EL MODELO DE PRISIÓN
La Nueva España quiere mantener el carácter aflictivo de la pena frente a las falsas y sensibleras teorías de quienes sólo vieron
en el delincuente un enfermo o una víctima de la sociedad
desordenada. Y esto por tres razones: la primera, porque
a la Autoridad le incumbe inexcusablemente el deber de vindicar la justicia ultrajada; la segunda, porque el dolor es inherente
esencialmente a la naturaleza moral del castigo, y la tercera,
porque sólo un castigo de esta clase engendra ejemplaridad.
Memoria de la cárcel modelo de Valencia, 1942
1. LA DISCIPLINA DE UN CUARTEL, LA SERIEDAD DE UN BANCO, LA CARIDAD DE UN CONVENTO
El general Cuervo fue premiado varias veces como auditor general y como verdadero creador del sistema de redención de penas, pero se hizo popular por el siguiente lema reproducido en las paredes de las cárceles: «En nuestros establecimientos deberá presidir la disciplina de un cuartel, la seriedad de un banco y la caridad de un convento». La difusión de la doctrina oficial de Justicia no fue una mera idea retórica, sino que se llevó a la práctica con todo el rigor en unos penales saturados y diezmados por todo tipo de infecciones. Así lo señalan las directrices internas. Los funcionarios debían recordar que tenían a su alcance el uso personal y directo de la fuerza de las armas para imponerse. En segundo lugar, el trabajo era el gran fin que debía guiar la vida cotidiana de los centros de reclusión. El trabajo redentor llevaba implícito un fin moral «eliminando los graves peligros de vicios y aberraciones sexuales». La homosexualidad no sólo era un crimen, era vista como una condición proclive a la delincuencia y a la perversión, de forma análoga a la carencia de un oficio honrado y otras causas del delito. Los talleres y las escuelas, después de la disciplina, el trabajo y la religión, completaban este sanatorio de cuerpos y almas que sería la cárcel de la Nueva España[102].
La Modelo de Valencia fue la primera prisión en adoptar una serie de normas que armonizaban en la vida penitenciaria esta fisonomía de CUARTEL, ESCUELA, FÁBRICA, HOGAR[103]. En cuanto al régimen, se mantenía «un trato de disciplina severa, sin vejar la dignidad personal del preso», es decir, se imponía ya desde 1940 la fórmula de la disciplina humanitaria. Los fondos de cocina y economato o los servicios de enfermería estaban encomendados a una comunidad de religiosas desde el mes siguiente de la liberación. Además de los capellanes, el resto del personal eran funcionarios civiles. Pero lo realmente importante de este centro fue su voluntad de destacar en la aplicación de los nuevos principios penales del régimen. Fue la primera prisión en cumplimentar los criterios de clasificación y un centro pionero en la fusión de un modelo de defensa social y de defensa política. Para ello ajustó la división existente entre presos comunes y presos políticos a lo que denominó «clasificación transversal». La filosofía de recuperar las masas extraviadas se puso en práctica mediante el lema Los presos para la Patria. España necesitaba de todos sus hijos, aún los extraviados y no sólo de los que delinquieron políticamente dejándose arrastrar por «falsos ideales», sino también a los presos comunes que cometieron crímenes «por ignorancia, por pasión momentánea o por falta de formación adecuada[104]».
En cuanto a la defensa social, la diferencia fundamental se realizaba en la «inclinación punible» del delincuente. Ésta dependía de un informe construido con informaciones como las «ideas» de la familia, la instrucción, el paso por las tabernas, las relaciones sexuales, la edad mental, las taras físicas y el factor en el que en última instancia descansaba la posibilidad de reeducación: el estado afectivo por el que se obtiene la conciencia moral del preso, es decir, su respuesta a la redención. La adaptación se valoraba además de por la reacción ante el castigo y ante la propaganda directa, por la observación de la personalidad en el patio, la celda y el trabajo.
La separación de los presos políticos estuvo prevista en los dos reglamentos penitenciarios que conoció la década de 1940. En el de 1930, que se había vuelto a declarar vigente en 1936 por el Decreto 83 de la Junta Técnica del Estado, se ordenaba que los detenidos y procesados por motivos políticos ocuparan departamentos especiales, «separados en cuanto sea posible de los demás recluidos». Y en el de 1948 disponía que los detenidos y procesados políticos estuviesen en un departamento especial. Pero la distinción más aguda en cuanto al tratamiento entre presos comunes y políticos estuvo en la utilización de la alfabetización y de la propaganda, respectivamente. Las diferencias fueron sustanciales. Aunque el trabajo debía revestir los caracteres de obligatoriedad para todos los presos, en la mayor parte de los casos los políticos no necesitaban de una formación profesional propiamente dicha. Más que educarlos se pretendía que participasen en las actividades de la prisión y redimieran penas por ello. La explicación pasaba por definir la enseñanza en la escuela, los libros, la labor catequística y de formación moral, «así como el empleo de otros diversos recursos educadores han de tender a infundirles normas para su reintegración futura en armonía con los principios de orden social y patrióticos sustentados por el Estado[105]».
