Cárceles de mujeres
1. EL DILEMA INSTITUCIONAL
La peste deshonesta, que ha venido creciendo en proporciones pavorosas desde hace cincuenta años en España, que se agravó de modo gravísimo con la dominación de los rojos y que todavía
continúa como una triste secuela de nuestra guerra pasada
y de las dificultades presentes, va a ser atajada, cuando
menos en su parte más escandalosa y dañina, mediante la
colaboración establecida a estos efectos entres las
Direcciones Generales de Seguridad y Prisiones.
Memoria del Patronato de Redención de Penas, 1942, p. 160
El 29 de marzo de 1940 la prisión provincial de mujeres de Lérida amaneció con unas letras en la pared del patio principal que decían: «¡Muera Franco y Viva Azaña!». Esa misma semana habían empezado unas obras de ampliación de la prisión, que como tantas otras se encontraba totalmente sobresaturada. Por la tarde, sobre el yeso de la pared, dejaron las presas este mensaje que, según reconoció la investigación, pudo ser realizado con las uñas o «con cualquier material cortante del que acostumbran a introducir». Las sospechas recayeron desde un principio sobre dos reclusas consideradas particularmente extremistas, pero ninguna de ellas se confesó autora de los hechos. Las funcionarias decidieron interrogar una por una y por separado a todas las presas. Esto tampoco tuvo éxito, pues siguieron sin dar nombre alguno. La Junta de Disciplina de la prisión se reunió y decidió emprender dos medidas para averiguar quién había realizado aquel letrero, que no sólo era una ofensa contra el Caudillo sino un desafío directo a la autoridad del centro. La primera, a modo de castigo ejemplar, fue la prohibición de la entrada de comida de los familiares durante un mes. La segunda consistió en obligar a las presas a que escribieran sus nombres en un papel junto a la palabra Franco.
Pasadas dos semanas la maestra, la monja, el jefe de sección, el médico y el director de Lérida volvieron a reunirse. La situación era muy grave. Los informes de la policía sobre la escritura no revelaban nada concluyente y las reclusas seguían sin decir quién había sido la culpable. Se les había requerido incluso en la confesión, pero seguían sin «querer soltar prenda». La cuestión era que había que levantar el castigo porque, de seguir prohibiendo la entrada de comida de los familiares, las presas corrían grave peligro de desnutrición y de caer enfermas. La sesión terminó con el acuerdo de pedir instrucciones de Madrid «en espera de levantar el castigo esta semana porque dicen no poder casi vivir con la comida dada en dicha prisión». Pero la contestación no llegaba y aumentaba el riesgo de que alguna muriera de hambre, como ya había ocurrido a comienzos de enero cuando no había forma de hacer llegar el cupo del racionamiento. La víspera del Viernes Santo, las Damas Catequistas de la ciudad se personaron en la prisión y solicitaron que se levantara el castigo para que las culpables pudieran arrepentirse. Al día siguiente los familiares se agolpaban en las puertas de la prisión con paquetes de comida. El director de prisiones, Máximo Cuervo, se interesó sobre el motivo de haber levantado el castigo ya que aún no conocían el nombre del culpable y un «caso así no debe quedar sin sanción». La prisión contestó que habían accedido a petición de las Hermanitas de la Caridad y de la maestra, que no podían seguir viendo aquel sufrimiento. Cuervo exigió por escrito la renuncia de las monjas y de la maestra de que no volverían a oponerse a un castigo disciplinario ya que, por su acción, esa grave mancha que sólo habría realizado una individua o dos, constaría ahora en el expediente de todas las presas[237].
El hacinamiento, el hambre, el contrabando, los castigos, la propaganda… Todo en las prisiones de mujeres era igual que en las de los hombres. Pero aunque ambos formaban parte del mismo sistema penitenciario y judicial, a las mujeres siempre se las consideró fuera de él. Desde finales de la guerra los sucesivos encargados de Justicia habían insistido con vehemencia que en España no había presas políticas, sólo ladronas, infanticidas y prostitutas. Ésta fue la consecuencia más palpable de la llegada de los sectores más conservadores a la cúpula judicial y del diseño de la política penal de posguerra, que explicaron la existencia de presas políticas con los mismos parámetros con los que se había explicado el aumento de la delincuencia femenina desde finales del siglo XIX .La naturaleza de la mujer, irrefrenable en tiempos de desorden, había propiciado el incremento de su participación en el mundo del crimen, que en tiempos de la revolución había alcanzado su máxima expresión de libertinaje y delitos de sangre, pero que ya en la paz se había reconducido hacia el engaño y los delitos contra la propiedad. Ésta fue la versión dominante en el discurso legal sobre la mujer delincuente durante toda la década de 1940. Enlazaba con el problema de las presas políticas y con el de la inmediata posguerra, donde gracias sobre todo a la entrada masiva de presas comunes, los índices de mujeres reclusas llegaron a superar los promedios tradicionales y a suponer cerca del 10% del total de población penitenciaria en España. Las detenidas políticas y las prostitutas seguían quedando fuera de la estadística, pero los delitos femeninos que más aumentaron proporcionalmente en los años posteriores a la guerra fueron los hurtos, los robos y las estafas. De este modo los delitos comunes fueron desplazando a los políticos y así entraron en prisión muchas mujeres culpables de faltas menores, casi todas relacionadas con ataques contra la propiedad[238].
