas de lana. Como la mayoría de los hombres que estaban observando cuando Francesca bajaba del tren, tampoco le había pasado inadvertida su extraordinaria belleza. También había visto cómo la había importunado el trabajador del puerto, y quiso acudir en su ayuda cuando, para gran asombro de Silas, el aguafiestas cayó desde el espigón. Silas siempre había tenido predilección por las chicas guapas, pero rara vez había visto a una con tanto arrojo.

—Disculpe, señorita… —se dirigió a Francesca cuando pasó por delante de él.

Francesca, concentrada en su enfado, se dio un susto porque no había visto a Silas.

—¿Sí? —contestó ella, desagradable, y miró el rostro presuntuoso de Silas.

El tono seco le desconcertó, pero no se sintió intimidado.

—Quería ofrecerle mi ayuda cuando ese molesto tipejo la molestaba…

Por un momento Francesca pensó que se refería a Neal Mason, pero entonces entendió que hablaba del trabajador del puerto.

—¿Entonces por qué no ha hecho nada? —Seguía enfadada y no estaba de humor para cortesías—. El camino al infierno está plagado de buenas intenciones —añadió, cáustica, ya que si aquel hombre hubiera acudido en su ayuda se habría ahorrado la conversación con Neal Mason y ahora no se sentiría idiota.

De nuevo Silas se quedó perplejo. Estaba acostumbrado a que lo trataran con mucho respeto, también los desconocidos, pues era imposible que no se percataran de sus modales exquisitos, y ahora aquel ser delicado se atrevía a sermonearle.

—Quería hacerlo, pero entonces… por motivos inexplicables… ese hombre ha perdido el equilibrio y se ha caído al río. Una desgracia…

Francesca contuvo la respiración. Neal Mason había hecho que se pusiera a la defensiva, y estaba segura de que aquel hombre la estaba acusando de forma tácita con su mirada fría.

—No ha sido culpa mía. —Francesca daba por supuesto que nadie había visto cómo empujaba al hombre al agua.

—Eso no lo pongo en duda. Obviamente el chico era muy torpe, como muchos otros aquí. Hace unos meses hice que me trajeran de Tooleybuc un piano de cola Steinway, y, ¿se lo puede creer? ¡Al descargarlo esos idiotas lo dejaron caer! —Apretó los labios en un gesto de amargura—. Sin embargo, no quisiera desviarme del tema, además, prefiero no recordarlo. ¿Se ha perdido o busca a alguien?

—Ni una cosa ni otra. Disculpe.

Aquel hombre le resultó antipático desde el primer momento. Estaba convencida de que tanta afectación y ese aire presuntuoso eran puro humo, dudaba que aquel hombre tuviera una gran posición social.

—Permítame que me presente —dijo Silas Hepburn, con el pecho henchido de orgullo, un gesto que confirmaba las sospechas de Francesca—. Soy Silas Hepburn, el fundador de esta bonita ciudad. Aquí prácticamente no ocurre nada sin que yo lo sepa, de modo que si busca a alguien en concreto, probablemente pueda informarle. —Se atusó la barba pelirroja con los dedos, blandos y rechonchos.

Hepburn. De pronto Francesca recordó que aquel nombre le resultaba familiar, pero no había reconocido a Silas. Por un instante fugaz pensó si debía disculparse por su brusquedad, pero enseguida descartó la idea. No tenía por qué adular a un hombre que alardeaba de haber fundado una ciudad y que ponía su nombre a puntos de referencia de la misma. Es más, era Silas el que debería disculparse por no haber acudido en su ayuda. El darle la información de dónde se encontraba su padre era un favor completamente normal. Y Francesca necesitaba esa información, ya que Neal Mason había descrito el lugar donde estaba anclado el Marylou de forma tan imprecisa que no sabía cómo llegar.

Francesca miró de reojo a Neal Mason y comprobó que seguía atentamente su conversación con Silas. Dado que este era realmente un hombre importante en la ciudad, decidió que no le haría ningún daño ponerse a bien con él.

—Busco un vapor de ruedas, el Marylou. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?

—¿El Marylou? —Silas arrugó la frente y estudió la cara de la chica con más detenimiento: los brillantes tirabuzones oscuros bajo la caperuza, la piel de porcelana, y los ojos, del color del cielo un día claro. Sin embargo, aquel día el cielo era de un frío color gris mortecino que se reflejaba en su mirada descortés—. ¿Acaso busca a Joe Callaghan?

—Exacto.

Sorprendido, Silas dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

—¿Qué tiene que ver una joven dama tan guapa y elegante como usted con semejante indómito irlandés?