El trabajo, además de una mano de obra barata e inagotable en la más dura autarquía, fue el elemento penal más destacado de toda la dictadura. La unión de la Redención y de la Libertad Condicional por el Decreto de 9 de julio de 1939 pretendía garantizar así un régimen de reducción de la población reclusa inspirado en el trabajo y en la buena conducta. Ésta fue su expresión sintetizada que hizo las veces de reglamento de prisiones. La letra oficial decía que cada día de trabajo se conmutaría por dos de condena. Este beneficio se sumaba a la libertad condicional. La base para redimir la pena por el trabajo era la mejora sustancial de las condiciones penitenciarias, conectada, como se verá, al tratamiento para conseguir la conversión del recluso. Beneficios como la reducción de condena o la mejora de la comida frente a aquéllos que no trabajaban, el empleo en determinados destinos, mayor número de comunicaciones familiares, etcétera. Así el régimen de reclusión se iría suavizando a medida que el cumplimiento de la condena fuese avanzando. Para las denominadas «penas leves» se permitiría al recluso trabajar en convivencia con obreros libres dentro de determinadas condiciones de aislamiento y permaneciendo en la prisión las horas restantes. Para penas graves o equivalentes a 30 años, como correspondía a la mayoría por el delito de rebelión, estaba previsto un primer periodo de trabajo en talleres dentro del establecimiento penal, otro dentro de grandes obras penitenciarias y uno final «parecido a los reclusos que purguen delitos leves». El cuarto periodo y el más indeterminado de todos era el de la libertad condicional.
El camino al estado de perfección del recluso, con Dios y con la sociedad, tenía que pasar obligatoriamente por estas fases, que se hacían coincidir con su grado de aislamiento y comunicación y, finalmente, con la llegada de la libertad condicional, que constituía la última prueba de su adaptación. Pero había excepciones, ya que, como Franco advirtiera, había redimibles e irredimibles. Los segundos eran los condenados por el Tribunal de la Masonería y el Comunismo, los que se intentaban evadir (que entonces iban a trabajos forzados en destacamentos penales sin posibilidad de redención) y los estraperlistas. En cuanto a las presas, como se verá más adelante, la distinción en el trato y en la consideración delictiva de la mujer hacía que en ella el trabajo fuese obligatorio e inherente a la corrección femenina, mientras que en el caso de los hombres el trabajo acabó por considerarse un beneficio penitenciario.
El trabajo en el interior de las prisiones iba, pues, de la mano de la buena conducta y estaba asociado a beneficios penitenciarios. No así el trabajo exterior, que mantuvo siempre características utilitaristas, por medio de grandes obras públicas y multitud de empresas particulares que se beneficiaron de mano de obra muy abundante y barata[106]. La regulación del trabajo propiamente penitenciario no llegaría hasta el Decreto de 8 de febrero de 1946 de Reglamentación Orgánica del Trabajo Penal Intramuros, por el que se creó la Entidad Industrial y Agrícola de Trabajos Penitenciarios. Pero desde finales de la guerra la propaganda se centró en construir una imagen de prisiones hacendosas basada en los Talleres Penitenciarios. Los talleres, el más importante de los cuales estuvo en Alcalá de Henares y fue dirigido por un discípulo de Del Pulgar, Carlos Inza, fueron mostrados como la base de la futura organización penal de España. La capacidad redentora del trabajo se presentaba así a través de un mensaje directo y formulado claramente en positivo: el de la reconstrucción nacional, dedicando la mano de obra más experta que debía enseñar un oficio a los reclusos más jóvenes.
Este cambio introduciría la «reeducabilidad» y la valoración de la conducta como elementos para salir de la prisión. La vinculación entre los beneficios penitenciarios y el trabajo de los internos en la propia propaganda del régimen fue quizás su aspecto más destacado. Sobre todo porque se trataba del principal elemento organizador de un esquema previo de prisiones que sobresale desde los tiempos de improvisación de la guerra[107]. Por su organización y vinculación a los beneficios sobre la condena a cambio de hacer pública la colaboración y la conversión ideológica, se convertirá en uno de los elementos más humillantes del trato en las prisiones franquistas. Crucifijos, cuadros de Franco y José Antonio para las escuelas, imágenes religiosas, escudos y banderas de Falange… todo lo que los presos habían destruido lo iban a reconstruir, trabajando precisamente en la propaganda contra la que habían luchado. Para ello se utilizarían la voz y la firma de los llamados «intelectuales arrepentidos», pero antes de ver su papel en el nuevo escenario de reclusión es preciso comprender cúal fue el modelo de propaganda utilizado.
2. OBJETIVO: LA COLABORACIÓN DEL PRESO
La mejor propaganda consiste en la utilización de los reclusos arrepentidos ya que sirve, además, para romper la unanimidad entre los detenidos y posibilita una mayor disciplina interior.
Memoria Oficial sobre las prisiones
de la Nueva España, 1939-1940
A medida que se conocen más datos sobre el sistema penitenciario franquista, se disipan las dudas sobre la existencia de un plan elaborado para el mismo antes de terminar la guerra. El encargo a la Iglesia de esta tarea regeneradora chocó con algunos de los preceptos del Nuevo Estado, apartándose de la retórica revolucionaria de Falange y sus métodos de confrontación directa. Los propagandistas católicos volcaron en las prisiones, como en otras instituciones «educativas», su aprendizaje en las técnicas de publicidad y marketing en las que se habían iniciado desde los comienzos del proyecto de Acción Católica. Tras sus formulaciones claras y concisas aparecía un mensaje por encima de todos: la búsqueda del individuo aislado para romper la fuerte solidaridad de los presos políticos. Para ello había que formar grupos de colaboración alrededor de los beneficios de la redención de penas y en especial grupos de trabajo intelectual. En la primera de las memorias oficiales sobre prisiones de 1939 aparecen ya claramente fijados los instrumentos para realizar este viaje ideal de conversión a través de la moderna propaganda bajo el siguiente principio. «Es más eficaz la propaganda positiva de nuestras ideas que el ataque a las ideas rojas[108]».