El aspecto que más propició la recuperación de la versión íntegra de la naturaleza pecaminosa de la mujer fue el hecho de que entre 1940 y 1942 se duplicaran los casos de enfermedades venéreas en toda España. Los gobernadores civiles pusieron énfasis en calificar este aumento de la prostitución de problema de salud pública que agravaba el incremento de la mortalidad. Para sus detractores más fervientes, la prostitución afectaba incluso al descenso de la natalidad, pero sobre todo equivalía al aumento de la criminalidad, porque el vicio de la lujuria no tenía límites. Desde estos sectores comenzó a reclamarse seriamente una «cruzada moral» contra el tráfico escandaloso que se estaba produciendo con las jóvenes españolas. Se proponían medidas que pasaban por terminar con la permisividad con las llamadas «quincenarias», al tiempo que se empezó a arrestar a las prostitutas y a acusarlas de un delito penal por el que pasarían de dos a tres años en la cárcel. La mayoría eran mujeres como Emiliana La Miradas ,fichada por ejercer la prostitución en la vía pública a altas horas de la madrugada. Según el miembro de la Policía Armada que la detuvo, tenía veinte años y era huérfana de padre y madre, ambos fusilados por su militancia marxista. Dos de sus hermanas estaban en un colegio en Logroño y otra en la Casa de Maternidad de Madrid. Ella había estado un mes en la capital sirviendo pero después se entregó a la prostitución, según sus propias palabras, porque «no tenía otro medio de vida[239]».
El plan de limpieza del Gobierno pasaba por una operación conjunta de la policía y de prisiones. En agosto de 1941 se tomaron las primeras medidas «para recoger a esa escoria de la sociedad» que inundaba desde las primeras horas de la tarde las principales calles de las ciudades para escándalo y agravio de los viandantes. En Madrid fueron detenidas unas 500 mujeres, que fueron conducidas a la prisión de Calzada de Oropesa, en Toledo. Pero la operación no sólo afectó a las grandes ciudades. En Soria, por ejemplo, se cerraron dos casas de citas, «que también eran un foco de infección por la bajísima condición de las meretrices y su gran falta de higiene[240]». Otras medidas de presión tuvieron una repercusión más duradera, al promover la inserción de las mujeres que delinquían en el modelo de redención de penas. En poco tiempo la absorción fue total, dada la enorme ramificación del Patronato. En el caso de las detenidas en Soria, el gobernador civil aportaba los fondos necesarios para enviar a las jóvenes a una casa de ejercicios espirituales en Tudela, mientras que la DGS acogía en sus dependencias a las más mayores, ya que «por su escandalosa conducta constituían un grave ejemplo». La fe política del éxito de la Obra de Mujeres Caídas se apoyaba una vez más en el dogma de la redención de los pecados, pero la naturaleza pecaminosa del delito femenino derivó en una consideración del tratamiento de las presas desde una perspectiva estrictamente religiosa, esto es, de mucho mayor calado que en la obra de pacificación espiritual entre los presos varones.
Mientras a los presos se les hablaba del bien común, razón por la cual merecían la condena que se les había impuesto en defensa de la sociedad, en el caso de la mujer seguía vivo el ideal correccionalista, que insistía en un alejamiento de la sociedad como condición necesaria para iniciar la regeneración. La necesidad de apagar el fuego interno que pervertía a la mujer degenerada impedía el premio de la redención para ésta. Y si en el preso era el trabajo el que distinguía la buena conducta, en la presa debía ser la confesión. Éstas constituyeron las dos señales que distinguían a presas y presos en la primera década de franquismo. Pero lo que realmente estaba en juego era la resolución de un conflicto sobre la naturaleza jurídica de la mujer, prolongado durante más de medio siglo y que terminaría afirmando la tendencia innata de la mujer a perderse y su minoría de edad legal. Desde finales del siglo XIX la criminología había puesto en duda la vieja noción de la mujer delincuente como «una caída», tal y como sostenía la Iglesia. Una joven buena arrastrada y engañada por el vicio podía muy bien ser una degenerada o una criminal nata, pero también había científicos que la consideraban una imbécil mental, una eterna menor de edad que quedaba exenta de cualquier responsabilidad.
En la España de la década de 1940 esta versión de la mujer delincuente fue tamizada por la de la redención cristiana de la pecadora, volviendo de lleno a la época «del aumento de la vigilancia y de la intervención institucionalizada dentro de la vida de las mujeres[241]». El marco de recepción en España de estas corrientes se prolongó hasta al menos el primer tercio del siglo XX, época en la que se construye una verdadera red, más correccional que penal, basada en el ideal femenino de mujer cuidadora, honrada, madre, esposa y hermana, tejida para impedir la «caída de la condición moral y espiritual de la mujer». Se suponía que la situación que llevaba a la mujer al delito o la perdición procedía de un descenso en su condición. Esa particularidad, traducida en la diferenciación en el tratamiento jurídico, había incrementado el carácter benéfico de la atención y el tratamiento a la «mujer perdida» en instituciones religiosas, que propugnaban su alejamiento absoluto de la sociedad. El modelo más claro era el de prisión conventual. Desde entonces, la relación fundamental que designaba este ámbito asegurado por la ambigüedad de la legislación fue la prostitución. Todo ello fue reproducido por el franquismo y sus sectores científicos, que en ningún momento se salieron de los dictados de la Iglesia. La Casa de Maternidad, por ejemplo, volvió a ser una institución concebida también como correccional especial de mujeres. Al igual que en ella, para limitar en cada caso el desarreglo moral que producían las madres solteras, el contagio venéreo o el infanticidio, se prevenía la ocupación, el trabajo y «las tareas propias de su sexo». Mientras tanto, la mezcla de situaciones, de traslados entre el hospicio municipal, el hospital y la cárcel, fue sufrida por multitud de mujeres que en la mayoría de los casos encontraban la atención médica o la pediátrica bajo una u otra forma de reclusión. El modelo basado en las sociedades de protección de las damas de la alta sociedad y en la reclusión conventual importado de Francia por las Adoratrices culminó en la España de los años cuarenta en la Obra de los Patronatos. Su evolución quedó plasmada en tres de sus sesiones, muestras de otros tantos proyectos que abarcaron toda la década.
