HABITAR LA DERROTA
Le temps a passé. La guerre rapprochant les pays d’abord, les
continents ensuite, a rétréci le planisphère terrestre. L’Espagne n’y paraît plus qu’à la manière d’une petite province,
négligeable parente de l’antique Europe, lieu quelconque où il ne s’est rien passé.
Charles D’Ydewalle, Geôles et bagnes de Franco, Bruselas,
Les Éditions Libres, 1946, p. 187
Negarle el pan y la sal fue la frase que escribió el propio Franco en la solapa de la revisión del expediente del general Rojo, unos años después de que hubiera regresado del exilio para morir en España[270]. Muchos otros aún seguían pendientes de la revisión de sus sentencias, de sus inhabilitaciones profesionales o de poder cobrar una mínima pensión. A comienzos de la década de 1960 toda una generación —en especial los que habían pasado por la cárcel— llegó a la vejez sufriendo las consecuencias de la política iniciada en la de 1940: la pérdida de sus empleos y de sus bienes, además del aislamiento social más absoluto. La guerra los perseguirá de forma inevitable durante toda su vida. No sólo quedaron excluidos de todo espacio público tras el conflicto, sino que en buena medida éste sería construido en su contra, dado el elevado perfil de peligrosidad con el que siguieron marcados.
La intención de criminalizar por completo el orden republicano se manifestó especialmente en dos momentos, al comienzo (la llamada comisión Bellón) y al fin de la guerra (la instrucción de la Causa General). En la primera se acordó y en la segunda se presentó públicamente el tratamiento moral que debía recibir todo el espectro político antinacional. Utilizando los criterios de defensa y de peligrosidad social que los sectores más conservadores defendían desde décadas atrás, los culpables quedaban definitivamente separados de la sociedad y privados de sus derechos «por sus graves conductas perniciosas[271]». El acto de declarar ilegal cualquier manifestación fuera de la órbita política controlada (que posteriormente también afectaría a las familias mismas del régimen en su lucha por la hegemonía) constituía un gesto muy claro de autoritarismo utilizado desde los gobiernos moderados para defender su modelo de orden público desde mediados del siglo XIX hasta la Restauración y la fórmula más clara del Directorio de Primo de Rivera. Durante el primer cuarto del siglo XX no habían dejado de crecer en España las aportaciones al pensamiento político conservador que, además del factor religioso, incorporaban conceptos como el del estado peligroso. Se trataba de una idea basada en las medidas contra «individuos potencialmente delincuentes», utilizada inicialmente para afrontar el anarquismo y la nueva violencia política[272]. Esta corriente jurídica fue calando en determinados sectores, incluido el regeneracionismo católico, pero en raras ocasiones, como se ha sostenido anteriormente, derivó en planteamientos racistas o exterministas. Su incorporación al Nuevo Estado franquista bajo los ejercicios espirituales y los espectáculos de masas consiguió el efecto deseado, eso sí, de fijar un nuevo marco de relaciones sociales de acuerdo con el rumbo que había tomado la política nacional. Todo lo que quedaba fuera de los principios fundacionales de la Nueva España era delito. Franco lo sintetizó públicamente en la apertura de las Cortes en 1943 al declarar: «Queremos libertad pero con orden, y consideramos delictuoso cuanto vaya contra Dios o la moral cristiana[273]».
Dada la gran cantidad de población que podía considerarse dentro de esos márgenes, esta situación encumbró el certificado y el aval como documentos más preciados de la posguerra. Y, como todo, el aval se podía conseguir pagando. El 20 de septiembre de 1942 el Ministerio de Justicia destapó una red de compraventa de certificados a la que se dedicaban varias agencias privadas y funcionarios públicos. Uno de ellos reconoció haber facilitado a la agencia Jofre más de 2000 certificados que no habían pasado por el Registro Central de Penados y Rebeldes[274]. Para asuntos más graves se podía intentar el soborno directo, pero el riesgo era muy elevado. Aquilino Cuesta fue condenado el 25 de junio de 1941 a 12 años y 1 día por un delito de auxilio a la rebelión por «tratar de evitar por todos los medios la acción de la Justicia Nacional contra su hermano Gabriel ejecutado por su actuación en zona roja». Se había reunido con un funcionario en el bar Marley de Madrid y le había entregado 4000 pesetas. Pero éste lo denunció y Aquilino Cuesta quedó detenido en la prisión de Santa Rita[275] También en esa cárcel madrileña fueron arrestados un funcionario y un agente de información de Falange que «se dedicaban a sacar dinero a los familiares de los presos por la obtención de informes necesarios para la libertad condicional»[276].
Renació entonces un mundo de corrupción generalizada alimentado por la recompensa que comportaba denunciar a posibles «colaboradores» y que en absoluto pudo sostenerse sin la intermediación del poder local. Las nuevas gestoras municipales vieron con buenos ojos la reactivación de las funciones de control e información que habían desempeñado tradicionalmente a través de la Diputación y del Gobernador, a las que el Movimiento sumaba nuevos aspectos que afianzaban más su privilegio y su posición. De este modo, las formas de represión de la posguerra adquirieron una dimensión social que favoreció un colonialismo inverso por el que los vencidos quedaban fuera de la nueva sociedad[277]. Esta debilidad se traduciría en una década de restricciones y penurias, lo que hace a su vez más inexplicable a los ojos contemporáneos la dureza y prolongación de ciertas medidas. La obra de pacificación o la «política de reajuste nacional», como también fue llamada, evolucionó con el tiempo hacia un sistema ya no sólo sustentado en el aparato militar, sino básicamente en la policía y en la propia red de la administración civil, que era requerida constantemente para que proporcionara información. La creación en 1943 de las Juntas Locales de Libertad Vigilada coincidió con la sustitución de un aparato muy costoso que exigía una vigilancia constante por otro de seguridad. Al amparo del marco legal de excepción se constituyó un importante mecanismo de censura de cualquier conducta social o política desviada, eminentemente policial pero también local, laboral, asistencial y religioso. El destierro agravó la situación de miles de familias que llevaban penosamente su condición de señalados.
Después de muchos años, su integración seguía siendo considerada prematura para muchos ayuntamientos. Las órdenes de destierro se justificaron para evitar la vuelta de rencores o posibles desórdenes, pero los poderes locales las utilizaron tanto y tan sistemáticamente que hasta los órganos que los supervisaban desde arriba tuvieron que recortar sus prerrogativas ante el inminente colapso burocrático y judicial al que se enfrentaban. A pesar de todo, durante toda la década persistió esta política, orientada por distintas «razones de Estado», de fuerte vigilancia sobre una población que salía de prisión. En otoño de 1944, coincidiendo con el avance de la guerrilla antifranquista y la invasión del valle de Arán, el Ministerio de Justicia prohibió mandar liberados condicionales a determinadas zonas de las provincias de Córdoba y Ciudad Real, «lugar de refugio de rojos huidos». Ya se han señalado los ejemplos de utilización más claros de la idea de peligrosidad en la Ley de Seguridad y posteriormente en la ley de Bandidaje y Terrorismo, castigada con pena de muerte.
Tal y como han demostrado otros trabajos, el fenómeno de la guerrilla permitió ampliar la jurisdicción especial[278]. En algunos lugares, la situación de hacinamiento y maltrato generalizada al término de la guerra volvió a repetirse. El 12 de abril de 1947 falleció en la cárcel provincial de León un interno de sesenta años condenado a seis meses de arresto por «apoyo a los huidos». El médico no dispuso ningún tratamiento especial para el enfermo, a pesar de que el director le había recordado la existencia de una Orden de 1944 según la cual debía ser trasladado a la enfermería. Los departamentos contiguos a aquél en el que murió Esteban Holgado Melón se negaron a bajar al patio hasta que el director los recibiera. Éste finalmente remitió las quejas de los reclusos a Madrid, advirtiendo de la inexactitud de muchos datos y de que se trataba de una maniobra política «debida al gran contingente que en la actualidad existe en esta prisión de individuos sujetos a procedimiento por atraco y auxilio a los huidos del monte». Había 89 reclusos por celda[279].