La propaganda en prisiones no nacía por generación espontánea ni tampoco era un producto expresamente importado de Alemania o Italia: fue una creación de los propagandistas católicos. José María Sánchez de Muniain, que había sido secretario de Herrera Oria y era conocido como el sacristán de Dios, fue el personaje más importante en el ámbito de la propaganda escrita y visual de prisiones. Procedente del tradicionalismo navarro, pertenecía a la ACNP desde 1931, fecha en que ingresó en la Agrupación Centro de Madrid. Entre 1940 y 1945 trabajó en la Confederación Nacional de Padres de Familia, en la Escuela de Estudios Penitenciarios y en el Patronato de Protección a la Mujer[109].
Una de las primeras muestras de esa búsqueda de colaboración del preso a través de su trabajo directo en la propaganda fue presentada antes de terminar la guerra. A comienzos de 1939, Sánchez de Muniain convocó un concurso para formar un libro de poemas de presos titulado Musa redimida. Se hizo con una clara voluntad de reeducación política, denominando el arte en las prisiones «el cauce por donde deriva la amargura acumulada en cada individuo, pues todo preso lleva consigo un drama[110]». El libro encerraba, en efecto, gran parte del caudal simbólico y estético que los intelectuales propagandistas querían transmitir. No en vano se acabó de imprimir el día 31 de julio de 1940, fiesta de San Ignacio de Loyola. La utilización del pensamiento del creador de la Compañía de Jesús en la conquista del preso alejaba a las prisiones del modelo de control totalitario alemán que estudiaba aplicar Falange. Muniain no sólo creó el periódico Redención, el único permitido en prisión, sino que desde su puesto en la universidad y en la Escuela de Estudios Penitenciarios teorizó sobre la función y la utilidad de la propaganda en el tratamiento de los reclusos. Como era de esperar, en primer lugar la propaganda debía dirigirse a la conquista de la voluntad del individuo[111]. La propaganda de masas, tanto la comunista como la nazi, se olvidaba del hombre y de Cristo y funcionaba sin psicología alguna. El error de Hitler había sido hablar en el extranjero como si se tratara de Alemania, imponiendo una conquista superficial de la voluntad por las armas. La técnica más adecuada para aislar la resistencia del individuo en colectividades cerradas no era otra que la usada en los Ejercicios de san Ignacio y sobre todo en sus Constituciones, donde estaba prevista la esencia propagandística del «arte del apostolado cristiano».
La base ignaciana, muy utilizada en el panorama intelectual de la España de posguerra que escenificaba así su autoridad a través del control mental del cuerpo, cerraba el edificio de la propaganda nacional, que distaba mucho de acometer la propia realidad de las cárceles[112].
Las Normas generales de propaganda eficaz dictadas por Muniain tuvieron mucha importancia, al recaer sobre ellas toda la imagen oficial de los presos durante los años cuarenta y cincuenta. El mensaje era dirigir ideas claras y fundamentales, y reiterarlas. La utilización de los propios presos en la propaganda oficial del régimen fue la mejor muestra de la presión psicológica de un sistema que consideraba justo y necesario infringir dolor para lavar los pecados. Por eso, el género de propaganda que más intervino en el arrepentimiento de los presos siguió siendo forzosamente el religioso, pero a través de una versión cultural, esto es, propagandismo en estado puro. Las ideas sanas, la formación, la lectura y el trabajo útil no bastaron por sí solos para «convencer» a los presos. Por eso terminaron siendo obligatorios. A comienzos de 1940, con una población de reclusos enferma y hacinada, muchos de ellos en una situación angustiosa y en espera de la conmutación de la pena de muerte, esta versión del perdón, el indulto o la redención extraordinaria fue demoledora. El propio Cuervo tuvo que exigir la censura previa de las conferencias «para evitar que estos buenos propósitos puedan ser tal vez contraproducentes por falta de preparación de los oradores o porque esta Jefatura estime que no es del momento el tema[113]». Buscaban sin tapujos aislar al preso político y reducirlo mediante la ventaja de aminorar la condena a cambio de trabajar en el aparato mismo de propaganda de prisiones, de colaborar en la acción de comunicación, y encubrir, sólo si era necesario, la vigilancia y la delación.