La primera tuvo lugar a mediados de 1941, cuando la Obra de Pacificación Espiritual manifestó por primera vez su interés por la tarea moralizadora de la sociedad y de las costumbres. El panorama para atender a la mujer caída quedaría definitivamente así dentro de la labor del Patronato de Redención de Penas, a través de un nuevo marco para atender a la mujer. El Patronato de Protección a la Mujer, reorganizado por el Decreto de 6 de noviembre de 1941, creaba las prisiones especiales para mujeres caídas y tenía asignada como misión propia la dignificación moral de éstas, en especial las jóvenes, para impedir su explotación, apartarlas del vicio y educarlas en los valores cristianos. Favorecidos por la situación internacional, los propagandistas católicos pasaron a ser la mejor correa de transmisión con la doctrina oficial del Vaticano para el tratamiento de las mujeres caídas. En 1944 presidía el Patronato de la Mujer un propagandista, Alberto Martín Artajo, exministro de Exteriores, que fue el encargado de presentar un informe al ministro de Justicia fechado el 31 de marzo, sobre la necesidad de aumentar nuevas prisiones para mujeres y «recogidas». En él se aprecia que la mayoría de las mujeres que se prostituían en España eran menores de veinticinco años. Una vez superada esa edad lo hacían por necesidad o por flaqueza, pero concluía que «todas ellas son muy redimibles». El informe, siguiendo el dictamen del Vaticano, no aconsejaba reconocerlas como sujetos penales plenos ni tampoco prohibirlas, sino tolerarlas para evitar males mayores[242].
Superado el primer apuro internacional, llegó el turno de aplicar una política «menos tolerante» con las mujeres que delinquían. En febrero de 1946 se reunió de nuevo el Patronato de Protección a la Mujer, presidido por el entonces ministro de Justicia Raimundo Fernández-Cuesta y el pleno de la Junta Nacional, formada por el obispo de Madrid-Alcalá, Eijo y Garay; los vicepresidentes José Casado y Máximo Cuervo, el director general de Prisiones, Francisco Aylagas, y el resto de vocales. La presencia de mujeres quedó relegada a las dos vocales femeninas que acompañaban a Carmen de Castro: Elisa Barraquer, encargada de la Sección de Vigilancia Tutelar, y Carmen Úbeda, encargada de establecimientos del Patronato. La reunión tenía como objetivo hacer balance del año 1945. Se informó sobre los problemas más importantes de la institución relativos a la moral pública y a la represión de la trata de blancas. Para ello pidieron al ministro que tomase las medidas oportunas para impedir el acceso a la «mala vida» de las mujeres menores de edad y se mostrara rotundamente a favor de una política contra la prostitución.
Lo cierto es que ni los falangistas ni los propagandistas moderados consiguieron salir de su ambivalencia a la hora de definir el tratamiento que debía darse a las presas. Por un lado, habían recibido con los brazos abiertos el mensaje de la peligrosidad social que hablaba de la degenerada. Por otro, sin embargo, ninguno había podido ir más allá en la readaptación de un mensaje que sectores de la Iglesia consideraban darwinista y por tanto opuesto al creacionismo. Mientras tanto las prisiones de mujeres vivían una realidad muy alejada de estas disquisiciones. A los pocos días de esta reunión, la misma vocal del Patronato, Carmen Úbeda, denunció que un guardia civil que conducía a las presas de San Isidro al juzgado llevó a merendar a una reclusa y luego fue a hacerse unas fotografías con ella[243]. Pueden citarse muchos ejemplos similares únicamente a través de los expedientes abiertos a funcionarios de prisiones. El guardián Ramón Ripio fue relevado de su cargo en la prisión de Colmenar Viejo desde la liberación, acusado de violación y malversación. Abusaba sexualmente de las presas y de las mujeres de los presos, «vanagloriándose ante los reclusos de los favores obtenidos de estas mujeres». También fue apartado del servicio a finales de 1941 el guardia de la prisión de Pamplona, Tomás Ganuza, «por completa nulidad y no ofrecer ninguna garantía moral». Exigía dinero a los reclusos, al cachear a los que salían en libertad condicional se quedaba con el dinero y «a su salida del servicio se dedicaba a perseguir mujeres familiares de reclusos[244]».
La realidad cotidiana se edificó sobre este laberinto ideológico e institucional creado para proteger a la mujer descarriada, condición inherente de las condenadas por delitos políticos y a las que había que intentar corregir, pero corregir educando, protegiendo también a la sociedad, ya que los casos inmorales no podían divulgarse. Por eso es especialmente importante comprender la clasificación legal que recibieron ya que, como mencionaba el Decreto de 6 de noviembre de 1941 de creación del Patronato de Protección de la Mujer, era obligación estricta del gobernante la custodia del orden moral.
2. PERDIDAS, ROJAS E HISTÉRICAS
Cuando algunas de estas mujeres manifiestan una exagerada
pasión por los deleites carnales, suelen ser a la vez criminales
natas y prostitutas natas, mezclándose entonces la lujuria con la crueldad;
y este erotismo, que es precisamente lo que más las
distingue de la mujer normal, las aproxima sin embargo al hombre[245].
