CAPÍTULO 4

LOS SALVADOS Y LOS HUNDIDOS

Durante la segunda mitad de la década de 1940, mientras en una gran parte del mundo se asistía a una serie de cambios sustanciales en el futuro, nada parecía moverse en una España dependiente por completo de la Guerra Civil. Para la mayor parte de la población, la vida cotidiana se endureció más si cabe en una posguerra recrudecida por la represión política y las malas condiciones económicas. Tanto el mundo urbano como el rural quedaron sometidos a los efectos de un retroceso general en los niveles de producción; hasta el final de la década la economía del país no pudo igualar los niveles de renta de 1936. Al empeoramiento de las condiciones de trabajo con salarios muy bajos se unió una subida de los productos de primera necesidad sin precedentes en la historia de España. En el campo, donde todo quedaba supeditado a una nueva política agraria denominada autarquía, las economías domésticas empobrecidas convivían con una nueva versión de las viejas familias que habían ostentado tradicionalmente el poder. En esas condiciones floreció el negocio sobre la necesidad y el hambre, conducido por un tráfico constante hacia las ciudades. El estraperlo se asentó en la sociedad como un fenómeno que crecía imparable a medida que las restricciones de energía eléctrica, de gasolina y de cualquier cosa que sirviera para calentarse se hacían más frecuentes y prolongadas[145].

El número de víctimas del hambre directa o indirectamente causadas por la guerra es todavía muy difícil de cifrar. A él habría que agregar las defunciones por epidemias que motivaron que subiera el índice de mortalidad infantil por encima de los datos de 1900. Las autoridades no se cansaban de repetir que era necesario buscar por todos los medios la solución del problema, especialmente de los menores de un año, pero los resultados seguían siendo muy escasos, como ellos mismos reconocían. El ministro de Trabajo no ocultó en su informe de 1941 que más de la mitad de los niños galardonados por familia numerosa en 1940 habían fallecido al año siguiente. Igualmente, el ministro de Gobernación reconocía en 1943 que a España le hacían falta los 130 000 niños menores de cinco años que morían anualmente[146].

Hasta 1943 no se celebró la primera reunión del remodelado Cuerpo Médico de Sanidad Nacional tras la guerra. La conclusión principal a la que se llegó en el congreso fue que el problema más grave entre todos los planteados en España era el paludismo, con cerca de 400 000 casos, casi un tercio de ellos localizados en Extremadura. El diagnóstico de la salud nacional era claro: había que despiojar, atacar también la poliomielitis, que había avanzado peligrosamente, y protegerse de la tuberculosis. La única buena noticia era que podía darse por terminada la epidemia de tifus que había empezado en 1941. Además de la especial mención a la mortalidad infantil y a los problemas de alimentación e higiene que facilitaban la difusión de epidemias, el Consejo hizo una referencia al estado de salud mental de la población. Más de un tercio sufría dolencias graves de tipo psiquiátrico y probablemente otro tercio padecía tendencias depresivas después de la guerra. Según sus datos, España contaba con 30 000 camas para enfermos de psiquiatría en hospitales (un 62% en públicos y el resto en centros religiosos). Se trataba mayoritariamente de mujeres, un 55% frente a un 31% de hombres, y sólo un 1,4 eran niños. El cuerpo médico alertó sobre esta situación, que podría afectar a diversos aspectos de la vida nacional, en especial al orden público. Pidió que se aumentara la capacidad real de los establecimientos psiquiátricos para acabar con el hacinamiento en determinados hospitales, y sobre todo el producido en los que calificaba de «escasísimos» establecimientos que contaban con un pabellón infantil[147].

En ese marcado contexto de empobrecimiento arrancó la paz de Franco, que coincidió con el mayor número de detenidos y presos en la historia contemporánea de España. Desde mediados de 1939 se había acelerado el traspaso de los campos de concentración a unas prisiones que llevaban ya tres años sobresaturadas. El hambre cayó sobre ellos y el Estado reconoció su incapacidad para garantizar su subsistencia, rebajando oficialmente el rancho a una comida al día. Los meses de febrero y marzo de 1941 fueron particularmente terribles. En el penal de El Puerto de Santa María, por ejemplo, la alimentación quedó cubierta durante meses con hierbas o vinagreras, porque el precio de las espinacas estaba entre cuatro y seis pesetas el kilo. La subida implacable de los precios incrementó la falta de alimentos básicos en una dieta ya muy pobre, pero también el estraperlo empeoró la situación. Las familias quedaron encargadas de sus familiares presos, pero el llamado «turismo penitenciario» lo impidió. La decisión de controlar a los reclusos mediante una continua movilidad resultó fatal para una población en progresiva descomposición física y mental. Una combinación fatal para unos espacios totalmente colapsados[148].

Un informe del 15 de abril de 1941 dirigido a Máximo Cuervo describía del siguiente modo la situación en Córdoba:

Existen dos establecimientos principales, la prisión provincial con 1700 hombres y la habilitada con 2500 aproximadamente, en la primera conjuntamente con un estado general de avitaminosis, una aglomeración y hacinamiento tales que el espacio a ocupar por individuo no sería superior a 30 cm2. La suciedad y miseria proporcionales a la aglomeración expresada. La Prisión Habilitada amplia y con dos hermosos patios, edificio sin encalar y con todos los servicios deficientes para sus ocupantes que también se encuentran depauperados pero con suciedad menor por la amplitud y ventilación de que disfrutan. En el orden disciplinario puede señalarse que el recluso es obediente pero extraordinariamente sucio tanto por su propio ser como por la escasez de agua y limpieza de los edificios. El servicio de alimentación franco desastre sin aceite ni legumbres secas, no contando con más alimento que nabos forrajeros, siendo un azar el suministro diario[149].

La escasez y el racionamiento se convirtieron en uno de los puntos de unión más visibles entre la realidad de las prisiones y de la sociedad de posguerra. El trapicheo, la reventa de artículos de la cantina, la correspondencia sin pasar por la censura… Todo podía encontrarse por esta vía que, en no pocas ocasiones, era el fruto de una sociedad mercantil con los guardias y funcionarios para agilizar trámites, certificados y destinos. Pero otra cosa bien distinta fue la desviación sistemática de alimentos y fondos hacia el mercado negro. La entrada y salida de alimentos de los penales fue la muestra más gráfica de un auténtico tráfico, un fluido de dinero y reventa de artículos de primera necesidad entre la cárcel y la empobrecida sociedad que la rodeaba. Muchas familias practicaban la reventa entre sus vecinos para poder comprar a su vez alimentos y medicinas a los estraperlistas del ejército y de las prisiones y mandárselos a sus familiares presos. Pero el gran contrabando, el de administradores y directores, quedó, la mayoría de las veces, impune, protegido por la tela de araña del régimen. El director de la prisión de Córdoba, Enrique Díez Lamiere, el mismo que había achacado la suciedad de los presos a la escasez de agua pero también a «su propio ser», fue juzgado en un consejo de guerra por desviación de alimentos y dejación de funciones, junto con el jefe de servicios y el médico de la prisión, el 28 de junio de 1941. Los tres fueron expulsados del cuerpo al considerarse muy grave una sustitución de alimentos que llegó a tal extremo «que por chorizo se facilitaron embutidos compuestos de vegetales, pimentón y residuos de pellejos». Para que se iniciara la investigación tuvieron que morir 110 presos en un mes.