La labor de alfabetización para el preso ignorante y la reeducación para el preso político se consolidaron tras la aplicación de la técnica de propaganda que unía la redención y el trabajo de los intelectuales. El 23 de noviembre de 1940 se concedía «el beneficio de la redención de penas a los condenados que durante su estancia en prisión lograsen instrucción religiosa o cultural». Según esta norma se reducían dos, cuatro o seis meses de condena a aquéllos que obtuvieran la aprobación del conocimiento de la religión en sus grados elemental, medio o superior respectivamente. Para ello el preso tenía que pasar un examen de materia religiosa, cultural y patriótica. Daba comienzo en prisión «la Cruzada de divulgación ético-moral sobre las masas», como la definió en la inauguración del curso escolar 1939-1940 otro gran propagandista, el ministro de Educación Ibáñez Martín[114]. El recluso que deseara realizar una producción artística, literaria o científica lo comunicaría al maestro del establecimiento, quien debía certificar que había sido realizada durante la reclusión. La Junta de Disciplina del centro pasaría al Patronato Central el trabajo, con un informe sobre la cuantía de redención que a su juicio merecía, «siendo requisito preciso para lograr redención de pena por estos trabajos que el autor tenga aprobado el grado superior de religión[115]». Finalmente, tras los habituales filtros del régimen de conducta, los títulos obtenidos en la cárcel quedaban homologados al sistema de educación nacional. La medida que se incorporaba al conjunto legal cumplía así la función de demostrar que acceder a la libertad condicional estaba en las manos del preso. El artículo 99 del Código Penal señalaba cuatro supuestos para la redención de penas por el esfuerzo intelectual:
a) por cursar y aprobar las enseñanzas
b) por tomar parte en actividades artísticas y culturales
c) por desempeñar destinos de carácter intelectual
d) por producciones originales de carácter científico, literario o artístico
No eran otros que los mismos grados de instrucción y conocimiento descritos en las líneas de propaganda diseñadas por Muniain. De este modo se garantizaba la formación religiosa, cultural y patriótica[116]. En la labor cultural confió su éxito publicitario el aparato de prisiones. Pronto se empezó a hablar del gran éxito de la «cruzada contra el analfabetismo en prisiones», que se redujo a menos de un 2%, según las cifras de 1943, en tan sólo cinco años. Según las memorias de la Obra de Redención, cerca del 99% de los presos que habían entrado en prisión durante o al finalizar la Guerra Civil no habían visto nunca las primeras letras. Para ello se puso en marcha la gran industria editorial de los propagandistas.
3. EL PAPEL DE LA PROPAGANDA
No se trataba allí de someter seres díscolos, tarados o envilecidos, sino de gobernar a seres rebeldes espiritualmente, pero educados e
instruidos en su mayoría, pero que aún vencidos continuaban
creyendo en lo que ellos consideraban la verdad
de sus convicciones.
AMANCIO TOMÉ, Pequeña historia de su vida profesional, 1960, p. 150
El 1 de abril de 1939 aparecía el periódico Redención con un enorme titular bajo la foto de Franco: «Yo aspiro a ser el Caudillo de todos». Se ponía en práctica por entonces este estilo de propaganda gráfica, destinado a cambiar la imagen de Franco con los presos como telón de fondo[117]. La información y la lectura «sanas» pasaban a ser los instrumentos principales de la tarea de alfabetización y educación moral dentro de los objetivos individualizadores ya señalados. Se crearon un periódico y una editorial con el nombre de Redención que serían el buque insignia del proyecto de los propagandistas católicos en prisión. Sin duda fue el producto que mejor sintetizaba los elementos de la labor cultural de la Acción Católica. El hecho de que los reclusos, principalmente los intelectuales, fueran «animados» a participar en el periódico, además de obligarlos a conseguir suscripciones, representaba igualmente la combinación de «castigo ejemplarizante y disciplina humanitaria» con la que se autodefinía el régimen penitenciario español.
El premio por suscribirse a las páginas de La bola, como era conocido el periódico entre los presos, era más visitas de los familiares, y de hecho la publicación se subtitulaba «Semanario de los reclusos y sus familias». Técnicamente el periódico incorporó otros reclamos: a partir de mediados de 1940 Redención publicaba una cartilla de lectura y otra de escritura para facilitar la redención de la pena a los reclusos analfabetos. Aparecía cada sábado con las materias que se consideraban abarcables durante la semana. La incorporación de nuevos medios gráficos aceleró la reproducción por fotograbado de la letra manuscrita, iniciando una rápida modificación al hilo de los cambios técnicos de aquellos años.
Redención se embarcó en un ambicioso plan editorial como era el de publicar libros baratos (a una peseta para el suscriptor del periódico) con el objeto de crear la biblioteca del preso. Se empezó publicando una obra al mes. Las primeras fueron Franco, de Arrarás; Musa redimida, coordinado por el propio Muniain, o José Antonio: su ideario. Junto a éstos se editaron títulos como el Catecismo del cardenal Gasparri, así como dos textos de la enciclopedia Solana, del grado elemental para la instrucción primaria[118]. Las obras de religión y política culminaron este panorama de reconversión intelectual: Necesidades de la religión y causas de la irreligión, La existencia de Dios, El origen del mundo y la vida, Jesús de Nazaret y Las credenciales de Jesucristo. En cuanto a las segundas, sus primeros títulos fueron La doctrina nacionalsindicalista y Por la Patria, el Pan y la Justicia, que fueron seguidas por obras de mensajes más prácticos como La Misión redentora del fuero del trabajo o El hombre y el trabajo, de Laín Entralgo.
