Tanto más puro y significativo es el heroísmo
cuanto mayor es el silencio, menor su público,
menos rentable para el héroe, menos decorativo.
VICTOR KEMPERER.
Se cumplen 70 años del fin de la Guerra Civil y existen más cuestiones sin resolver hoy que hace unas décadas. Los motivos son bien distintos, pero pueden englobarse dentro de otros tantos problemas de la reciente historia de España. El interés por comprender el pasado, por recobrar la memoria, se ha visto en ocasiones resuelto con una simple condena de carácter general. En el caso del franquismo una actitud semejante equivale prácticamente a su absolución por desconocimiento. Este tipo de miradas son aún más frecuentes cuando se trata de la Guerra Civil. Por otro lado se ha profundizado el fenómeno contrario, el de la especialización extrema. Éstos y otros aspectos han determinado un conocimiento tan sólo parcial de un hecho como el de la represión en España, que se pretende abordar aquí. Éste sigue viéndose casi exclusivamente como una prolongación de la guerra, que apenas trasciende unos pocos meses a su final, cuando en realidad es algo mucho más complejo, duradero y persistente ligado a la construcción de un nuevo Estado y una nueva sociedad. Abarca al menos desde la legitimación de la violencia inicial y se extiende hasta su consolidación como un aparato de control estable necesario para toda dictadura. Todo ello amplía enormemente la esfera de la represión hacia el campo de la exclusión y la marginación en una sociedad reconstruida sobre los rasgos de los vencedores, pero sobre todo, resulta en una cultura que reniega de todo lo que tenga que ver con los vencidos, que los aparta y los incapacita para la vida futura.
El objetivo fundamental será pues abarcar el proceso de represión, marginación, control y exclusión al que fue sometida una importante parte de la población española durante la década de 1940, cuyas consecuencias siguieron sintiéndose en décadas posteriores. Se trata de conocer las condiciones en que fueron encerradas miles de personas (oficialmente 300 000), muchas de las cuales murieron por efecto del hambre, la enfermedad o la venganza, pero se trata también de comprender los mecanismos y los efectos legales que condujeron al fracaso, a la muerte civil de los condenados muchos años después de la guerra. Esta terrible situación se conoce como exilio interior. Hombres y mujeres comunes, trabajadores, comerciantes, jornaleros, maestras, costureras, enfermeras… sin especial responsabilidad política en los actos por los que fueron juzgados, lo que hace más incomprensible a nuestros ojos la persistencia de ciertas medidas, aunque revisar aquel proceso con la mentalidad actual no sirva para comprender lo que vino después de la guerra.
Todo intento de racionalizar fenómenos como los campos de concentración o la violencia política es un intento de recrear su lógica interna. El siglo XX, desgraciadamente, ha dado ejemplos muy significativos de la perfecta fusión de ideología y terror. Por ello es sabido que los sistemas políticos asentados en fuertes métodos represivos y, en particular, en métodos de encarcelamiento masivo, pretenden en primer lugar reducir al individuo a la nada, pero lo hacen con ciertas diferencias[1]. En el caso español, con la mayor cifra de presos de su historia, no quedaron reducidos a un número como ocurrió en el lager nazi o el gulag soviético. Se mantuvieron sus nombres y apellidos esperando a que llegaran los informes de sus ciudades y pueblos natales. El caos burocrático, la desidia, el aprovechamiento o la venganza interfirieron en un particular y kafkiano proceso español presidido por la arbitrariedad y la total incertidumbre. Una ejecución legal podía promoverse en cuestión de horas y una simple hoja de filiación podía tardar años en tramitarse. Un sistema así produce una particular sensación de terror caótico que corroe por completo la personalidad del individuo, de ahí que el impacto de estos establecimientos sea tan importante a la hora de fijar el perfil de los excluidos en la sociedad de posguerra.
Prácticamente todos los gobiernos autoritarios de la Europa de entreguerras desarrollaron sistemas de control hacia los que consideraban sus enemigos políticos. Con distintos matices, en especial los raciales, en todos ellos fue palpable la equiparación de sus enemigos con criminales y delincuentes en la que se basaban las órdenes de actuación extrajudicial. A la vez se instituía otra escala de responsabilidad civil derivada de la criminal para aquéllos acusados de colaboración. El caso español plantea nuevas diferencias, sobre todo porque el franquismo no tuvo nunca una vocación de exterminio como la del nazismo o el estalinismo. Eso no significa que fuera más humanitario sino que hizo un uso distinto de la fuerza. La agresividad que supo reconducir el fascismo hacia el enemigo extranjero fue canalizada en España hacia el enemigo interior, lo que hizo particularmente dura la Guerra Civil y la posguerra prolongada en prisión[2]. La sombra de las medidas represivas fue mucho más alargada. No sólo porque la dictadura sobreviviera a la II Guerra Mundial, sino porque prescindió deliberadamente de la solución aplicada en el resto de Europa. La amnistía, que el propio Franco calificó de «fruto podrido del liberalismo», fue sustituida por un perdón concebido como una redención y expiación de los pecados que pasó a ser el único medio de reintegrar a la sociedad a los que venían del «campo apestado». El elemento de legitimación del poder que más sobresalió en España fue el religioso; el derecho a penar fue concebido como un derecho divino autorizado por la violación del orden sagrado que quedaba muy lejos del componente racial o estatal de la Alemania nazi o la Italia fascista. Su principal consecuencia fue la segregación social entre vencedores y vencidos, establecida desde dentro de la misma sociedad y no únicamente impuesta desde fuera de ella como a veces se piensa[3].
