LOS CREADORES DEL SISTEMA PENITENCIARIO
1. LA LEGITIMACIÓN DEL CASTIGO
España no puede olvidar que, en definitiva, fue una espada
victoriosa la que le devolvió el honor y la vida rescatándola
de las manos ensangrentadas de los sofistas de la democracia.
ESTEBAN BILBAO, 10 de julio de 1940
Con el fin de la guerra, la represión se disfrazó de justicia y fue llamada «obra de pacificación espiritual». A pesar de los tan anunciados indultos, el perdón no tuvo cabida en una España forzada a impartir un castigo ejemplar. Las ejecuciones y las largas condenas impuestas no fueron suficientes. Los vencidos, únicos culpables junto a otros criminales y delincuentes que se habían beneficiado del desorden revolucionario, debían expiar sus pecados y purgar sus culpas; tenían la obligación de redimirse. Al lado de esta versión oficial se utilizó una concepción mucho más elaborada del castigo y de las penas, procedente de la intelectualidad del régimen y en particular de los propagandistas católicos, un «grupo de hombres selectos» que ocuparían gran parte de los puestos de poder de la posguerra. En muy poco tiempo, y utilizando como base el modelo de Acción Católica, lograron proyectar un sistema de apariencia legal que fuera capaz de poner en marcha «la recristianización de los separados, de los vencidos». Antes de terminar la guerra, la redención de penas por el trabajo se había asentado como epicentro de la Justicia de la Nueva España a través de dos soportes: la doctrina de la Iglesia y la exaltación nacionalista. Detrás de la noción de castigo que se impuso al término de la Guerra Civil se encuentra la visión tradicionalista centrada en la defensa del orden social y la religión. Pero lo realmente novedoso de todas las instituciones que surgieron dentro de este sistema —muchas de ellas con amplia experiencia en el campo penitenciario desde el siglo XIX— fue su firme eliminación de todos los objetivos correccionales y regeneradores, negando desde un principio la posibilidad de integración de los que consideraban delincuentes. No podía ser de otro modo, ya que la mayoría de los elementos ideológicos que procedían de la guerra se mantuvieron inalterables durante muchos años. A pesar de que en materia de política criminal se produjera una evolución evidente acorde con la situación política del régimen, sobre todo a partir de 1944 con la caída del poder alemán, las llamas de la guerra siguieron avivadas durante mucho tiempo para exigir el cumplimiento de unas penas severas contra un enemigo interior, caracterizado siempre como un criminal en potencia.
Sobre los condenados caían el peso del recuerdo y la omnipresente imagen de los mártires de la guerra; al rescatar una figura como la de la redención, el pasado revivía en la expiación de los pecados. El pasado era invocado para guiar un castigo que fuera capaz de restaurar el orden social, moral y jurídico tradicional. Entre éstos y otros aspectos teológicos, que el integrismo católico ofreció para dar cobertura ideológica a la dictadura, quedó legitimado el castigo. Gracias a la redención, unas penas que eran impuestas con extrema dureza por los consejos de guerra se integraban en el objetivo de cristianizar de nuevo España. La operación quirúrgica iniciada con la Cruzada debía ser guiada por una auténtica evangelización sobre lo que quedaba de la anti-España: la obra de pacificación espiritual.
Sus protagonistas y creadores intelectuales no eran muy diferentes de otros miembros del aparato de la Justicia franquista, aunque poseían algunos rasgos muy marcados y diferenciadores[65]. Muchos compartieron puestos de gobierno con Primo de Rivera y la República, Acción Española, Comunión Tradicionalista o ejercicios espirituales en Loyola, en particular los miembros eclesiásticos y los militares. Sólo había una organización en la España de entonces capaz de mantener unidos ambos mundos: la ACNP. La Asociación Católica Nacional de Propagandistas, fundada por el padre jesuita Ayala, aportó no sólo un cuerpo jurídico, legal y político sobresaliente al erial intelectual franquista, sino que además incorporó el modelo de empresa propagandística y de comunicación de masas que habían puesto en marcha años atrás Herrera Oria y la Acción Católica. Desde comienzos de la guerra aportaron el pensamiento y la doctrina pontificias y desde un principio se consagraron a frenar la deriva totalitaria del régimen por la excesiva influencia de Falange. Para ello poseían dos experiencias muy concretas, Dictadura y República, y de hecho mantenían activos parte de los equipos que habían protagonizado su existencia durante ambos periodos y que habían trabajado en los respectivos gobiernos. No cabe duda de que la Asociación consiguió ser lo que pretendía, «una élite al servicio del catolicismo español», como la definió Tusell, pero en este periodo carecía de la capacidad de movilización necesaria para encuadrar a una población dominada aún por «la mística de la guerra[66]».
El elemento fundamental para entender la posición política de los propagandistas y su reelaboración de la teoría penal fue la Divini Redemptoris, una encíclica de guerra con la que chocaron los sectores católicos más favorables al fin de la represión. A través de ella la redención se presentó como el elemento central para salvar España y luchar contra todo lo que pretendía derrumbar radicalmente el orden social y socavar los fundamentos mismos de la civilización cristiana. Pío XI había llamado a la movilización contra los horrores del comunismo en una España que «hoy vuelve, como hijo pródigo, con sed de amor y de Justicia […] para que sembremos en esas almas redimidas por la sangre de Cristo Redentor las semillas del Evangelio[67]». El atributo esencial del nuevo sistema penitenciario español sería por tanto un elemento de la doctrina tradicional de la Iglesia, con una vocación de combate contra el comunismo y el materialismo ateo, pero al mismo tiempo sería una «intuición genial del Caudillo». Las dos ciudades, los dos poderes se disputaron la ordenación de este mundo proyectado a su imagen y semejanza. Así lo había expresado nítidamente el obispo de Salamanca Pla y Deniel en su pastoral El triunfo de la ciudad de Dios y la resurrección de España de 25 de mayo de 1939[68]. La sociedad española entró de lleno en una etapa de plena autarquía donde conceptos como redención, salvación y arrepentimiento terminan por completar el esquema de autosuficiencia y de autocontrol impuesto sobre una fachada de hambre, pobreza y desolación.