El mundo de la lectura podía ser un camino especial hacia la conversión, pero había un gran número de analfabetos. La solución fue la lectura en común que Del Pulgar valoró «como medio utilísimo para multiplicar la eficacia de la biblioteca». El jesuita se refería así a la experiencia italiana de trabajo con presos en colonias para casas baratas de Littoria y Carbonia, donde la lectura en común había sido el principal vehículo de reeducación cultural[119]. Desde un principio se utilizó la propia voz de los intelectuales como lectores entre la población reclusa. En Porlier terminaron instalándose radios y altavoces para la difusión de la lectura «a viva voz». En la Modelo de Valencia existía inicialmente un equipo de lectores que leían a secciones de unos 1000 presos, durante 40 minutos al día, la obra de Tihamer Thot Castidad y juventud. Consejos a los jóvenes para que permanezcan puros[120].
El mundo de las lecturas a las que se podía acceder en las bibliotecas de los centros es una de las mejores representaciones de aquella pena impuesta para fomentar la conversión y el arrepentimiento. El sombrero de tres picos, el Nuevo Testamento, El siglo de las Misiones, La divina comedia, ¿Quo Vadis?, y la Colección de discursos de José Antonio figuraron entre los libros más solicitados. Pero por encima de todos siempre destacó un título: El Quijote. Fue el libro elegido por la Dirección de Prisiones para evidenciar el criterio que debía imperar a la hora de introducir lecturas. No podía haber dudas al respecto ya que, como recordó Aylagas, «hay libros buenos que elevan la mente y la existencia y libros malos que como veneno emponzoñan el alma de los individuos y de las multitudes. Los libros malos corrompen el espíritu, perturban la inteligencia, pervierten la libertad y apagan los buenos sentimientos[121]». Había que promocionar las conferencias, las «veladas literarias», la prensa, el cine, la radio como manifestaciones de «enseñanza y apostolado». Pero el libro, precisamente por la fuerza de las ideas que era capaz de transmitir, era el medio fundamental de todos estos instrumentos de arrepentimiento y conversión.
La necesidad de utilizar la propaganda para cambiar la imagen de las prisiones a medida que la guerra se alejaba en el tiempo dieron al esfuerzo intelectual (que englobaba también al coro y las representaciones teatrales) el mismo derecho a la redención de la pena que el trabajo físico. La religión, la escritura y la lectura fueron las materias evaluables para la abreviación de las condenas. La colaboración en cualquiera de las obras intelectuales para presos, los libros y la cartilla de Redención serían sin duda una buena señal de esa transformación que el régimen esperaba para devolver a «la buena España a los presos que así lo desearan».
4. LA SEDE CENTRAL: EL PATRONATO DE REDENCIÓN DE PENAS POR EL TRABAJO
Hoy, que España emprende la reconquista espiritual de aquellos españoles que nos fueron arrebatados de la propia
Patria por la violencia y el engaño de las fuerzas anticristianas y abre un cauce generoso para la Redención de la pena de aquellos otros que, desengañados, quieren sinceramente
incorporarse a la gran comunidad familiar de todos los españoles, vuelvan también los ojos a todos los principios de piedad y de fe y a su tradición mariana, para que la ayuda del cielo haga fecundos los esfuerzos de nuestra buena voluntad.
Decreto de 27 de abril de 1939
El verdadero nexo de este sistema institucional fue el Patronato de Redención de Penas por el Trabajo, también conocido como Patronato de la Merced. Una vez a la semana se reunía en su sede madrileña de la calle San Bernardo, sobre las 12.30, para tratar todos los temas relacionados con las peticiones de los presos. Los vocales tenían todavía tiempo de tomar el vermut, puesto que las sesiones no solían durar más de una hora. En ellas se trataban temas como la concesión de la libertad condicional, la fijación de los castigos, los traslados y los asuntos de la familia de los presos, a los que, hasta 1945, hacían llegar el salario entregado por las empresas[122]. Resulta muy significativo que para la fijación de todo este sistema el régimen recuperase el viejo modelo de sociedades benéficas e instituciones privadas. En cierto modo, llegó a ser considerada oficialmente, hasta casi entrada la década de 1970, la gran obra benéfica de la dictadura. Lo cierto es que llegó a englobar, directa o indirectamente, todo el sistema penitenciario, ya que su estructura misma era la síntesis de todo el aparato ideológico e institucional surgido de la guerra. Reutilizó un modelo antiguo, el de los viejos patronatos pro-presos del siglo XIX, al que se habían opuesto los sectores laicos de la reforma penal desde la Restauración hasta la II República, y que la dictadura impulsó extraordinariamente gracias a la capacidad de movilización de la Iglesia. Tal vez por eso el modelo organizativo fue muy distinto al del Auxilio Social de Falange y gozó de mayores simpatías entre las capas sociales altas tradicionales, incluida la burguesía urbana, que despreciaba el populismo falangista[123].
El Patronato era un destino político apetecible, ya que sus miembros recibían honores y honorarios de inspectores centrales. Su estructura orgánica era dependiente del Ministerio de Justicia; asumió plenos poderes y acogió a todas las familias del Movimiento, reproduciendo a su vez la propia estructura delegada en provincias. Sólo así pudo dirigir su política basada en un control efectivo de los centros y sus recursos, incluidas las colonias penitenciarias, que se extendía a todo el sistema de tutela de menores y mujeres refundidos a partir de 1945 en el Patronato de Presos y Penados de España, conocido como Patronato de San Pablo[124]. Jurídicamente, desde el 9 de julio de 1939, en que se fusiona con la Libertad Condicional, se convertiría en el principal instrumento para reducir la población reclusa. Sus funciones básicas se transmitían a los Servicios de Vigilancia y Tutela, conectados con la Dirección General de Seguridad pero también con las Juntas Locales, señalando los cauces de penetración social de la política represiva. Por eso se exigía del liberado condicional las mismas pruebas de sumisión y buena conducta prescritas anteriormente en la disciplina carcelaria. Al quedar fusionada con el expediente penal y la hoja de redención de penas, la situación de libertad condicional en que quedaba el preso era muy frágil y extremadamente dependiente de los informes penitenciarios o disquisiciones policiales posteriores. De este modo la institución nunca perdía ese carácter «de intermediario gratuito para cobrar las cantidades de las empresas, vigilar su cuantía y distribuirla entre la Hacienda, los reclusos y las familias de éstos[125]».