Con objeto de garantizar su regeneración en la Nueva España, la redención de penas incorporó algunas medidas técnicas, sobre todo para salvar el escollo de la prohibición del trabajo forzado a mujeres. Por lo demás, la tradición del tratamiento religioso siguió la norma de las prisiones de mujeres que acompañó siempre a la prisión femenina en España. La guerra supuso un factor decisivo en la reinstauración de la visión femenina más tradicional. La identificación de las milicianas o de las rojas en general con las prostitutas por un lado y con las histéricas por otro hizo mucho más por la condena social de las presas que una ciencia verdaderamente degenerativa en la posguerra, porque del mismo modo que ocurrió con la locura y el racismo, los estudios científicos de la década de 1940 chocaron con los límites de la doctrina eclesiástica. Las instituciones tutelares, la mayoría de carácter privado, se adecuaron sin dificultad a esa simbiosis entre el carácter sagrado y pseudocientífico de sus consideraciones. Pero en general no hubo contradicción, tal y como demuestran dos estudios basados en la observación directa de presas. El del psiquiatra Vallejo-Nágera con un grupo de 50 presas políticas de la cárcel de Málaga y el estudio de la Obra de Protección a la Mujer sobre la evolución de las vigiladas.
Vallejo-Nágera dedicó uno de sus estudios biomédicos a presas con la intención de medir el grado en que el ambiente caótico de la época roja había liberado sus tendencias psicopáticas. Para ello utilizó como muestra un grupo de 50 mujeres condenadas por rebelión en la cárcel de Málaga. La principal diferencia frente a su estudio de presos varones radica en que Vallejo-Nágera no se propuso estudiar su constitución y el tipo clínico al que pertenecían, sino que se dedicó exclusivamente a atender a la personalidad de las reclusas. Puede decirse que pesó más su consideración sobre la mujer que su tendencia germanófila. Como ejemplo, este breve párrafo:
Si la mujer es habitualmente de carácter apacible, dulce y bondadoso débese a los frenos que obran sobre ella; pero como el psiquismo femenino tiene muchos puntos de contacto con el infantil y el animal, cuando desaparecen los frenos que contienen socialmente a la mujer y se liberan las inhibiciones fregatrices de las impulsiones instintivas, despiértase en el sexo femenino el instinto de crueldad[246].
La condición de mujer desenfrenada era el fruto de la relación entre sexualidad y delincuencia que alcanza su mayor énfasis en las mujeres republicanas. El franquismo alimentó la imagen de la miliciana como un «monstruo sexual», con la clara intención de identificarlas con prostitutas. Ambas eran «mujeres públicas». Aunque el estudio de Vallejo considera que la moralidad de las presas malagueñas es escasa o casi inexistente, se extraña de la baja incidencia de las perversiones sexuales e incluso de la alta religiosidad que había entre ellas. Sin embargo, para su autor estaba claro que eran unas «inmorales natas», como lo demostraban los datos estadísticos sobre su edad de comienzo de las relaciones sexuales. Más del 20% declaró haber tenido relaciones antes de los dieciséis años, dato completamente anormal para quien había determinado que la aparición del instinto sexual en la mujer era más tardío que en el hombre «debido al papel pasivo de aquélla», por lo que se situaba en torno a los diecisiete años[247].
Con independencia de esta anormalidad sexual, basada en un año de diferencia en la iniciación sexual, el dictamen de Vallejo sobre las presas fue favorable. Puede decirse que fue el único grupo de presos y prisioneros de guerra que estudió al que concedió la condición de reeducables. Para ello fueron trascendentales los datos recogidos a las presas tras una serie de preguntas en las que, además de la edad de iniciación sexual, se incluyeron otras como éstas: «¿Qué opina usted de la España Nacional?», o «¿Cuál ha sido su impresión de la época roja?». Según el psiquiatra militar, ninguna de las encuestadas se pronunció a favor del comunismo (caso que sí era común entre los presos y brigadistas y que le parecía inexplicable), y en cambio las reclusas tenían una opinión casi unánime favorable de la España Nacional[248]. Este tipo de encuestas que no invalidaban los resultados sino que los «glorificaban» fueron muy frecuentes entre este tipo de colectivos como demuestran, año tras año, las memorias oficiales del Patronato de Redención de Penas.
La influencia del correccionalismo católico sobre este tipo de clasificaciones comunes en la época fue más patente en el estudio realizado por el reverendo Demetrio González Aguilar entre mujeres vigiladas que habían estado en prisión. El estudio psicológico pretendía conocer cuáles eran los factores más influyentes en la desviación de mujeres que habían pasado por la cárcel y volvían a cometer delitos. Se realizó a instancias de la Junta Provincial de Protección a la Mujer de Soria que, entre 1942 y 1947, facilitó los expedientes penales, el historial, el examen médico y los informes de conducta de 204 mujeres. De ellas, 164 podían considerarse «normales», esto es, presentaban un nivel mental similar al de las mujeres de su edad. Otras 32 fueron diagnosticadas «subnormales» (con déficit mental congénito, constitucional, caracterizadas por la lentitud y pesadez de los procesos mentales) y 8 «anormales» (débiles mentales ligeras y mentales profundas), sin que se registraran casos de imbecilidad e idiocia. Según este censo la mayoría de las mujeres eran totalmente recuperables. Cabe destacar que, a pesar de los criterios psicológicos de la época, el estudio minimizó la disposición hereditaria en las presas hacia el mundo del delito y destacó en cambio factores como el retraso escolar, la falta de instrucción e incluso, entre las denominadas «difíciles», la influencia de un medio familiar nocivo[249].
Totalmente distinto era el tono usado por la Justicia, la policía y las instituciones penitenciarias. Allí no operaba la clasificación médico-psiquiátrica sino la de la presa común y si su conducta se adecuaba o no. Las clasificaciones y hasta las sentencias revelaban la condición de la presa mucho antes de que pasara por la junta disciplinaria del centro. Los hechos que aparecen probados en las condenas de mujeres reproducen prácticamente los mismos estereotipos que se vienen utilizando desde la guerra: la miliciana extremista, sangrienta perseguidora, cabaretera, torbellino de la pasión, amiga de la mala vida y enemiga de la patria. Todo ello es esencialmente fruto de su alejamiento de su papel como madre, con el que, desafiando al orden natural de las cosas, pretende equipararse al hombre. En ese punto, en la consideración del delito de rebeldía para la mujer recibe la sociedad la mayor parte de los elementos que asimilan a la presa política con las degeneradas sexuales, las rufianas y las prostitutas.