2. EL MUNDO DE LA JUSTICIA
Al término de la Guerra Civil, la ACNP puso en marcha la elaboración de un proyecto ideológico que pudiera conducir al régimen hacia un modelo de Estado confesional. Actuando como el brazo seglar de la Iglesia, se dispuso a copar la dirección de los aparatos de la sociedad civil, a la vez que se introducía lentamente en importantes áreas de gestión del Nuevo Estado. Uno de los propagandistas más importantes en este primer periodo fue Domínguez Arévalo, ministro de Justicia durante la guerra y pieza clave de la unificación carlista. Pero la nómina de destacados propagandistas con importantes puestos de poder en los nuevos gobiernos de Franco fue muy extensa. Empezando por Mariano Puigdollers, encargado de asuntos religiosos del primer Gobierno y uno de los miembros de la Comisión de Cultura y Enseñanza que, junto con muchos otros integrantes de la «vanguardia tradicionalista» como José María Pemán, Enrique Suñer, Fernando Enríquez de Salamanca, Pedro Sainz Rodríguez e Ibáñez Martín, coparon las altas instancias académicas y los ministerios tras depurar todo el sistema de enseñanza republicano. A ellos se sumaría «la eminencia gris», Luis Carrero Blanco[69].
Domínguez Arévalo, conde de Rodezno, firmaría los primeros decretos para ordenar el mundo penal en la zona sublevada y las primeras instituciones «asistenciales», como las Juntas Locales, formadas por el alcalde, el párroco y otra vocal del sexo femenino escogido «entre los elementos más caritativos y celosos de la localidad», que debían velar para que se entregara el jornal a las familias de los presos[70]. Sin embargo, sería Esteban Bilbao el encargado de dirigir las «operaciones», una vez terminada la contienda, encaminadas a sistematizar la articulación total de la Justicia en la Nueva España. Procedente también de la familia carlista, Bilbao recuperó dos grandes puntales de la obra de pacificación. El primero fue la relación entre el trono y el altar. El 10 de julio de 1940, en la toma de posesión como presidente del Consejo de Estado de su amigo Jordana, Bilbao ensalzó la vuelta de la vieja institución que rodeó al trono; al ser restaurado por Franco se acababa de una vez por todas con la ruptura de ambos poderes iniciada por la Constitución de Cádiz, separación que habría ahondado la funesta República y todas las democracias liberales. La segunda gran influencia fue la Acción Católica de los propagandistas. No en vano Bilbao cerró el primer congreso de ejercicios espirituales celebrado en Barcelona, en mayo de 1941, bajo un impresionante aparato ceremonial al que asistieron más de 100 000 personas[71].
La base del pensamiento tradicionalista y su profundo antiigualitarismo se combinaron con el desprecio a las democracias europeas y el apoyo a Alemania; germanofilia que ya estaba presente en Vázquez de Mella y en su idea de un orden subvertido por las democracias, sistema donde menguaba el prestigio de las instituciones, «hasta que llega la hora, hora fatal, en que las muchedumbres invaden las cumbres de poder[72]». Pero esta etapa no puede entenderse sin su figura clave: el general Máximo Cuervo Radigales. Director general de Prisiones desde mediados de la guerra hasta 1942, fue el mejor exponente de la primera fase de reorganización de las prisiones habilitadas. Su peso intelectual también se dejó notar dentro de la ACNP, a la que pertenecía desde joven y a la que había realizado importantes aportaciones. A comienzos de la década de 1930 había comentado, junto a Alberto Martín Artajo, las encíclicas de León XIII en Doctrina Social Cristiana. Posteriormente ocupó las más altas instancias de la judicatura de posguerra, desde el Consejo Supremo de Justicia Militar hasta la Jurisdicción Especial de Menores. Siguió siendo director de Prisiones y del Patronato de Redención de Penas hasta su cese en 1942, cuando volvió al Consejo Supremo de Justicia Militar, tarea que compaginó hasta la década de 1950 con la de director de la BAC (Biblioteca de Autores Cristianos) y la vicepresidencia del Patronato de Protección a la Mujer[73].
En cuanto a sus colaboradores cercanos, mantuvo a hombres fuertes como Joaquín del Moral, procedente del Ministerio de Gobernación, para que agilizara la obra de pacificación como inspector delegado de Prisiones y, como tal, responsable directo de los establecimientos penitenciarios durante la guerra. También llamó a otros personajes con experiencia en el ramo, como Amancio Tomé, que debía hacerse cargo de la caída de Cataluña, aunque finalmente se ocupó Isidoro Castellón, ya que Tomé fue a la cárcel de Porlier en Madrid. La etapa de Cuervo fue también la de la entrada de militares en los puestos directivos y de máxima responsabilidad de las prisiones, además de un gran número de excombatientes en puestos de servicios. Su planteamiento sobre la ordenación de las penas es la pieza clave para comprender la noción del castigo que se impuso en los primeros años de la década de 1940. En un ambiente en el que ya se oían algunas voces contra la situación que se vivía en prisiones, se reunieron las máximas autoridades de Justicia, el 28 de octubre de 1940, en la facultad de Derecho de Madrid. Allí, en la sede del nuevo pensamiento jurídico, Cuervo pronunció un discurso que tituló expresamente Fundamentos del Nuevo Sistema Penitenciario Español[74].
Estaba dirigido a sus compañeros de armas que iban a ocupar la dirección de las cárceles, pero también a los sectores que pedían condenas más suaves y a los que tildó de «sensibleros». Anunció que los vencidos podían ser recuperados para la patria, pero a cambio debían cumplir un castigo digno y justo. Digno, como correspondía al Derecho Natural, y justo, porque emanaba directamente del Derecho Divino. Las encíclicas de León XIII, que conocía muy bien, constituían el verdadero marco de referencia de un discurso político sobre el castigo que no sufrió variaciones hasta la salida de Cuervo del cargo, en 1942.