En el diseño de la política de excarcelación pesó de manera extraordinaria la imagen de la guerra. El liberado condicional seguía siendo un delincuente muy próximo al delito, por eso era necesario vigilarlo como medio defensivo. Con Esteban Bilbao al frente del Ministerio de Justicia se inició la excarcelación de los «menos peligrosos» (misión que tenía encomendada la Comisión de Examen de Penas desde 1940) para descongestionar unas prisiones absolutamente colapsadas. Para ello se creó el Servicio de Libertad Vigilada, cuyo objetivo principal era «procurar la aclimatación total del penado al orden que desconoce». Este régimen fue definido oficialmente como coeducación política y en él están presentes todos los rasgos distintivos de un sistema de justicia conmutativa o retributiva, en especial los criterios de peligrosidad social. El Estado tenía prisa por borrar las diferencias internas en la gran empresa de la unidad de España; por eso, en palabras del secretario técnico de la Subdirección General de Libertad Vigilada, José Antonio Torreblanca, se debía luchar contra las influencias regresivas del delincuente político. Se refería en concreto «al puesto en el desorden rojo, la prosperidad ocasional, la cazadora de cuero y la pistola al cinto[126]».
Éste es sólo un ejemplo de las muchas cautelas que se impusieron sobre los condicionales, porque en definitiva quien valoraba la condición de peligrosidad del delincuente era la Junta Local del lugar de residencia del individuo en cuestión. Fue en esta última fase, que será tratada más adelante, donde el entorno local obtendría un protagonismo enorme. La estructura jerárquica y centralizada del Patronato de Redención de Penas por el Trabajo se sustentaba en última instancia en las Comisiones Provinciales y en las Delegaciones Locales de Libertad Vigilada. Si alguna de ellas tenía inconveniente en que el penado regresase a su localidad natal podía oponerse a la concesión atenuada o proponer el destierro. En cualquier caso, si volvía, la comisión local era la encargada de informar sobre su conducta además de garantizarle un trabajo y el salario acumulado por la redención de penas por el trabajo. Los nuevos poderes obtenían así una gran capacidad de maniobra para rentabilizar su posición en distintos medios, haciendo gala de su patriotismo y cuidado de la economía nacional. Uno de los primeros acuerdos que tomó la Comisión Gestora de la Diputación Provincial de Madrid fue «autorizar al Sr. Director del Colegio de San Fernando para de acuerdo con las autoridades correspondientes trasladar a campos de concentración a los acogidos del mismo que, observando mala conducta, hayan servido en el Ejército Rojo, debiendo comunicar sus nombres a la Presidencia a los efectos correspondientes[127]».
5. MOSTRANDO AL ENEMIGO INVISIBLE
Con este tipo de medidas el régimen iba a consolidar la nueva estructura social salida de la guerra, pero nunca descuidaría el cultivo de la amenaza y del peligro constante. Como otros procesos nacionales de «integración negativa», la imagen criminal de la anti-España iba a ser utilizada hasta la saciedad e iba a servir para justificar la política represiva de Franco como verdadero ariete de su nueva posición anticomunista ante el mundo[128]. La trayectoria para forjar los rasgos del enemigo interior fue muy similar a las fases descritas anteriormente sobre normas que surgen en plena guerra y terminan alcanzando el ordenamiento legal común. El Día de la Victoria, Redención publicó el discurso sobre las condiciones del perdón que la España Nacional iba a poner en marcha: «No es posible sin tomar precauciones, devolver a la sociedad, o, como si dijéramos, a la circulación social, elementos dañados, pervertidos, envenenados, políticamente y moralmente, porque su reingreso en la comunidad libre y normal de los españoles, sin más ni más, representaría un peligro de corrupción y de contagio para todos, al par que el fracaso histórico de la victoria alcanzada a costa de tantos sacrificios».
Es un extracto bastante representativo del que sería uno de los aspectos más significativos de la dictadura: la no integración de los que perdieron la guerra. Reproduce además dos puntos fundamentales que el partido nazi había incluido en su programa de 1932 sobre la orientación que debía adquirir la prisión: «retribución» y «disuasión», que en España se incorporarían igualmente desde la libertad condicional a toda la legislación posterior sobre orden público[129]. El fantasma de la anti-España y la caracterización ideológica del enemigo político pesaron en la fijación de una imagen que transmitía todo el mensaje de entrega y sumisión que la propaganda franquista había canalizado desde el imaginario bélico. Una referencia constante al sacrificio, a los mártires que dieron su vida por salvar la de los presos en zona roja, estableciendo el predominio de la iconografía religiosa, y, sobre todo, de la virgen de la Merced, patrona de las prisiones. A través de las historias de los mártires y la vida de los santos se evoca la necesidad de recrear un purgatorio en la tierra. El punto de partida arranca de la exaltación de los mártires de la revolución de Asturias, justo hasta donde se remontaba la Ley de Responsabilidades Políticas de 1939[130].
