Había algo que ya no era una visión, una proyección
espectral de la idea que me hacía del mundo y de mi soledad ante el mundo,
la soledad de alguien que se siente excluido de él.
JUAN GIL-ALBERT, Valentín, 1974, p. 114
La condición y el número de los desterrados aumentaban a medida que la Guerra Civil se alejaba en el tiempo. El 31 de mayo de 1945 se aprobó una orden extraordinaria sobre repatriación para los exiliados que quisieran volver a España. De nuevo se hablaba de la generosidad para quienes no habían cometido delitos, ya que para regresar sólo había que probar que estaban exentos de responsabilidad criminal. Las normas dictadas por la Dirección General de Seguridad insistían en que nada debían temer aquéllos que no tuvieran las manos manchadas de sangre y prometían dejar sin cargo a aquéllos que sólo hubieran combatido en las filas republicanas. Todo aquél que quisiera volver debía entregar una declaración jurada, presentarse ante la autoridad competente en un plazo de cinco días y comunicar cualquier movimiento que hiciera. Las instrucciones dadas por Lequerica en la circular 80, que ese año envió el Ministerio de Asuntos Exteriores a las embajadas y consulados, especificaban algo más los requisitos. No estaban exentos de responsabilidades, aunque pudieran acogerse a beneficios concedidos, «los que formaron parte de checas o tribunales ilegales en los que se perpetraron martirios o crueldades».
La repatriación masiva de españoles prevista tras el fin de la II Guerra Mundial nunca llegó, tal vez por el miedo de los exiliados a ser detenidos y tener que responder a una montaña de cargos. Pero resulta muy significativo el hecho de que el reconocimiento de los exiliados saliera de la misma política penal puesta en práctica desde el comienzo de la guerra. La misma vuelta atrás para juzgar hechos de 1931, los mismos controles, los mismos filtros… En la España de la restricción, el racionamiento y la redención no quedaba sitio para ellos. Un año antes de esta esperada repatriación se publicó un libro de poemas titulado Hijos de la ira. Dámaso Alonso había dado los primeros pasos para alejarse del triunfalismo victorioso de la literatura de posguerra. Un cansancio de la verdad oficial de niños sanos, campesinos alegres y trabajadores eficientes protegidos por la divinidad y el Caudillo, que en la novela fue ya anunciado por Carmen Laforet en Nada y por Cela en La colmena (publicada en 1951 pero escrita en la década de 1940). La sustitución de un estilo literario complaciente con el entorno, con el paisaje y la belleza natural por un tono más crudo, con el que retratar aquella realidad que mostraba algo profundamente indigno, gris y podrido fue sólo el comienzo de un cambio, muy lento, casi subterráneo, de actitud hacia lo que estaba ocurriendo.
Aunque la cárcel haya sido el hilo conductor de este relato de la violencia y la represión que azotó la España de la década de 1940 y condenó a los otros al fracaso y al aislamiento durante varias décadas más, no puedo concluirlo sin hacer referencia al mundo de la cultura de este periodo para el que se acuñó el término exilio interior. Un concepto que hay que abrir y ampliar para que deje de designar exclusivamente a una minoría intelectual condenada al ostracismo. La cultura también fue encarcelada, experimentó la derrota e intentó escapar de ella por distintas vías. En Historia de una escalera, Buero Vallejo mostraba la frustración de unas familias ante el mundo que las rodeaba tras el reiterado fracaso de todas sus expectativas de cambio. Durante su estancia en el penal de El Dueso coincidió con otro gran dramaturgo, Cipriano de Rivas Cherif, cuñado de Azaña. Sus trayectorias fueron totalmente divergentes: Buero permaneció en España mientras Rivas se marchó a México tras cumplir su condena. Ambos afrontaron su cautiverio de maneras diferentes. Uno se acogió a la redención por el esfuerzo intelectual y organizó un taller de teatro con presos, mientras el otro se negó a participar en él, recriminándole el placer que obtenían las autoridades franquistas cuando se representaban obras para ellas. Rivas Cherif explicaría años más tarde que mediante aquella tarea recuperaba algo de la humanidad que había perdido y Buero Vallejo siguió escribiendo e insistiendo en que esa condición se la habían arrebatado para siempre.
De un modo muy similar, todas las luchas de dentro y fuera de las cárceles habían terminado en derrota. Cuando se publicó Historia de una escalera ,en 1949, ya no quedaba prácticamente esperanza alguna de cambio. La República y su mundo desaparecían definitivamente y la prisión había desempeñado un papel determinante en ese proceso de disolución y cierre de todo proyecto de futuro para los hombres y mujeres que habían formado parte de su base social. Toda ella sufrió especialmente la represión física, criminal y civilmente, además de constatar la asfixia económica, el control y la exclusión permanentes. Una realidad demasiado palpable para una gran parte de la población que se encontraba presa por su conducta política, pero también por «indeseables» morales y antisociales, como para no ser tenida en cuenta. Un mundo de encerrados en su propia casa, de apartados y seres condenados a una diáspora permanente para poder sobrevivir. Además de una dura realidad, la cárcel fue quizás una de las mejores metáforas del modo de vida dominante en la España de los años cuarenta. Fue la sede del castigo principal, el purgatorio en la tierra. No fue una fuga del mundo, sino una inmersión en él. Una ventana al hambre, la desolación y la muerte. Una vía más para el estraperlo, la corrupción y los sobornos en una sociedad donde también aumentaban la mortalidad, el suicidio o el aborto, silenciados por los generosos indultos y el perdón de los pecados.