El discurso de Cuervo fue una auténtica reafirmación de la línea dura. Para ello rememoró el pasado imperial y la reconquista (las Leyes de Indias, el Concilio de Trento…), dando paso a un modelo «genuino y español», forzado por el aislamiento internacional y la autarquía que marcaría toda la cultura penal posterior, por lo demás fuertemente impregnada de elementos del catolicismo tradicional y de exaltación patriótica, como correspondía a este periodo de arranque del nacionalcatolicismo. Pero, con independencia de la retórica, fueron estas «reminiscencias sagradas» las que dejaron sentadas las bases de las políticas represivas del régimen, ya que de ellas emanaba «el derecho a la punición». Ésa sería la respuesta ante cualquier acto de desafío o rebelión. Para reforzar la dureza del castigo y acallar las voces del exterior que clamaban contra los excesos había que desmontar la base correccional que hasta la guerra había sido la ideología dominante en la Justicia española. Era blanda y, como todo producto decimonónico, también era decadente, liberal y nefasta por su vinculación a la pedagogía ilustrada «materialista y sin fe». Se necesitaba un nuevo edificio construido sobre los viejos pilares de la teología española. Con ello se reorientaba la función del castigo, que monopolizaba el Nuevo Estado, hacia unos principios patrióticos «eternos», donde no cabía la suavización de la pena porque atentaba directamente contra el orden establecido[75].
El dolor y el sacrificio se tornan elementos omnipresentes en la ideología de la primera posguerra, donde el español queda redimido del pecado por la sangre del Hijo de Dios. Esta vinculación a lo sagrado bajo una apariencia de contrarreforma legal tuvo dos consecuencias más en la configuración de las penas y en las medidas de seguridad que las acompañaban: la prevención, como medio de defensa social, y la reparación, como medio de retribución o de «restablecer el equilibrio perdido». La represión, en definitiva, era justa porque defendía a la sociedad, como medio de prevención del desorden social y como medio de reparación del daño causado. La guerra siguió estando siempre muy presente en el discurso penal y se tradujo en la negación de cualquier posibilidad de mejora o suavización en la fijación de las condenas. No sólo porque los rojos fueran indeseables y una muestra de la peor calaña criminal, sino porque el pensamiento tradicionalista, con Balmes y Donoso Cortés a la cabeza, arrancaba de una profunda desconfianza hacia la posibilidad de enmienda de los hombres, sobre todo de aquéllos que se habían alejado de Dios. El correccionalismo dejaba impune el delito y «quedaba así monstruosamente subvertido el orden natural de las cosas», por eso el castigo era necesario para salvar la nueva sociedad que estaban sacando del caos.
El punto de unión de la teología con la política se concentra en una última idea esencial: la Iglesia, vicaria de Dios en la Tierra. La Iglesia debía guiar al gobernante en su auténtica labor de rescate. Cuervo introdujo aquí el elemento fundamental de los propagandistas católicos: lograr el arrepentimiento a través de la Acción Católica en prisiones. A través de un doble rescate, espiritual y físico, aparecerá como un derecho al trabajo en la guerra que se transformará en un deber en plena autarquía. De esta manera, la pena conservaría su fin aflictivo, ya que el trabajo se realiza en reclusión, y un fin social reparativo ,pues el preso trabaja para sí mismo y para la sociedad. Ésta sería la base de todo el sistema de redención de penas que alcanzó su auge en los primeros años de la década de 1940 para, acto seguido, incorporarse a la legislación ordinaria.
En agosto de 1942, tras el cese de Cuervo, fue nombrado director general de Prisiones José María Sentís, otro militar tradicionalista destacado en el Alzamiento que había sido gobernador civil en Guadalajara desde su «liberación». De impulsor de La Nueva Alcarria pasó a ser procurador a Cortes por Palencia, hasta que en 1963 alcanzó la Secretaría de la Junta Nacional de la Comunión Tradicionalista. Mucho más importante para el cambio de rumbo en la política de la represión fue el relevo ministerial. En marzo de 1943 Esteban Bilbao dejó la cartera de Justicia, que pasó a ser ocupada por Eduardo Aunós. Éste también había formado parte de la Asamblea Nacional de Primo de Rivera, en concreto al mando del Ministerio de Trabajo, donde puso en práctica algunos ensayos del modelo corporativo. El paralelismo entre ambas etapas fue evidente para el propio Aunós, destacado miembro de la burguesía catalana y una de las pocas voces autorizadas del pensamiento económico durante la posguerra. Según él mismo confesó, la empresa que le encomendó Franco era similar a la que en 1924 le hubiera encargado Primo de Rivera, cuando lo nombró ministro de Trabajo «para poner término, con una legislación social de vasto alcance, a las violentas agitaciones que en este orden se produjeron en España durante los años anteriores a su advenimiento». Desde comienzos de la guerra decidió dedicarse a la represión del movimiento revolucionario, represión que debía ser, a la vez, «justa» y «humanitaria[76]».
La idea de humanizar el castigo fue el cambio fundamental que se introdujo en el discurso oficial a partir de 1943. Eduardo Aunós desempeñó un papel fundamental en este proceso, al matizar la fórmula del dolor por el dolor de la represión inicial, y avanzó hacia un castigo que seguía siendo «un mal para el que lo sufre», pero sin llegar a constituir una «venganza». Con él se dieron los primeros pasos para dotar a la redención de la apariencia propia de un sistema penal y, lo más importante, de un verdadero régimen de reducción de penas. Para ello nombró director de Prisiones a Ángel Sanz, gobernador de Tarragona con amplia experiencia en el ramo tras la liberación de Cataluña. Sanz también insistió en que la represión era un castigo justo que había que humanizar. Bajo su dirección, la idea asociada al castigo sería la de «conversión», inspirada en las enseñanzas de José Antonio, pero sobre todo introdujo un cambio fundamental, basado en reconocer la condición humana de los presos «sin perder ni un ápice de la disciplina». Esta nueva y definitiva síntesis sería definida como «autoritarismo humanitario» y supuso un rotundo cambio de imagen en la aplicación de las penas. Abandonó la teología e introdujo las dos figuras del penitenciarismo español del siglo XIX que fueron reivindicadas en esta fase: Concepción Arenal y el coronel Montesinos. La idea de disciplina con humanidad del militar y la caridad justa de la visitadora de prisiones fueron reutilizadas a discreción por todos los publicistas del régimen. En realidad se estaba allanando el camino para la aprobación de un nuevo Código Penal, el de 1944, que ponía fin a la etapa anterior. Por entonces la doctrina oficial de Justicia optó por no adscribirse tan claramente a la filosofía del castigo que había definido en 1939. Tal vez por lo que pudiera pasar, Aunós había optado por el equilibrio centrándose más en la defensa de la sociedad futura que en el recuerdo de los mártires de guerra. El tiempo de los monjes y de los guerreros parecía agotarse tras la salida de personajes como Cuervo y Serrano Suñer de la primera fila. La derrota alemana y la necesidad de mostrar al mundo que no ocurría nada anormal en las cárceles de Franco perfilaron el discurso de la segunda mitad de la década de 1940[77].