Además de explicar la creación de un aparato de control, la intención de este último capítulo es mostrar algunos aspectos comunes en muchas familias que sufrieron años de procesos abiertos y un sinfín de medidas que aumentaron la presión y el aislamiento ejercidos sobre ellas. Un amplio espectro de sanciones civiles derivadas de condenas irreversibles que fueron especialmente dirigidas contra los sectores sociales y profesionales más culpabilizados tras la guerra. A grandes rasgos puede decirse que la depuración profesional se dirigió contra las capas medias y los trabajadores cualificados, mientras que el destierro y la obligación de trabajar en peores condiciones que las que se tenía antes de entrar en la cárcel fueron medidas ejemplarizantes contra los trabajadores manuales y los jornaleros. El reajuste afectó por igual a todas las mujeres que habían estado presas, fueran intelectuales o no, solteras o casadas. Ahora tenían que ocuparse en servir, coser y bordar para las gentes de orden, lo que añadía un factor de humillación a su libertad condicional. Los intelectuales y las profesiones liberales fueron objeto de una fuerte carga de condena moral por haberse rebelado contra personas que los consideraban de su misma posición social. Tal vez por ello, junto a la élite política republicana —en su mayoría exiliada— y los militares profesionales que no se sumaron al golpe, recibieron el trato más duro en el repertorio de las sanciones civiles. Todos fueron sometidos a distintos procesos de responsabilidad que contemplaban la expropiación y la incautación de sus bienes así como la degradación de su condición fuera cual fuera, aunque el impacto de las sanciones varió en función de su posición económica y social.
El informe anual de 1947 de la embajada británica señalaba que ése había sido el año de consolidación del régimen, pero aun así afirmaba que «Franco no se ha relajado en la administración de justicia, en los métodos arbitrarios por los que sigue atrayendo la atención del extranjero[280]». Una situación que Luis Díaz, que acababa de recibir la libertad condicional, había descrito a los exiliados en Francia dos años antes en una carta que había hecho llegar a través de la jefatura de prensa de la embajada británica: «Tened la seguridad que los grillos no solamente los hemos tenido en las prisiones y en las conducciones en vagones de ganado a través de toda España, seguimos con ellos en nuestra “libertad vigilada”. Los tenemos en la mirada paternal de la policía, en el ofrecimiento de nuestros brazos para el trabajo, en “la selección por razones especiales”, en la depuración permanente y perpetua de nuestra profesión, hasta el desplazamiento de localidad. ¡No se nos permite nada!»[281].
El efecto inmediato de estas medidas y otras similares o complementarias, desde la instrucción de la Causa General, a la Redención de Penas por el Trabajo o la Libertad Vigilada, no aseguraba únicamente la limpieza laboral de desafectos, equivalía también a la condena civil y social de los afectados, garantizada por la multiplicidad de instancias y tribunales de distinta jurisdicción más allá de la militar. La simultaneidad, la duplicidad y la arbitrariedad de los procesos produjeron un aluvión de nuevas detenciones que fue advertido hasta por el Ministerio de Justicia y el director de Prisiones, que preveían un rápido colapso si el ritmo de expedientes no descendía. La Orden de 26 de julio de 1940 tuvo que reiterar «el deseo de alejar desigualdades en la sanción de hechos idénticos», pero hasta que la presión del panorama internacional de 1945 no se volviera insostenible para el Gobierno, todas estas medidas adicionales se mantuvieron abiertas. Ciudades como Valencia, Barcelona o Madrid, y en general las zonas que fueron liberadas en último lugar, sufrieron con especial intensidad los efectos de la depuración laboral y de las incautaciones que siguieron la vía expeditiva iniciada en la guerra con este tipo de notificaciones, por las cuales una familia tenía seis horas para desalojar su casa y su medio de vida. La Comisión Gestora Municipal de Requena, en Valencia, entregó el 18 de abril de 1939 a Gregorio Martínez la siguiente nota, que todavía conservan sus familiares:
Cumpliendo lo ordenado por la superioridad, esta Alcaldía se ve en la necesidad de habilitar el local donde Ud sirve el café y casa-habitación para instalar en el mismo dos comedores del Auxilio Social y siendo éste un servicio de primordial importancia, por la presente notifico a Ud la necesidad de que ponga el café a disposición de esta Alcaldía en el término de seis horas. Sírvase firmar el duplicado en prueba de haber quedado notificado.
Dios guarde a Ud muchos años.
Año de la Victoria.
El nuevo alcalde, Nemesio Armero, podía por fin disfrutar de su condición de dueño del único café que quedaba en la céntrica plaza de la localidad valenciana una vez eliminada toda competencia y fijar su atención en el cine local. Los afectados rara vez vieron reconocidos sus bienes, salvo en casos muy excepcionales; la mayoría siguió siempre pendiente del levantamiento oficial de sus embargos, pero los cambios de propiedad, las requisas y las incautaciones ya eran irreparables. La denuncia y la delación se convirtieron en prácticas habituales. Ritual de iniciación, medio de colaboración y de entrada en el nuevo poder, de adquirir una vacante, de subir en la escala, de ocupar una casa, unas tierras, un local o de acabar con la competencia, la función de la denuncia que devolvía a mucha gente a la cárcel o permitía abrir una nueva investigación que afectaba a sus familiares fue muy compleja y diversa[282]. Coincidió, eso sí, con la permisividad y la tolerancia desde arriba y degeneró en un bloqueo burocrático permanente en el que se amparaba el Estado para imponer el silencio sobre miles de asuntos. Un silencio asegurado, porque la solicitud de revisión de estas situaciones daba lugar a otra investigación en la que se podían aportar nuevas pruebas que no sólo negaran la readmisión o la devolución de una propiedad, sino la actuación de organismos como la Libertad Vigilada, los juzgados civiles y penales, el Tribunal de Responsabilidades Políticas, las comisiones de depuración laboral y el Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo, que actuaban de forma independiente pero estaban conectados entre sí por el llamado Servicio de Recuperación de Documentos desde la guerra. Estos aspectos y sus principales consecuencias son tratados a continuación.
1. LA EXCLUSIÓN DE LA SOCIEDAD CIVIL
Ya están sin tapujos, frente a frente, la España y la anti-España,
el Espíritu y la Materia. El Bien y el Mal, la Verdad y la Mentira.
JOSÉ MARÍA PEMÁN ,La historia de España contada con sencillez,
Madrid-Cádiz, Escolicer, 1940, vol. II, pp. 218-219
El 25 de agosto de 1949 salía de Carabanchel Mariano Sevilla Chico. Era natural de Herencia (Ciudad Real) pero no podía dirigirse allí, sino a Talavera de la Reina, donde se había fijado su residencia. Se le había concedido la libertad condicional con destierro. A su llegada debía presentarse a la Junta de Libertad Vigilada, que le haría entrega de la cartilla de ahorros de sus 12 años de penado: un total de ocho pesetas[283] Dicha Junta se había constituido casi seis años atrás siguiendo la orden de Madrid de confeccionar un censo de liberados con todos los antecedentes que obraran en sus archivos[284]. En realidad se trataba de tres censos, uno de liberados condicionales, otro de indultados y otro de presos comunes. El director de la prisión se ocupaba de proporcionar la lista de los liberados con residencia en la ciudad, mientras que la Guardia Civil y la policía completaban la relación «en cuanto a circunstancias personales y domicilios de los liberados». Los primeros seguían a los que salían de la Colonia Penitenciaria Militarizada, una de las más grandes de España, y los segundos tenían la obligación de fichar a todos los demás. Una vez hecha la lista, el alcalde tenía 10 días para citarlos el primer domingo de cada mes, entre las 10 y las 11.30 de la mañana. Además tenían que presentarse en comisaría cada dos semanas. Las instrucciones sobre los liberados y las normas para cursar traslados y permisos de residencia eran transmitidas por la Junta Provincial, que a su vez las recibía del Patronato Central de Redención de Penas, pero las propuestas de libertad las tenían que informar favorablemente los miembros de la Junta[285].