—¿Perdone? Joe Callaghan es mi padre, y es de todo menos indómito.

Silas se quedó boquiabierto, los ojos se le salían de las órbitas.

—Ah, no lo sabía… quiero decir, me había olvidado de que Joe tenía una hija.

—Sí, señor Hepburn, soy Francesca Callaghan, y no puedo decir que sea un placer haberle conocido. Ahora, si me disculpa… —Oyó por detrás risas apagadas, lo que no hizo más que aumentar su enfado.

Con todo, Silas se había quedado fascinado con ella.

—Si me permite la observación, señorita Callaghan, es usted una joven dama extraordinariamente encantadora —la aduló él, mientras Francesca ya se disponía a irse. De repente se quedó quieta. En aquel momento le daba igual si Neal Mason la seguía observando o si el viento le hacía llegar fragmentos de la conversación.

—Ya que lo pregunta… no, no le permito la observación.

Silas se la quedó mirando, perplejo.

—Pero… normalmente la mayoría de las jóvenes damiselas no tienen nada en contra de recibir un cumplido.

—Yo prefiero una acusación a un falso halago, siempre y cuando no sea una acusación contra mi padre.

Silas no pudo evitar echarse a reír, pese a su desconcierto.

—Entonces le ruego disculpe mi comentario sobre su padre, señorita Callaghan. Él y yo tenemos poco que ver, pero me complace decir que es usted una joven excepcional.

Francesca tuvo que morderse la lengua, sobre todo porque lo que le pasaba por la cabeza era de todo menos propio de una dama.

—Puedo llevarle al Marylou en mi coche de caballos, si lo desea —se ofreció Silas, sin contemplar ni por un momento la posibilidad de que ella pudiera rechazarlo—. El barco de su padre está anclado un poco más abajo en la orilla, y para una señorita tan bonita como usted es un poco peligroso ir hasta allí a pie, sola. Como ya ha podido comprobar, los plebeyos de esta ciudad pueden resultar muy molestos.

¿Los plebeyos? ¡Pero quién se creía que era ese tipo! A Francesca se le fue poniendo la piel de gallina poco a poco. Antes se arrojaría de un puente que subir con él al coche, y estuvo tentada a decírselo así mismo. Solo la retuvo el que Silas conociera a su padre.

—No es necesario, señor Hepburn —masculló entre dientes—. Puedo cuidar de mí misma.

—Ya nos lo ha demostrado de una forma admirable, señorita Callaghan. —A Silas le costó disimular su decepción mientras se quitaba el sombrero.

Francesca ya se había dado la vuelta para dirigirse a la orilla y alejarse lo máximo posible de aquel ser execrable, pero le oyó murmurar:

—Es una lástima que no pueda decirse lo mismo de su padre.

Aquel enigmático comentario la dejó desconcertada, pero aceleró el paso sin hacer preguntas.

Francesca pronto empezó a sospechar que Silas Hepburn le había indicado mal el camino intencionadamente. Ya había recorrido kilómetro y medio a pie sin ver el vapor de ruedas, y a cada paso le pesaban más las maletas. Delante, a la izquierda, vio un recodo del río y, si no recordaba mal, un poco más adelante había un astillero con una rampa hasta el agua, así que dudaba que fuera a encontrar en breve el Marylou. Decidió avanzar un tramo más.

Francesca conocía las maravillosas vistas que ofrecía el río, pero había olvidado el ambiente tranquilo y apacible que propiciaba. Durante sus años de ausencia, casi siempre relacionaba el río con la tragedia de su madre, pero en aquel momento, con el resplandor de la luz del sol, el Murray le trajo recuerdos felices de la infancia, además de un anhelo inesperado de recuperar una parte de su vida que había perdido tiempo atrás.

Una vez superado el recodo del río, Francesca seguía sin ver el barco de vapor, así que se detuvo a pensar qué hacer. Se encontraba en un sendero angosto jalonado de eucaliptos, utilizado sobre todo por los pescadores. Los vapores de ruedas navegaban arriba y abajo por el río, algunos remolcando botes. De pronto vio que se acercaba el Ofelia y se escondió detrás de un árbol para que Neal Mason no pensara que se había perdido. Cuando su barco ya había pasado, Francesca dejó vagar la mirada río arriba hacia el lugar donde, a cierta distancia, se bañaban unos pelícanos en la orilla. Entonces le llamó la atención un barco completamente cubierto de ramas de árboles. Decidió acercarse, con la esperanza de que alguien a bordo pudiera informarle de si su padre había anclado por allí cerca.