El de 1944 fue el año que hizo de bisagra entre una fase y otra. Se aprobó el Código Penal, se inició la primera promoción del nuevo Cuerpo de Prisiones y se inauguró todo un símbolo de las prisiones franquistas: la cárcel de Carabanchel. Para la reforma del Código Penal se presentaron dos proyectos; uno de Falange heredado de 1938 y otro elaborado por el propio Ministerio de Justicia, el que definitivamente prosperaría impulsado por Aunós. La aprobación de un nuevo Código Penal suponía el principio del fin de las prisiones habilitadas y la desaparición de hospitales, depósitos municipales y viejos castillos que seguían haciendo de cárceles y campos de reclusión improvisados. En el preámbulo quedaba claro que se debían de respetar y defender las estructuras fundamentales del Estado recién nacido, e introducir aquellas instituciones que no discordaran con el espíritu del régimen, como la redención de penas. La progresiva influencia de los sectores católicos quedó patente en la petición de «congruencia penal» con los dictados de la Iglesia y de la Fe. Eso no modificó el hecho de que las conductas políticas que estaban tipificadas penalmente siguieran sometidas al Código de Justicia Militar, cuyo texto también se modificaba un año después, y así, finalmente, en España no había delitos políticos.
Ese mismo año se inaugura la que será la cárcel política del régimen por excelencia, aunque siempre tuvo un alto porcentaje de presos comunes e «invertidos». Se trataba de la nueva cárcel modelo de Madrid, más conocida como de Carabanchel. Las obras habían empezado en abril de 1940, con más de 1000 presos trabajando continuamente. Cuatro años después abrió sus puertas a los presos de Porlier, que por fin se cerraba. El régimen ponía término así al eje de las prisiones habilitadas desde la guerra en Madrid, pero abría significativamente una moderna y gigantesca cárcel modelo. Para que estos especialistas consigan un reglamento de prisiones que lleva pendiente desde la guerra hay que esperar hasta el 5 de marzo de 1948. Hasta entonces no se publica un texto legal que mencione la condición humana del delincuente ni mucho menos la posibilidad de su regeneración. La realidad de las prisiones había cambiado sustancialmente desde la guerra y, a pesar de que aún quedaba un importante número de presos políticos, la población penal era ya mayoritariamente de presos comunes. Sin embargo no se modificó ninguna de las estructuras penales creadas desde la guerra; al contrario, se introdujeron una serie de elementos en el trato del delincuente basados de nuevo en los preceptos de la redención de penas. El autoritarismo humanitario siguió siendo la base de esta doctrina oficial, haciendo el rigor del castigo compatible «con un sentido humano y cristiano». Se había alcanzado por primera vez una declaración hacia el «respeto de la persona humana», pero España seguía sin estar dentro de las Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos aprobadas por Naciones Unidas.
La década llegaba a su fin con Francisco Aylagas como director general de Prisiones, cargo que combinó con el de presidente del Real Madrid. Continuó el discurso de un régimen penal «humano, cristiano y científico», pero también fue la prueba más palpable de que la voluntad de cambio en Justicia era, en realidad, muy limitada. A pesar de que en la década de 1950 los presos comunes eran claramente mayoritarios, los principios penales surgidos de la guerra siguieron vigentes mucho tiempo aún. Para Aylagas, aquella masa de delincuentes estaba dividida en dos tipos: los contumaces, sin posible o difícil redención, y aquéllos de quienes podía esperarse arrepentimiento[78]. La novedad estaba en el reconocimiento del último grupo, para el que se abría la posibilidad de corregirse pero sin caer en ninguna «sensiblería» propia de los que sólo veían en el delincuente al enfermo, a la víctima de la sociedad. El dolor seguía siendo la fuente del castigo vigente en la España de mediados del siglo XX, reforzada por un ministro de Justicia falangista, Raimundo Fernández-Cuesta, que respondería a los enemigos de España rescatando el «fantasma de la checa», como se verá más adelante. La matización del rigor penal de los primeros años, concebida como un gesto de apertura hacia el exterior, no significó en ningún caso la eliminación de las causas por rebelión militar, donde seguían siendo juzgados enemigos del ideal social, político y religioso que la cárcel debía redimir. Parafraseando el discurso de Cuervo en 1940, podría decirse que ciertamente se llegaba a 1950 sin prácticamente «nada nuevo bajo el sol».
3. LA INFLUENCIA DE LA IGLESIA
Mucho más profunda es la herida del resentimiento.
Hablar de piedad, perdón y caridad cristiana era tomado
muchas veces por protección y defensa del enemigo.
Boletín ACNP 285, 1 de febrero de 1942, p. 5
El sistema para que los presos redimieran sus penas fue fijado por el más importante de los vocales de prisiones, el jesuita e ingeniero José Agustín Pérez del Pulgar, su verdadero creador intelectual. Editada en 1939, su obra La solución que España da al problema de los presos políticos marcará la estructura de un relato que el mundo de la Justicia franquista seguirá al pie de la letra. La guerra estaba en el origen de todo, era el verdadero mito fundacional. La guerra había supuesto una convulsión social y política que exigía medidas excepcionales. Ante el contexto revolucionario, anotaba Del Pulgar, «nada tiene, pues, de particular, que para componer orden en este caos, hayan sido necesarias medidas excepcionales que traen consigo, no sólo el aumento considerable del número, sino también un cambio en la psicología, estado moral y condición social de los reclusos[79]».