Esta institución diseñada específicamente para albergar a lo peor de la sociedad no tenía por qué preocuparse por las condiciones de vida, sobre todo porque no creía en las posibilidades de la corrección, enmienda o regeneración de los que por ella pasaban. Lo más cerca que estuvo una España presionada por el aislamiento de reconocer las reglas mínimas estipuladas por las Naciones Unidas sobre los derechos humanos fue definir su régimen como una forma de «autoritarismo humanitario». Se cerró Porlier, es cierto, pero se abrió Carabanchel. La elevada mortalidad y los efectos traumáticos para las personas que pasaron por las cárceles —tanto las prisiones habilitadas como los centros de detención permanentes— no fue sólo el fruto de las malas condiciones sanitarias. La deshumanización previa que sufrieron desde una ideología penal importada a la cúpula de la Justicia por los sectores tradicionalistas y más integristas contribuyó a ello de manera extraordinaria. La mejor prueba fue la revitalización de un pensamiento como el de la redención, el nuevo feudalismo, como lo definió Juan Ramón Jiménez. La visión teológica fue la máxima aspiración de los propagandistas y los sectores católicos, cuya contribución ideológica y preparación técnica llevaba implícita una lucha con Falange, quien impuso de otro modo su presencia a través de los nuevos oficiales y de los servicios de información en prisión. Su hostigamiento fue constante, promoviendo las delaciones, los infiltrados y las campañas de intervención policial, alertando de la reorganización de los separatistas y de sus apoyos exteriores. De este modo se mantuvo siempre vivo el fantasma de la anti-España, sobre todo en el periodo de mayor conflictividad y actividad política en los penales, que alcanzó su punto álgido entre 1944 y 1946. Pero la baza del anticomunismo consolidó el autoritarismo de Franco y a la postre se volvió contra la misma Falange.
Donde el triunfo del sistema penitenciario y judicial franquista se hizo más patente fue en la calle. Al salir en libertad, las opciones de los que habían pasado por la cárcel eran ciertamente muy reducidas. Muchos salían años después de la guerra y se enfrentaban a la prueba más dura, al aislamiento social fomentado por los métodos de cuarentena del régimen. Después de años a la sombra, se encontraban ante una sociedad muda, en la que no podían hablar porque inspiraban miedo a sus acompañantes, miedo a que se les identificara como activistas políticos. Ellos representaban el castigo por las ideas, y ahora no podían ni siquiera hablar de política, no tenían con quién. La libertad fue la prueba más dura; la de sentirse parte de un mundo que no los aceptaba por su pasado y la de conocer el alcance verdadero de su condena, que no era otro que servir de aleccionamiento a la sociedad de posguerra.
El franquismo ostentó el monopolio de la violencia de distintas maneras a lo largo de varios periodos y empresas (la Cruzada, la obra de pacificación espiritual, la Ley de Seguridad del Estado) hasta la creación de un aparato estable de defensa y control. Éste pasaba por los medios tradicionales de orden público de los poderes locales, que emitían los informes y los certificados de conducta. En definitiva, respondían de sus vecinos y sus familias, lo que permitió reproducir y extender a las zonas más recónditas las políticas depuradoras dictadas desde arriba, pero también facilitaron una ocasión excepcional para la venganza y el ajuste de cuentas desde abajo. Las cárceles habilitadas asistieron con frecuencia a estos ajusticiamientos, permitidos como respuesta a los llevados a cabo por los rojos. En las paredes de estos edificios, algunos de los cuales siguen siendo hoy colegios, cines o conventos, quedaron escritas las páginas de un constante trasiego de muerte y desolación. Las cifras finales son inciertas, puesto que la definición de peligrosidad fue cambiando y ampliando su radio de acción. Ésa fue una de las consecuencias más palpables de criminalizar a la izquierda, a los rebeldes o a los colaboracionistas, junto a todo lo que se consideraba dentro del desorden y del mundo del delito.