Milagros Sánchez, presa de Ventas, denunció en su consejo de guerra que la patrulla que la detuvo el 18 de abril de 1939 la había obligado a beber anís y aceite de ricino, después la desnudaron, la violaron y golpearon hasta que perdió el sentido[250]. Fue condenada a 12 años por auxilio a la rebelión en una sentencia que destaca su «mala conducta moral y sus ideas izquierdistas, ya que con anterioridad al Glorioso Movimiento Nacional trabajaba en un cabaré y había ingresado en el Quinto Regimiento como visitadora de hospitales, alternando con frecuencia con oficiales rojos». En una ocasión, cuando se encontraba en el bar Modelo, fue a buscar a unos milicianos para que detuvieran a un individuo que había dado el grito de «¡Viva el fascio!». En su hoja penal, junto a su grado de instrucción y certificación positiva de buena conducta, siempre figuró la frase «presa peligrosa, por miliciana roja del 5.º Regimiento y haberse jactado de dar paseos[251]».
Esta consideración equivalía automáticamente a una vigilancia permanente por cada instancia por la que pasaban las reclusas. Pero, por otro lado, la cárcel de posguerra no hizo sino castigar duramente lo que una sociedad en fuerte proceso de afirmación consideraba asimilable a la anti-España. En ese sentido, las mujeres que ingresaron en prisión con posterioridad al 18 de julio recibieron un trato más agresivo y la consideración global de peligrosas. El 1 de diciembre de 1942 ingresó en Yeserías Luisa Díaz por una denuncia de los vecinos de la casa en la que era portera. La acusaban de «hablar más de la cuenta y amenazar con tomar represalias en el momento que llegue Negrín». La dirección de la prisión negó en todo momento que recibiese un trato desfavorable, ya que sólo fue incomunicada durante 20 días, el tiempo del periodo de observación, despioje y vacunación previsto para las prostitutas y mendigas[252].
En prisión se mezclaron con pericia ambas consideraciones, lo que auxilió en no pocas ocasiones a los responsables de malos tratos, diagnosticando locura transitoria e histerismo en las presas, sobre todo en las comunes. Los informes médicos valoraban en las habituales del delito una pérdida de los sentidos y las facultades, así como una importante tendencia a fingir. Este caso se dio en la prisión de partido de Vigo, donde Teresa Martínez Corbillán, una vendedora de veinticinco años, ingresó por primera vez el 28 de marzo de 1938 por hurto frustrado. El 27 de mayo debía salir en libertad, pero continuó en prisión únicamente porque su marido estaba a disposición de la Auditoría de Guerra de la 8.ª Región Militar. Según el libro de la Junta de Disciplina de la cárcel, Teresa se rebeló contra esa situación y el 10 de julio fue castigada en «celda clara» a siete días de incomunicación por desobediencia y desacato. Dos días más tarde fue de nuevo castigada, pero esta vez una semana «en celda oscura». El 20 de julio de 1938 fue puesta en libertad. Tres años después, el 2 de agosto de 1941, volvió a la cárcel acusada de robo y de vender la cartilla de racionamiento. El 4 de octubre fue castigada seis días sin salir al patio y sin comunicación por promover un escándalo. Al tercer día de no poder salir de su celda, Teresa sufrió un ataque de nervios y se desmayó. Fue trasladada al hospital de Vigo donde denunció malos tratos. El médico forense de la prisión emitió un informe en el que la calificaba de «presa muy revoltosa, de muy mala lengua, que padece ataques histéricos típicos con la propensión consiguiente a la fabulación y el engaño[253]».
3. ACTIVISMO Y VIDA COTIDIANA
Para la identificación de las presas políticas con las enfermedades de transmisión sexual, era vital regresar a la política de tolerancia hacia la prostitución, siempre que ésta no alterara el orden público. Sin embargo, la «especial sensibilidad» de ciertos núcleos hacia el problema de las «descarriadas» propició la creación de siete centros especiales de reeducación femenina. En ellos la propaganda imprimió sus principales recursos modernos sobre la vieja «imagen de la mujer perdida». Sin embargo, la mayor parte de los centros ya llevaban tiempo funcionando y algunos habían centralizado la política penitenciaria anterior, denominada de reforma de mujeres. La naturaleza hacendosa de la mujer propia de la visión tradicional de la sociedad reproducía perfectamente los roles familiares que correspondían a hombre y mujer dentro y fuera de las cárceles. La Obra de Amparo de la Mujer Caída actuaba en prisiones especiales de mujeres como la de Calzada de Oropesa, en Toledo, la cárcel especial de Gerona o la galera de Alcalá de Henares, que eran en gran medida herederas de los correccionales del siglo XIX, a pesar de que casi todas ellas atendían el fuerte incremento de la prostitución en la inmediata posguerra.
Las mujeres no eran consideradas sujetos aptos para la redención de penas por el trabajo. Era impensable que accedieran a la condición de obreras libres; su trabajo no era mostrado en la propaganda ni en la imagen oficial. No se han encontrado menciones a otras enseñanzas femeninas fuera de las «escuelas del hogar». Simplemente no existían. Lavar, coser y planchar la ropa fueron las ocupaciones básicas de las mujeres presas, aquéllas con las que redimieron pena y adquirieron algo de dinero, aunque no se contabilizaban como trabajo propiamente dicho. «Sus labores» eran el principal vehículo reeducador que devolvía a la mujer hacia su espacio natural y la apartaba de la política, el vicio o la delincuencia. La realidad cotidiana se impuso por múltiples vías al discurso correccional, que la propia cárcel terminó por reconducir hacia el estraperlo y la corrupción generalizadas. El 21 de marzo de 1942 la inspectora María Luisa Blanco comunicaba al director de la prisión de mujeres de Alcalá, Venancio Martínez, una serie de irregularidades en el taller dedicado al recosido de ropas. Éste reconoció que el trabajo no lo hacían las penadas que redimían pena y recibían un jornal, «sino también preventivas que voluntariamente se prestaban a trabajar y sin que por ello se les asignara cantidad alguna[254]».