Al terminar la contienda había que organizar la paz y llegó el cambio fundamental. Al reconocer los derechos de los presos como trabajadores libres, el Nuevo Estado dejaba de reconocerlos como prisioneros de guerra. Uno de sus elementos fundamentales, la «virtud redentora del trabajo», partía de una consideración justa, a saber, «ni trabajo excesivo ni inacción física e intelectual». El derecho al trabajo de los presos se basaba en el punto 15 de las JONS y era un principio que emanaba de un «concepto altísimo de la autoridad y la Justicia». Como explicaba Del Pulgar, el preso (el preso común y el redimible) no había renunciado por delinquir a su dignidad, por tanto tenía derecho al trabajo y a la cultura. La influencia del Fuero del Trabajo ,texto redactado por él también padre jesuita Aspiazu, era evidente, pero también lo eran las propias reflexiones de Del Pulgar en torno a la llamada cuestión social[80]. Por un lado, el trabajo físico serviría a los presos «para nutrir su cuerpo con alimentos sanos»; por otro, el intelectual, «para nutrir el espíritu con la bondad y la verdad». Este reconocimiento «de los derechos del vencido» implicaba una obligación correlativa por parte del Estado, que debía garantizar el cumplimiento de las penas, la dura necesidad de mantener el orden y la justicia cuando no quedaba otro remedio que «operar lo dañado para salvar lo sano».
La función quirúrgica de la pena, llegado el momento, hacía compatible la caridad con la justicia. Ésta, según el jesuita, no se aplicaba por odio al castigado, «a quien puede amarse mientras se le castiga» y a quien se guardan todos los derechos y se prodigan todas las atenciones. La compatibilidad del amor con el castigo en la nueva Justicia procede de un concepto del dolor del que nace, en última instancia, la redención. Se podría exigir incluso la última pena, sin que ello se opusiera lo más mínimo al respeto y aún al amor a quien se castiga. Una autoridad que procede así, podría jactarse, según Del Pulgar, «de que no sólo es justa sino también y simultáneamente caritativa». A cambio, el preso tendría que trabajar, porque en primer lugar tenía la obligación de mantener su vida y la de su familia. Para ello estaba previsto un sistema de jornales en el que se pagaban dos pesetas por día trabajado (el jornal de un obrero libre del año 1940 oscilaba entre las siete y las nueve pesetas[81]). De éstas, una peseta y media se descontaba para la manutención del preso y 50 céntimos se daban en mano. El Estado daba otras dos pesetas por cada hijo menor de quince años que irían destinadas a la familia del preso siempre que estuviera formada cristianamente (también se descontaba un 10% por el giro que hacía la prisión al Ayuntamiento donde residía la esposa). Finalmente, la redención de penas quedaba vinculada a la libertad vigilada, ya que se comprende «que un recluso que se decide a observar buena conducta y a mostrarse sumiso y arrepentido puede reducir considerablemente el tiempo y mitigar el rigor de su condena».
Del Pulgar, fundador del ICAI (Instituto Católico de Artes e Industrias), cuyo sistema de escuela de oficios estaba inspirado en el centro de jesuitas de Lille pero fue perfeccionado durante su exilio en la Compañía en Bélgica, murió pronto, el 27 de enero de 1940. Su discurso sobre la compatibilidad del castigo y del amor quedó inacabado, pero la redención de penas siguió adelante. Tras su desaparición fue el padre Martín Torrent quien más pugnó por la fijación de una influencia clara del modelo de la Iglesia sobre las prisiones de la Nueva España. En 1939 expuso una versión más popular para presentar la redención de penas titulada Qué me dice usted de los presos, que entraba de lleno en el espíritu mostrado por la Divini Redemptoris de «recuperación de las masas extraviadas». Había que llevar a las almas de tantos desgraciados el consuelo de la religión. Para todos ellos, la redención albergaba una esperanza que sería la reducción de condena. A pesar de aquella triste hora del cumplimiento a rajatabla de las penas de muerte y las largas condenas, el castigo era adecuado al tamaño de la ofensa, sobre todo por la magnitud que había alcanzado la persecución religiosa. Y aun así, la magnanimidad del Caudillo habría ido reduciendo la masa penitenciaria, «haciendo gala de su perdón en la inmensa mayoría de los que ofendieron a España[82]».
Torrent fue otro testigo excepcional de la liberación de Cataluña, ya que antes de ser el superior de los capellanes de prisiones sirvió en la Modelo de Barcelona. Su primera y urgentísima misión era salvar almas, por eso «había que empezar por catequizar». Y a través de la catequesis realizó sus primeras clasificaciones, ya que con ser tantos, los presos eran a la vez muy distintos y dispares en su constitución espiritual y moral. Unos, «dispuestos» a recibir de buen grado y voluntad la semilla evangelizadora; otros, «remisos», de fe perdida o ignorada; otros, «incrédulos» por ignorancia o rencor, y otros en fin, «materialistas fundamentales» predispuestos a la oposición y a la negación terminante de la posibilidad espiritual. Lo más importante de esta disección que religiosos como Torrent hicieron del gran contingente de presos salidos de la Guerra Civil y de la represión de posguerra es que se lograba introducir por primera vez la posibilidad de salvación a través del arrepentimiento, esto es, a través de la buena conducta.