La aplicación de una legislación criminal de semejantes características sobre una población tan amplia generó múltiples respuestas desde todos los campos. La medicina y la psiquiatría también vieron un objetivo claro para aplicar sus nuevas teorías en aquella masa de presos, pero el discurso esencial siguió siendo el religioso. Aun así, hubo tentaciones, especialmente en los sectores más germanófilos, de asimilar las bases de la teoría racial a la Nueva España. Se trataba de aplicar una «terapia de hispanidad», como la definió Vallejo-Nágera en el Congreso de Psiquiatría de Bonn de 1938, a los desarrapados ideológicamente. A diferencia de Misael Bañuelos, quien llegó a afirmar que «el racismo es la concepción biológica más fructífera y más revolucionaria de los últimos tiempos[131]», las tesis de Vallejo-Nágera, a pesar de haber sido vinculadas con frecuencia al fascismo, desvelan un enorme peso del pensamiento tradicionalista y de elementos comunes en buena parte del conservadurismo intelectual de la época, aglutinados, como defendió Jordi Gracia, tras la entrega de los maestros liberales. Principios como aquéllos que mostró Cuervo: la defensa del pasado y la defensa del orden sagrado como fundamento del orden social, sintetizadas por Maeztu en Defensa de la Hispanidad.
Jefe de psiquiatría militar durante la guerra, Vallejo-Nágera se basó en los valores espirituales «que nos permitieron civilizar tierras inmensas», fundiendo el concepto de raza española con el de hispanidad, no con superioridad biológica alguna. Para ello propugna la reproducción de los selectos frente a las clases populares, pero no la eliminación de estas últimas[132]. La guerra y su experiencia en el Gabinete de Investigaciones Psicológicas de la Inspección de Campos de Concentración lo llevaron a intentar analizar patológicamente a los prisioneros de guerra, «laboratorios de la Nueva España», como los definió Rodrigo, y, más tarde, a las presas de la cárcel de Málaga. Con todos ellos quiso comprobar empíricamente que las ideologías de izquierdas prevalecían entre individuos psicóticos y con bajos niveles de inteligencia para determinar así su grado de «reeducabilidad». Dividió a los prisioneros en ciclotímicos, «propagandistas y vividores marxistas» y esquizotímicos, «fanáticos marxistas que han combatido con las armas en la mano[133]». Pero realmente no llegó a creer que ninguno de los individuos estudiados hubiera comprendido de verdad la doctrina que defendían, «pues se nutren de las personas menos inteligentes y más incultas de la sociedad». Por encima de todo, las tesis raciales de Vallejo-Nágera chocaron con la normativa doctrinal católica en la que se había formado, por lo que su planteamiento práctico terminó en la necesidad de segregación de los vencidos. Una influencia contra el positivismo científico extranjero que ya está presente en el freno de la reforma penal laica de la Restauración y que se reactiva al término de la Guerra Civil en toda la obra de los patronatos de beneficencia[134].
Vallejo-Nágera fue un soporte científico de la necesidad de unas penas duras que atajaran la alta criminalidad de la delincuencia marxista. Pero, como se ha visto, en la consolidación de esta visión dominante en el Ministerio de Justicia pesó mucho más que la moderna criminología la vieja distinción religiosa entre el Bien y el Mal. Un vínculo ideal que otro psiquiatra, López Ibor, refiriéndose a los males sociales de su tiempo o tal vez pensando en Vallejo-Nágera —que le había desplazado de su cátedra—, describió gráficamente sentenciando que «los pecados producen a veces enfermedades[135]». Aun siendo importante para los criterios de reeducación que se proyectarían mucho más adelante, el discurso sobre la inferioridad racial de los disidentes políticos no caló en la política criminal de posguerra, marcada por el peso de una tradición propia. Lo expresó Franco en persona el día de la unificación del Movimiento: «Nosotros somos católicos. En España se es católico o no se es nada. Incluso entre los rojos, aquél que reniega de su fe sigue siendo católico, aunque no sea más que por oposición al no católico[136]».
Los propagandistas católicos rechazaron públicamente el racismo basándose de nuevo en las encíclicas papales, con la clara intención de distanciarse del modelo totalitario y debilitar a Falange. A mediados de 1943 la ACNP hizo públicas las «afirmaciones erróneas del racismo germánico» a través de sus especialistas en medicina, psiquiatría y educación[137]. En primer lugar, Francisco Marco, director del Centro Psiquiátrico de Valencia, defendió la unidad de la especie humana en contra de la existencia de razas superiores e inferiores[138]. El catedrático de Patología General y propagandista de Madrid, Manuel Bermejillo, declaró ilícitos los medios por los que la Alemania nazi conservaba la higiene racial o eugenesia y señaló como únicos medios para mantener la pureza «la cultura, la moral y el robustecimiento espiritual[139]». Más adelante, el decano de la Facultad de Medicina y presidente de la Junta de Acción Católica en Valencia, José Barcia Goyanes, sostuvo que «los ejemplos podrían multiplicarse y todos ellos nos llevarían a la conclusión de que las diferencias raciales en el orden intelectual y moral si tienen un substrato innato dependen principalmente de factores culturales[140]».