La vida cotidiana de las presas, después de haber pasado por las prisiones habilitadas, los campos de internamiento y las largas declaraciones e interrogatorios, estuvo siempre marcada por la presencia de la religión, que se convirtió en la mejor prueba de su conversión. El papel de las religiosas en las prisiones seguía estando formalizado a través de los convenios con el Estado, pero una serie de cambios habían modificado sustancialmente su papel. Ya no tenían la misma libertad de la que habían gozado durante la Restauración, cuando se reactivó fuertemente su puesto en la dirección de los establecimientos femeninos. La creación de un Cuerpo de Prisiones desde finales del siglo XIX y la incorporación al mismo de mujeres, así como las medidas tomadas en época republicana por Victoria Kent, habían cambiado el perfil de las prisiones de mujeres desde el punto de vista del personal. La guerra y la depuración afectaron por igual a este cuerpo. Las religiosas volvieron a las prisiones intentando recuperar el grueso de sus funciones.
Uno de los personajes clave a la hora de favorecer su rápida adaptación fue Carmen de Castro, alumna de la ILE y vocal femenina de la Junta del Patronato de Redención de Penas por el Trabajo, que estaba encargada de supervisar la educación y la redención por el esfuerzo intelectual. A mediados de 1940 acudió a la Escuela de Estudios Penitenciarios para hablar del papel de las religiosas en las prisiones. Destacó por encima de todo un aspecto trascendental en el tratamiento y la imagen de la mujer como parte de una reeducación de carácter especial: la imagen de madre, la asimilación de las hermanas a la Virgen y a su tarea redentora con las reclusas, auténticas «almas caídas». Frente al régimen de tratamiento masculino, llamaba la atención la ausencia total de las referencias propiamente culturales o propagandísticas en el campo de las prisiones de mujeres. A diferencia de las prisiones de hombres, donde el papel de la instrucción cultural y religiosa era el principal vehículo de redención, en las cárceles de mujeres ni la alfabetización ni el esfuerzo intelectual aparecieron destacados como elementos centrales. El aspecto de recogimiento, de alejamiento del mundo, seguía presidiendo la regeneración de las caídas. De ese modo, se esperaba su inserción en la nueva vida patriótica por vías distintas a las de los hombres.
El hecho de que socialmente fuese más aceptada la condición de caída en la mujer delincuente que la visión de degeneración racial o criminal entronca de nuevo con la doctrina social de la Iglesia. Sobre ella se sientan las nuevas bases del pensamiento correccional tradicional bajo la tutela del Estado. Por eso, a pesar de todo, en España prevaleció una visión positiva de la naturaleza de la mujer delincuente, sobre todo porque su misión en la sociedad resultaba incomparable a la del hombre. Su papel en la familia es insustituible: es el lazo de unión entre el padre y el hijo. Su ministerio en la sociedad doméstica es de amor y sacrificio. La paz y la felicidad familiar están en sus manos. El bienestar social también pende de la mujer. Ejemplos históricos de grandes mujeres de orientación católica, de grandes madres de la patria y de la religión tampoco faltaban en España: Teresa de Jesús, la santa de la raza, o Isabel la Católica, la madre de la patria. Frente a ellas, imperios de virtud, emerge el otro gran ejemplo, María Magdalena, la pecadora regenerada. El papel de la funcionaria de prisiones (y las de todas las instituciones tutelares como, por ejemplo, la «celadora» de la libertad vigilada) en este juego de imágenes femeninas era el de hermana, amiga y compañera, una especie de ángel tutelar[255]. Desde el punto de vista jurídico, durante la década de 1940 la cárcel femenina se configura definitivamente como un espacio para la redención moral de la mujer caída. Una galera, una casa de socorro para el alma antes que un castigo, que se reabre para dejar entrar a la presa política en tanto degenerada, y, más concretamente, como degenerada moral a la que hay que apartar de la sociedad hasta que pueda tutelarse su reingreso como pecadora arrepentida.
Muchos son los indicios, pruebas y testimonios que señalan que las funcionarias no llegaron a interiorizar nunca este mensaje. La presencia de las religiosas garantizaba la continuidad de los sistemas tradicionales de corrección, mientras que las nuevas funcionarias incorporadas al término de la guerra aplicaban el énfasis expiatorio que envolvió la concepción de las penas durante toda la década y, en especial, en su primera mitad. La más conocida de todas ellas tal vez sea María Topete, por su dureza y perseverancia en los castigos, pero en general se reprodujo el mismo proceso en todas las cárceles y la entrada masiva de personal procedente de la guerra agudizó la conflictividad y el maltrato de manera extraordinaria. Al mismo tiempo, el modelo de los patronatos donde podían encontrarse los altos mandos femeninos favoreció más el desprecio por cuestiones de clase y pertenencia social que la imposición del discurso espiritual. De esa creencia en la superioridad heredada de forma natural por la posición social surgía el poder de muchas jefas de prisiones, que a menudo utilizaban castigos sin necesidad de recurrir a la fuerza física.