El de 1944 fue un año clave y la Iglesia también mostró su cambio de postura. El 5 de noviembre de 1944 fray León Villuendas, obispo de Teruel, dirigió una conferencia a las presas de Ventas titulada Los reclusos en España. Lección Paulina. En ella cuenta cómo se inició en la obra penal de la Nueva España, después de recordar un idílico paseo por la prisión de Yeserías. Allí encontró la esperanza en la cárcel como «purgatorio resignado y hasta amado» donde el recluso se redime, se ennoblece por ser un buen patriota y un excelente cristiano. Pero más allá del lenguaje medido, a través de sus pláticas es posible seguir el giro hacia la suavización de la represión desde el lado de la Iglesia. En la fiesta de la Merced de Zaragoza el obispo llegó a hablar de los derechos humanos inspirándose en la pauta dada por Pío XII: «tutelar el campo intangible de los derechos de la persona humana y hacerle llevadero el cumplimiento de sus deberes, debe ser oficio esencial de todo poder público[83]». Más adelante explicó el programa de regeneración social inspirado en el Evangelio directamente a los presos. La interpretación del obispo fue simple y directa: «San Pablo exhorta a los siervos a servir y a obedecer a sus amos y a éstos a tratar con caridad a sus siervos. Son libres en Cristo y siervos en el Señor». El punto de unión estaba en el libre albedrío como fundamento de la responsabilidad individual. Pero aunque los presos hubiesen escogido el mal camino, la Iglesia abría para ellos la puerta de la salvación a través de la redención.
Cuanto más se alejaba el fantasma de la guerra, más se consolidaba una salvación que no era posible sin librarse del pecado y la culpa. Pero los niveles de responsabilidad fijados al término de la guerra se mantuvieron siempre operativos, primero dirigidos a los presos políticos y posteriormente a los comunes. Existía una distinción entre el creador y el difusor del mal y el receptor de las enseñanzas. Estos últimos eran los más apreciados para la redención: los ignorantes. El argumento de la ignorancia pervertida por la maldad fue el más usado para aquellos sectores católicos que presionaron porque se suavizase la represión. Pero realmente fue una tarea compleja incluso para la propia jerarquía eclesiástica. Así el Patronato de Redención de Penas no dudó en aclarar al cardenal Segura que la redención no era un indulto, sino «un perdón parcial de las penas impuestas por los Tribunales de Justicia y concedido por el jefe del Estado[84]».
El cardenal Segura recogía el mensaje de la Navidad de 1945, en el que Pío XII había dejado clara la postura de la Iglesia católica ante la nueva situación internacional al referirse al hecho de que «una sana democracia fundada por los principios inmutables de la ley natural y de la verdad revelada será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin frenos y sin límites»; pero el letrado del Estado que respondió al cardenal subrayó la última frase del mensaje papal «y que hace también del régimen democrático un puro y simple sistema de absolutismo[85]». Al año siguiente y en el transcurso del congreso de Pax Romana celebrado en España, aparecieron varias veces la sombra de los derechos humanos y el problema de las relaciones con el bloque comunista. La tensión del siguiente episodio quedó reflejada en las actas del congreso. El dominico Ricardo Fuentes de El Salvador propuso que se estudiara el problema de las relaciones entre católicos y comunistas. El italiano Ivo Murgia parecía no tener inconveniente en participar en un congreso de estudiantes organizado en Checoslovaquia. Llegados a este punto, monseñor Zacarías de Vizcarra, consiliario general de Acción Católica Española, sugirió a Joaquín Ruiz-Giménez, secretario del congreso, que leyera en voz alta un párrafo de la encíclica Divini Redemptoris «en la cual se condena al comunismo como algo intrínsecamente perverso y con el cual no cabe colaborar en ninguno de los campos[86]».
Las peticiones de un perdón amplio fueron desatendidas en la España de posguerra, y sólo se iniciaban gestiones individuales por recomendación o soborno. En contra de la visión evangélica por la que Dios hizo a todas las criaturas sanables mencionada por el obispo de Teruel, se volvió siempre a la idea del mal utilizada en los discursos de Franco desde comienzos de la guerra, cuando hablaba de contumaces y redimibles. La Iglesia recibió un poder y una influencia enormes en la gestión de las instituciones del Nuevo Estado. Si se tiene en cuenta que en todas las Juntas de Disciplina de las prisiones existían un religioso o una religiosa, no es de extrañar que ese «purgatorio inicial» fuese decisivo en la vida carcelaria. La certificación de los grados de instrucción y cultura religiosa podía reducir de dos a cuatro años la estancia en prisión y era obligatoria para obtener la libertad condicional.
Con estas características, el principal modelo en el que se pensó para organizar el interior de las prisiones fue el de las misiones. Ya desde antes de 1939 el Nuevo Estado había dado muestras de que venía ejerciendo un «imperio misional sobre los individuos». Para ello velaría el Patronato de Redención de Penas o de la Merced, pieza clave en la configuración de este sistema. El tratamiento encontró una salida a través de los elementos de la gigantesca tarea de apostolado que suponía llevar a la luz a semejante masa de presos. Las órdenes religiosas quedaban así vinculadas a la vida en prisión, desde la gestión de los economatos, el trabajo y la enseñanza a todo el sistema de libertad condicional y de tutela y asistencia. Los capellanes, las Hijas de la Caridad, las Oblatas, las Adoratrices, los Mercedarios, etcétera, culminarían la labor de apostolado dentro y fuera de prisiones. En el verano de 1940 ya trabajaban en prisión 178 monjas pertenecientes a 23 comunidades religiosas[87]. La labor apostólica de la Iglesia en prisiones fue un vehículo fundamental de la propaganda. De hecho sustituyó a toda la labor cultural. En primer lugar, la tarea fundamental sería la misa, la santificación del recluso. Un segundo ámbito de actuación iría también dirigido a la conquista espiritual de las almas reclusas a través de la predicación, la catequesis, las misiones y los ejercicios espirituales. Por último, un tercer espacio quedaba vinculado al ámbito benéfico. La Acción Católica de los propagandistas empezaba a tomar forma con dos fines claros: que ningún recluso saliera de la cárcel sin conocer la doctrina cristiana y que ninguno estuviera ocioso, sino «aplicando el trabajo que redime y dignifica». Del mismo modo que ocurrió en la sociedad, el pecado se tornó omnipresente en la vida cotidiana. La «sociedad perfecta redimía así a la imperfecta», a través de una mutua colaboración[88].