Los documentos y expedientes de asuntos internos (clasificados como «expedientes gubernativos») muestran una realidad de las cárceles que se aleja de la imagen idílica de reeducación, de escuela y de taller que se pretendió ofrecer durante todo el franquismo. Fue quedando sepultada por los casos generalizados de corrupción, dejadez y negligencia que llevaron a la muerte a miles de personas, la mayoría pendientes todavía de juicio. En estas condiciones, el cumplimiento de condenas tan largas equivalía a una muerte prematura casi segura. De hecho, antes de la Navidad de 1944, concretamente el 12 de diciembre, un régimen necesitado de lanzar gestos humanitarios al exterior amplió la libertad condicional a los que hubieran cumplido setenta años y a los que, sin tener esa edad, fisiológicamente pudieran equipararse a ella[150]. Por otro lado, la influencia del partido único crecía espectacularmente en la gestión cotidiana de las prisiones. Una hornada de nuevos oficiales procedentes del ejército y mayoritariamente pertenecientes a Falange ingresaron en unos establecimientos donde los presos políticos recibían desmoralizados las noticias del exterior sobre el avance del ejército alemán. Este cambio en las plantillas de personal se produjo a medida que la depuración política y la jubilación, forzosa en ocasiones, fue mermando el número de funcionarios con experiencia. En tan sólo dos años se había renovado totalmente la plantilla de oficiales de prisiones y guardias procedentes en su mayoría de la guerra. Este hecho, unido a la contundente respuesta ante cualquier protesta o señal de indisciplina, sería una de las claves para la configuración de un mundo como el de la cárcel de los años cuarenta, uno de los últimos lugares donde se prolongó la conflictividad característica del primer tercio del siglo XX.

La experiencia acumulada por muchos de los presos políticos se reprodujo en los lazos de solidaridad y de apoyo mutuo que la propaganda, el «tratamiento individualizador» y los beneficios de la redención pretendieron romper desde un principio. Ahí surgió la otra gran esfera de control de la vida en prisión, la educativo-religiosa, como el mejor reflejo de la cultura oficial que imperaba en la España de entonces y que era imprescindible pasar para certificar la buena conducta. La combinación del hambre, la violencia y la coacción, justo en medio de un ambiente de incertidumbre, arbitrariedad y caos burocrático, generó una atmósfera psicológica tan asfixiante que muchos prefirieron quitarse la vida a seguir así. El suicidio ante los malos tratos, los interrogatorios, el traslado, el consejo de guerra o la condena a muerte fue una opción barajada por muchos más de los cientos de casos que aparecen documentados. Lo mismo sucedió en la sociedad «libre», donde la incidencia de suicidios se ocultaba clamorosamente. Casi tantos como fugas e intentos de fuga, que fueron muy numerosos durante todos estos años, sobre todo en los destacamentos penales. Pero fue la concentración paulatina de trabajos en el interior de las prisiones, en los llamados talleres penitenciarios, la que favoreció un fenómeno que preocupó día y noche a las autoridades: la reconstrucción de los partidos políticos. Con un 85% de presos considerados izquierdistas, a los que había que sumar los que llegaban por delitos con posterioridad al 1 de abril de 1939, y una coyuntura internacional incierta, el régimen vivió con absoluto temor la posibilidad de que la cárcel se convirtiera en una quinta columna. Para evitarlo utilizó todos los medios a su alcance: espionaje, delación y, en última instancia, ejecución. Las cifras oficiales de 1944 estiman en 800 el número de penas de muerte cumplidas y en algo más de 300 las conmutadas en el último momento[151].

Ante esta situación, las direcciones generales de Seguridad y de Prisiones estrecharon todos los mecanismos de control sobre los presos considerados peligrosos. Cacheos, requisas minuciosas, escuchas en las comunicaciones, traslados de presos marcados y aumentos de confidentes infiltrados. Todo ello generaba un enorme incremento de los servicios de información mientras se seguía careciendo de comida o de enfermería en muchos casos, porque las cifras seguían revelando una aglomeración permanente. Un oficial de la cárcel de Sevilla cifraba en más de 2000 las cartas, de entrada y salida, que tenían que censurar mensualmente a finales de 1942. Otro de la celular de Vitoria se excusaba de un error, esgrimiendo que entre 1940 y 1942 había tramitado, él solo, más de 1000 expedientes de libertad condicional[152]. El Patronato Central de Redención de Penas llegó a estandarizar una serie de castigos para que se agilizaran los trámites administrativos. Y así, a golpe de traslado y castigo, se fueron «especializando» las distintas cárceles. A Burgos podían ir los políticos, pero también los «invertidos», mientras que los fugados que eran capturados eran destinados al penal de Chinchilla, en Albacete, famoso por su extrema dureza. Los indultos, las conmutaciones sucesivas y las excarcelaciones aceleradas a medida que se decantaba el final de la II Guerra Mundial habían dejado en prisión a los contumaces, a los irredimibles, tal y como había pronosticado Franco, aunque siguieron entrando muchos más y a un ritmo más elevado que con anterioridad a la guerra.

La cárcel fue el lugar común para todos ellos. Políticos y comunes, vagos y maleantes, perdidas y homosexuales, masones y rufianes de todo tipo. A pesar de las diversas consideraciones y el distinto trato que se les dispensaba, el mundo de la justicia de posguerra los igualaba por peligrosos, política, social y moralmente. Y así los exhibía impúdicamente. Los descarriados de la cárcel servían para que la sociedad tuviera presente y visualizara el recuerdo de la guerra, de la revolución, de los robos, las violaciones… A pesar de que el crecimiento de los delitos contra la propiedad fue desbordante, el aumento de la criminalidad sirvió para imprimir el carácter definitivo a una cultura del miedo que marcaría al país durante décadas. Más prolongado aún fue el ocultamiento de la existencia de presas políticas en las prisiones españolas, que llevó a una situación de total indefinición legal a miles de mujeres. Cumplían condenas por rebelión igual que los hombres, pero eran tratadas como presas comunes y sobre todo como prostitutas. A pesar de todo, fueron incluidas en el sistema de redención de penas con un mayor énfasis en las posibilidades de su reeducabilidad religiosa. A diferencia de lo que ocurrió con los hombres, la existencia de políticas o reincidentes sociales, como se llamaba a las reclusas internamente, sí fue explicada como una consecuencia del empeoramiento de las condiciones de vida en la posguerra. La solución fue volver la mirada al pasado, a modelos que veían la delincuencia y la sexualidad como trastornos graves. La influencia de la Iglesia, sin embargo, decantó el trato correccional a las presas y puso a su disposición sus centros y órdenes especializadas en el tratamiento de las perdidas desde siglos atrás. La mujer podía reformarse siempre que hiciera del hogar y de la maternidad el centro de su vida. El discurso correccional sirvió así de plataforma a la política natalista del Estado que aún tardaría muchos años en dar sus frutos previstos. A pesar de los esfuerzos por apartar a estas mujeres de la sociedad por ser consideradas un mal ejemplo moral, la conflictividad en las cárceles de mujeres fue siempre muy alta y de gran intensidad, lo que irritaba profundamente a los responsables de Justicia y Prisiones.

1. DEL ENRIQUECIMIENTO, LA MISERIA Y EL HAMBRE

Del caos y de la destrucción de la Guerra Civil también emergieron prósperos negocios y reputadas fortunas cimentadas sobre la miseria humana. A mediados de 1937, el administrador de la prisión de Pamplona se compró dos casas en Cádiz y un coche último modelo. Las fuertes sumas que desembolsó procedían de la diferencia en el suministro oficial del rancho. Rebajó el racionamiento del fuerte San Cristóbal y aumentó el precio del economato de la cárcel provincial. Mientras el administrador, como declaró otro funcionario, «iba fardando de billetes», los presos pagaban a peseta el litro de leche[153]. También durante la guerra proliferaron iniciativas como la del gobernador civil de Málaga, que cobraba a los familiares de los detenidos por las visitas a la prisión. Estos ingresos incrementaban los que por otros medios se destinaban «a la gran obra nacionalsindicalista pro-huérfanos de guerra». La cantidad recaudada por donativos y visitas efectuadas a la prisión por los familiares de los presos en Málaga, sólo entre marzo y junio de 1938, ascendía a 33 853 pesetas[154].