Éstos se reunían semanalmente en el juzgado para analizar la documentación que habían recibido e informar de las solicitudes de los condicionales a su cargo. Por ejemplo, en una sesión intercambiaron datos sobre Galo Fernández, que observaba buena conducta, o de Luis Patón, que tuvo que trasladar su residencia a Berrocalejo (Cáceres) por orden de la superioridad; de Julio Fernández Sanguino, para «que en caso de que se le conceda la libertad condicional sea con destierro de esta ciudad». De Vicente Castro y Adolfo Bustos, «que no producirían alarma en esta ciudad» y del liberado Pedro Luengo, que seguía en paradero desconocido. Además, el jefe de policía leyó una nota de su homólogo de Córdoba en la que justificaba que el liberado Amador Gutiérrez no se incorporase, porque cuando se le concedió el traslado estaba ya curado del paludismo. Quedaba pendiente para la próxima sesión informar de la conducta pública, política y social de los liberados Higinio Martín de la Sierra, Sinforoso Sánchez, Paulina y Justa Casto Bermejo, Luis de la Cruz, Melchor López y Petra García, todos con propuesta de sanción. Algo realmente grave, puesto que los informes negativos significaban automáticamente la suspensión de la libertad condicional y la vuelta a prisión. Así, el 18 de diciembre de 1944 la Comisión Central del Servicio de Libertad Vigilada acordó adoptar la suspensión de siete casos «en atención a la mala conducta observada durante su permanencia en libertad condicional[286]».
La implicación del poder municipal en el Nuevo Estado fue total y se extendió pueblo a pueblo, aplicando los procesos de purificación a las familias de los rojos considerados más significativos. Pero la burocracia, la duplicidad de funciones y los intereses creados fueron sus peores enemigos, a la postre mucho más peligrosos para su supervivencia que los «malhechores» a los que perseguían. Este criterio de peligrosidad era asumido igualmente por los jueces titulares que presidían las Juntas Provinciales. En noviembre de 1944, la de Ávila denegó la residencia de Francisco Reina porque los días que había estado en su pueblo para la matanza había comentado «que tenía apuntados a varios de derechas que se habían escapado pero que de ésta no se escapaban[287]». Como demuestra este caso, el propio entorno vecinal y en ocasiones hasta el familiar suministraban información sobre lo que hacían y decían los liberados. Los agentes tenían que certificar los lugares que frecuentaban, su actitud política en el trabajo y sus conversaciones. Según un informe posterior, Reina ya no frecuentaba la estación ni los coches de línea que llegaban de su pueblo. Había trabajado en la Comarcal del Trigo y no hacía alarde de sus ideas entre los compañeros. Tampoco en el tajo de la carretera de Madrid «regresando a su casa en cuanto acababa la labor y no relacionándose con nadie[288]». En una palabra, ya era un individuo completamente aislado. La mayoría de las veces, la razón por la que se denegaba la libertad condicional era haber causado la muerte violenta a personas de derechas durante la guerra. Los detalles eran relatados vivamente 12 o incluso 20 años después. La Jefatura de Policía pidió que no se concediera la libertad condicional a Manuel Higuera, al que consideró «policialmente como maleante»; su padre y su hermano fueron fusilados tras ser acusados de asesinar al guardia del pueblo y de haberle colocado un cencerro al cuello[289].
Toda esta actividad a nivel provincial y municipal y, en general, la intermediación de los poderes locales en la política judicial y penitenciaria puesta en marcha en la primera década del franquismo forman parte de un modelo de orden público que se prolongará durante toda la dictadura. Estaba sujeto a una fuerte centralización y militarización, pero a la vez se sustentaba en unos criterios de seguridad que pasaban por las formas tradicionales de conocimiento en el medio local como la vecindad, la familia y los grupos de edad. Estas facultades de información, utilizadas a discreción por las instituciones locales y provinciales, fueron vitales para la construcción de un aparato de dominación que fuese capaz de controlar la vida diaria de sus individuos. En el caso de la libertad condicional prolongó los efectos de la dispersión geográfica, que diezmaba aún más las ya maltrechas economías familiares de los presos, si es que éstos no habían agotado ya todos los recursos durante el tiempo de estancia en la cárcel. Por lo demás, seguía la vieja costumbre municipal de pedir la expulsión de los que no eran de allí, especialmente en los momentos de mayor escasez, bajo la amenaza de declararlos vagos. Así, unos ayuntamientos pedían a otros que requirieran a sus presos, sumando otro reguero de peticiones a las ya amontonadas sobre sus expedientes personales.
Para salir del destierro era preciso presentar un contrato de trabajo o de una persona que avalara su situación, siempre que la empresa o persona enviara periódicos informes sobre la conducta del vigilado. El 30 de diciembre de 1943 el alcalde de Villaconejos elevó una petición a la Junta Provincial de Madrid sobre la situación de dos vecinos que cumplían la libertad condicional en Alcira. Sus esposas, Rosario y Vicenta, aseguraban que carecían de medios de vida lejos de sus maridos y el Ayuntamiento se comprometió a darles trabajo[290]. La situación de Madrid y Barcelona era muy complicada, ya que los liberados condicionales tenían prohibido residir en cualquiera de las dos ciudades salvo que presentaran un aval de una empresa o de un particular especial[291]. El 27 de marzo de 1944 la Dirección de Prisiones recordó a las Juntas Locales que sólo podían autorizar cambios de residencia dentro de la misma provincia, suspender los destierros o autorizar viajes a presos con penas inferiores a 20 años y en ningún caso a condenados por delitos políticos, lo que reducía bastante el campo de acción. Las instrucciones del Ministerio de Justicia fueron más severas en la línea de las responsabilidades políticas. En una instrucción fechada el 25 de febrero de 1944 recordaba que sería expresamente denegada la petición de libertad condicional de todos aquéllos que ocultaran estar a disposición de Responsabilidades Políticas o de los Tribunales de Represión de la Masonería y el Comunismo. Pero seguía siendo la Junta Local la que debía acceder finalmente a la petición y sellar el volante azul que hacía de salvoconducto durante los destierros.
Cartas como ésta eran recibidas a diario en los juzgados y en los ayuntamientos, junto con telegramas en los que se anunciaba el regreso de un desterrado y se solicitaba a la policía del puesto más próximo que confirmara los datos que se daban[292].
8 de septiembre de 1944
Muy Señor mío:
Respetando siempre la orden que usía me tiene dada de entregarle una carta donde pueda acreditarle mi residencia. Le comunico me encuentro en La Granja trabajando con D José Hernández Mateos, mi jornal diario es de 5 pesetas. Sin más que comunicarle Dios Guarde muchos años y guardando siempre su respeto
BSM
Celedonia García
Pasado un tiempo, algunos solicitaban el levantamiento del destierro. Luciano Peraleda pidió en junio de 1945 su vuelta al domicilio familiar, dado que no gozaba de buena salud «y que estando reunidos con su jornal es más eficaz la ayuda que puede ejercer a su familia». Natural de Villena (Alicante), había sido condenado a 30 años y destinado a la prisión de Belchite a trabajar en Regiones Devastadas. El 20 de junio de 1944 fue puesto en libertad condicional con destierro a Talavera y la prohibición de viajar a la provincia de Cáceres. La Junta acordó informar positivamente con arreglo a unas particularidades que no ocultaban el mal momento por el que atravesaba la región:
A falta de bandos municipales, las órdenes de destierro recuperaban los requerimientos para expulsar a los individuos o familias pobres que no llevaban tiempo empadronados en las ciudades donde residían. Vuelve a producirse un mismo tratamiento para presos políticos, comunes y vagos y maleantes. Sobre todos ellos informaba la policía y las Juntas Locales a la Subsecretaría de Libertad Vigilada de Madrid. Por otro lado, el modelo de control establecido durante toda la década contó con una importante colaboración de empresas y patrocinadores privados que «acogían» a estos liberados. Los salarios eran significativamente más bajos y los trabajadores no solían poner pegas, porque podían denunciarlos por mala conducta. Aunque no todos fueran mano de obra barata (la empresa de Nicolás Gómez, un contratista de obras públicas, utilizaba a muchos peones liberados condicionales en las carreteras, pero toda su plantilla de oficina estaba formada por expresos además del capataz y del contable), muchas de las tareas agrícolas en que se emplearon estas personas estaban más cerca de las antiguas prestaciones personales (trabajo a cambio de casa y comida) que de una relación laboral propiamente dicha, ya que el pago de un salario equiparable a las condiciones de un trabajador libre no era requisito indispensable, según insistía la oficina de colocación.