4. AISLAMIENTO Y CONDENA INTERNACIONAL
Aquí no se ejecuta ni se priva de la libertad sino al que se lo merece.
España, ¡no faltaría más!, detiene, procesa,
juzga y condena todos los delitos, comunes o políticos.
Cárceles españolas, 1948
No se puede obtener una visión de conjunto de la evolución de posguerra sin analizar el cambio de imagen emprendido por el régimen para responder a la alarma internacional sobre los excesos de la represión. El momento de repulsa de la opinión pública internacional al descubrirse los campos de concentración nazis marcaría el punto de inflexión en el comienzo de una carrera de propaganda a favor de los presos republicanos, que fue seguida en el interior de España con el aumento de la conflictividad en los penales, la reactivación de las campañas de protesta y el aumento de las fugas a medida que la intervención aliada parecía acercarse. La respuesta de la dictadura a este fenómeno tuvo de hecho dos vertientes, una más represiva, centrada en el aumento de los controles dentro de las prisiones, el empleo de presos en la fortificación de las fronteras y en el recrudecimiento de la dureza en la aplicación de las sentencias de los consejos de guerra; y otra, que consistió en la construcción de una imagen benévola de los centros de reclusión en España destinada al exterior a instancia de las embajadas.
A través de la política y la propaganda de estos años puede apreciarse la aparición de un Franco conocedor del lugar que puede ocupar si se consolida la Guerra Fría y que pasa a explotar decididamente el anticomunismo. El encargado de esa operación en el terreno de la Justicia fue Raimundo Fernández-Cuesta, uno de los fundadores de Falange junto a José Antonio. Franco lo consideró el más adecuado para ello ya que estuvo preso en el Madrid de la guerra durante casi dos años, tras los cuales finalmente fue canjeado. Con este perfil de mártir y perseguido emprendió una campaña contra las acusaciones del extranjero sobre lo que sucedía en las cárceles españolas, utilizando de nuevo el discurso de la guerra y agitando el fantasma de las checas. Para entenderlo previamente hay que situarse en el fin de la II Guerra Mundial y en la intensificación de las críticas de las organizaciones del exilio hacia la España franquista. Francia, Inglaterra, Argentina, México… la campaña contra el régimen se recrudecía esperando instigar así una invasión aliada sobre la Península. La batalla sobre las cárceles volvió a ser parte central de la propaganda, buscando calar en una opinión pública conmocionada por la Guerra Mundial.
Para contrarrestar la propaganda de los exiliados, Cuesta envió en 1945 a Tomás Boada, conde de Marsal, a Londres, donde se estaba desarrollando una importante parte de esta campaña. El presidente del Patronato de San Pablo para Presos y Penados dio varias entrevistas concertadas en la prensa inglesa desmintiendo las informaciones «heréticas» contra la administración de la Justicia en España. El diario The Times publicó un extracto de su comparecencia de la que subrayó las siguientes declaraciones: «El número actual de presos es inferior a 23 000. La población penal inmediatamente después de terminada la Guerra Civil fue de unos 250 000, y se componía de aquéllos que habían sido convictos de crímenes punibles por las leyes de toda nación civilizada. Personalmente, he examinado muchas sentencias, sin haber encontrado una únicamente basada en motivo político[89]». Días más tarde concedió una entrevista a otro periódico en la que afirmó su línea de humanización de las cárceles españolas. A través de la gestión benéfica de su patronato, afirmó que su institución atendía a un millón y medio de personas «entre presos, penados y familias»; negó la existencia de trabajos forzados, aseguró que a los presos se les pagaba el jornal ordinario a los obreros en libertad, que tenían seguros sociales y que podían redimir días de condena también por la enseñanza y los «trabajos de laboratorio[90]». A pesar de todo, la opinión internacional sobre el tema de los presos seguía siendo muy desfavorable y el mismo Franco tuvo que hacer una referencia al tema en el discurso del aniversario del Cuerpo de Prisiones de 1946: «Esta labor tan grande que desempeñáis cada día oscuramente, mientras nos calumnia un mundo incomprensivo, tiene un gran valor, y yo os lo agradezco enormemente[91]».
En el verano de 1947 el conde tuvo que personarse en Argentina para intentar acallar las críticas que se estaban vertiendo en la prensa de Buenos Aires. El diario de exiliados Pueblo Español lo recibió como «personero mayor de esta infame obra del sistema franquista de trabajo forzado con los presos políticos españoles[92]». Pero Marsal se había trasladado allí para preparar la defensa de España que haría la Argentina de Perón ante Naciones Unidas. Polonia había sacado a relucir la cuestión de los presos y de los campos de concentración, pero el delegado argentino aseguró que se trataba de colonias de trabajo al «aire libre». Era el mismo discurso que ya habían ensayado en Londres un año atrás[93]. Al año siguiente se inició la campaña internacional contra la condena a muerte de José Satué y otros sindicalistas. Se remitieron cientos de cartas como ésta al Ministerio de Justicia y a las distintas embajadas españolas:
United Office and Professional Workers of America.
Spanish Minister of Justice.
Sir,
We have received a communication informing us that the death sentence has been passed against José Satué and certain of his association. Our information is that these men have been sentenced to death for the crime of attempting to organize the Spanish General Union of Workers. If these facts are correct we wish to express to you our horror at such a monstrous sentence for such a «crime». We call upon you in the name of humanity and civilization to use your powers to prevent the execution of this sentence.
Yours very truly.
KC Woodsworth.