A esa fusión de elementos de defensa política y social se sumó otro aspecto que muestra la complejidad de las instituciones represivas en la posguerra. La supremacía de la justicia militar no lo explica todo. En muy poco tiempo se creó un aparato civil a partir de la estructura administrativa y territorial del Estado, que fue suplantada por la del Movimiento. El Patronato de Redención de Penas centralizaba toda la política penitenciaria y tenía capacidad jurídica propia. Dirigía los traslados, las normas de los centros, las relaciones con las empresas que empleaban a los reclusos, entregaba los subsidios a los familiares de los presos y los conectaba con los centros benéficos y tutelares de la Iglesia. En torno a la redención de penas se concentró el mayor número de funciones dirigidas hacia los sectores considerados fuera del nuevo proyecto de refundación de España. La presión mayor y más efectiva fue ejercida desde sus delegaciones provinciales y municipales, ya que la concesión de la libertad condicional, la oficina de colocación o el Auxilio Social eran atribuciones de las Juntas Locales. Éstas acabaron poniendo en práctica una excarcelación lenta y mal organizada, que la mayor parte de las veces intentaban quitarse de encima forzando un nuevo destierro de presos hacia sus localidades natales, a lo que nuevamente solían oponerse los ayuntamientos de origen por «razones de orden».
La España peregrina fue alcanzando así nuevas cotas y andando nuevos caminos que la alejan de algunos mitos. La represión entra dentro de un proceso que evoluciona, no es un punto estático ligado exclusivamente a la guerra y a su fin inmediato. Hay que atender a la diversidad institucional que, por ejemplo, muestra la Justicia mucho más allá de la presencia militar, efectivamente omnipresente en un primer momento pero que queda mucho más diluida a medida que el régimen pasa a juzgar la colaboración civil y cambia la política de seguridad. Un mundo de gran movilidad entre la pobreza y la desviación de recursos oficiales y la influencia de un fenómeno como el de la exclusión social. Ahí es donde hay que entrever el papel del miedo en el desplazamiento de los viejos antagonismos y en la lenta maceración de otros nuevos. La dimensión de las medidas de represión civil, la depuración laboral, los embargos y la suspensión de cualquier bien con el que pudieran contar los desafectos son sólo muestras de las dificultades de todo tipo por las que tuvieron que pasar aquellos hombres y mujeres acusados de una peligrosidad social que los hacía asimilables a lo peor de la sociedad. Por eso hubo quien se aprovechó económicamente de ellos, volviendo a las fórmulas de manutención como pago por el trabajo, que durante años les valieron ser reconocidos como «grandes patrocinadores», particulares y grandes empresas que crecieron gracias a esta mano de obra abundante y barata.
Algo considerado normal por gran parte de la población que había vivido la guerra. El consenso en torno a Franco se aseguró mediante la utilización del recuerdo de los crímenes de la izquierda y el miedo a otra guerra. Así, los criterios de peligrosidad política tuvieron éxito al fundirse con los de peligrosidad social, por lo que se asentarían el resto de la dictadura sin grandes variaciones. De hecho, hasta 1969, en la celebración de los 30 años del triunfo del Alzamiento, no se da por cumplido su objetivo. Mucho antes, el Fuero de los Españoles reconocía la igualdad ante la ley de todos los españoles, pero la determinación de separación era irreversible. La depuración profesional de los casos comentados, sellados por la intervención del Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo, duran toda la vida, y se niega la pensión de jubilación mucho después de haber cumplido la condena. Los jornaleros de Talavera, de Ávila, de Zamora o de Sevilla debían seguir notificando dónde estaban y cuánto cobraban casi 20 años después de haber sido condenados. Igualmente, las criadas tenían que seguir ratificando su domicilio y demostrar si viajaban con sus amos y por qué. Incluso aquéllos que pudieron costearse un abogado e interpusieron recursos contra su situación terminaron por desistir, por temor a una nueva persecución. Las suyas son historias que cimentaron el subsuelo de la sociedad de posguerra. Miembros de la canalla roja, inductores del mal o simplemente «pasivos» durante el 18 de julio de 1936 padecieron este proceso, que empezó el día en que se tomó la decisión de identificarlos plenamente con criminales y delincuentes incorregibles.
Pero la vida siguió para los que pudieron salir adelante. En 1947 regresó del exilio Juan Gil-Albert, quien describió como nadie la soledad de los que se sentían excluidos de aquel mundo. Casi 30 años después no se le permitía desempeñar ninguna actividad. Ese mismo año se produjo también una tímida celebración del Primero de Mayo en los altos hornos de Bilbao. Los pocos que la secundaron fueron suspendidos de empleo y sueldo durante 15 días y perdieron toda la antigüedad que tuvieran en la empresa. Fue el primer germen de reconstrucción de una de las zonas históricas del movimiento obrero por excelencia. Sólo dos hechos, dos síntomas, de lo que el exilio interior pudo mostrar con posterioridad durante esos largos años. Su rostro humano, su única presencia sirvió de referente para la primera generación que no había luchado en la guerra y que mostró su disconformidad con aquel estado de cosas en 1956. Aún habría que esperar mucho más para que la losa que pesaba sobre ellos desapareciera y para que la sociedad dejara de verlos como un peligro. La siguiente generación ya mostró una actitud algo menos complaciente con la segregación impuesta tras la guerra, algo que marcaría un importante cambio de rumbo, a pesar de la indiferencia de la mayoría, fundamental para entender la transición y la recuperación de la idea del fin de la guerra como una «transacción pacífica», con la que se había iniciado el relato.