María Luisa Contesti McDonald era una de las pocas funcionarias con experiencia antes de la guerra. Oficial de la primera promoción de funcionarias de prisiones de la República, llegaría a ser jefa de la Sección Femenina de Prisiones en la segunda mitad de la década de 1940. En 1942, cuando era directora de la prisión de Santa Cruz de Tenerife, denunció a la guardiana Gregoria Román «por un matrimonio anormal con un marroquí y una vida privada poco moral». El argumento se remontaba a la guerra, cuando Gregoria regentaba una cantina en el Tercio conocida como la casa de la Mary. No era este pasado dudoso lo que hacía a esta mujer inapropiada para el cargo, sino el hecho de que estuviera «casada con un individuo de otra raza, lo que la hacía descender de categoría social[256]».
Contesti fue destinada pronto a la Península, donde sería nombrada directora de la prisión de mujeres de Barcelona. En septiembre de 1944 se le abrió un expediente por negarse a poner en libertad condicional a cuatro presas que habían recibido el mandato judicial[257]. Gracias a este expediente es posible intentar reconstruir cómo funcionaban determinados aspectos de la vida en las prisiones de mujeres. El telegrama que ordenaba la puesta en libertad de las cuatro presas llegó a la prisión el 7 de julio de 1944. Ese día la directora escribió al padre Martín Torrent, vocal eclesiástico del Patronato, interesándose por los expedientes de las referidas presas y diciéndole que estaban retenidos en la Dirección de Seguridad, «cosa que no entendía». Ante el nuevo requerimiento del Ministerio de Justicia, puso en libertad a todas menos a las hermanas Gurí Virgili, que siguieron en prisión otros dos meses más. La directora no dejó constancia por escrito de las razones de su más que posible animadversión hacia las hermanas y se limitó a cumplir lo reglamentariamente previsto para una falta grave: la suspensión de un mes de sueldo[258].
Este tipo de castigos, olvidos y dilaciones hay que sumarlos a los malos tratos, abusos y violaciones sistemáticas que sufrieron las reclusas desde comienzos de la guerra. Pilar Martínez Blanco cumplía condena por auxilio a la rebelión en la prisión de Astorga. El 17 de abril de 1937 estaba confinada en la celda de aislamiento aguardando a ser interrogada, cuando entraron dos hombres y la violaron. Según los libros de registro de la prisión, el interrogatorio se repitió «de igual forma los días 18, 22 y 23 del mismo mes». La denuncia se cursó cuando el estado de embarazo de la mujer era evidente. El juez llamó a declarar a los falangistas Ignacio Fariñas y Constantino Menallo, pero éstos no se personaron al estar en el frente[259]. Los efectos de las violaciones fueron innumerables y algunos de ellos muy previsibles para las autoridades de prisión. La mayor parte de los estudios sobre las prisiones de mujeres de esta época destacan la dureza de la situación para los hijos de las presas. Los testimonios y memorias muestran un verdadero drama en el interior de cada prisión donde la enfermedad y la desnutrición acabaron con la vida de muchos niños. Oficialmente, las llamadas prisiones de madres lactantes acogían a los niños hasta los tres años. Después, el Patronato se hacía cargo de ellos y muchos no volvieron a saber nada de sus madres biológicas[260].
Éstas y otras situaciones cotidianas no dejaron de provocar paradojas entre el incremento de las medidas «humanitarias» del régimen hacia las madres presas y la realidad de muerte y desolación que perseguía a los pequeños. La lactancia fue considerada como periodo de redención de pena equivalente a tres meses, cuando muchos niños no superaban el año de vida. Legalmente, el Nuevo Estado garantizaba la patria potestad de sus hijos a unas madres que habían sido condenadas a muerte y muchas dieron a luz pendientes de ejecución. Muchas otras mujeres decidieron abortar. Éste es otro elemento que coincide con la situación de la sociedad de posguerra, cuando se produjo un fuerte incremento del número de abortos considerados por la legislación vigente como infanticidios. En el medio rural, sobre todo, volvieron a funcionar con mayor regularidad las prácticas abortivas tradicionales, que fueron perseguidas por las autoridades y duramente censuradas por la Iglesia. Pero en prisión los métodos eran si cabe más rudimentarios y peligrosos para la madre. En junio de 1943, en la cárcel de Pontevedra, una reclusa abortó y tiró el feto por el retrete asistida por otra presa conocida como La Chariza. A los dos días la madre murió de la fiebre y la hemorragia, pero el niño sobrevivió[261].
La información interna de las propias prisiones muestra un mundo muy distinto a la celda de reclusión y al alejamiento conventual que la propaganda distribuía como imagen oficial de las cárceles de mujeres. Este aislamiento no pudo romper una fuerte solidaridad colectiva, escenificada en múltiples acciones como las de Gerona, Alcalá, Vic, Segovia o Ventas y en otros muchos actos que señalaban una fuerte determinación por escapar de aquel mundo. Las fugas de las prisiones de mujeres fueron igualmente numerosas y silenciadas. El 2 de mayo de 1939, mientras se preparaban para la misa diaria, la reclusa Milagros Roig se escondió en las duchas de la cárcel de Gerona. Ya se dirigía a la ventana cuando la encontró una monja, que avisó a la guardia del exterior de la prisión. Pilar Ortega estaba en la prisión habilitada de Claudio Coello en Madrid esperando el traslado a Calzada de Oropesa. Intentó huir descendiendo por la pared pero el cordón del albornoz se rompió, y al caer al patio del convento se fracturó el fémur[262]. A partir de 1943 algunas prisiones suspendieron el servicio de guardia exterior por falta de medios. Luisa Tolosa y Asunción Valle aprovecharon la situación y, tras subirse a un haz de leña, lograron saltar el muro de cinco metros de altura de la prisión de Ventas. Lo hicieron por la mañana, cuando unas 30 presas se juntaban para tirar la basura de cada departamento. Mientras las otras presas distraían a la funcionaria, se encaramaron a la leña y saltaron la tapia. Pero por la calle pasaba una niña que iba al colegio y que al verlas saltar se asustó y volvió a casa. El padre avisó a la policía y horas después las fugitivas fueron detenidas y puestas a disposición de la Dirección General de Seguridad[263].