Pero el contrabando masivo con las mercancías de los penales llegaría tras el fin de la guerra. El desmantelamiento de los campos de prisioneros abrió un espacio enorme al mercado negro. Sobre las prisiones centrales se creó una nueva red de proveedores únicos que desviaban los fondos, a título particular o mediante terceras personas. En todas partes afloraron redes de contrabando encabezadas por la prisión provincial que ordenaba la distribución de alimentos a las de partido. Badajoz, por ejemplo, administró el traslado de prisioneros del campo de concentración de Castuera a las prisiones de Puebla de Alcocer, Herrera del Duque y la propia Castuera. Un sistema infalible mientras tuvieran semejante número de presos, pero en diciembre de 1940 el campo estaba próximo a desaparecer. De los 5000 presos que había un año antes sólo quedaban 430[155].

Ceferino Berrocal relevó entonces a Manuel Fernández, todopoderoso jefe del campo destinado a Dos Hermanas (Sevilla). Por entonces, el gasto aprobado oficialmente para cada preso era de 1,38 pesetas (100 gramos de conserva y 400 de pan). No se daba rancho caliente y se repartía una lata de atún de 5 kilos por cada 30 presos. Sin embargo, los libros de cuentas de Castuera señalaban, a 12 de diciembre de 1940, 158 000 pesetas de ingresos y un superávit de 28 000 pesetas. En Puebla de Alcocer el pan y el aceite lo tenían que comprar los presos en el economato y únicamente llegaban latas de conservas. La orden de Badajoz era que no se diera otra alimentación. El jefe de Herrera del Duque también recibió esa orden de no dar más de una lata por cada 30 individuos mientras durase el racionamiento. El superávit de Herrera del Duque alcanzó las 11 000 pesetas en un solo mes[156].

La Dirección General mandó al inspector Aurelio Valdeón para que iniciase una investigación. En poco más de un mes el escándalo llegó a tales dimensiones que el administrador de la cárcel de Badajoz se suicidó. Puede decirse que era el cerebro de la operación, pero no el único implicado. El director no operaba con el Banco de España sino que guardaba personalmente el dinero de las prisiones junto con el de los sobornos de los proveedores. Pero Valdeón fue más allá y acusó a las autoridades y a los nuevos jueces locales «de quebrantar la ley de manera escandalosa». Demostró que el juzgado cobraba 2076 pesetas de descuentos en suministros mensuales a la prisión. Y todo ello sabiendo que recibían una lata de atún para 30 personas. El balance de la mortalidad en esta localidad extremeña fue desolador. De los 5000 presos concentrados al terminar la guerra, 1300 partieron a Orduña (Vizcaya) donde casi el 40% murió entre el traslado y el primer invierno. Su director también fue acusado de desfalco por derivar al mercado negro los 2000 kilos de garbanzos destinados a la alimentación. El resto fue pasando a disposición de las auditorías de guerra que los reclamaban e ingresando en otras prisiones saturadas, hasta que en diciembre de 1940 sólo quedaban ya poco más de 400 presos.

Los ejemplos de enriquecimiento que implicaban dejar morir de hambre a miles de personas nunca fueron casos únicos o aislados. Hubo un momento en que hasta el Ministerio de Justicia no pudo encubrir más la situación e hizo pública su imposibilidad de aumentar el rancho y de subir la asignación de alimentos por recluso[157]. A pesar de mostrar ciertas disconformidades, las críticas internas no tuvieron trascendencia más allá de la depuración de las responsabilidades de algunos funcionarios corruptos. Tras limpiar la provincia de Badajoz de estraperlistas, el inspector Aurelio Valdeón fue destinado a ordenar la prisión de Almadén (Ciudad Real), donde se acababan de producir tres fallecimientos por «inanición y agotamiento físico». Según su informe de noviembre de 1941, había 365 presos, 120 de los denominados reclusos-trabajadores en las minas de mercurio y el resto presos políticos. Al menos un 30% padecía sarna y la asignación por alimentación no pasaba de los 0,35 céntimos por persona. Comían sólo una vez al día, pero aun así tenían que seguir trabajando. El 18 de diciembre murió otro recluso, Gerardo Santos, por inanición mientras el Patronato seguía sin enviar el importe de la sobrealimentación, unas 5000 pesetas mensuales para los forzados de las minas. Pasada la Navidad empezó a solucionarse la situación e incluso los presos pudieron desayunar. La clave, según el inspector, fue la creación del economato, «porque así los que no tienen familia pueden comprar los alimentos sin pagar intermediarios[158]».

Los viejos demandaderos, los intermediarios resurgían en las prisiones como en el tiempo en que las cárceles eran privilegios reales que se compraban y vendían. La lista de los administradores, funcionarios y empresarios que se enriquecieron desviando fondos de los penales contrasta ampliamente con los que sufrieron alguna consecuencia por ello. El 7 de septiembre de 1941 dio comienzo en la Audiencia de Segovia el juicio contra el director y el médico de la prisión de Cuéllar, acusados de obligar a los presos a comprar en el economato que habían establecido por medio de un testaferro. En la prisión de Mérida también se abrió un economato con precios desorbitados. El director del centro obtuvo además un cupo de aceite de la Delegación de Abastecimientos por medio de un industrial que a su vez fue autorizado para venderlo particularmente a los reclusos. La amplitud de la geografía penitenciaria española favorecía que cualquier persona relacionada con ese entorno impusiera su autoridad. En diciembre de 1942 se abrió causa en el Juzgado de Instrucción de Albacete sobre abusos del personal de prisiones a la población de Hellín, a la que se obligaba a comprar los productos que sacaban de contrabando del destacamento penal. El principal responsable fue el guardia Luis Navarrete, un excombatiente y caballero mutilado de guerra que formó un grupo para extorsionar a la población con la excusa precisamente de reprimir el estraperlo. La sentencia declaraba los siguientes hechos probados: «registró domicilios, detuvo personas, decomisó géneros, y maltrató a mujeres en la estación del ferrocarril donde acudía al paso de los trenes para registrar las maletas haciendo uso de una pistola[159]».

Con esta situación constante de abuso y desfalco, el hambre y la alimentación deficiente se convirtieron en las primeras dificultades que debían salvar los reclusos al entrar en prisión. La familia, el dinero y las organizaciones políticas eran la única manera de sortearlas, pero todo pasaba por el estraperlo, bien de mano en mano o legalmente, por el economato. A pesar de las tan anunciadas medidas contra los estraperlistas, no se erradicó un problema que crecía sobre la miseria y el aprovechamiento económico de los cuadros del régimen. En septiembre de 1945, un excombatiente de la División Azul envió al ministro del Ejército una nota en la que podía leerse: «Pese a la escasez que estamos pasando hoy tiramos la cena compuesta de agua caliente y harina de algarroba (2 kilos para 65 hombres); si tratamos de reclamar por la comida nos meten en celda un mes a pan y agua los días alternos, no ya como un delincuente vulgar sino peor que un perro leproso[160]». En la mayoría de penales se repitió la misma historia para fomentar la compra de artículos en los economatos. Comidas muy saladas, sin sustancia alguna, sin carne o verdura. La fruta era considerada un lujo, más cara que el alcohol o el tabaco. Los destacamentos de trabajo al aire libre recibían mayor cantidad de alimentos para paliar el déficit de calorías que imponía el ritmo físico, pero también favorecían la desviación de fondos bajo la incuestionable autoridad del director del centro. En 1947 se iniciaron las obras de una nueva prisión en San Sebastián con reclusos que redimían pena por el trabajo como «trabajadores manuales». El 9 de marzo del año siguiente, bajo el seudónimo de Fidel Arriaga, llegó este informe a la Dirección General:

Los presos de este destacamento desde su formación venimos aguantando con toda disciplina los horrores de un hambre feroz. A pesar de lo restringida que venía siendo la comida, el día 20 del pasado mes en una visita que hizo el señor director al parecer encontró que la comida era demasiado abundante y dio orden de que recortaran el cazo. Como se encontró con la imposibilidad de que eso se realizara, a la mañana siguiente mandó un cazo más pequeño[161].