Canadian Director[94]
La prensa internacional siguió denunciando, sobre todo, el trato que se daba a los detenidos en las cárceles españolas, abarrotadas según ellos de presos inocentes, y haciendo alusión a este tipo de cartas. Por esta razón, las autoridades habían abierto las cárceles al «gran público», para que pudieran verlas por dentro, ya que la realidad de España y de los españoles que trabajaban por ella estaba muy lejos de las mentiras difundidas por los comunistas. De nuevo Rusia volvía a ser culpable. Además de recordar las atrocidades de la persecución roja, Cuesta también dio cifras elocuentes. Mientras que en España ya sólo quedaban 9850 presos procedentes de la rebelión marxista (cifra que negaban las memorias del patronato) en Rusia habían pasado de 10 a 15 millones de presos. Con este mensaje anticomunista se multiplicó la propaganda oficial sobre prisiones, insistiendo en la idea del enemigo interior .Cárceles españolas, una obra editada por la Oficina Informativa Española, un servicio de Falange, recorrió un buen número de establecimientos penitenciarios de todo el país. El volumen de población penitenciaria era inferior a otros países y el régimen de trabajo, se insistía una y otra vez, era al aire libre. El número de presos se consideraba normal en un país de cerca de 28 millones de habitantes. Lo único cierto es que había habido un gran número de presos, pero la culpa era de la guerra y de los rojos que aún mentían exaltando la cuestión. El viaje por la geografía penitenciaria española terminó en una defensa del derecho del régimen a decidir sobre sus propios asuntos frente a las injerencias internacionales.
Se muestra así el regreso oficial a una versión dura de las penas amparada en el resurgir de las amenazas potenciales contra España, que situará de nuevo al enemigo interior en el punto de mira del régimen. La Oficina de Información terminaba haciendo una invitación, más bien un desafío, al mundo extranjero para que acudiera a visitar los establecimientos penitenciarios españoles y observar de cerca a sus presos y a sus familias felices[95]. Pero cuando se produjo alguna visita diplomática el régimen lo tuvo todo perfectamente milimetrado. Clemente Sánchez, un veterano de los penales franquistas, recordaba una de ellas en su estancia por la prisión de Yeserías. La visita se produjo al comienzo de este esfuerzo por cambiar la imagen exterior del país en el intento de evitar que el régimen fuera arrastrado con la caída de los fascismos. En la Pascua de 1944 el embajador de Estados Unidos hizo una visita oficial a esta prisión madrileña escogida por su descongestión y el excelente estado de salud (ya que allí iban muchas personas con influencia que habían cometido algún delito) de su población, que contrastaba abiertamente con el estado de la mayoría de las prisiones. La memoria de Clemente Sánchez retuvo aquel día en que de repente todo cambió: «Se procedió a una limpieza a fondo de las dependencias, renovaron las prendas más deterioradas de la indumentaria, pusieron colchas nuevas en las camas, toallas limpias y hasta ceniceros en las mesillas. Incluso los reclusos de talleres recibieron monos a estrenar; aquello era el no va más[96]».
Las instrucciones eran que todos los enfermos se situaran en su cama y aquéllos que pudieran levantarse se pusieran firmes al paso del cortejo. Sonó la corneta y entró el embajador seguido del director de la cárcel y media docena de periodistas y fotógrafos. La comitiva avanzó hacia el centro de la estancia y allí el director del centro ofreció un discurso que repetía punto por punto los fijados por la Dirección General y el Ministerio. La consigna no sólo era desmentir la afirmación extranjera de que los presos políticos se morían de hambre y de infecciones, sino que no existían tales presos. «Lo que ven ustedes es fiel reflejo de la situación de las cárceles españolas. Todos los presos son delincuentes comunes[97]». La indignación ante tales palabras creció entre los presos de la sala, hasta el punto de que uno de ellos, el más joven según relata Clemente Sánchez, se acercó a uno de los periodistas extranjeros y le dijo: «Oiga, no es verdad lo que acaba de decir el director. Aquí la mayoría somos presos políticos y estamos encerrados por luchar contra el fascismo», poniendo énfasis en esta última palabra. El periodista miró al preso durante un instante y se sumó a la comitiva que avanzaba hacia otras estancias donde, al parecer, se repitió una y otra vez la misma imagen. Para desesperación de los presos, con la marcha de la comitiva norteamericana desaparecieron las colchas, las ropas y los uniformes nuevos, quizás para ser usados en otra cárcel.
Unos años después, en 1949, la visita de una abogada chilena que iba a hacer un reportaje con presas en la cárcel de mujeres de Segovia desencadenó una huelga de hambre que terminó con la entrada de la policía para desalojar a las internas de las celdas[98]. Pero en muy raras ocasiones trascendieron estas manifestaciones a nivel internacional. Por esas fechas, la Comisión Internacional contra el Régimen Concentracionario (CICRC), formada por supervivientes de los campos nazis y liderada por David Rousset, empezó las gestiones a través de la embajada española en Bélgica para visitar las cárceles españolas. Tardaron cuatro años en poder visitar 17 establecimientos penitenciarios escogidos por la Dirección de Prisiones a mediados de 1952[99]. Tras este largo periplo afirmaron que no existían lager en España. Era evidente que aquello no eran los campos en los que aquellos hombres y mujeres judíos habían estado confinados. La paradoja fue que el mundo supo de la magnitud del fenómeno de la represión republicana a través del Livre blanc sur le système pénitentiaire espagnol, publicado al año siguiente en París, pero Franco lo vendió realmente como un triunfo diplomático, ya que no habían podido encontrar nada, como quedó reflejado en el informe final[100].
Este acto fue muy sintomático de una política penitenciaria desarrollada durante toda la década y que cumplió a la perfección su objetivo de servir en los distintos frentes del régimen: dulcificar la imagen de España ante el exterior como un fuerte aliado anticomunista, mientras en el interior se resucitaba el fantasma de la anti-España para justificar la represión. La década de 1950 sería uno de los momentos de mayor desolación para el exilio interior, que perdería definitivamente parte del contacto vital con el exilio exterior, enfrascado en una serie de conflictos desgarradores y en un progresivo alejamiento de la situación que se vivía en España. El 23 de enero de 1948, Juan Rodríguez, un empleado del Banco Popular en Sevilla, escribía a Amaro del Rosal en París esta escueta nota: «Como todos esperamos la hora de la libertad aunque lo vemos bastante difícil pues al “bota” no hay quien lo eche por ahora. Por aquí no se puede hacer nada de organización y no sé cuánto tiempo va a durar esto, pues te digo que las esperanzas se pierden pues todo estaba confiado a los anglosajones y vaya alegría que nos han dado. Recuerdos a todos los buenos[101]».