Tampoco el suicidio fue nada extraño ni ocasional en las prisiones de mujeres. David Ginard ha descrito minuciosamente la presión psicológica para la conversión ideológica de Matilde Landa. Aquella mujer que había organizado la oficina de conmutación de penas en Ventas y había mostrado una fortaleza mental extrema, finalmente se tiró por la ventana de la cárcel de Palma de Mallorca, y en las dos horas que le restaban de vida su alma fue bautizada mientras su cuerpo agonizaba[264]. Las condiciones y las circunstancias materiales y psicológicas del encierro dispararon los casos de suicidio durante toda la década. La misma presa que había visto frustrada su huida de Gerona por una religiosa que la sorprendió escondida en las duchas, Milagros Roig, fue trasladada como castigo a la cárcel de Valencia. En su consejo de guerra está adjunta la copia literal de su certificado de defunción. Murió a los treinta y cuatro años por un derrame cerebral. Había ingresado a finales de junio en Valencia y un mes después, sobre la una de la madrugada, se tiró por la barandilla que daba al patio interior. Según la dirección, el médico que la había examinado al ingresar afirmó ver indicios de idea obsesiva con tendencia al suicidio, pero no pudieron ponerle vigilancia por falta de medios. Para dar por terminado el expediente, la prisión tomó declaración a dos presas, Consuelo Barber y María Requena, condenadas a 30 y 12 años por rebelión, respectivamente. Ambas coincidieron en que Milagros se hallaba muy excitada y que el hecho había sido «inevitable[265]». La oscuridad que rodea a este tipo de investigaciones arroja muchas veces más luz sobre las muertes o malos tratos en prisión que los reconocidos abiertamente como suicidios. También hubo varios casos en los que muchas mujeres decidieron suicidarse antes de volver de nuevo a prisión. Fue el caso de Pilar Martínez Sánchez, que el 3 de marzo de 1945 se cortó el cuello con un trozo del botijo que había en su celda de aislamiento de la prisión de Predicadoras de Zaragoza. Estaba incomunicada por orden del jefe de Policía desde el mismo día de su ingreso, el 2 de marzo, y se suicidó la noche siguiente. Según los datos del informe, la fallecida había conocido la prisión con anterioridad, ya que estuvo detenida desde los primeros días del Movimiento y durante 8 meses. El documento no señalaba más detalles de la muerte y la autopsia tampoco[266].
A pesar de la amenaza de la cárcel, las mujeres no renunciaron a un papel activo en la arriesgada clandestinidad de la década de 1940. Dentro de las cárceles las presas políticas retomaron el papel de madres, pero no el que les deparaba el discurso regenerador del Caudillo invicto, sino el de jefas de secciones políticas organizadas en torno al control de los destinos y del trabajo interno. Su alto grado de actividad quedó evidenciado en numerosas ocasiones donde la protesta colectiva consiguió el cumplimiento de una demanda concreta sobre la mejora de la comida, el reparto del trabajo o de las horas de visita, pero, sobre todo, dejaba en evidencia toda la parafernalia reformadora que envolvía a las prisiones femeninas. Especialmente activas se mostraron las presas en la campaña de denuncia internacional de la situación de los penales franquistas, en la que desempeñaron mucho más que una labor de enlace. En plena operación de viraje anticomunista de la diplomacia de Franco, la edición madrileña de Mundo Obrero de 18 de julio de 1946 señalaba a las presas de Ventas a la cabeza de la suscripción de ayuda al periódico con 1700 pesetas. El ministro ordenó una investigación para averiguar si el dinero lo habían mandado sus familiares, pero el informe demostró que no era así. Lo habían enviado poco a poco de sus cartillas las presas ante los propios ojos de la Dirección de Prisiones, que había autorizado todos los giros postales[267].
Durante esos años aumentó la vigilancia de las consideradas peligrosas. En ocasiones, la policía secreta seguía la correspondencia durante meses para intentar desarticular una red completa. Fue el caso de la maestra madrileña Obdulia Guerrero Bueno, vigilada estrechamente desde una comunicación reservada de enero de 1943. Se ordenó un registro y se le intervinieron tres tarjetas para escribir cartas en blanco. Al despegarlas encontraron unas letras mayúsculas separadas por unos puntos y las remitieron a la DGS «sospechando que pudiera ser una clave secreta para entenderse con alguna persona del exterior». Obdulia era maestra en Melilla, donde fue detenida el 18 de julio de 1936. Tenía un hermano condenado por masón y estaba clasificada como «persona muy peligrosa, miembro del Socorro Rojo, de izquierda avanzadísima que asistía a los mítines con la bandera y el gorro frigio[268]». Aunque los libros de registro de correspondencia sólo muestren que Obdulia se escribía con sus padres, las pruebas de conducta determinaban que se trataba de un elemento irredimible y que no estaba preparada para salir a la calle. Dirección inversa, de la calle a la cárcel, tomó la vida de Rosa Sánchez, detenida en San Sebastián el 2 de marzo de 1945. La casera donde vivía contó a la policía que viajaba con dos cintas con la bandera tricolor y una estrella de cinco puntas en el doble fondo de su maleta[269].
En las cárceles de los años cuarenta eran frecuentes varios métodos de delación. Reducción de condena, mejora en el trato y otros privilegios asimilables a los que gozaban los confidentes del exterior eran los reclamos más usados. Lucrativo medio de vida para unos o de exigua supervivencia para otros, el aval, el certificado de conducta, se convirtió en un artículo más de contrabando, prolongado por la exigencia continua de certificados para cualquier acto civil. A aquella España que afrontó el resurgir de viejos procedimientos judiciales está dedicado el siguiente y último capítulo.