Economatos, estraperlo, racionamiento… El Estado no garantizó una manutención superior a las dos pesetas por preso hasta bien entrada la década de 1950. Las familias, pues, fueron el soporte principal, no el único pero sí el más generalizado, de un importante volumen de población en situación extrema. De esta forma, el negocio no sólo desembocó en la avitaminosis y la deshidratación de los presos, acabó drenando los pocos recursos de las familias, de unas familias que tenían graves dificultades para seguir adelante tan marcadas políticamente como estaban. Los presos comunes, muchos de los cuales seguían en prisión desde la entrada en vigor de la Ley de Vagos y Maleantes de 1933, sufrieron más si cabe esta situación, al carecer frecuentemente del apoyo familiar de fuera de la cárcel y de las redes políticas de dentro. La política de traslados masivos acabó con la resistencia de muchos de ellos.

2. UN VAGO EN LA DGS

La noche del 10 de mayo de 1941 murió en la Dirección General de Seguridad Pedro Pastor. Causa de la muerte: agotamiento y avitaminosis. Su estado era lamentable, de sus ropas apenas quedaba un harapo, pero aún se distinguía la insignia de una bandera de Falange. El estado de desnutrición del cadáver y el de los 50 presos que acompañaban la expedición era tan alarmante que el forense decidió dar parte a la autoridad superior. Aquella noche se llevó a cabo un particular interrogatorio en el edificio de la Puerta del Sol; un inspector tomaba los nombres y apellidos que daban los reclusos acusando a los mandos de la prisión de Huelva de querer «matarles de hambre[162]».

Máximo Cuervo pidió un informe de todo lo sucedido. En él se detallan todos los pasos de un traslado de presos al campo de concentración de Nanclares de la Oca, en Álava. De Huelva salieron 27 presos el 1 de mayo de 1941. Esa noche durmieron en Sevilla y al día siguiente lo hicieron en la prisión de Córdoba, donde se les sumaron 23 presos más. La siguiente parada fue Alcázar de San Juan, en Ciudad Real. Allí el comandante de la Guardia Civil decidió llevarlos a Madrid directamente, sin más escalas. Esa última etapa del viaje resultó fatal y algunos desfallecieron. En total fueron 10 días en los que según los presos «solamente se les había dado una lata de sardinas de las pequeñas, dos naranjas y un panecillo». La Dirección de Prisiones reconoció que no pudo facilitarles más alimentos pero que se les dieron 3,40 pesetas a cada uno para que se abastecieran en las cantinas de los establecimientos, lamentando que «por la carestía de la vida no les pudiera llegar a más». El problema, como advirtió el forense, era que muchos presentaban un avanzado cuadro de desnutrición, por lo que necesitaban la comida especial de la enfermería, no la del economato, que no era fresca y que no tenían dinero para pagar.

La noche fue larga y las declaraciones se prolongaron hasta el amanecer. El expediente muestra una cárcel en la que los presos comunes, especialmente aquéllos que seguían condenados por vagos y maleantes, vivían hacinados en condiciones insalubres y en permanente hambruna. Todos insistían en una cosa: el hambre, el hambre que habían pasado. Desde que terminó la guerra habían estado alimentándose a base de nabos cocidos con agua, lechugas (sin las hojas tiernas ni los cogollos, que eran arrancados previamente), cáscaras verdes y maíz. Y siempre la misma ausencia: el pan y las grasas. En estas condiciones habían fallecido en lo que iba de año, según sus cálculos, 25 presos, la mayoría delincuentes comunes. En realidad, según los datos del médico de la prisión, habían sido 152 las defunciones entre enero y mayo de 1941. Pero no lo consideraba nada anormal dado el estado en el que ingresaban de los depósitos municipales, donde estaban llenos de miseria, sarna y numerosas enfermedades, lo que unido a su deficiente alimentación continuada hacía que presentaran un cuadro desolador y que fuera necesario hervir sus ropas y trasladarlos a la enfermería nada más entrar.

Para el médico de la prisión el verdadero problema no se debía tanto a un déficit de alimentos o de espacio, sino a una cuestión moral. La norma de conducta de este tipo de vagos y rufianes era el vicio constante. Tanto era así que llegaban a vender el rancho por dinero o a prostituirse entre ellos para gastárselo en bebida y en otras drogas, a pesar de estar prácticamente desnutridos. En la enfermería, dirigida por las Hermanitas de la Caridad desde finales de la guerra, se les ponía aparte y una monja vigilaba que se comieran el rancho por completo y les desmigaba el pan y el huevo que recibían para que no lo vendieran. A pesar de todo, según la hermana, muchos vagaban completamente desnudos por el patio del penal «buscando saciarse con otros hombres». La situación llegó a tal extremo que el capellán tuvo que hacer una suscripción de 600 pesetas para comprarles ropa, pero muchos la volvieron a perder. El capellán se refirió a ellos en la misa dominical, acusándolos de faltar al quinto mandamiento y «de ser capaces de endurecer los corazones con su conducta[163]».

Pedro Pastor, cuyo cadáver estaba aún en la Dirección General de Seguridad de Madrid, se encontraba entre ellos. Al ser liberado Aracena, su pueblo natal de Sevilla, se encontraba en el depósito municipal recluido por vago y ratero. Al estallar la guerra fue reclutado por una bandera de Falange de primera línea y partió a liberar la provincia. Según su jefe, al terminar la campaña volvió a las andadas y aunque su conducta política era de orden, su vida «moral era muy deficiente». Era un borracho habitual y gastaba «un lenguaje desusado» que lo había llevado de nuevo con frecuencia a la cárcel. Por eso el alcalde lo envió a un batallón de trabajadores y de allí pasó a la cárcel de Huelva, en espera de ser trasladado a un campo de trabajo por ser reincidente en mala conducta. La espera duró casi un año, después llegó el traslado a Nanclares, a donde nunca llegó. Se puede pensar que este caso fue excepcional u ocasional. Y en cierto modo lo es. Lo más común es que no se abriera ningún tipo de investigación ni se exigiera responsabilidad alguna por la muerte de este tipo de presos «indeseables». La vida de los presos comunes, en especial la de los condenados por vagos y maleantes, considerados irrecuperables por su tendencia al vicio que los hacía reincidir constantemente, sigue siendo poco y mal conocida. Pero su grado de dependencia del Estado era mucho mayor que entre otros presos, al carecer de apoyos exteriores. La beneficencia municipal encargada de mantenerlos en los depósitos locales no entraba en unas prisiones centrales o provinciales que se regían por sus propias normas para sobrevivir.

3. EL SERVICIO DE REPRESIÓN DE LA HOMOSEXUALIDAD

La España de la década de 1940 no quería a los homosexuales ni en prisión y, aunque no se veían, era claro que existían. Como delincuentes eran juzgados por la Ley de Vagos y Maleantes de 1933, que estuvo vigente hasta la modificación de 1954. La Justicia de la Nueva España condenaba fuertemente sus excesos y su elevada peligrosidad social. También durante la República la policía utilizaba esta ley para detener a cualquier individuo peligroso dentro de unos supuestos muy amplios contra «rufianes y proxenetas». Pero el concepto de peligrosidad social utilizado por unos y por otros varió sustancialmente, sobre todo en su vinculación a la definición del enemigo político posterior a la guerra. Los marxistas y los librepensadores a los que se había acusado de «afeminados», empezando por el mismo Azaña, suponían un riesgo muy elevado para la corrupción de los jóvenes. Era un vicio aberrante, como había descrito el médico de la prisión de Huelva al referirse a aquellos «vagos» que paseaban desnudos por el patio[164].