A medida que Francesca se aproximaba al barco, que parecía una vapora, fue viendo que la pintura se estaba desconchando, la borda se caía y la cubierta necesitaba una limpieza urgente. Pensó a quién pertenecería aquel barco. Daba la impresión de estar abandonado, en un estado deplorable, y eso que debía de haber sido un barco de vapor magnífico. Cuando, tras mucho esfuerzo, logró descifrar el nombre, se quedó sin aliento.

Aquel barco era el Marylou.

Francesca subió a bordo y anunció su llegada a gritos, vacilante. Poco después apareció Ned. El bueno de Ned, pensó Francesca. La última vez que lo había visto, junto con su padre, fue dos años antes, cuando ambos estuvieron de visita en Pembroke. Saltaba a la vista que desde entonces Ned había envejecido: tenía el pelo blanco como la nieve y caminaba un poco encorvado. Sin embargo, hacía muchos años que permanecía leal a su padre, tanto en los buenos momentos, durante la feliz y despreocupada infancia de Francesca, cuando aún abundaba el trabajo, como en los malos, cuando Francesca perdió a su madre de manera trágica. Entonces ella tenía siete años, pero jamás olvidaría el tremendo sufrimiento que les causó aquella pérdida. Poco después su padre la envió al internado. En aquel momento Francesca no comprendió los motivos, y lo que era peor: su padre le había trasmitido la sensación de que el accidente había sido en cierto modo culpa suya. Con el tiempo, Francesca entendió que su padre había actuado por su bien.

—Hola, Ned —le saludó, mientras este la miraba, atónito.

—¡Frannie! —se le escapó a Ned con voz ronca. La última vez que la había visto aún era una jovencita desgarbada. No podía creer que esa chica preciosa y elegante que tenía delante fuera su pequeña Frannie.

Ned acabó recordando sin querer aquella noche en que, intentando rescatar a un recién nacido del río, por poco se ahoga. Ahora, al contemplar a Francesca, no podía sentirse más orgulloso, como si fuera hija suya. Durante sus primeros siete años de vida se estableció un estrecho vínculo entre ellos. A punto estuvo de rompérsele el corazón cuando Joe envió fuera a la niña tras la muerte de Mary, pero había tenido que convivir con ese dolor. Al fin y al cabo, sentía hacia Joe un profundo amor fraternal. Confió en que Joe sabía qué era lo mejor para Frannie. Además, le consolaba la idea de que aquella vida a bordo de un barco de vapor, con dos hombres que tenían que matarse a trabajar día a día, no era vida para una niña.

Cuando Ned volvió en sí, con una sonrisa en su rostro arrugado, a Francesca le llamaron la atención sus andares rígidos.

—Siento no haberos avisado —se disculpó Francesca, al tiempo que dejaba las maletas—. Hace poco que decidí venir a visitaros. —Ned la abrazó y la apretó contra su pecho con cariño.

—No tengo palabras para expresar lo contento que estoy de verte, Frannie. Pero… ¿qué haces aquí?

—He dejado el trabajo, Ned. Ya no tenía sentido. —Miró alrededor. El lamentable estado del barco tenía a Francesca desconcertada, pues el Marylou era el orgullo de su padre—. ¿Dónde está papá? —De pronto Francesca tuvo la sensación de que algo iba mal—. ¿Está bien…?

Ned hizo un gesto de preocupación con la cara rugosa. ¿Cómo explicarle a Francesca que hacía tiempo que Joe no estaba nada bien? Lanzó una mirada a los camarotes.

—Está a bordo, Frannie. Se ha acostado, ya sabes…

¿Estaba acostado a primera hora de la tarde? Francesca volvió a mirar alrededor. Ned advirtió su turbación. Había intentado por lo menos mantener un mínimo orden a bordo, pero al final Joe lo había disuadido porque ya no le veía sentido.

—Parece que el barco lleve meses sin navegar, Ned. ¿Qué pasa?

Ned bajó la cabeza. ¿Por qué problema empezaba?

—La caldera se estropeó en enero…

Francesca estaba aturdida.

—¿Y por qué no me ha contado nada papá por carta? Hace meses que no recibo cartas de él.

Ned no sabía qué contestar.

—Sí, bueno, hemos arreglado la caldera —murmuró—, pero aun así…

En ese momento apareció en cubierta Joe, que había oído voces. Al ver a Francesca abrió los ojos de par en par de la sorpresa, pero no la saludó con cariño como ella esperaba.

Francesca sintió que le brotaban lágrimas en los ojos al ver el estado en que se encontraba su padre. Iba desaliñado, y tenía la mitad de la cara desfigurada por una horrible cicatriz roja.