Este panorama afectó de lleno a las mujeres, a las del servicio doméstico o aquéllas que pasaron a vivir en granjas y casas de labor. El 16 de julio de 1950 la liberada condicional Dolores Molinero solicitó permiso para viajar a Madrid «con objeto de acompañar a la hija de su amo que tenía que ser operada». En el censo de liberados de la Junta aparecía como encargada de hogar y señora de compañía en casa de Francisco Hernández, un industrial óptico que le pagaba 75 pesetas mensuales más la manutención[293]. A Pedro Colina, un jornalero sevillano liberado en Zamora en 1948, seguía sin conocérsele «actividad política alguna». Trabajaba en las faenas del campo como eventual y había sido contratado en la finca Albuela, cuyo capataz informaba puntualmente de su conducta al jefe de policía. De no ser considerados personas solventes, los patrocinadores también eran investigados. Levantó sospechas que Julia Gil estuviera dispuesta a avalar el tiempo que durase la libertad condicional a Rafael Carbonell, que salía del penal de El Puerto de Santa María el 12 de octubre de 1950. Tres días después, la policía informaba de que en esa casa vivía Hilaria García, «de conducta moral relajada, que hacía vida marital con un individuo que había sido expulsado del Ejército del Aire siendo oficial y que en la actualidad carecía de medios para patrocinar a nadie[294]». A Carbonell se le denegó la libertad condicional.
Por último, otro aspecto muy destacable en la fijación de estas pautas fue la red de instituciones, asilos, hospitales y centros benéficos en torno al Patronato de Redención de Penas. La práctica del socorro en metálico utilizada desde la guerra para mejorar la imagen del bando nacional devolvía a un primer plano todos los valores de la beneficencia religiosa, a pesar de su apariencia revolucionaria de justicia social[295]. Las fórmulas de patrocinio potenciadas por el Estado y distribuidas por el caciquismo local, como el socorro con dinero en metálico o la asistencia domiciliaria, pretendían oficialmente sustituir la conflictividad social por el «pragmatismo paternal», tal y como había definido Eduardo Aunós su labor al frente de Trabajo con Primo de Rivera. Aunós, gran conocedor de la legislación de Mussolini, declaró que con la organización corporativa esperaban revivir las asociaciones de oficios para que el espíritu colectivo sustituyera al de clase, el arbitraje a la huelga y el diálogo inteligente a la lucha[296].
Apenas 10 años más tarde ese diálogo inteligente ya permitía guardar las formas de armonía social que promulgaba el Fuero del Trabajo con las de distinción de las élites dirigentes. Pero ¿cómo garantizar la acción moralizante que debía llevar el subsidio entre aquella gente? A través de las hermandades y los patronatos. Tanto el salario que correspondía a la familia de los presos como las solicitudes de ayuda a familias con problemas eran seguidas de una investigación. Constituían, por así decirlo, la puerta de entrada a las familias de los presos, de las descarriadas y de los maleantes. El 26 de septiembre de 1940 el Patronato de Redención de Penas envió 243,35 pesetas al Ayuntamiento de Torrelaguna (Madrid) para pagar el salario de los reclusos trabajadores a familiares que acreditaran serlo. Un año después eran ya cerca de 800 pesetas mensuales. Cada recluso podía percibir unas 50 pesetas según los vales mensuales, una vez respetados los descuentos y después de que el Ayuntamiento hubiera certificado que la conducta de la familia no era inmoral. El 5 de octubre de 1948 el patronato de San Pablo pidió a la Junta de Madrid información sobre la esposa de Patrocinio Álvarez, preso en El Dueso: «Ruego a Ud nos informe sobre la conducta pública y privada de la mencionada señora, medios de vida de que dispone, nombre y edad de los hijos que tenga a su cargo y cuantos datos estime oportunos». No se aprobaron las 50 pesetas hasta que el párroco de Atocha no confirmó que asistía a misa y cumplía con la Pascua[297].
En ningún caso debe menospreciarse el papel de la beneficencia en la creación de esta atmósfera que refleja fielmente la concepción del orden social de las nuevas autoridades. Las Juntas Locales de Libertad Vigilada fueron suprimidas por Orden del 29 de noviembre de 1954, cuando el número de presos en libertad condicional había disminuido significativamente. Ni los socorros, ni la beneficencia ni el auxilio social podían salvar a los segmentos de población más expuestos a la muerte. Tampoco era su función. El 2 de octubre de 1951 moría el preso en libertad condicional Florentino Sánchez Mayoral. Su certificado de defunción describía a un hombre de setenta y dos años, fallecido en su propio domicilio por «agotamiento e inanición». Su delito, haber participado en la profanación de la iglesia de su pueblo, nunca prescribió[298].
2. FUERZA MAYOR
El 3 de julio de 1948 Miguel Lor presentó una denuncia en un juzgado civil de Madrid por incumplimiento de obligación de arrendamiento y usurpación de bienes. En 1927 había abierto una tienda y taller de relojería en un local alquilado en la calle del Arco número 6, próxima a la plaza de Olavide. Al morir el propietario del local, Lor renegoció la renta con su viuda y amplió el negocio a joyería. Todo iba bien hasta que llegó la guerra. La madrugada del 27 de marzo de 1939, ante la inminencia de la entrada de las tropas nacionales, Lor abandonó la ciudad junto a su familia y se dirigió a Valencia, donde poco después fue detenido. Su mujer, sola y a cargo de los niños, logró sobrevivir en una habitación de huéspedes cerca de la plaza del mercado valenciano cosiendo para particulares. Pasado un año y medio volvió a Madrid con los niños y descubrió que la relojería había desaparecido. Ahora era una expendeduría de tabaco. Acudió entonces a la propietaria para recuperar sus enseres, aunque ya sólo fueran los muebles y las herramientas del taller, porque del escaparate no quedaba nada. La dueña del local le dijo que nada tenía que ver con los bienes, «que ahora estaban a disposición de la gestora». Lor salió de la cárcel a los dos años sin cargos. Su expediente fue también sobreseído de responsabilidades políticas. Entonces se enteró de todo y fue a hablar con la dueña, que lo recibió fríamente con un «no piense jamás en ocupar nuevamente este local». Cuando Lor le ofreció venderle los muebles, pues necesitaba dinero con urgencia, la propietaria le anunció que se quedaría con ellos «por el tiempo que no me ha satisfecho las rentas». Aquello era injusto, pero sabía que Lor no haría ninguna reclamación, dada su situación. Por la tarde se dirigió a su antiguo local, pero las mujeres que regentaban el estanco, las hermanas Villasante, lo echaron a patadas diciendo «que era una persona odiosa» y aludiendo de manera amenazante a su estancia en prisión.
A pesar de no tener embargos ni causas pendientes, Lor desistió de poner una demanda «por temor de sufrir una persecución que le trajera males mayores». Había estado preso mientras se demostraba su inocencia, y aunque su expediente fue sobreseído no quería volver a la cárcel. Únicamente les quedaba su casa. Con el tiempo consiguió abrir un pequeño taller de reparación de piezas y relojes en una habitación. La clientela fue en aumento porque fiaba y seguía siendo un relojero conocido, pero hasta finales de 1947 no hubo reunido la suma necesaria para iniciar un pleito.
Su abogado señaló ante el juez que después de la promulgación del Fuero de los Españoles la confianza de su cliente en la política del Gobierno se había visto redoblada. Por eso le había animado a plantear una reclamación oficial, por medio de un acto de conciliación al que la otra parte se había negado. En su contestación, la propietaria dijo que estaba de acuerdo en que los muebles no eran suyos pero alegó que el local estaba destrozado «por la avalancha de los moros». Añadió además que intentó ponerlo en conocimiento de Lor, pero éste estaba desaparecido. El abogado agradeció el interés por localizar a su cliente, pero señaló que la cuestión ahora era recuperar el arrendamiento y los relojes y joyas que todavía existían. «¿Qué queda de estos artículos?», preguntó directamente a los demandados, que guardaban un silencio absoluto. El abogado prosiguió. Es cierto que mi cliente no se encontraba en la ciudad, pero la propietaria incumplió la orden de comunicar a las nuevas autoridades que liberaron Madrid la existencia de dichos artículos. «Pensamos que de esta forma querrían dárselos a su dueño y reanudar las relaciones pacíficas que mantenían antes de la guerra[299]». Su argumentación jurídica se centró en defender que el abandono de Madrid por su cliente fue por «causa de fuerza mayor», la guerra, y no a una huida de la España Nacional: «Si hubiera querido huir, ¿por qué no lo hizo antes, y por qué no se llevó las joyas y los relojes entonces?». Después fueron la detención y la prisión lo que le impidieron estar al frente del negocio. Por tanto, el arrendamiento debía seguir en vigor y los propietarios habían incumplido el contrato[300].