Ante aquella masa ingente de hombres, el miedo a la perversión y la sodomía creció entre las autoridades. Las viejas fórmulas de separar a los presos más jóvenes ya no servían. Los llamados reformatorios de adultos estaban saturados y no eran precisamente centros de virtud. Todo ello se complicó con la entrada del discurso redentor vigilado por los capellanes, que exigían una limpieza total de cuerpo y alma. Pero para alejar la tentación de la masturbación y del «mariconeo», como había definido un inspector de Madrid la conducta de los presos rojos, no eran suficientes las lecturas de Tihamer Thot sobre la castidad, ni tan siquiera los castigos del Patronato. Era necesaria la fuerza. De hecho, el Patronato recomendaba dar de baja automáticamente en los destinos y aplicar hasta dos meses de celda de castigo «por actos deshonestos con otro penado[165]».

La Dirección de Prisiones abrió un expediente a la prisión de Cuéllar, en Segovia, el 7 de septiembre de 1940 para averiguar los hechos denunciados relativos al maltrato de dos reclusos. Un propagandista católico de Segovia había escrito a Máximo Cuervo pidiéndole que intercediera por dos buenos chicos, dos obreros católicos de veintitrés y veinticuatro años «que se habían encontrado» con el jefe de servicios. Según la declaración de otros dos presos, después de darles unos cuantos bofetones el jefe los metió en la leona ,como era conocida la celda de castigo. Edmundo Jiménez admitió haber castigado, en calidad de jefe de servicios, a los reclusos Pino y Martín, si bien «han sido varias veces sorprendidos y otras veces denunciados por los mismos reclusos por tratarse de invertidos ».A propuesta del capellán de la prisión se reunió la Junta de Disciplina y se acordó solicitar el traslado a otra prisión adecuada a sus inversiones homosexuales. La dirección aceptó y los mandó a Burgos y a Sevilla, con nota a sus respectivos directores de su condición de pervertidos[166].

El discurso sobre la utilización de la violencia destacaba la virilidad en la España de los años cuarenta y afirmaba que los que carecían de ella no eran más que afeminados. No estaban lejos las palabras del ministro de Justicia Esteban Bilbao, en las que había comparado la fuerza y hombría de las dictaduras y la blanda sensiblería de las democracias[167]. En ese ambiente, los malos tratos a los homosexuales nunca fueron censurados, ni siquiera ocultados. Muy al contrario, podían servir de excusa para encubrir un desfallecimiento tras una paliza o una caída. Al ser preguntado por el presidente del tribunal sobre los motivos por los que un recluso de la prisión de Larrinaga había sufrido un desvanecimiento antes de la causa, el jefe de servicios contestó que era «un invertido y que lo tenían aislado con otros reclusos dedicados a vicios solitarios[168]».

Oficialmente se alimentó la represión de la homosexualidad para prevenir la moral pública, pero cada vez tenían que hacer mayores esfuerzos para tapar los excesos de sus dirigentes y de los propios funcionarios de prisiones. El 9 de septiembre de 1941 se inició el expediente contra el director del campo de trabajo de Belchite porque «habitaba en compañía de mujer que canónicamente no es la propia[169]». Por las mismas fechas, el director de la prisión de Zamora fue sancionado y trasladado «por hacer vida marital con una de la criadas que tiene a su servicio[170]». Un guardia de la cárcel de Elche, conocida como la fábrica, fue sacado en febrero de 1942 de una casa de mala nota donde, visiblemente borracho, se gastó toda la paga y rompió su carné de Falange[171]. El director de la prisión de Guadalajara también visitaba las casas de lenocinio, pero gustaba de hacerlo vestido de uniforme[172]. Un sinfín de casos a los que tampoco fue ajeno el personal religioso. El capellán de la prisión de La Loma, en Hellín, fue acusado de «frecuentar las casas de bebidas y embriagarse habitualmente». La denuncia la cursó la reverenda superiora, que subrayó que además se rodeaba «de compañías poco gratas[173]».

La policía de Madrid había montado el llamado Servicio de Represión de la Homosexualidad, dedicado a vigilar muy de cerca los urinarios públicos y los cuartos de algunos salones y locales. El 25 de mayo de 1945 dos agentes detuvieron en los servicios públicos de la Puerta del Sol a un hombre sospechoso. Los policías comprobaron su comportamiento en el urinario, «donde permaneció mucho más tiempo que el necesario para evacuar sus necesidades fisiológicas, cambiándose dos veces de lugar para satisfacer su curiosidad». Cuando se iba a retirar la policía se identificó y lo llevó a comisaría. Allí confirmaron que se trataba de un funcionario de prisiones. Unos meses más tarde la DGS enviaba una nota al director de Yeserías sobre «sospechas de homosexualidad» del funcionario detenido. A pesar de las declaraciones de sus compañeros sobre «excesivo trato con uno de los internos bastante afeminado» (más tarde se probó que era un vecino de su pueblo) quedó absuelto, pero aconsejando su traslado a otra prisión, «debiendo dirigir oficio reservado donde se le destine de esta tendencia, encareciéndole que le vigile y comunique a este centro la menor anormalidad que pueda observar[174]». La naturaleza del delito que cometían los homosexuales obligaba a una constante vigilancia del sospechoso, a la suspensión de todos los beneficios y a entrar en una fase especial de rehabilitación de su castigo que el Patronato solía notificar de la siguiente manera: «que lo formule de nuevo después de seis meses si se hace acreedor de ello».

4. LA DISCIPLINA Y EL CASTIGO

Todo estriba en que el que manda se percate, por su

más alta ilustración, que el que obedece no puede

transformarse, si no es con la enseñanza del tiempo

y la experiencia, y que el que debe subordinación se perciba

de que no puede ni siquiera discutir al Jefe la exigencia

más absoluta del cumplimiento del deber, templado

con la dulzura de la comprensión.

Prisión de Oviedo, libro de entradas. Discurso

del inspector Marcelino Barrera, 11 de febrero de 1941[175]

Uno de los elementos que más destacaron en unas prisiones marcadas siempre por la Guerra Civil fue la entrada masiva de excombatientes como funcionarios. Sus hojas de servicios revelan datos de participación directa en la represión llevada a cabo en las cárceles. Como en otros empleos públicos, para el acceso al cuerpo de prisiones se puntuaba el haber sido víctima de persecución política, directa o a través de los familiares. Eso favoreció un tipo de declaraciones, auspiciadas aún más por la retórica falangista, de vocación de servicio contra el enemigo común. Junto a los días de combate y destinos militares era frecuente encontrar su éxito en la reducción de presos peligrosos. Como la comisión de servicios de Augusto de Vega, de la celular de Barcelona, que trabajó al comienzo de la guerra alojando en la vieja prisión de Burgos a dos centenares de comunistas y anarquistas procedentes de Zaragoza, por lo que recibió la medalla al mérito extraordinario[176]. Un oficial de la prisión de Mérida, Juan Ricardo Castaño, declaró como mérito que al día siguiente de la toma de Badajoz había cogido un fusil y se había dedicado a recorrer los pueblos como falangista con fuerzas del ejército. Después fue destinado al campo de concentración de Badajoz y, tras la desaparición de éste, a la cárcel de Mérida, donde se reencontró con muchos de sus compañeros. En Madrid, el encargado de la ventanilla y de recibir los paquetes de los familiares de los presos en la prisión habilitada de Santa Rita era funcionario de prisiones desde el 1 de mayo de 1939 y militante de Falange Española desde 1933. Hacía constar que «durante la guerra le fueron fusilados 4 hermanos por los rojos». Junto a ellos persistió durante mucho tiempo el personal del interior de prisiones que había accedido por las «necesidades» derivadas de la guerra. Muchos de los nuevos guardias habían estado recluidos en las mismas prisiones a las que fueron destinados al terminar la guerra, como José Antonio Moreno, que estuvo preso en el penal de Chinchilla desde el verano de 1936 hasta la liberación de Albacete. Después «como persona de confianza» lo pusieron a hacer servicio como guardia de seguridad del interior de la prisión, y así pasó a ser guardián de los que hasta entonces lo habían custodiado a él.