—¿Qué te ha pasado, papá? —exclamó Francesca en un susurro, y se acercó a él.

—Explotó uno de los tubos de la caldera. ¿Qué haces aquí? —preguntó Joe con involuntaria aspereza y, turbado, giró la cara.

Francesca tenía la horrible sensación de no ser bienvenida, y comprobó, asustada, que a su padre le olía el aliento a ron.

—Papá, te he estado escribiendo contándote lo infeliz que era. No podía seguir con los Kennedy, así que he dejado el trabajo.

—¿Has dejado el trabajo con los Kennedy…?

—Porque mi única tarea era cambiar pañales, poner orden detrás de los niños y mantener limpia la casa. Además, Ida vuelve a estar esperando un bebé. Me habría gustado ocuparme de la contabilidad, pero no me daban la oportunidad.

—Pero era un trabajo fijo, Frannie, y un hogar.

—Soy demasiado joven para hacer de madre a un ejército de niños. Los he mimado tanto que ya no me dejaban ni un minuto libre. ¿Pero has recibido mis cartas, papá?

Joe asintió. Francesca sonaba muy triste en sus cartas, y le pareció que estaba un poco pálida y delgada. Aun así, sus preocupaciones no eran nada comparadas con las suyas.

—¿Entonces por qué no has contestado a las cartas?

Joe miró al suelo.

—Yo… tenía otras cosas en la cabeza.

A Francesca le dolió que esas «otras cosas» fueran más importantes que ella.

—Ned ya me ha contado vuestros problemas con la caldera, pero podrías habérmelo dicho por carta. Podrías haberme explicado que habías tenido un accidente.

Joe se alejó un poco más y se frotó la barbilla sin afeitar.

—No quería preocuparte, Frannie —contestó finalmente, en voz baja—. Sé que no es excusa, pero es lo que hay.

Ned miró a Joe. Recordó que durante los últimos meses abría las cartas de Frannie a desgana. Algunas incluso las había abierto el propio Ned y había insistido en que Joe se las leyera en voz alta. Había tratado de convencerle de que contestara, pero sus ruegos caían en saco roto. Le habría gustado contestarlas él, pero no sabía ni leer ni escribir. Y aunque no fuera así, no sabría qué escribir a Frannie. ¿Que su situación no podía ser peor? Precisamente por eso no le había escrito Joe.

—No puedo creer que hayas dejado un trabajo tan bueno, Frannie —exclamó de pronto Joe, enojado—. Frank estará fuera de sí. —Joe no quería sonar tan cruel, y no era por la renuncia de Frannie al trabajo: le molestaba que ella viera su deterioro y el de su barco.

—Pero ya has oído lo que acabo de decir, papá. Si quieres les escribo una carta y me disculpo, pero cuando Frank me increpó porque los libros no estaban actualizados, aun sabiendo que con la limpieza, la alimentación y los baños de sus hijos no tenía tiempo, aquello ya fue el colmo.

Aun así, Joe seguía disgustado. No por Frannie, sino por la época que había escogido para volver. No podría haber elegido un momento menos adecuado.

—¿Y ahora qué tienes previsto?

—Todavía no lo sé. Por ahora me gustaría quedarme contigo y con Ned —contestó—. Os he echado mucho de menos. Durante los últimos años apenas nos hemos visto. Tengo la sensación de que… como si nos hubiéramos convertido en desconocidos. —A Francesca le costaba pronunciar esas palabras, pero era la pura verdad.

—Ni hablar —replicó Joe, tajante, aunque de pronto sintió remordimientos—. La vida en el río no es para una niña.

—Ya no soy una niña, papá.

Joe esbozó una sonrisa melancólica.

—Es verdad, mi niña —dijo.

Mi niña. Al oír aquellas palabras, Francesca sintió una punzada en el corazón. Así la llamaba su padre de pequeña.

—Tal vez ya seas lo bastante mayor para entender que la vida no siempre transcurre como nos gustaría —continuó Joe.

—¿Qué quieres decir con eso, papá?

Joe lanzó una mirada a Ned.

—No, díselo tú, Joe —le exigió Ned en un tono suave—. Tiene que saber la verdad.

Francesca los miró a los dos con el corazón en un puño.

—¿Qué ha pasado?

—Estamos a punto de perder el Marylou —le explicó Joe, con la voz quebrada.

Francesca palideció.

—No puede ser, papá. ¿Cómo ha ocurrido?