El elemento sobresaliente en el universo mental de los vencedores, junto al catolicismo tradicional, fue la conciencia de clase superior. Y si en algún momento la doctrina de la desigualdad de los hombres alcanzó mayor relevancia en el campo penal fue en el Congreso Penal y Penitenciario de Berlín de 1935. El ponente español, José de las Heras, subinspector de Prisiones que poco después se convertiría en mártir de la Cruzada, expresó cuáles eran a su entender los males de las prisiones españolas. El problema era una oleada democratizadora causante de la falta de disciplina y de la proletarización de las masas:
Nosotros tenemos la experiencia de España, tan reciente como elocuente. Al advenimiento de la República, en abril de 1931, el poder público, saturado de las ideas llamadas democráticas, comenzó a ocuparse de la situación de presos y penados […] los resultados no tardaron en hacerse sentir, jamás se vio una época parecida a la que siguió a estas medidas: protestas contra la comida, plantes contra el régimen, revueltas, motines y evasiones colectivas[141].
La política oficial de la dictadura enlazó con ese criterio que consideraba necesaria una legislación penal que «no puede perder su carácter de represión, ya que los sistemas penitenciarios, con sus fines correccionales, deben conservar el tono de intimidación conveniente para los ciudadanos de poca cultura[142]». La literalidad con la que se seguían algunas de estas expresiones unos años después para frenar todo tipo de suavización de las penas prueba la extensión de esta filosofía del castigo anterior a la guerra defendida por los sectores profesionales más conservadores de la judicatura o las prisiones, cubierta con la retórica de exaltación patriótica y nacionalista. Lo más trascendente de esta visión fue la imagen del enemigo interior que se mantendría siempre viva a través del mundo de los presos. La guerra había engendrado el dolor que daba vida a la pena, y el sistema redentor del Caudillo defendía igualmente a la sociedad para que no se le causara más daño. La horda marxista había abierto las puertas de las cárceles a los delincuentes profesionales, a terribles criminales que se mezclaron con el furor revolucionario. Ese «gran delito» habría legitimado el Alzamiento para garantizar la defensa del orden y también para su castigo. Ésta fue la vertiente oficial que puso en pie el ideal integrista de la redención. Se trataba de la versión más fuerte, donde quedaban unidos los principios de defensa política y de defensa social que aglutinaban a la amalgama política del franquismo.
El miedo a la revolución y al desorden público, tan presente en el ideario conservador desde la Restauración, afloraba en esta década con una fuerza inusitada. Fue el argumento principal para sostener la represión una vez que la guerra había pasado, bajo una versión punitiva «preventiva». También sería un lugar común en los preámbulos de la legislación especial para la seguridad del Estado. Una clasificación especial que incorporaba una serie de mecanismos de censura social dentro y fuera de las prisiones. La mejor formulación práctica de estos principios fue la Ley de Seguridad del Estado, de 29 de marzo de 1941, sustituida en 1947 por el Decreto de Represión del Bandidaje y el Terrorismo. Como explicaba su exposición de motivos, «no es posible que el Estado pueda permanecer inerme a la carencia de aquellas previsiones penales que si, por un lado, tienden a salvaguardar su autoridad constituyen por otro un postulado esencial de orden en toda sociedad regularmente organizada».
A pesar de que, tal y como reflejaran las memorias de los fiscales del Tribunal Supremo, la delincuencia común empezó a estar considerada «fuera de límites soportables», la postura oficial fue la de seguir insistiendo en que los enemigos políticos de España eran aún muy poderosos[143]. El fuego del miedo se avivó con la herencia decimonónica de la peligrosidad de una masa desbordante, que se tradujo desde los primeros años de posguerra en una fiebre clasificatoria y en la construcción de tipologías diversas. El fiscal Antonio Ripollés clasificó en cuatro los grupos que había en prisión a comienzos de la década de 1950: delincuentes de constitución anormal, delincuentes de difícil corrección y enmienda, delincuentes fácilmente recuperables para la vida social y, por último, delincuentes políticos. Éstos eran caso de estudio particular[144].
Las características de marginalidad y las conductas antisociales con las que eran descritos los delincuentes pasaron a formar parte de la gran barrera sociológica levantada por la dictadura. La voluntad de no reconciliación, de no integrar a los vencidos, fue favorecida por esta tónica, que se prolongó toda la década. En un mundo de absoluta indefensión hacia la arbitrariedad, la enfermedad y la muerte en aquellos años de total reinado de la incertidumbre, el perdón (indulto) se extendió como la pólvora, pero fue precisamente en su negación donde quedó la tarea de la cárcel franquista. Del mismo modo, su propio ideal de conversión terminó abriendo y cerrando la válvula de las políticas de exclusión, ya que fuera de la cárcel, donde ya no funcionaba como beneficio, la conducta social y política era seguida al milímetro. Antes de entrar en ese laberinto en que se convirtió la sociedad de posguerra para muchos de los presos liberados, hay que hacer un recorrido por la experiencia vital más trascendental de muchos de ellos junto con la guerra: la cárcel. A la cárcel vista desde dentro, tal y como la vivieron, tal y como la sufrieron, se destina la segunda parte de este texto, recreado a través de la documentación de las prisiones mismas.