Por su parte, los funcionarios de la vieja escuela, la anterior a la guerra, también hacían gala de las dificultades pasadas para evitar la depuración, pero un buen número no tuvo que ocultar sus convicciones desde un principio. Amancio Tomé, director de Porlier y más tarde director de la Escuela de Estudios Penitenciarios, fue uno de los funcionarios más formados de todo el franquismo. Había sido alumno en la Escuela de Criminología de Rafael Salillas, proscrito como otros tantos penitenciaristas y juristas, y formado parte del remodelado cuerpo de prisiones republicano. Al estallar la guerra estaba en la prisión de Granada, donde dirigió un concurso poético con el lema El Caudillo y la salvación de España. En 1937 recibió una visita de la Cruz Roja, al tiempo que subía al frente a animar a los regulares con sus pláticas. Fue el encargado de ordenar los centros tras la liberación de Madrid y, de la prisión de Porlier, pasó a la de Conde de Peñalver. Después de un asunto de trato de favor con un marqués condenado por estafa fue trasladado a Sevilla en 1943. Allí pudo hacer gala de su experiencia profesional con el mayor mérito de haber bautizado a Paco Largo Caballero, el hijo del dirigente y ministro socialista muerto en París tras su paso por un campo de concentración alemán. Después fue de nuevo requerido por Madrid para ponerse al mando de la Escuela de Estudios Penitenciarios, que formaría las siguientes generaciones de los escalafones superiores de funcionarios y funcionarias de prisiones[177].

Éste fue el perfil general que durante mucho tiempo predominaría en prisiones. Una circunstancia básica para entender los métodos que se utilizaron a lo largo de los años cuarenta para «guardar la distancia entre el que manda y el que obedece» prevista en las funciones del buen director. El uso de la fuerza se convirtió en otro vaso comunicante entre el mundo de fuera y el de dentro de las prisiones. El reglamento autorizaba el uso de la fuerza sólo en defensa propia, ya que debían tener «el carácter de medidas de coacción o de reacción necesarias del funcionario contra ataques del recluso[178]». Pero el castigo seguía envuelto en el uso de la fuerza desmedida y la brutalidad aprendidas en la guerra. Por otro lado, el discurso oficial sobre las penas justificaba el castigo como una forma de penitencia por el tipo de delito que habían cometido. Una fuerte carga expiatoria, comentada ya en la primera parte de este libro, que convirtió a los presos en víctimas de todo tipo de malos tratos, castigos físicos y humillaciones públicas, concebidas como formas de mantener la disciplina y facilitar su conversión.

La cuestión de los malos tratos y del castigo posee una variante muy significativa de la realidad de las cárceles de aquellos años, mezcla de improvisación por un lado y de exhaustiva reglamentación por otro. Cualquier cosa podía desencadenar la reacción de los guardias o de cualquier mando o persona con influencia de la prisión. El 31 de marzo de 1941 Lorenzo García-Patrón, preso en Aranjuez, escribió a su familia pidiendo que no le enviaran más paquetes «porque había muchos cabrones que lo robaban todo». Al día siguiente tuvo que ser trasladado a Yeserías y operado de urgencia por lesiones en los genitales. Más directo si cabe fue el guardia que disparó a dos reclusos en Porlier porque estaban sentados en una ventana y pensó que podían fugarse. El que sobrevivió alegó que estaban fumando un pitillo, además de asegurar que cómo iban a querer fugarse «si estaban en calzoncillos para irse a dormir[179]». Junto a este recurso a la fuerza imprevisible se regularon oficialmente los castigos y la escala de sanciones internas. El Patronato Central de Redención de Penas dejaba al arbitrio de la Junta de Disciplina del centro, formada por los religiosos, el maestro y el director, las sanciones a imponer por contravenir el reglamento, pero fijó algunas medidas disciplinarias para aplicar en todas las cárceles por igual. Por ejemplo, por fingir enfermedad se estipuló dos meses de celda de castigo y suspensión de todos los beneficios. Por hablar mal del régimen se suspendía la redención durante tres meses y se destinaba al preso a «servicios mecánicos». Por ser «invertido», un mes en celda de aislamiento y traslado a Burgos; por intento de fuga era inminente el traslado al penal de Chinchilla y, si se probaban relaciones amorosas entre presos y presas, se aplicaba un mes de castigo, el mismo que por requisar algún elemento punzante. También estaba previsto un mes de castigo por pelearse o insultar[180].

El Patronato autorizó la vuelta al uso de grilletes para los que se intentaban fugar o los muy peligrosos, siempre en casos excepcionales, y así estuvo un brigadista italiano más de un año en Talavera hasta que fue ejecutado[181]. Igualmente retomó los procedimientos de castigo alterno, esto es, las penas a base de pan y agua, o de turnos de trabajo de noche y de día. Pero era la Junta de Disciplina de cada prisión la que debía considerar el grado y la conveniencia del momento para dar ejemplaridad. En las «prisiones al aire libre», como se definían las colonias y los destacamentos penales, los castigos por las infracciones consistían en devolverlos a prisiones cerradas. En el verano de 1944 seis presos de la brigada de trabajadores de Toledo fueron destinados a la cárcel de Badajoz por «resistencia pasiva al trabajo», y a Porlier fueron conducidos dos presos de Cuelgamuros que mantenían relaciones amorosas con vecinas de un caserío próximo. Otra situación frecuente, de la que se han mencionado algunos ejemplos en la primera parte, fue la entrada en prisión de falangistas o de los servicios de información para tomar declaración. La mayor parte de las veces para conseguir una confesión o implicar a alguien mediante la denuncia de un preso político. El 7 de diciembre de 1942 Miguel Herranz Domínguez recibió la visita en Yeserías de dos agentes de información de FET y de las JONS para que confesara haber sido miembro de una checa. Cuando cayó al suelo, el guardia del locutorio se interpuso y le dijo «que no siguiera declarando porque no eran jueces». El juzgado militar donde se estaba celebrando su consejo de guerra consideró muy grave lo ocurrido, porque los agentes tenían derecho de «reconocimiento» del preso, pero no de realizar indagaciones mientras el preso estaba a disposición judicial, pero consideró más grave aún que sus nombres no quedaran registrados en la prisión[182].

5. LOS SUICIDIOS

Para el estudio de los casos de suicidio en prisión documentados por el propio Ministerio de Justicia hay que hacer varias precisiones. Contrariamente a lo que se ha descrito sobre la psiquiatría de este periodo, sobre todo en torno a la figura de Vallejo-Nágera, en la mayor parte de los casos los médicos no reconocían ninguna anormalidad del carácter de los presos que se suicidaban. Tras la autopsia solían diagnosticar locura repentina y en ocasiones enfermedad incurable. La mayor parte de los suicidios terminaba encubriéndose con las declaraciones de testigos que aseguraban que la causa procedía de algún mal del exterior, fundamentalmente de alguna desgracia de la familia. Como en otros tantos aspectos de posguerra, la estadística oficial tampoco supone una herramienta fiable, porque la mayoría de los suicidios están mezclados con las muertes accidentales o naturales. Y, por último, del mismo modo que se camuflaban las causas en los expedientes de suicidios, se disfrazaban casos de malos tratos o de interrogatorios demasiado prolongados.

Todo apunta a que el suicidio fue una opción muy meditada en prisión y generalizada en la España de la década de 1940. La voluntad de sus actores y la falta de medios y de interés de las prisiones por evitarlos incrementaron su número. Las hojas penales de los suicidas señalan fundamentalmente a personas que llevan dos o tres años en prisión y que deciden acabar con su vida justo en un momento decisivo: el consejo de guerra. La noche anterior o inmediatamente posterior a la sentencia de muerte (entonces era cuando más vigilados estaban, precisamente para que no se suicidaran) o una larga condena eran los momentos más proclives, por lo que en torno a 1941 y 1943 aumentan los casos y la frecuencia de los mismos. El interrogatorio y la vuelta a prisión fueron también momentos proclives para quitarse la vida, normalmente colgándose de una cisterna. Aunque los suicidios se producían de cualquier manera posible, sin seguir un patrón claro, evidencian un rechazo a aquel panorama desolador y una clara intencionalidad. Reconstruir las causas y las motivaciones de cientos de casos individuales sólo en un año es una tarea gigantesca y de difícil éxito, ya que la administración de entonces se limitaba a determinar que la muerte había sido inevitable.