Por su parte, el abogado de los dueños del local presentó una versión totalmente distinta y centrada en los antecedentes personales de Lor. Según su relato, a las primeras horas de la liberación de Madrid el relojero abandonó de manera apresurada su domicilio. Si hubiera esperado podía haber salvado lo que ahora reclamaba, pero «¿de qué huía entonces?». De la justicia nacional, como lo demuestra el hecho de que fuese detenido al terminar la Cruzada. El argumento central de esta parte se basaba en que Lor seguía siendo un personaje turbio que tenía algo que esconder. Una vez en libertad y si se creía con razón, «¿por qué no demandó antes?». Tenía temores, él sabría por qué. Si, como decía su abogado, su confianza renació al promulgarse el Fuero de los Españoles, ¿por qué siguió sin demandar tres años más? ¿Por qué no ejercitó sus derechos? ¿Por temor? ¿Temor a qué? Y sentenció: «El señor Lor dejó abandonados sus bienes, no teniendo mis clientes ninguna obligación de convertirse en custodios de los mismos, máxime si se tiene en cuenta lo que supone la toma de una ciudad por un Ejército combatiente». En términos jurídicos sustituyó el argumento de la demanda por el de huida y abandono, ya que con el fin de la guerra el 1 de abril de 1939 había desaparecido también la fuerza mayor alegada por la defensa. Frente a la sentencia del Tribunal Supremo apeló a la ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939, «hecha precisamente para este problema de los huidos».
Una tercera parte implicada en la demanda complicó mucho los intereses del relojero. Las hermanas Villasante, que eran las nuevas arrendatarias del local, ahora convertido en estanco, eran hermanas del párroco Clemente Villasante, asesinado por los rojos. Al ser éste reconocido mártir de la Cruzada, les fue concedida la licencia de expendeduría de tabacos. Declararon que la dueña del local no les había dicho nada de los enseres y no negaron que cuando Lor se presentó en la tienda lo echaron con frases como «que era odioso y que ellos habían matado a su hermano».
Un año después el abogado de Miguel Lor lo convenció para que ampliara su declaración, explicando a qué tenía miedo y por qué no había denunciado antes. Ésta fue la declaración presentada ante el juez:
Había estado en la cárcel dos años y había salido libre sin saber qué causa había motivado mi prisión. Había vuelto a Madrid, y me encontré arruinado, mi familia hambrienta, mis vecinos no me saludaban y algunos no eran cordiales en su manera de mirarme o en las palabras que me dirigían. Temor real sentía y esto no se puede dudar ni ironizar con él.
El juez pidió un informe a la policía y citó a los testigos de las partes, que se limitaron a defender y refutar los argumentos que los abogados les presentaban. Según la información de la policía de 25 de febrero de 1949, no constaban antecedentes negativos de Miguel Lor:
Abandonó Madrid poco antes de ser liberado y su tienda fue saqueada por las fuerzas nacionales como botín de guerra, ya que las referidas fuerzas poseían listas de los individuos contrarios al Régimen Nacional, entre los que se encontraba el señor Lor, quedando en ella nada más que algo en las estanterías, pues todo el género fue tirado a la calle, llevado por dichas fuerzas y por los paisanos. Al cabo de un año abandonado, las dueñas del local referido solicitaron a la Comandancia Militar el hacerse cargo del mismo, así como autorización para utilizarlo de nuevo, realizando un nuevo contrato de alquiler, desconociendo si el local estuvo o no incautado por la Autoridad Militar[301].
Aunque el informe reconoce que las dueñas realizaron un nuevo contrato de alquiler, la sentencia absuelve a los dueños y a los nuevos ocupantes y las costas del juicio quedan a cargo de Lor. El juez consideró como «hecho correlativo su abandono de Madrid y su detención al término de la Cruzada». Por tanto el abandono rompía el contrato por lo que, según el juez, no se podía expresar «temeridad ni mala fe» por las partes demandadas. A pesar de la recomendación del abogado, ya que existían otros precedentes favorables, Lor desistió de recurrir.
3. ¿DÓNDE ESTABA USTED AL ESTALLAR EL GLORIOSO MOVIMIENTO NACIONAL Y QUÉ HIZO PARA APOYARLO?
El juicio anterior resulta muy ilustrativo de algunas de las presiones más comunes a las que se enfrentaron aquellos pocos que intentaron recuperar parte de lo perdido tras la guerra. Pero la mayoría se vio inmersa en una constante acusación sobre su pasado y su posición frente al nuevo orden prácticamente imposible de refutar si además habían pasado por la cárcel. Como ya se ha dicho, los años finales de la década de 1940 fueron decisivos en el cambio en el discurso de la justicia, destinado a crear una sensación de normalidad total de cara a la comunidad internacional. Bajo esta consigna, la depuración ocasionada por la Guerra Civil habría ido desapareciendo por las leyes de perdón dictadas por el Gobierno. El punto final de esta «política de reajuste nacional» llegó con el Fuero de los Españoles en julio de 1945, que reconocía formalmente la igualdad de derecho ante la ley de todos los españoles sin distinción. En él se basó el caso de Lor, por ejemplo, pero los juzgados especiales y las cárceles siguieron funcionando con los plazos y la lógica prevista en 1939, lo que les llevó prácticamente al colapso dadas las diligencias, informaciones y requisitorias que tenían que tramitar para cada expediente.
Al final de la guerra, Teodoro Gómez Serranillos fue condenado a 12 años y 1 día por auxilio a la rebelión, que cumplió primero en Porlier y luego en Carabanchel. Era miembro de la sección de dependientes de la UGT de Madrid desde 1930 y durante la guerra fue destinado a la presidencia de abastos del distrito norte. El Tribunal de Responsabilidades Políticas de Madrid lo condenó a pagar 6000 pesetas. El juzgado inició el procedimiento sancionador. El secretario del Ayuntamiento certificó que no tenía propiedades. No tenía hijos, ni bienes, ni deudas, como aseguraban todos los informes del párroco, Falange y comisaría. No era un expediente técnicamente muy complejo, pero tardaron 20 años en notificarle el levantamiento del embargo y el archivo de su causa. Hasta el 23 de junio de 1960 no recibió notificación alguna de la expiración de su expediente por responsabilidades políticas[302]. Éstas y otras medidas, que podrían englobarse dentro de una línea de represión económica, han sido tratadas hasta el momento de una manera poco exhaustiva. Se han analizado las leyes, los embargos y las incautaciones, pero aún no se conoce el impacto real que la guerra tuvo sobre la estructura de la propiedad y la riqueza de España. También sigue siendo poco conocido el efecto de las medidas civiles a medio y largo plazo. Todavía se consideran penas individuales, cuando tuvieron un carácter preciso que alcanzaba a todos los miembros de la familia. La inhabilitación de cargos, la separación, el embargo, las multas y hasta la pérdida de la nacionalidad en los casos más extremos afectaban a toda la familia. Hermanos, hijos, primos, sobrinos… sufrían una persecución paralela a la de sus familiares presos, como una consecuencia más del carácter ejemplarizante, infamante, atribuido al castigo tras la Guerra Civil.
La incautación de bienes con posterioridad a la entrada de las tropas nacionales, además de las requisas y las listas negras, estaba prevista en la LRP como fruto de la responsabilidad civil que emanaba de toda responsabilidad criminal[303]. En Madrid, donde los republicanos tenían las cabezas políticas más visibles, la Junta de Requisas, que recibía las órdenes del Tribunal Regional presidido por Manuel Jiménez Ruiz, tuvo una incesante actividad. El caso de Luis Recasens, que había sido director general de Administraciones Públicas y subsecretario de Comercio en distintos gobiernos, fue sencillo. Era soltero, vivía con su madre, no tenía hijos y según el informe de la policía «se había ido a México con la Pasionaria». Vivía en un piso de la calle Modesto Lafuente, 5, que fue ocupado por el teniente de artillería Mariano Madrueño a los pocos días de la liberación. Los muebles y enseres del piso debían ser entregados en compensación a la viuda de un guardia civil, pero cuando ésta llegó con la policía para hacerse cargo de ellos, la portera señaló que se los habían repartido entre algunos vecinos[304].