Joe se apoyó en la borda y miró hacia la orilla opuesta, al otro lado del Murray, donde había un águila marina posada sobre una rama que colgaba en el agua. A pesar de que era raro ver a aquellos animales, Joe ni se inmutó al contemplar aquella imagen. Para él era inimaginable no sentir los tablones de un barco bajo los pies, o no volver a navegar por el río en el que tenía depositado su corazón.

—Cuando se estropeó la caldera no tenía dinero para arreglarla. Tuve que pedir prestada una cantidad muy elevada. Luego pasaron semanas hasta que se completó la reparación. Además, durante ese tiempo se me puso el brazo tan rígido que ya no podía gobernar el barco.

Joe se había hecho la herida en el brazo hacía mucho tiempo, intentando rescatar a Mary de la rueda de paletas de un barco de vapor que pasaba por ahí justo cuando ella cayó por la borda, tras el choque con el Kittyhawk. Por desgracia, el intento de rescate fue en vano. Mary falleció, y Joe estuvo a punto de perder un brazo.

—Me he retrasado en los plazos del préstamo, y no puedo permitirme contratar a nadie…

—Oh, papá. ¿No tenías seguro para la caldera?

—Ned y yo hemos parcheado tantas veces los tubos de la caldera que llegó un momento que ya no tenía presión. Y el seguro solo paga en caso de explosión sin causa aparente. Lo siento, Frannie. Sé que te habría gustado otro recibimiento, pero has escogido el peor momento posible para volver a casa. En casa de los Kennedy por lo menos tenías un techo. Quién sabe, a lo mejor te vuelven a contratar.

Francesca era consciente de que su padre se vendría abajo si perdía el Marylou. No sabía exactamente cómo ayudarle, pero en aquel barco serían útiles un par de manos sanas.

—No voy a volver, papá. Aunque a ti no te guste, tal vez haya venido en el momento justo.

Joe la miró, turbado.

—A juzgar por la cantidad de barcos que hay en el muelle, ahora mismo el negocio en el río va muy bien.

—Hay mucho trabajo, pero solo se puede resistir la presión de los plazos con el barco al límite de su capacidad. Eso es justo lo que hacíamos con el Marylou, hasta que la caldera ha dejado de funcionar.

—Ahora está reparada. —De pronto Francesca tuvo una idea—. No tiene sentido que el Marylou esté aquí en la orilla sin levar el ancla. Conoces el río como la palma de tu mano, ¿verdad, papá?

—No hay nadie mejor que él en el río —intervino Ned.

Joe se preguntaba adónde quería llegar su hija.

—Creo que ha llegado el momento de que me enseñes todo lo que sabes sobre el barco y el río —dijo Francesca, cada vez más ilusionada.

Joe la miró con suspicacia.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Puedo llevar el timón del Marylou si tú estás a mi lado y me das instrucciones.

—¿Quieres gobernar el barco?

—¿Por qué no? Seguro que en el Murray hay alguna que otra mujer entre los capitanes, ¿no?

Joe se quedó sin habla, pero Ned contestó:

—Dos, según tengo entendido.

—Pues a partir de ahora serán tres. Sé cuánto amaba mamá este barco. Seguro que no le gustaría que se pudriera en la orilla. Voy a cambiarme y empezaré con la limpieza. En cuanto el Marylou recupere el aspecto que tenía en los viejos tiempos, podrás explicarme los mapas fluviales. —A Francesca le gustaba observar esos mapas desde pequeña.

A Joe se le humedecieron los ojos de la ternura. Él también recordaba aquellos tiempos. No contaba con que Francesca, de joven, pudiera tener interés por el barco o el río, y se alegraba mucho. Sin embargo, dijo:

—Ya no tengo esperanzas de poder salvar el Marylou, mi niña.

—Pero no podemos rendirnos sin luchar, papá.

—Tiene razón, Joe —comentó Ned—. Yo aún no estoy dispuesto a tirar la toalla, y creo que tú tampoco.

—Muy bien. Haremos lo que esté en nuestras manos —dijo Joe.

—¡Papá! —Francesca lo abrazó con ímpetu.

De pronto Joe se sintió bien, como hacía mucho tiempo. Se alegraba de transmitir sus conocimientos del río a Francesca. Como mínimo le daba la sensación de dejar algo en herencia cuando no estuviera.

Francesca lo soltó y le sonrió. El brillo de los ojos reflejaba sus ganas, rebosaba empuje y optimismo.

Por eso Joe no se atrevió a decirle que prácticamente no había opción de liquidar el crédito. Los intereses mensuales del préstamo eran demasiado altos, y eso significaba que perderían el Marylou… sí o sí.

—Entonces corre a cambiarte, Frannie —le dijo—. Hay mucho que hacer.