El 10 de abril de 1940 un preso común se tiró por la ventana de la prisión de Liria. El médico lo achacó a que era un habitual del delito que había sufrido reclusión en varios centros de España. Pero lo que le preocupaba era la posibilidad de un «contagio imitativo». Había otro preso con neurosis aguda y monomaniático que estaba así desde su ingreso en abril de 1939. Ya había solicitado a la autoridad judicial su traslado y recibido por toda respuesta un oficio del secretario judicial en el que se le pedía que se tranquilizara ya que «no tenían sitio ni para los cuerdos[183]». Las auditorías de guerra no consideraban la locura como eximente de la pena. En estas condiciones los trastornos psicológicos se manifestaron en un ámbito de depresión profunda que determinó el suicidio de muchos presos, silenciado y camuflado por las autoridades como una muerte más. El 22 de noviembre de 1940 José Antonio Fernández García se suicidó a las tres de la tarde. En su expediente histórico penal aparecen unas notas de julio de 1939 aconsejando su traslado a un centro psiquiátrico. Pero desde esa fecha hasta su ingreso en los talleres penitenciarios de Alcalá un año después, no sólo no se dice nada de tales trastornos, sino que desde el 13 de abril asiste a su consejo de guerra, en el que se le impone la pena de 20 años de reclusión menor por «auxilio a la rebelión». Fue encontrado en el retrete, suspendido de un cordel fino de pita que había sacado del taller donde trabajaba haciendo suelas de esparto[184].

Maximino Sánchez, preso en Yeserías, se cortó la yugular con una navaja de afeitar en un descuido del barbero. Eligió el día de Año Nuevo de 1941. La tarde del 22 de junio de ese año los reclusos de la enfermería de la prisión de Zaragoza se disponían a devolver su vaso de leche cuando se dieron cuenta de que el de Florencio Arroyo estaba intacto. Lo encontraron en el retrete, «colgado del cuello con una correa». El informe médico señaló las posibles causas del suicidio: días atrás se había celebrado su consejo de guerra en el que el fiscal había pedido la reclusión perpetua; a ello habría que añadir que Florencio padecía una dolencia de estómago (no aclara cuál) que era incurable[185]. También colgado del váter de la prisión de Porlier apareció el cadáver de Anastasio García, el 3 de febrero de 1943. Según su ficha penal había sido detenido por el SIMP el 24 de abril de 1939. A finales de 1941 había sido anotado en el grupo B, pendiente de fallo, por la comisión de clasificación. En noviembre de 1942 pasó la causa al juzgado militar. El 3 de febrero de 1943 se suicidó a las dos menos veinte de la mañana, colgándose también de la cisterna del retrete. A las siete de la mañana se personó la Guardia Civil para trasladarlo al consejo de guerra pero «no se pudo verificar la entrega[186]».

El 3 de febrero de 1944 se suicidó también en Porlier el preso Leonardo Cruz. Nada de anormal parecía tener el caso, muy común en una de las prisiones más duras de la dictadura y que desaparecería ese mismo año. Cumplía una condena de 30 años por rebelión y se ahorcó en el lavabo con una correa. El único hecho anormal por el cual se ordenó una investigación fue que los guardias dejaron expuesto su cadáver para que lo vieran sus compañeros al ir a las duchas. Alegaron que «ya no lo podían ayudar» y añadieron en sus declaraciones sobre la causa del suicidio que «algo tendría que ver que a los pocos días antes se presentase la mujer embarazada[187]». El hecho de que nadie declarase de forma incriminatoria en los casos de malos tratos por el temor a represalias dejaba casi siempre impunes este tipo de actos, que el régimen ocultaba sin dificultad entre los muros de las prisiones.

Especialmente duro fue el trato dispensado a los reincidentes y detenidos con posterioridad a la guerra, considerados los más peligrosos de todos. Julio Fernández Alonso intentó cortarse las venas con un mechero en su celda de aislamiento de la cárcel de Pamplona un 7 de septiembre de 1943. Había sido detenido por actividades clandestinas y estaba incomunicado por disposición de la DGS. Según el director, estaba previsto su traslado a Madrid, tal y como se hacía «con los comunistas de buena conducta». Según el parte médico, en las primeras horas del día había intentado poner fin a su vida «habiéndose producido con el encendedor varias heridas incisas en el lado derecho del cuello, cara anterior del antebrazo, así como erosiones lineales en el lado derecho del cuello y cara anterior de la muñeca izquierda, todo ello con abundante pérdida de sangre[188]». Tenía treinta y nueve años, estaba casado y era padre de un niño de diez años. Su oficio era el de pintor y moldeador y conocía la cárcel de cerca ya que había sido detenido dos veces, una por repartir propaganda clandestina en 1927 y otra en 1937, acusado de un cargo del que fue finalmente absuelto tras dos años en un batallón de trabajadores. El 23 de agosto de 1943 volvió de nuevo a la cárcel y la noche del 7 de septiembre intentó suicidarse. Según su declaración sobre los motivos que le habían llevado a tal extremo alegó que «en su alucinación veía a su mujer y a su hijo escuálidos los dos. Creía ver asimismo en las paredes sombras de hombres a quienes estaban martirizando. Ni regía ni mandaba en su voluntad. Era como un autómata, […], andaba por la celda a trompicones con la mesa, el petate… rompió el encendedor y empezó a darse tajos».

El parte médico concluía que este caso no era efecto de la debilidad física sino de una obcecación mental resultado de la incógnita de lo que pudiera sucederle y de las desgracias de su familia (su suegra acababa de morir y su hijo había perdido un ojo por una operación que no podían pagar). Tras casi dos semanas de incomunicación sólo interrumpidas por los interrogatorios de los agentes de la DGS, el diagnóstico de «obcecación mental» no parecía muy riguroso, pero los médicos no podían reconocer nunca los malos tratos y solían explicar el suicidio alegando motivos de salud o ajenos a la prisión. En cualquier caso, las expectativas para los que regresaban de nuevo a la prisión eran desoladoras, y muchos terminaron por ahorcarse antes que pasar de nuevo por aquel «purgatorio tranquilo» que había descrito el obispo de Teruel[189].

6. LAS FUGAS

De las cárceles franquistas se fugaron muchos más presos de los que reconocía la Dirección de Prisiones. El 12 de noviembre de 1940, Antonio Fernández Cendón y Manuel Fernández Novoa lograron salir de la prisión de Valladolid y lo hicieron además escoltados por un guardia. Se trataba de dos presos comunes, dos «vagos» que realizaban tareas de electricidad y fontanería fuera del recinto. El primero se llevó el maletín del director de la prisión y el segundo huyó tranquilamente en bicicleta cuando el guardia se marchó a tomarse un café. El inspector del caso concluyó el informe de esta manera: «Jamás se ha conocido que de una prisión se fuguen dos reclusos de forma tan escandalosa y sobre todo de las prisiones de la Nueva España[190]».

A lo largo de toda la década fueron muy numerosas las fugas de las prisiones, sobre todo de los destacamentos al aire libre. Son bien conocidas algunas de las más espectaculares y numerosas, como las de la isla de San Simón en Pontevedra o la del fuerte de San Cristóbal en Pamplona en 1938, que sirvió para aplicar la famosa ley de fugas[191]. Pero lejos de estas grandes escapadas colectivas hubo un goteo incesante de evasiones de cárceles, destacamentos penales y campos de trabajo, como los de Ocaña o Cuelgamuros, a lo largo de toda la década de 1940. La mayoría de los casos deja al descubierto el estado de las prisiones, así como la vigilancia, objetivo fundamental para un régimen siempre obsesionado con la posibilidad de que existieran funcionarios rojos en sus filas o de que los evadidos pudieran concentrarse y recibir apoyo de los maquis en determinadas poblaciones.