El 20 de septiembre de 1939 se abrió el expediente número 65 contra Juan Negrín. Para evitar una interminable lectura de cargos, se le acusó de «sojuzgar a la España insumisa». Tenía dos hijos y no se le conocían bienes a su nombre. Fue sancionado con 100 millones de pesetas para asegurar que la totalidad de sus propiedades fueran confiscadas, a 15 años de extrañamiento y la propuesta al Gobierno de que le retirara la nacionalidad española[305]. Pero la Junta de Requisa había actuado antes. El 25 de abril había ordenado que fueran dos agentes a su domicilio en la calle Serrano, 85, para hacer inventario y que sellaran la casa. El embargo de bienes se produjo un año después. Los muebles fueron para una «sierva de Dios» y el dinero y las propiedades se los quedó el Estado. La familia de otro miembro del Gobierno republicano en el exilio, Domingo Barnés Salinas, tuvo más suerte con sus propiedades. El 24 de julio de 1939, la Junta de Requisa se personó en su casa de la calle San Bernardo, 113. El teniente de aviación Luis Arizmendi, que estaba casado con la única hija de Barnés, quedó como depositario de los muebles de la casa. A la muerte de sus padres, su marido, que además era arquitecto jefe de la Diputación de Guipúzcoa, presentó una reclamación al Tribunal de Responsabilidades Políticas, que consideró aplicable la excepcionalidad y reconocibles los derechos como heredera universal hacia la hija de Barnés[306].
El mayor castigo económico por la aplicación de la responsabilidad civil estuvo dirigido contra los sectores pudientes de la causa republicana. Pero, excluyendo a la minoritaria élite política, la exigencia de responsabilidad civil tuvo un importante impacto en la desarticulación de ese sector de las clases medias urbanas que podía considerarse de izquierdas. Y uno de los sectores profesionales que cargaron con la mayor acusación de responsabilidad colectiva fue el de los docentes. Todo el sistema de enseñanza, desde las escuelas primarias de niños y niñas, a la universitaria, pasando por las escuelas laborales o profesionales, fue concienzudamente depurado a instancias del nuevo Ministerio de Educación Nacional. El 8 de noviembre de 1936 la enseñanza fue considerada oficialmente uno de los «principales factores de la trágica situación a que fue llevada nuestra Patria». Desde este momento los profesores pasaron a engrosar la nómina de los «apóstoles de falsas doctrinas». Un mes más tarde se hicieron públicas las que serían las tres posibles propuestas de resolución de los expedientes de depuración: la libre absolución para aquéllos sin cargos «de haber cooperado directa o indirectamente a la formación del ambiente revolucionario»; el traslado para los que «siendo profesional y moralmente intachables, hayan simpatizado con los titulados nacionalistas, pero sin participación activa» y la separación definitiva para los considerados izquierdistas, militantes del Frente Popular o masones —especialmente después de octubre de 1934— y de todos aquéllos que «hayan simpatizado con ellas y orientado su enseñanza o actuación profesional en el mismo sentido disolvente que las informa».
Así quedó configurada la columna vertebral del procedimiento sancionador de la enseñanza. Toda colaboración con el periodo republicano, en especial la de aquéllos que hubiesen desempeñado cargos y hubieran obtenido ascensos pero también la que pudiera ser considerada «pasiva» hacia el Movimiento, pasaba a ser severamente juzgada. Las penas más usuales serían las de expulsión definitiva, traslado o prohibición de desempeñar cargos directivos y de confianza. Pero también —y esto fue trascendental para poner fin a las futuras carreras de los depurados— la incapacitación para acceder a becas, funciones de estudio o a cargos anejos a la enseñanza en un plazo de cuatro años[307]. Los motivos alegados en estos primeros tiempos de la depuración son fundamentales para entender el proceso en su conjunto, ya que a los docentes no sólo se les expulsa por su desafección al Movimiento, sino por su actuación política «antinacional» y «antiespañola» antes del mismo. Toda causa de expulsión era justificada porque suponía un peligro para la tarea de educar a la nueva juventud española, lo que ampliaba enormemente el marco temporal en el que ser juzgado y convertía en infinitas las posibilidades para sustentar una expulsión. Junto al hecho de juzgar conductas muy anteriores, retroactividad común en todos los procesos especiales, una de las peculiaridades de los procesos de depuración profesional era el tiempo de condena, el cual se estiraba de forma considerable. «La expulsión definitiva» es una pena que no está sujeta a revisión, ya que se trataba de «la formación de los nuevos jóvenes» y toda precaución era poca. Por eso podía prescindirse de toda cautela si en el juzgado depurador no existía duda alguna, pero también cabía, dado el peso de las declaraciones y avales personales, mostrar una interpretación positiva de un sector profesional determinado[308].
El miedo y la angustia de los sujetos a depuración (muchos de ellos vivieron años con causas y procesos abiertos por un tribunal militar, de responsabilidades políticas, de primera instancia, de incautación de bienes, además del tribunal del Ministerio de Educación y de sus respectivos colegios profesionales) fueron sin duda otra experiencia común en el exilio interior. Algunos eludieron la cárcel, pero muy pocos salieron ilesos de la limpieza ideológica aplicada a sus tareas y medios de vida. La inmensa mayoría hubo de pasar por expedientes de carácter secreto, muchos de ellos prolongados durante años, pendientes de ejecución o de la disposición ministerial para resolver cada caso.
El cuestionario al que se adjuntaba la solicitud de readmisión consistía en un interrogatorio estandarizado, con los siguientes requerimientos:
En contraste con las órdenes de separación fulminante de los primeros momentos y la rapidez en completar la instrucción del proceso, otra de las particularidades de la depuración de la enseñanza fue la falta de criterio uniforme para ejecutar las sanciones dispuestas. La aparente gravedad de determinados cargos se viene abajo ante ciertas circunstancias políticas y personales; otras alegaciones no sólo no son tenidas en cuenta, sino que son advertidas por el juez instructor como causantes de nuevos delitos. La dilación en la ejecución de las propuestas de sanción y la no resolución de los expedientes por vía ministerial, la última instancia que ratifica o dispone un cambio de sanción, hacen interminable el proceso y suponen, prácticamente en todos los casos de separación, el fin de las carreras profesionales de los sancionados. El 5 de marzo de 1946 el Juzgado Especial de Revisiones propuso concluir el expediente de depuración de Pedro Antonio Trobo, iniciado unos meses más tarde que el resto de los de Medicina, en julio de 1939, ya que entonces se encontraba preso en la prisión de Porlier. Queda desde entonces sin imposición de sanción pero con pérdida de los sueldos no percibidos. Seis años después, el 1 de diciembre de 1952, el juez que revisa su caso escribe al ministro «por si tiene a bien resolver el expediente de D. Pedro Antonio Trobo que lleva separado del servicio universitario más de 13 años, sin que haya hasta ahora recaído sobre aquél resolución definitiva». Adjuntó además un escrito del propio Trobo en el que describe la situación que padece:
Graves e irreparables perjuicios tanto de índole moral como material: de orden moral porque, apartado de mi cátedra, han sido inevitables los comentarios de mis compañeros y alumnos con merma de mi buen nombre y prestigio, y de orden material porque, siendo el sueldo y percepciones anejas mi principal fuente de ingresos su falta está ocasionando grave quebranto a mi modesta economía[309].
Los huidos perdieron para siempre cualquier posibilidad de revisión de sus expulsiones. Ya se ha visto en el caso de Lor que era muy difícil que un juez admitiera el criterio de fuerza mayor para explicar las circunstancias personales durante la guerra. En la enseñanza se llegó a utilizar una orden del siglo XIX para expulsar a los que no se presentaban y, llegado el caso, se rellenaron las declaraciones por ellos. El caso del director de la Escuela Nacional Graduada de Santa Isabel, en Toledo, puede servir de ejemplo de lo que sucederá más adelante con los maestros declarados huidos y en paradero desconocido. Aunque el párroco de la iglesia de Santo Domingo declaró que «no conocía a ese señor», fue declarado ateo por el sargento de la Guardia Civil Emiliano Monleón, que a comienzos de abril de 1937 estaba destinado en el Servicio de Investigación. Ésta es la ficha que el sargento rellenó por el acusado.