La pregunta que surge es el porqué de aquellas medidas tan amplias y prolongadas después de la guerra. La respuesta nos lleva a distintos campos de un fenómeno que no se detiene sino que aumenta y se modifica por su combinación de política represiva y preventiva. La documentación interna de las propias prisiones y del Ministerio de Justicia ha sido fundamental para acercarse a la mentalidad y al perfil de los que dirigieron aquella década. Cuáles eran sus antecedentes, sus experiencias previas, qué creían que estaban haciendo, cómo crearon un sistema de tales dimensiones, qué elementos utilizaron y cómo los proyectaron hacia una misión de defensa de la sociedad en la que creían ciegamente. El mundo de las prisiones está descrito prácticamente a través de su mirada y la de los cónsules británicos, que dan cuenta con una exactitud y un detalle increíbles, a veces incluso excesivos, de lo que allí estaba pasando. El volumen de causas, de informes, de valoraciones de este periodo es realmente gigantesco. Tan sólo la descripción de la documentación más reciente a la que se puede tener acceso ocuparía varias páginas, por lo que resulta preferible señalar su distribución a lo largo de la obra.
La primera parte está dedicada a la creación y consolidación de este sistema que emerge de las cenizas de la guerra. Desde sus comienzos existía un plan para ordenar la Justicia y realizar la «obra de pacificación espiritual» al término de la Cruzada. La represión directa decrece a medida que se va burocratizando y perfeccionando la maquinaria legal, pero es tan amplia y acoge tantas denuncias y detenciones que colapsa el sistema judicial y desborda el penitenciario. Tanto es así que a finales de 1941 se baraja la posibilidad de colonizar Tabarca y otras islas con presos políticos. La prometida excarcelación se produjo de una manera muy lenta, cuidadosamente desordenada, y no llegó realmente hasta 1945. Pero las medidas no se detuvieron en la cárcel, ya que se abrió la puerta a una política de vigilancia basada en el aislamiento de los sectores peligrosos. Indeseables y apestados quedaron fuera de todo espacio público, salvo para ser exhibidos en una sociedad fuertemente traumatizada por el recuerdo de la guerra.
La segunda parte gira íntegramente en torno a la que será la gran experiencia común del exilio interior: la cárcel. Pero ya no a su planteamiento ideológico o su función para la dictadura, sino a su evolución y su consolidación en el periodo de mayor hacinamiento y dureza. No hubo una clasificación de centros, sino de presos, anteriores y posteriores al 18 de julio. La situación de los presos comunes, los llamados especiales, los políticos y las cárceles de mujeres es analizada en un marco de fuerte degradación y conflicto. Se trata de ver el impacto de una ideología basada en la conversión y la colaboración, los métodos que se emplearon para ello y las respuestas que a su vez generaron las personas a las que iban dirigidas. Tras ese tránsito, imposible de reducir, de asimilar en un modelo único, ya que las experiencias fueron totalmente diversas, se pasa a una última parte dedicada a la vida en libertad. Tras el cumplimiento de su condena estas personas tienen que volver a un mundo que desconocen y en el que se sienten rechazadas. Pero la pesadilla no había terminado. Una amplia gama de sanciones laborales y económicas, además de otros efectos derivados de su criminalización legal, les estaban aguardando. Leyes que se aplican más de una década después de la guerra y cuyos efectos además de retroactivos son irreversibles, porque pueden dar lugar a una nueva investigación y, en su caso, a la actuación de tribunales especiales donde el individuo afectado es acusado de participar en una trama de la que le es muy difícil salir. Es la principal consecuencia de la equiparación que el mundo del franquismo viene haciendo desde la guerra entre enemigo y delito, borrando cualquier atisbo de presunción de inocencia para los condenados por «indeseables».
Es cierto que Franco no inventó la prisión, pero la generalizó de manera extraordinaria. La guerra provocó un éxodo hacia el extranjero, pero también generó el encarcelamiento más masivo en la historia contemporánea de España fruto de una culpabilidad sistematizada que exoneraba a los nuevos dirigentes de todos los crímenes. Las órdenes de alejamiento, de residir a 250 kilómetros de la localidad natal, la prohibición de vivir en determinadas zonas rurales o en grandes ciudades como Madrid y Barcelona motivaron una auténtica diáspora interior, de gente corriente, de familias enteras. Por sus características, por el tratamiento que recibieron durante años, por su resistencia y su condición de supervivientes de la corta experiencia democrática española, su ejemplo puede considerarse ciertamente heroico, aunque esté más cerca del héroe trágico condenado a vivir desterrado en su propio país que del héroe de ficción de los finales felices.