Pero si existió un momento especialmente proclive a la fuga de presos fue el consejo de guerra. La inminencia de una condena fatal ayudaba a vencer el miedo a ser capturado, sobre todo si el cumplimiento de la pena era inminente, como sucedía en plena guerra. El 27 de enero de 1938 siete condenados a pena de muerte se evadieron de la prisión de partido de Cangas de Narcea, saltando el muro con unos hierros que habían conseguido unir entre sí. Unos días antes, en el cine de Torrelavega, donde estaban concentrados parte de los presos que iban a ser ejecutados, la Guardia Civil mató a tres y dejó a seis heridos cuando, según el parte, intentaban fugarse arrollando a los agentes. Muy lejos de allí, en Toledo, tres presos sacados del campo de concentración de Tinajas y trasladados a la prisión provincial de Talavera para ser juzgados a la mañana siguiente en consejo de guerra rompieron el cerco de la ventana y se tiraron al río Tajo. Aunque los dispararon, los tres consiguieron escapar[192].

Terminada la guerra, un momento propicio para fugarse podía ser un traslado o un cambio de destino, en general de una cárcel con salida a trabajos en el exterior a una de interior, donde las condiciones, la comida y la disciplina eran más duras. Un 11 de septiembre de 1940 José Romero Moreno, un albañil de veintiocho años condenado a 15 por «auxilio a la rebelión», probó suerte. Iba a ser reintegrado a la prisión provincial de Sevilla por «incapacidad para desempeñar el trabajo» en la colonia penitenciaria de Dos Hermanas. Los compañeros lo vieron sobre las 8 de la mañana bien vestido y calzado y pensaron que ello se debía al traslado. Y así fue. Romero Moreno se fugó mientras lo trasladaban. También decidió fugarse antes de ser trasladado a Yeserías Sabino Díaz, que el 13 de diciembre terminó un agujero de 60 centímetros que había abierto tras la pila para lavar los platos de la prisión especial de Heliópolis, en Sevilla. El 31 de octubre de 1941 se fugaron de la colonia penal de San Leonardo de Yagüe (Soria) los presos Arturo Bote y Leopoldo Puig, que fueron capturados y enviados a la prisión de Barbastro, donde fueron interrogados. Los dos declararon que temían volver a prisión y que se dirigían a Barcelona a buscar trabajo. Al parecer la amenaza del traslado también fue aquí el motivo principal de la huida, en este caso dadas las condiciones de explotación a las que los sometían las empresas privadas. El encargado de obras les habría amenazado con mandarlos de nuevo a la prisión si no aceptaban los destajos, pero ellos se negaban porque sólo cobraban la hora extra a 6,6 pesetas y «no se les daba ropa ni calzado, como en otras donde estuvieron anteriormente[193]».

Las fugas se multiplicaron y en casi todos los casos, según los informes, por falta de vigilancia. En octubre de 1941 consiguieron huir cinco reclusos trabajadores del destacamento de San Lázaro, dentro de Regiones Devastadas de Oviedo. En noviembre, dos más en la prisión militar de Orense y en diciembre otros tantos de la colonia de San Leonardo, en Zaragoza. El informe del delegado especial de esta última, donde los presos trabajaban en un horno para tejas, concluía que evadirse o no dependía exclusivamente de ellos[194]. Por lo general las investigaciones sobre evasiones solían terminar recomendando la construcción de edificios nuevos o el reforzamiento de las medidas de custodia, además de pedir el sobreseimiento y el archivo de diligencias. Pero no siempre se repetían las condiciones de las colonias penitenciarias. La evasión de los condenados a muerte considerados peligrosos causaba un gran revuelo entre las autoridades civiles y militares de la zona y automáticamente se traducía en la rapidez del procedimiento y en el endurecimiento del castigo. El 7 de octubre de 1940 se fugaron de la prisión madrileña de Conde de Toreno tres reclusos en aislamiento: Alberto Castilla, Víctor Cañizares y Luis Fernández Bonilla, los tres con petición de pena de muerte. Desde su celda de la planta baja hicieron un agujero y descendieron hasta las alcantarillas ayudándose de unas mantas. El 30 de septiembre de 1941, Manuel Pasamontes y Nicolás Soto salieron de la Brigada 2 destinada a la última pena en la prisión de Almería y consiguieron fugarse. El instructor del expediente descartó cualquier complicidad con el exterior y se decantó por culpar al edificio, una antigua fábrica de azúcar conocida como El Ingenio que «no reúne las adecuadas condiciones de distribución y seguridad exigidas para los modernos establecimientos penitenciarios». El director fue apercibido por permitir que los guardianes sacasen al patio a los condenados a muerte al mismo tiempo que los demás[195].

A menudo este tipo de evasiones presentaba rasgos de gran preparación y conocimiento tanto del medio carcelario como de la población local. Tres condenados de la prisión de Elche eligieron para fugarse la noche del 13 de agosto de 1941, fecha en que se celebraban las fiestas locales. Aprovecharon que se cortaba la luz en toda la ciudad para ver los fuegos artificiales y pidieron ir al retrete; como no había en los dormitorios, salieron al patio. Una vez allí, escalaron un muro de cuatro metros de altura, saltaron a un refugio antiaéreo y de allí al tejado de las casas colindantes. Al parecer, entre estas viviendas «hacen vida mujeres de vida alegre», lo que facilitó enormemente el que pasaran desapercibidos entre la multitud[196]. En Yeserías, la sala destinada a los condenados a muerte estaba en la planta superior. El 23 de octubre de 1941, Eloy Sevillano y Basilio López fueron trasladados desde esta sala al consejo de guerra. Por la tarde, pensando que los habían condenado a muerte, decidieron huir. Lo primero era burlar el aislamiento; así consiguieron llegar al patio, mezclados con los que servían la cena. Luego aguardaron a que se hiciera el silencio de la noche y saltaron el muro, pero uno de los guardias disparó, alertando a la vigilancia exterior, que al cabo de unas horas ya los había detenido[197].

Las colonias penitenciarias de la provincia de Toledo recibieron fondos para reforzar la seguridad varias veces a lo largo de 1942, pero las condiciones del trabajo y el aumento del número de presos pronto hicieron ineficaces las nuevas medidas. En febrero, Regiones Devastadas ampliaba el destacamento penal de la Vega Baja para construir casas baratas. Había unos 498 penados a campo abierto que salían en grupos a trabajar y eran vigilados sólo por dos guardias civiles. En octubre se instalaron barrotes en las ventanas de los barracones, así como alambrada de espino en la valla, pero para entonces los presos eran más de 600[198]. Más difícil lo tenía para escapar del campamento de Penados de Talavera Aniceto López, pues esta colonia penitenciaria estaba dirigida por un teniente coronel de ingenieros y era vigilada día y noche por el ejército. El 3 de marzo de 1942 se negó a salir a trabajar, el medico le dijo que estaba en buenas condiciones y por vago lo mandaron a la provincial de Talavera. En el viaje se fugó. El 27 de enero de 1943 se fugó Ovidio Rodríguez del destacamento penal de El Fondón, en Sama de Langreo, uno de los tajos asturianos que controlaba la empresa Duro Felguera. El informe desvela cómo desde que el destacamento penal dejó de estar militarizado los presos nunca fueron acompañados al trabajo ni por la Guardia Civil ni por funcionarios de prisiones.

Entre 1944 y 1945 siguieron sucediéndose las evasiones, desde Lérida, como en el destacamento penal de Gardeny, a Logroño y con numerosos casos en las obras de Carabanchel y Belchite. Mientras varios destacamentos penales trabajaban íntegramente en paliar la «pertinaz sequía», muchos presos sortearon los pantanos y lograron fugarse. El problema era qué hacer tras la huida.