Gobierno del Estado
Comisión D. Decreto n.º 66
Edad: 58
Estado: Casado
Naturaleza: Alamillo
Provincia: Ciudad Real
Número hijos: 5
Ídem legítimos: 5
Bautizados: 5
Religión: Ateo
¿Asistía a misa?: No
Ídem su familia su esposa: Sí
Tiempo de residencia: 11 años
Ocupaciones fuera de la Escuela: Ninguna
¿Hacía ostentación y propaganda de ideas izquierdistas?: Sí
¿Asistía a reuniones?: Sí
¿De qué clase o índole eran?: Izquierdistas
Horas que dedicaba a la escuela diariamente: 5
Inculcaba ideas perturbadoras: Sí
Conducta en las clases de adultos: Regular
¿Se ha cantado la Internacional en su Escuela?: No
¿Saludaba con el puño en alto?: No
Juicio que merecía su labor en la escuela: Regular
¿Estuvo afiliado a algún partido?: Unión Republicana
¿Desde qué fecha?: Desde su fundación
¿Se dio de baja?: No
Cotizaba:———
¿Era rotario?: No
¿Masón?: No
¿De otra sociedad?: Magisterio Nacional
¿Ha sufrido alguna detención?: No
¿Ha sido suspendido de empleo y sueldo?: Sí
El informe que acabó con la vida profesional de Antonio Bravo Arcayos lo firmó su compañero de profesión, Salvador López Martín, el 5 de abril de 1937. Tenía una estructura muy similar al del Servicio de Información de Falange, distribuido en tres apartados. En primer lugar destacaba su condición política:
Era un militante, en un principio, solapado, y más tarde francamente manifiesto del perverso «Frente Popular». Ostentaba, retador y altanero, el carnet de semejante entidad política: carnet que le facilitó, según él manifestaba, el acceso a las primeras dependencias del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes en los días de más atroz persecución marxista en Toledo y en la que él se hallaba en Madrid. Se dirigió a Madrid después del día 22 de septiembre último y sin duda alguna aterrorizado porque se acercaba a nuestra población nuestro bendito y salvador Ejército Español.
En segundo lugar hablaba de sus creencias religiosas:
Era prácticamente ateo. En una dependencia que existe en la Escuela Graduada que él dirigió se hallaba una magnífica estampa del «Cristo de Velázquez» que yo rebusqué al reanudar nuestras clases en Octubre pasado y no encontré. Asimismo, entre él y Liberto Menga destruyeron unos 29 libros, entre otros, por tratar de asuntos impregnados de santo catolicismo. Le oí con su satisfacción habitual y aviesa ponderar cómo un día en unión del Sr. Fuster, y en el salón escolar forzaron a levantar el puño a los niños que allí se hallaban.
Después de denunciar a otros maestros, terminaba facilitando el dictamen a la Comisión.
Le creo fatalmente nefasto para la sagrada misión que se nos está encomendada. Por Dios Nuestro Señor y por Nuestra España Católica manifiesto cuanto procede, sin animosidad alguna y rindiendo culto a la verdad y a la justicia que a nuestra Patria hacen falta para su purificación.
¡Viva Cristo Rey y la Católica España[310]!
4. COMO TODA SU FAMILIA
Las dificultades que tuvieron que sortear las personas que sufrieron las primeras represalias tras la guerra parecían no terminar nunca. Ya se había anunciado que el periodo de vuelta a la patria para aquéllos que la habían ofendido debía ser necesariamente largo, y lo fue, sobre todo para los que habían pasado por la cárcel. Ésta los había marcado de forma indeleble y los había colocado en una situación muy fácil de aprovechar para quienes aún los consideraban enemigos. Si solicitaban una revisión de su caso o aspiraban a algún beneficio social tenían que pasar por otra investigación y ésta podía aportar nuevos aspectos delictivos que no se hubieran tenido en cuenta anteriormente. Un proceso de persecución al que se refirió Lor sin nombrarlo y que difuminó la estructura de los distintos sectores profesionales anterior a la guerra. Del siguiente modo describía la situación de su oficina Juan Rodríguez a Amaro del Rosal en 1948:
Amaya ha vuelto a ingresar en el Banco Hispano. El amigo Joaquín se busca la vida llevando 2 o 3 contabilidades y me parece que le va mejor que en la banca. El amigo Casamayor se encuentra de apoderado en el Banco Popular pues después de salir de la cárcel visitó al Director de dicho banco y lo colocó y más tarde le dio poderes. Sancho tiene una buena colocación pero huye al hablar con él y se le ve a menudo en la Iglesia y con su señora[311].
Una de las características que hicieron particularmente dura la represión franquista fue su enorme capacidad para alcanzar a familiares o a personas relacionadas con un encausado principal. El impacto de esta política no se limitó a una pena impuesta al cabeza de familia con mayor o menor repercusión económica según los casos. La ambigüedad de los criterios de sanción, multiplicados por la voracidad de los intermediarios locales y la inercia de los aparatos oficiales, permitieron que las responsabilidades se extendieran a otros miembros de la familia y a parientes lejanos. La maquinaria burocrática de los distintos tribunales, y en especial del Servicio de Recuperación de Documentos para el Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo, con sede en Salamanca, desempeñó un papel esencial en esta ordenación conjunta de los «malos antecedentes familiares». Una coletilla que se aplicaba por igual a delincuentes políticos, ladrones, prostitutas y enajenados mentales, incluso a los que la DGS consideraba «de buena conducta moral», para referirse a algún católico reconocido pero con alguna mancha en el historial familiar. En cualquier caso, a estas alturas la mala conducta política anulaba la más intachable de las vidas privadas. La Ley para la Represión de la Masonería y el Comunismo mantendría siempre abierta la vía de los procedimientos especiales y serviría de argumento para los sectores que seguían pidiendo mano dura. De ser un instrumento lanzado en 1940 y particularmente incisivo —utilizaba recursos de la jurisdicción militar y de la ordinaria con una amplísima escala de penas—, evolucionó de forma paralela a los cambios en la política de seguridad del Estado: pasó de perseguir enemigos ocultos en sus casas tras el fin de la contienda a aquellos «libres» de responsabilidad civil o bien a aquéllos cuya puesta en libertad seguía siendo considerada prematura. Tras sucesivas reformas para intentar convertirla en un instrumento más útil, finalmente fue sustituido en la década de 1960 por el Tribunal de Orden Público[312].
De este modo, aquéllos que habían pasado prácticamente por todos los juzgados y causas distintas podían verse envueltos en un nuevo procesamiento muchos años después. Tal fue el caso de los hijos de Antonio, él ya mencionado director de la Escuela Graduada de Toledo, encausados en 1942 y en 1951. Pasaron la guerra en Madrid y fueron condenados a penas de 12 años, más tarde conmutadas a seis, por lo que en 1943 ambos estaban en libertad condicional. A pesar de que su responsabilidad criminal había quedado diluida parcialmente, el grado de responsabilidad civil determinó finalmente sus destinos. El Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo intervino cuando los hermanos obtuvieron beneficios como la libertad condicional o solicitaron que se revisaran sus depuraciones. Éste, como muchos otros casos, se solapaba con una inmensa investigación sobre la actuación de las logias masónicas en España que nunca se daba por cerrada y que producía resultados asombrosos a partir de la información recabada sobre un mismo nombre[313].
Al estallar la guerra Antonio tenía treinta y dos años, estaba soltero, vivía solo y era empleado del Banco Español de Crédito en la Bolsa de Madrid. Su consejo de guerra, celebrado el 26 de febrero de 1942, consideró «que antes del Movimiento ya pertenecía a la UGT sección banca, y que durante la guerra se afilió al Partido Comunista y a las JSU. No tenía antecedentes e ingresó voluntario en el Ejército Rojo en 1937, siendo destinado al cuerpo de Tren donde fue Delegado Político de Compañía, prestando en diferentes frentes servicios burocráticos sin que constase interviniera en ningún hecho de armas[314]». Los 12 años por auxilio a la rebelión se quedaron en seis, por estimar el caso de responsabilidad menor y apto para la conmutación de penas. Con los días que llevaba redimidos ya cumplía las tres cuartas partes de la condena y al año siguiente ya podría acogerse al indulto parcial. Y todo parecía indicar que así sería cuando el 20 de abril de 1942 se envió su testimonio al presidente de la Audiencia de Madrid para que recabara informes acerca de sus propiedades y cuentas. Ese mismo día el general Saliquet, presidente del Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo, ordenaba iniciar diligencias contra Antonio Bravo. La asesoría jurídica de la Inspección de Prisioneros de Guerra había informado que pertenecía al Partido Comunista, que era un gran propagandista y un agitador muy peligroso para la Causa Nacional, «tanto él como toda su familia[315]».
No se trataba de una información nueva remitida por la DGS o alguna autoridad en concreto, sino de una declaración que el jefe del batallón de trabajadores número 125 de Manresa había recabado en los interrogatorios a los oficiales prisioneros de guerra, fechada el 20 de octubre de 1939 y rescatada con la intención de evitar que Antonio saliera de la cárcel. Las pruebas presentadas para procesarlo fueron esta declaración firmada por un prisionero de guerra en un campo de concentración tres años atrás y una nota del juez especial para la Represión del Comunismo de Porlier, que lo consideraba «inductor» de ideas en prisión. El motivo alegado fue que no había presentado la declaración de retractación y que por tanto seguía haciendo gala de su ideología. El Juzgado de Instrucción número 3 del TRMC, dirigido por el juez Tomás Marco Garmendía, pidió informes a la Delegación de Estado para la Recuperación de Documentos para que certificara los antecedentes masónicos y a la DGS para los de la conducta política y moral. Igualmente, a comienzos de junio ordenó a estos últimos que lo detuvieran y lo condujeran a prisión[316].
La libertad condicional había durado poco; en apenas dos meses Antonio volvía a Porlier, donde el director Isidro Castrillón lo había puesto esta vez aislado, con los masones. Hay que recordar que los masones eran considerados sujetos irredimibles y que desde comienzos de 1940 una orden de la Dirección de Prisiones permitía tomar medidas especiales contra los acusados de serlo, sin esperar a que fuera probada su responsabilidad. Desde Salamanca se confirmó por dos veces, el 25 de mayo por escrito y el 27 de mayo por telegrama, que Antonio no tenía antecedentes masónicos, pero no salió de prisión hasta el 28 de julio, a pesar de la certificación de la DGS de que «en la actualidad guardaba buena conducta pública y privada». Los informes de Falange y Guardia Civil eran muy negativos pero ninguno demostraba nada más allá de su mala conducta anterior. El juez instructor propuso el sobreseimiento al reconocer que la actuación de Antonio no podía ser considerada de «inductor, dirigente o activo colaborador». No podía presentar otra cosa a Saliquet, ya que por el resto de cargos (que era socialista, que había ido voluntario con los rojos y que había trabajado en la organización de campaña como sargento) había sido condenado anteriormente por el consejo de guerra[317].
No sería la última vez que este tribunal se cruzaría en la vida de Antonio. Casi ocho años después, el 2 de febrero de 1951, iniciaba las mismas actuaciones contra su hermano Arsenio. En esta ocasión estaba presidido por el general Cánovas y tan sólo se mantenía uno de los vocales del tribunal anterior, González Oliveros. La instrucción recayó en el juzgado número 2, dirigido por el juez Pereda, que volvió a centrar sus alegaciones en el pasado del acusado, un joven de veintitrés años que había abandonado Toledo al dar un giro inesperado la guerra, que tuvo que abandonar su trabajo —en el que sólo había estado un día— y viajar hasta Madrid, donde finalmente pudo contactar con su hermano. El 1 de enero de 1937 Arsenio fue reclutado y destinado al frente de la sierra de Madrid. Ya no abandonó la capital hasta su caída. Fue hecho prisionero en Las Rozas y de allí pasó a la cárcel habilitada de Santa Engracia. El 17 de julio de 1940 fue condenado a 12 años y 1 día por auxilio a la rebelión. El consejo de guerra propuso igualmente reducir la condena a seis años, y por ello quedó en situación de libertad condicional a comienzos del año siguiente. La cárcel de Vitoria, a donde fue trasladado, tardó un poco más en iniciar los trámites, pero el 27 de noviembre de 1942 la Junta de Disciplina acordaba proponer su salida de prisión, según el expediente que sigue:
El Patronato Central confirmó que Arsenio no tenía antecedente desfavorable alguno y ese mismo día requirió su conformidad por telegrama a la Guardia Civil y a Falange. La primera respondió que podía fijar su residencia en Madrid, pero «en barriada distinta a la que tenía», mientras que Falange no puso inconveniente alguno[318].
A comienzos de 1943 Arsenio pudo salir a la calle, a un Madrid muy distinto a aquél en el que había vivido la guerra. Al igual que su hermano y su padre, habían concluido sus casos de responsabilidad criminal por su actuación en la guerra en contra del Ejército Nacional, pero otra cosa bien distinta fueron sus responsabilidades civiles y laborales. Mientras estaba en la cárcel había recibido, escrita a mano en un pequeño trozo de papel, su propuesta de separación definitiva de la enseñanza[319]. Tanto el alcalde como el comandante de la Guarda Civil y el párroco alegaron lo mismo: «Ignoramos lo referente a este señor por no ser nada más que horas lo que estuvo en esta villa, sabiendo que marchó voluntario a las filas rojas». Pero la Comisión no se basó en estas declaraciones sino en el informe de la Comisaría de Investigación y Vigilancia de Toledo, de 28 de enero de 1940.
Tengo el honor de manifestarle que de los antecedentes que obran en el Archivo de esta Dependencia y de los facilitados por funcionarios afectos a la misma, resulta que el citado Maestro durante su estancia en ésta, era uno de los dirigentes de la FUE y bastante izquierdista. Siendo estudiante de la Normal en esta capital, era de los más destacados en cuantas huelgas se formaban, en las cuales intervino por su carácter izquierdista. Bastante antes de entrar el Ejército Nacional en Toledo marchó con su familia, ignorándose por tal motivo su actuación en zona roja.
El papelito en el que se había escrito a mano la resolución que había que adoptar lo dejaba todo claro: Arsenio no fue juzgado por su conducta perniciosa en la escuela, puesto que sólo había estado un día, sino por su actividad política anterior en su periodo de estudiante universitario y sobre todo por la figura de su padre[320]. Con el paso del tiempo, y al igual que Miguel Lor y tantos otros, creyó que algunos signos de cambio facilitarían la revisión de su causa a finales de la década. Pero su intento de reingresar en el cuerpo docente iniciado en 1949 originó una nueva investigación que condujo a la intervención del Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo en febrero de 1951. El Ministerio de Educación se había servido para denegar su reingreso de una solicitud que había hecho al comisario de guerra, remitida por Servicios Documentales. En ella se hacía, según certificaba el jefe de sección, una petición al comisario de su Brigada para que realizara una información sobre el paradero de su familia «en zona rebelde». A través de este documento se especificaban todos sus datos de filiación política: Federación de Estudiantes y Trabajadores de la Enseñanza, Partido Socialista y Juventudes Socialistas Unificadas desde su creación. En cuanto a su actuación en la guerra, el informe señalaba que fue ascendido a capitán por «conocimientos especiales» y destinado desde el comienzo a la zona del Guadarrama[321].
Este documento —que no había sido aportado años atrás en su consejo de guerra— no sólo sirvió para alejar a Arsenio de la enseñanza de por vida. También sirvió para que el Tribunal de la Masonería ordenara diligencias sobre su actuación en libertad condicional. El instructor consideró que su currículo político anterior a la guerra ya no bastaba para procesarlo de nuevo, por lo que decidió centrarse en la expresión de los mencionados «conocimientos especiales». Según el razonamiento del juez, esos conocimientos en manos de un maestro derivaban inequívocamente en la clandestinidad, por lo que resultaba enormemente peligroso que estuviera en libertad. Pero no consiguió más pruebas incriminatorias. Finalmente, el 14 de abril de 1951, la causa contra Arsenio fue sobreseída por el Tribunal que, en contra de lo propuesto por el juez instructor Pereda, consideró que no podía probarse su participación o implicación directa en grado de «inductor», por lo que ordenaba el sobreseimiento de la causa[322].
Dos hermanas que también eran maestras sufrieron igualmente la dureza de las sanciones civiles, a pesar de no participar en la guerra ni pertenecer a partido político o sindicato alguno. La mayor, Ana, fue expulsada y dada de baja de forma permanente. Unos días antes de que acabara la guerra consiguió salir de España hacia Inglaterra, donde pasaría el resto de su vida. María Dolores fue relevada del servicio y dada de baja. Su expediente no fue admitido a revisión hasta el 24 de marzo de 1952, cuando reingresó como profesora de francés[323]. Antonio fue readmitido en el Banco Español de Crédito pero con la categoría de escribiente. Arsenio nunca pudo volver a trabajar en la enseñanza. En 1972, próxima ya su jubilación, solicitó de nuevo su reingreso, que una vez más le fue denegado. Esta vez la petición no generó una nueva investigación sino que la Administración se limitó a presentar el formulario tipo utilizado para las clases pasivas con un No procede.